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LAS MAQUINARIAS DE LA ALEGRÍA - La Pollera

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Lo agitó en sus manos. Desde ninguna parte vino un tifón que llenó el vaso. Era una<br />

tormenta negra enfurecida en un sitio pequeño.<br />

El capitán alzó el vaso y bebió el tifón.<br />

—¡Hanks! —exclamó alguien.<br />

Pero no él. El tifón, bramando, se había ido, y el capitán con él.<br />

El vaso vacío cayó al suelo.<br />

Era una mañana templada. El aire estaba dulce y el viento tranquilo. Hanks había<br />

trabajado la mitad de la noche cavando y la mitad de la mañana llenando la fosa. Ahora el<br />

trabajo estaba terminado. El sacerdote del pueblo había ayudado y ahora esperaba<br />

detrás, mientras Hanks colocaba como un rompecabezas el último cuadrado de césped<br />

en su sitio. Pedazo por pedazo, los acomodó con cuidado, los unió y apisonó. Y en cada<br />

pedazo, Hanks estaba seguro, había trigo rubio, graneado y maduro, alto como un niño de<br />

diez años.<br />

Hanks se inclinó y puso el último pedazo de césped.<br />

—¿Y la inscripción? —preguntó el sacerdote.<br />

—Oh, no, señor, nunca habrá inscripción.<br />

El sacerdote empezó a protestar, pero Hanks lo tomó del brazo y le hizo subir a una<br />

colina, y luego se volvió y señaló.<br />

Estuvieron allí un largo rato. Al fin el sacerdote asintió meneando la cabeza, sonrió en<br />

silencio y dijo: —Ya veo, comprendo.<br />

Porque era sólo el océano de trigo que seguía y seguía, vastas olas que crecían en el<br />

viento, hacia el oeste y más allá del este; y no había una línea, ni una grieta, ni una<br />

ondulación que mostraron dónde se había hundido el viejo, desapareciendo para siempre.<br />

—Fue un entierro marino —dijo el sacerdote.<br />

—Sí —dijo Hanks—. Como se lo había prometido. Así fue.<br />

Luego se volvieron y caminaron por la orilla de las colinas, sin decir nada, hasta que<br />

llegaron y entraron en la casa crujiente.<br />

EL DÍA <strong>DE</strong> MUERTOS<br />

<strong>La</strong> mañana.<br />

El chiquillo, Raimundo, cruzó corriendo la Avenida Madero. Corrió a través del<br />

temprano olor a incienso que salía de muchas iglesias y a través del olor a carbón de los<br />

diez mil desayunos que se estaban cocinando. Se movía en pensamientos de muerte.<br />

Porque Ciudad de México tenía el frío de unos pensamientos de muerte en la mañana.<br />

Había sombras de iglesias, y siempre mujeres de negro, negro de luto, y el humo de las<br />

velas de la iglesia y de las hornallas de carbón le venían en un olor de muerte dulce a la<br />

nariz, mientras iba corriendo. Y no le pareció extraño, pues todos los pensamientos eran<br />

de muerte ese día.<br />

Era el día de Muertos. 1<br />

Ese día, en todos los lugares alejados del país, las mujeres se sentaban junto a<br />

pequeños puestos de madera y vendían calaveras de azúcar blanco y esqueletos de<br />

caramelo que la gente masticaba y tragaba. Y en todas las iglesias habría servicios, y esa<br />

noche en los cementerios se encenderían velas, se bebería mucho vino y unas agudas<br />

voces de contrasopranos cantarían a voz en cuello muchas canciones.<br />

Raimundo corría con la impresión de que todo el universo estaba en él, todas las cosas<br />

que tío Jorge le había contado, todo lo que él mismo había visto en su vida. Ese día<br />

1 En español en el original.

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