LAS MAQUINARIAS DE LA ALEGRÍA - La Pollera
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los hombros y besándole la garganta, que era como inclinarse sobre el invierno en el corazón del verano. Y esa noche, en la calma ardiente que duraría para siempre, ella fue una nevada en el lecho del capitán. —Hanks, ¿te acuerdas de la calma de agosto del noventa y siete? —El viejo examinó las manos lejanas.— ¿Cuánto duró? —Nueve, diez días, señor. —No, Hanks. Lo juro, vivimos nueve años enteros en aquellos días de la calma. Nueve días, nueve años. Y en medio de aquellos días y años él pensaba, Oh, Kate, me alegro de haberte traído, me alegro de que las burlas de los otros no hayan impedido que me rejuveneciera tocándote. El amor está en todas partes, decían, esperando en los muelles, debajo de los árboles, como cocos calientes que se acarician, se miman y se beben. Dios mío, se equivocan. Pobres almas borrachas, dejemos que luchen con monos en Borneo, con melones en Sumatra, ¿qué pueden hacer con monas bailarinas en habitaciones oscuras? En el viaje de vuelta, esos capitanes dormían con ellos mismos. ¡Con ellos mismos! ¡Una compañía tan pecadora durante quince mil kilómetros! ¡No, Kate, de cualquier modo, aquí estamos tú y yo! Y la calma profunda y viviente siguió hasta el centro del mundo oceánico más allá del cual no hay nada; los impávidos continentes han zozobrado y se han hundido en el tiempo. Pero al noveno día los hombres mismos bajaron los botes y se sentaron en ellos esperando órdenes, y no había más que remar en busca de viento, y el capitán remó también. Al final del décimo día una isla se asomó lentamente sobre el horizonte. El capitán llamó a su mujer: —Kate, iremos en busca de provisiones. ¿Vienes con nosotros? Kate miraba la isla como si la hubiera visto mucho antes de haber nacido, y sacudió la cabeza lentamente, no. —¡Vé tú! ¡No tocaré tierra hasta que lleguemos a casa! El capitán la miró y supo que Katie, por algún instinto, estaba viviendo la leyenda que con tanta ligereza él había tejido y contado. Como la mujer dorada del mito, Katie sentía algún secreto mal en aquel solitario bochorno de coral y arena, un mal que podía dañarla o, más aún, destruirla. —¡Dios te bendiga, Kate! ¡Tres horas! Y el capitán remó hacia la isla con los hombres. Al final del día remaron de vuelta con cinco barrilitos de agua dulce y fresca, y la fruta caliente y las flores perfumaban el bote. Y esperándolo estaba Kate, que no desembarcaría, que no tocaría tierra, decía. Fue la primera en beber el agua clara y fresca. Cepillándose el pelo, mientras miraba las aguas inmóviles esa noche, Kate dijo: —Ha terminado casi. En la mañana habrá un cambio. Oh, Tom, abrázame. Después de tanto calor, hará tanto frío. En la noche el capitán se despertó. Kate, respirando en la oscuridad, murmuraba. Dejó caer una mano febril sobre la mano del capitán, y gritó en sueños. El capitán le tomó el pulso y allí oyó por primera vez la tormenta que se levantaba. Mientras estaba sentado junto a ella, el barco subió muy arriba en un grande y lento pecho de agua, y el conjuro quedó roto. El flojo velamen se estremeció contra el cielo. Todas las cuerdas zumbaron, como si una mano enorme hubiera pasado por el barco como tocando un arpa silenciosa, evocando frescos sonidos de viaje. Terminada la calma, empezó una tormenta. Después hubo otra. De las dos tormentas, una terminó bruscamente. Una fiebre furiosa consumió a Kate hasta convertirla en polvo blanco. Un gran silencio se desplazó en su cuerpo, y luego ya no se movió. Llamaron al encargado de remendar las velas para que la vistiera para el mar. La aguja
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los hombros y besándole la garganta, que era como inclinarse sobre el invierno en el<br />
corazón del verano. Y esa noche, en la calma ardiente que duraría para siempre, ella fue<br />
una nevada en el lecho del capitán.<br />
—Hanks, ¿te acuerdas de la calma de agosto del noventa y siete? —El viejo examinó<br />
las manos lejanas.— ¿Cuánto duró?<br />
—Nueve, diez días, señor.<br />
—No, Hanks. Lo juro, vivimos nueve años enteros en aquellos días de la calma.<br />
Nueve días, nueve años. Y en medio de aquellos días y años él pensaba, Oh, Kate, me<br />
alegro de haberte traído, me alegro de que las burlas de los otros no hayan impedido que<br />
me rejuveneciera tocándote. El amor está en todas partes, decían, esperando en los<br />
muelles, debajo de los árboles, como cocos calientes que se acarician, se miman y se<br />
beben. Dios mío, se equivocan. Pobres almas borrachas, dejemos que luchen con monos<br />
en Borneo, con melones en Sumatra, ¿qué pueden hacer con monas bailarinas en<br />
habitaciones oscuras? En el viaje de vuelta, esos capitanes dormían con ellos mismos.<br />
¡Con ellos mismos! ¡Una compañía tan pecadora durante quince mil kilómetros! ¡No, Kate,<br />
de cualquier modo, aquí estamos tú y yo!<br />
Y la calma profunda y viviente siguió hasta el centro del mundo oceánico más allá del<br />
cual no hay nada; los impávidos continentes han zozobrado y se han hundido en el<br />
tiempo. Pero al noveno día los hombres mismos bajaron los botes y se sentaron en ellos<br />
esperando órdenes, y no había más que remar en busca de viento, y el capitán remó<br />
también.<br />
Al final del décimo día una isla se asomó lentamente sobre el horizonte.<br />
El capitán llamó a su mujer: —Kate, iremos en busca de provisiones. ¿Vienes con<br />
nosotros?<br />
Kate miraba la isla como si la hubiera visto mucho antes de haber nacido, y sacudió la<br />
cabeza lentamente, no.<br />
—¡Vé tú! ¡No tocaré tierra hasta que lleguemos a casa! El capitán la miró y supo que<br />
Katie, por algún instinto, estaba viviendo la leyenda que con tanta ligereza él había tejido<br />
y contado. Como la mujer dorada del mito, Katie sentía algún secreto mal en aquel<br />
solitario bochorno de coral y arena, un mal que podía dañarla o, más aún, destruirla.<br />
—¡Dios te bendiga, Kate! ¡Tres horas!<br />
Y el capitán remó hacia la isla con los hombres.<br />
Al final del día remaron de vuelta con cinco barrilitos de agua dulce y fresca, y la fruta<br />
caliente y las flores perfumaban el bote.<br />
Y esperándolo estaba Kate, que no desembarcaría, que no tocaría tierra, decía.<br />
Fue la primera en beber el agua clara y fresca. Cepillándose el pelo, mientras miraba<br />
las aguas inmóviles esa noche, Kate dijo: —Ha terminado casi. En la mañana habrá un<br />
cambio. Oh, Tom, abrázame. Después de tanto calor, hará tanto frío.<br />
En la noche el capitán se despertó. Kate, respirando en la oscuridad, murmuraba. Dejó<br />
caer una mano febril sobre la mano del capitán, y gritó en sueños. El capitán le tomó el<br />
pulso y allí oyó por primera vez la tormenta que se levantaba.<br />
Mientras estaba sentado junto a ella, el barco subió muy arriba en un grande y lento<br />
pecho de agua, y el conjuro quedó roto.<br />
El flojo velamen se estremeció contra el cielo. Todas las cuerdas zumbaron, como si<br />
una mano enorme hubiera pasado por el barco como tocando un arpa silenciosa,<br />
evocando frescos sonidos de viaje.<br />
Terminada la calma, empezó una tormenta.<br />
Después hubo otra.<br />
De las dos tormentas, una terminó bruscamente. Una fiebre furiosa consumió a Kate<br />
hasta convertirla en polvo blanco. Un gran silencio se desplazó en su cuerpo, y luego ya<br />
no se movió.<br />
Llamaron al encargado de remendar las velas para que la vistiera para el mar. <strong>La</strong> aguja