El segundo libro de la selva - Integrar

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09.05.2013 Views

conducía hasta la puerta interior de la casa llegaban ladridos y ruidos de mordiscos, mientras los perros que formaban el tiro de su trineo, libres de su labor diaria, se apretujaban para conseguir un sitio caliente. Cuando los ladridos empezaron a armar demasiado ruido, Kotuko se levantó perezosamente del banco-cama y cogió un látigo con un mango de cuarenta y cinco centímetros de barba de ballena, que es muy flexible, y con casi ocho metros de cuero grueso trenzado. Se metió de cabeza en el túnel, armándose tal alboroto que daba la sensación de que los perros se lo estaban comiendo vivo; pero aquello no era más que su oración de gracias antes de comer. Cuando salió a gatas por el otro extremo, media docena de cabezas peludas le siguieron con la mirada mientras se dirigía a una especie de armazón hecho de quijadas de ballena que era donde estaba colgada la carne para los perros; con un arpón de punta ancha, cortó la carne congelada en trozos grandes; y se quedó allí con el látigo en una mano y la carne en la otra. Llamaba a cada animal por su nombre, los más débiles primero, y pobre del perro que se moviera antes de que le tocara el turno, porque el látigo abrasador salía disparado como un relámpago de cuero arrancándole unos tres centímetros de pelo y piel. Cada animal gruñía al recibir su ración, la agarraba con los dientes y se la tragaba de golpe, volviendo rápidamente al abrigo del pasadizo, mientras el chico se quedaba sobre la nieve, bajo la brillante aurora boreal, impartiendo justicia. El último en ser servido era el enorme perro negro que dirigía el tiro y mantenía el orden cuando estaban todos enganchados; y a él, Kotuko le dio una ración doble de carne, además de un chasquido de látigo. -¡Ah! -dijo Kotuko, recogiendo la cola del látigo-. Tengo un pequeñajo encima de la lámpara que va a dar grandes aullidos. ¡Sarpok! ¡Adentro! Regresó, pasando por encima de los perros agazapados, se quitó la nieve de las pieles con el plumero de barbas de ballena que Amoraq guardaba junto a la puerta, golpeó suavemente la piel con que estaba forrado el techo de la casa, para hacer caer los carámbanos que pudieran haber caído de la cúpula de nieve que había encima, y se tumbó en el banco, hecho un ovillo. Los perros del túnel roncaban y gimoteaban en sueños, el niño pequeño que tenía Amoraq en su profunda capucha de piel pataleaba, se atragantaba y hacía gorgoritos, y la madre del cachorro al que acababan de poner nombre estaba echada junto a Kotuko, los ojos fijos sobre el bulto envuelto en piel de foca, caliente y seguro encima de la ancha llama amarilla de la lámpara. Y todo esto sucedía muy lejos, hacia el norte, más allá del Labrador, pasado el estrecho de Hudson, donde las mareas levantan masas de hielo, al norte de la península de Melville (incluso más arriba del pequeño estrecho del Fury y del Hecla), en la costa septentrional de Tierra de Baffin, donde la isla de Bylot se eleva sobre el hielo del estrecho de Lancaster como una budinera boca abajo. Al norte del estrecho de Lancaster no hay casi nada conocido, menos Devon del Norte y Tierra de Ellesmere; pero incluso allí sólo viven unas cuantas personas desperdigadas, que son los vecinos, por así decirlo, del mismísimo Polo. Kadlu era un inuit, lo que se conoce como un esquimal, y su tribu, unas treinta personas en total, pertenecía al Tununirmiut («el país que está detrás de algo»). En los mapas, esa costa despoblada recibe el nombre de ensenada del Consejo de la Marina, pero es mejor el nombre de inuit, porque aquella tierra está detrás del mundo entero. Durante nueve meses al año no hay más que hielo y nieve, ventiscas y más ventiscas, con un frío imposible de imaginar para quien no ha visto el termómetro ni siquiera a cero grados. Durante seis de esos nueve meses, se está a oscuras; y por eso es tan horrible. En los tres meses del verano, sólo hiela un día sí y otro no, y por las noches; entonces empieza a deshacerse la nieve en las pendientes que dan al sur, y unos cuantos sauces enanos sacan sus brotes lanosos, y algún diminuto ombligo de Venus da la sensación de que va a florecer; aparecen playas de arena Página 74

fina y cantos rodados que llegan hasta el mar; surgen rocas bruñidas y piedras veteadas bajo la nieve en polvo. Pero todo ello deja de existir a las pocas semanas, y el crudo invierno vuelve a cernerse sobre la tierra; mientras, los hielos surcan el mar abierto, apiñando y apretando, rompiendo y rozando, moliendo y machacando, hasta formar una capa helada de tres metros de espesor desde la tierra hasta alta mar. En invierno, Kadlu seguía a las focas hasta el borde de la tierra helada, atravesándolas con un arpón cuando salían de sus agujeros a respirar. Las focas necesitan agua en que vivir y cazar peces, y en pleno invierno era frecuente que el hielo llegara a ciento cincuenta kilómetros tierra adentro, sin interrupción, desde la costa más próxima. En primavera, él y los suyos se retiraban de los témpanos de hielo flotante, yendo a la rocosa tierra firme, donde montaban tiendas hechas de piel, cazando a las aves marinas con trampas y a las focas con arpones mientras tomaban el sol en la playa. Más adelante iban hacia el sur, a Tierra de Baffin, para cazar renos y hacerse con su provisión anual de salmón en los centenares de riachuelos y lagos que había en el interior, volviendo hacia el norte en septiembre u octubre para cazar bueyes almizcleros y para la acostumbrada matanza de focas en invierno. Todos estos viajes eran en trineos de perros, recorriendo entre treinta y cincuenta kilómetros al día, o en sus «barcos de mujeres» hechos de piel, con los que iban por la costa llevando a los perros y a los niños entre los pies de los remeros, y las mujeres cantaban al irse deslizando de un cabo a otro sobre las aguas vidriosas y frías. Todos los lujos que se conocían en Tununirmiut venían del sur: maderos que llegaban a la deriva y les servían para fabricar los patines de los trineos, hierro en barras para la punta de los arpones, cuchillos de acero, calderos de estaño en los que se cocinaba mucho mejor que en los antiguos de esteatita, pedernal, acero e incluso cerillas; además de cintas de colores para el pelo de las mujeres, espejillos baratos, y tela roja para los bordes de las chaquetas de piel de reno. Kadlu usaba los dientes retorcidos del narval y el buey almizclero, que eran muy blancos y llamativos (son casi tan valiosos como las perlas), para comerciar con los inuit del sur, y éstos, a su vez, negociaban con los balleneros y con los misioneros que se habían instalado en los estrechos de Exeter y Cumberland; y la cadena continuaba, de forma que un caldero comprado por el cocinero de un barco en el bazar de Bhendy podía acabar pasando su vejez encima de una lámpara de grasa de ballena, en alguna parte del lado más frío del Círculo Polar Ártico. Kadlu, que era un buen cazador, poseía un gran número de arpones de hierro, cuchillos para cortar nieve, dardos para pájaros, y todas esas cosas que hacen la vida más fácil allá arriba, donde hace tanto frío; y él era el jefe de su tribu, o, como ellos dicen, «el hombre que lo sabe todo por propia experiencia». Esto no le daba ninguna autoridad, exceptuando que, de cuando en cuando, podía aconsejar a sus amigos que cambiaran de territorio Para cazar; pero Kotuko lo aprovechaba para mangonear un poco, con el estilo perezoso característico de los rollizos inuit, a los demás chicos cuando salían de noche a jugar a la pelota a la luz de la luna o a cantar la «Canción del niño a la Aurora Boreal». Pero un inuit se considera a sí mismo un hombre a los catorce años, y Kotuko estaba harto de hacer trampas para pájaros salvajes y zorros pequeños, y lo que menos le gustaba era ayudar a las mujeres a masticar pieles de foca y de reno (es la mejor forma de ablandarlas) durante todo el día, mientras los hombres estaban de caza. Quería entrar en el quaggi, la Casa de los Cánticos, cuando los cazadores se reunían allí para sus misterios y el angekok, el hechicero, tras haber apagado las lámparas, les hacía tener unos delirios maravillosos, de puro pánico, y se oía el Espíritu del Reno, que pateaba encima del tejado; además, si lanzaban un arpón a lo lejos, en mitad de la noche oscura, volvía cubierto de sangre caliente. Quería poder echar sus grandes botas en la red, con el aspecto cansado de un cabeza de familia, y poder Página 75

conducía hasta <strong>la</strong> puerta interior <strong>de</strong> <strong>la</strong> casa llegaban <strong>la</strong>dridos y ruidos <strong>de</strong> mordiscos, mientras<br />

los perros que formaban el tiro <strong>de</strong> su trineo, libres <strong>de</strong> su <strong>la</strong>bor diaria, se apretujaban para<br />

conseguir un sitio caliente.<br />

Cuando los <strong>la</strong>dridos empezaron a armar <strong>de</strong>masiado ruido, Kotuko se levantó<br />

perezosamente <strong>de</strong>l banco-cama y cogió un látigo con un mango <strong>de</strong> cuarenta y cinco<br />

centímetros <strong>de</strong> barba <strong>de</strong> ballena, que es muy flexible, y con casi ocho metros <strong>de</strong> cuero grueso<br />

trenzado. Se metió <strong>de</strong> cabeza en el túnel, armándose tal alboroto que daba <strong>la</strong> sensación <strong>de</strong> que<br />

los perros se lo estaban comiendo vivo; pero aquello no era más que su oración <strong>de</strong> gracias<br />

antes <strong>de</strong> comer. Cuando salió a gatas por el otro extremo, media docena <strong>de</strong> cabezas peludas le<br />

siguieron con <strong>la</strong> mirada mientras se dirigía a una especie <strong>de</strong> armazón hecho <strong>de</strong> quijadas <strong>de</strong><br />

ballena que era don<strong>de</strong> estaba colgada <strong>la</strong> carne para los perros; con un arpón <strong>de</strong> punta ancha,<br />

cortó <strong>la</strong> carne conge<strong>la</strong>da en trozos gran<strong>de</strong>s; y se quedó allí con el látigo en una mano y <strong>la</strong><br />

carne en <strong>la</strong> otra. L<strong>la</strong>maba a cada animal por su nombre, los más débiles primero, y pobre <strong>de</strong>l<br />

perro que se moviera antes <strong>de</strong> que le tocara el turno, porque el látigo abrasador salía disparado<br />

como un relámpago <strong>de</strong> cuero arrancándole unos tres centímetros <strong>de</strong> pelo y piel. Cada animal<br />

gruñía al recibir su ración, <strong>la</strong> agarraba con los dientes y se <strong>la</strong> tragaba <strong>de</strong> golpe, volviendo rápidamente<br />

al abrigo <strong>de</strong>l pasadizo, mientras el chico se quedaba sobre <strong>la</strong> nieve, bajo <strong>la</strong> bril<strong>la</strong>nte<br />

aurora boreal, impartiendo justicia. <strong>El</strong> último en ser servido era el enorme perro negro que<br />

dirigía el tiro y mantenía el or<strong>de</strong>n cuando estaban todos enganchados; y a él, Kotuko le dio<br />

una ración doble <strong>de</strong> carne, a<strong>de</strong>más <strong>de</strong> un chasquido <strong>de</strong> látigo.<br />

-¡Ah! -dijo Kotuko, recogiendo <strong>la</strong> co<strong>la</strong> <strong>de</strong>l látigo-. Tengo un pequeñajo encima <strong>de</strong> <strong>la</strong><br />

lámpara que va a dar gran<strong>de</strong>s aullidos. ¡Sarpok! ¡A<strong>de</strong>ntro!<br />

Regresó, pasando por encima <strong>de</strong> los perros agazapados, se quitó <strong>la</strong> nieve <strong>de</strong> <strong>la</strong>s pieles<br />

con el plumero <strong>de</strong> barbas <strong>de</strong> ballena que Amoraq guardaba junto a <strong>la</strong> puerta, golpeó<br />

suavemente <strong>la</strong> piel con que estaba forrado el techo <strong>de</strong> <strong>la</strong> casa, para hacer caer los carámbanos<br />

que pudieran haber caído <strong>de</strong> <strong>la</strong> cúpu<strong>la</strong> <strong>de</strong> nieve que había encima, y se tumbó en el banco,<br />

hecho un ovillo. Los perros <strong>de</strong>l túnel roncaban y gimoteaban en sueños, el niño pequeño que<br />

tenía Amoraq en su profunda capucha <strong>de</strong> piel pataleaba, se atragantaba y hacía gorgoritos, y <strong>la</strong><br />

madre <strong>de</strong>l cachorro al que acababan <strong>de</strong> poner nombre estaba echada junto a Kotuko, los ojos<br />

fijos sobre el bulto envuelto en piel <strong>de</strong> foca, caliente y seguro encima <strong>de</strong> <strong>la</strong> ancha l<strong>la</strong>ma<br />

amaril<strong>la</strong> <strong>de</strong> <strong>la</strong> lámpara.<br />

Y todo esto sucedía muy lejos, hacia el norte, más allá <strong>de</strong>l Labrador, pasado el<br />

estrecho <strong>de</strong> Hudson, don<strong>de</strong> <strong>la</strong>s mareas levantan masas <strong>de</strong> hielo, al norte <strong>de</strong> <strong>la</strong> penínsu<strong>la</strong> <strong>de</strong><br />

Melville (incluso más arriba <strong>de</strong>l pequeño estrecho <strong>de</strong>l Fury y <strong>de</strong>l Hec<strong>la</strong>), en <strong>la</strong> costa<br />

septentrional <strong>de</strong> Tierra <strong>de</strong> Baffin, don<strong>de</strong> <strong>la</strong> is<strong>la</strong> <strong>de</strong> Bylot se eleva sobre el hielo <strong>de</strong>l estrecho <strong>de</strong><br />

Lancaster como una budinera boca abajo. Al norte <strong>de</strong>l estrecho <strong>de</strong> Lancaster no hay casi nada<br />

conocido, menos Devon <strong>de</strong>l Norte y Tierra <strong>de</strong> <strong>El</strong>lesmere; pero incluso allí sólo viven unas<br />

cuantas personas <strong>de</strong>sperdigadas, que son los vecinos, por así <strong>de</strong>cirlo, <strong>de</strong>l mismísimo Polo.<br />

Kadlu era un inuit, lo que se conoce como un esquimal, y su tribu, unas treinta<br />

personas en total, pertenecía al Tununirmiut («el país que está <strong>de</strong>trás <strong>de</strong> algo»). En los mapas,<br />

esa costa <strong>de</strong>spob<strong>la</strong>da recibe el nombre <strong>de</strong> ensenada <strong>de</strong>l Consejo <strong>de</strong> <strong>la</strong> Marina, pero es mejor el<br />

nombre <strong>de</strong> inuit, porque aquel<strong>la</strong> tierra está <strong>de</strong>trás <strong>de</strong>l mundo entero. Durante nueve meses al<br />

año no hay más que hielo y nieve, ventiscas y más ventiscas, con un frío imposible <strong>de</strong><br />

imaginar para quien no ha visto el termómetro ni siquiera a cero grados. Durante seis <strong>de</strong> esos<br />

nueve meses, se está a oscuras; y por eso es tan horrible. En los tres meses <strong>de</strong>l verano, sólo<br />

hie<strong>la</strong> un día sí y otro no, y por <strong>la</strong>s noches; entonces empieza a <strong>de</strong>shacerse <strong>la</strong> nieve en <strong>la</strong>s<br />

pendientes que dan al sur, y unos cuantos sauces enanos sacan sus brotes <strong>la</strong>nosos, y algún<br />

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