PERIQUILLO SARNIENTO EL - Taller Literario
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que, no teniendo sino un largo síncope, han muerto antes de tiempo, y los han enterrado vivos la precipitación de los dolientes.” Acabó don Pedro de hablar con el padre confesor estas cosas, y me dijo: –Compadre, ya me siento demasiado débil; creo que se acerca la hora de la partida; haz llamar al vecino don Agapito (que era un excelente músico), y dile que ya es tiempo de que haga lo que le he prevenido. Luego que el músico recibió el recado, salió a la calle, y a poco rato volvió con tres niños y seis músicos de flauta, violín y clave, y entró con ellos a la recámara. Nos sorprendimos todos con esta escena inesperada, y más cuando comenzaron también los niños a entonar con sus dulces voces, y acompañados de la música, un himno compuesto para esta hora por el mismo don Pedro. Nos enternecimos bastante en medio de la admiración con que ponderábamos el acierto con que nuestro amigo se hacía menos amargo aquel funesto paso. El padre Pelayo decía: –Vean ustedes, mi amigo sí ha sabido el arte de ayudarse a bien morir. Con cualquier poco conocimiento que conserve, ¿cómo no le despertarán estas dulces voces y esta armoniosa música los tiernos efectos que su devoción ha consagrado al Ser Supremo? En efecto, se cantó el siguiente: HIMNO AL SER SUPREMO Eterno Dios, inmenso, omnipotente, sabio, justo y santo,
que proteges benigno los seres que han salido de tus manos: el debido homenaje a tu alta majestad te rindo grato, porque en mis aflicciones fuiste mi escudo, mi sostén, mi amparo. Y cuando sumergido en el cieno profundo busqué en vano a quién volver mis ojos entumecidos de llorar, e hinchados, extendiste en mi ayuda tu generosa y compasiva mano, que libre del peligro al puerto me condujo ileso y salvo. Tú, Señor, desde entonces con impulso robusto has guiado por el camino recto mis vacilantes y extraviados pasos. Mis vicios me avergüenzan; mis delitos detesto: con mi llanto haz, mi Dios, que se borren los asientos del libro de los cargos. Y en esta crítica hora
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que proteges benigno<br />
los seres que han salido de tus manos:<br />
el debido homenaje<br />
a tu alta majestad te rindo grato,<br />
porque en mis aflicciones<br />
fuiste mi escudo, mi sostén, mi amparo.<br />
Y cuando sumergido<br />
en el cieno profundo busqué en vano<br />
a quién volver mis ojos<br />
entumecidos de llorar, e hinchados,<br />
extendiste en mi ayuda<br />
tu generosa y compasiva mano,<br />
que libre del peligro<br />
al puerto me condujo ileso y salvo.<br />
Tú, Señor, desde entonces<br />
con impulso robusto has guiado<br />
por el camino recto<br />
mis vacilantes y extraviados pasos.<br />
Mis vicios me avergüenzan;<br />
mis delitos detesto: con mi llanto<br />
haz, mi Dios, que se borren<br />
los asientos del libro de los cargos.<br />
Y en esta crítica hora