PERIQUILLO SARNIENTO EL - Taller Literario
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–Mucho aprecia usted a los caballos. –Más estimo a los hombres –le dije. –¿Cómo puede ser eso –me dijo–, cuando no ha veinte minutos que me aseguró usted que los aborrecía? –Así es –le contesté–; aborrezco a los hombres malos, o más bien las maldades de los hombres, pero a los hombres buenos como usted los amo entrañablemente, los deseo servir en cuanto puedo, y cuanto más infelices son, más los amo y más me intereso en sus alivios. Al oír estas palabras, que pronuncié con el posible entusiasmo, advertí no sé qué agradable mutación en la frente del misántropo, y sin dar lugar a reflexiones lo metimos a mi sala, donde tomamos chocolate, dulce y agua. Concluido el parco refresco, me preguntó mis desgracias: yo le supliqué me refiriera las suyas, y él, procediendo con mucha cortesía, se determinó a darme gusto, a tiempo que un mozo avisó que buscaban a don Hilario. Salió éste, y entre tanto el misántropo me dijo: –Es muy larga mi historia para contársela con la brevedad que deseo; pero sepa usted que yo, lejos de deber ningún beneficio a los hombres, de cuantos he tratado he recibido mil males. Algunos mortales numeran entre sus primeros favorecedores a sus padres, gloriándose de ellos justamente, y teniendo sus favores por justísimos y necesarios; mas yo, ¡infeliz de mí!, no puedo lisonjear mi memoria con las caricias paternales como todos, porque no conocí a mi cruel padre, ni aun supe cómo era mi indigna madre. No se escandalice usted con estas duras expresiones hasta saber los motivos que tengo para proferirlas.
A este tiempo entró mi cajero muy contento, y aunque quise que me descubriera el motivo de su gusto, no lo pude conseguir, pues me dijo que acabaría de oír al misántropo y luego me daría una nueva que no podía menos de darme gusto. Ved aquí excitada mi curiosidad con dos motivos. El primero, por saber las aventuras del misántropo, y el segundo, por cerciorarme de la buena aventura de mi dependiente; mas como éste quería que aquél continuara, se lo rogué, y continuó de esta suerte: “Dije, señor –prosiguió el misántropo–, que tengo razón para aborrecer entre los hombres en primer lugar a mi padre y a mi madre. ¡Tales fueron conmigo de ingratos y desconocidos! Mi padre fue el marqués de Baltimore, sujeto bien conocido por su título y su riqueza. Este infame me hubo en doña Clisterna Camoëns, oriunda de Portugal. Ésta era hija de padres muy nobles, pero pobres y virtuosos. El inicuo marqués enamoró a Clisterna por satisfacer su apetito, y ésta se dejó persuadir más por su locura que por creer que se casaría con ella el marqués; porque siendo rico y de título no era fácil semejante enlace, pues ya se sabe que los ricos muy rara vez se casan con las pobres, mucho menos siendo aquéllos titulados. Ordinariamente los casamientos de los ricos se reducen a tales y tan vergonzosos pactos, que más bien se podrían celebrar en el Consulado por lo que tienen de comercio, que en el provisorato por lo que tienen de sacramento. Se consultan los caudales primero que las voluntades y calidades de los novios. No es mucho, según tal sistema, ver tan frecuentes pleitos matrimoniales originados por los enlaces que hace el interés y no la inclinación de los contrayentes. Como el marqués no enamoró a Clisterna con los fines santos que exige el matrimonio, sino por satisfacer su pasión al apetito, luego que lo contentó y ésta le dijo que estaba grávida, buscó un pretexto de aquellos que los hombres hallan fácilmente para abandonar a las mujeres, y ya no la volvió a ver ni acordarse del hijo que dejaba depositado en sus entrañas. ¿A este cruel podré amarlo ni nombrarlo con el tierno nombre de padre? La tal Clisterna tuvo harta habilidad para disimular el entumecimiento de su vientre, haciendo pasar sus bascas y achaques por otra enfermedad de su sexo, con los auxilios de un médico y una criada que había terciado en sus amores. No se descuidó en tomar cuantos estimulantes pudo para abortar, pero el cielo no permitió se lograran sus inicuos intentos. Se llegó al plazo natural en que debía yo ver la luz del mundo. El parto fue feliz, porque Clisterna no padeció mucho, y prontamente se halló desembarazada de mí, y libre del riesgo de que, por entonces, se descubriera su liviandad. Inmediatamente me envolvió en unos trapos, me puso un papel que decía que era hijo de buenos padres y que no estaba bautizado, y me entregó a su confidenta para que me sacara de casa. ¿Merecerá esta cruel el tierno nombre de madre? ¿Será digna de mi amor y gratitud? ¡Ah, mujer impía! Tú, con escándalo de las fieras y con horror de la naturaleza, apenas contra tu voluntad me pariste, cuando me arrojaste de tu casa. Te avergonzaste de parecer madre, pero depusiste el rubor para serlo. Ningún respeto te contuvo para prostituirte y concebirme; pero para parirme, ¡cuántos!; para criarme a tus pechos, ¡qué imposibles! Nada tengo que agradecerte, mujer inicua, y mucho por qué odiarte mientras me dure la vida, esta vida de que tantas veces me quisiste privar con
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A este tiempo entró mi cajero muy contento, y aunque quise que me descubriera el motivo<br />
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me daría una nueva que no podía menos de darme gusto.<br />
Ved aquí excitada mi curiosidad con dos motivos. El primero, por saber las aventuras del<br />
misántropo, y el segundo, por cerciorarme de la buena aventura de mi dependiente; mas<br />
como éste quería que aquél continuara, se lo rogué, y continuó de esta suerte:<br />
“Dije, señor –prosiguió el misántropo–, que tengo razón para aborrecer entre los hombres<br />
en primer lugar a mi padre y a mi madre. ¡Tales fueron conmigo de ingratos y<br />
desconocidos! Mi padre fue el marqués de Baltimore, sujeto bien conocido por su título y<br />
su riqueza. Este infame me hubo en doña Clisterna Camoëns, oriunda de Portugal. Ésta<br />
era hija de padres muy nobles, pero pobres y virtuosos. El inicuo marqués enamoró a<br />
Clisterna por satisfacer su apetito, y ésta se dejó persuadir más por su locura que por creer<br />
que se casaría con ella el marqués; porque siendo rico y de título no era fácil semejante<br />
enlace, pues ya se sabe que los ricos muy rara vez se casan con las pobres, mucho menos<br />
siendo aquéllos titulados. Ordinariamente los casamientos de los ricos se reducen a tales y<br />
tan vergonzosos pactos, que más bien se podrían celebrar en el Consulado por lo que tienen<br />
de comercio, que en el provisorato por lo que tienen de sacramento. Se consultan los<br />
caudales primero que las voluntades y calidades de los novios. No es mucho, según tal<br />
sistema, ver tan frecuentes pleitos matrimoniales originados por los enlaces que hace el<br />
interés y no la inclinación de los contrayentes. Como el marqués no enamoró a Clisterna<br />
con los fines santos que exige el matrimonio, sino por satisfacer su pasión al apetito, luego<br />
que lo contentó y ésta le dijo que estaba grávida, buscó un pretexto de aquellos que los<br />
hombres hallan fácilmente para abandonar a las mujeres, y ya no la volvió a ver ni<br />
acordarse del hijo que dejaba depositado en sus entrañas. ¿A este cruel podré amarlo ni<br />
nombrarlo con el tierno nombre de padre? La tal Clisterna tuvo harta habilidad para<br />
disimular el entumecimiento de su vientre, haciendo pasar sus bascas y achaques por otra<br />
enfermedad de su sexo, con los auxilios de un médico y una criada que había terciado en<br />
sus amores. No se descuidó en tomar cuantos estimulantes pudo para abortar, pero el cielo<br />
no permitió se lograran sus inicuos intentos. Se llegó al plazo natural en que debía yo ver<br />
la luz del mundo. El parto fue feliz, porque Clisterna no padeció mucho, y prontamente se<br />
halló desembarazada de mí, y libre del riesgo de que, por entonces, se descubriera su<br />
liviandad. Inmediatamente me envolvió en unos trapos, me puso un papel que decía que<br />
era hijo de buenos padres y que no estaba bautizado, y me entregó a su confidenta para que<br />
me sacara de casa. ¿Merecerá esta cruel el tierno nombre de madre? ¿Será digna de mi<br />
amor y gratitud? ¡Ah, mujer impía! Tú, con escándalo de las fieras y con horror de la<br />
naturaleza, apenas contra tu voluntad me pariste, cuando me arrojaste de tu casa. Te<br />
avergonzaste de parecer madre, pero depusiste el rubor para serlo. Ningún respeto te<br />
contuvo para prostituirte y concebirme; pero para parirme, ¡cuántos!; para criarme a tus<br />
pechos, ¡qué imposibles! Nada tengo que agradecerte, mujer inicua, y mucho por qué<br />
odiarte mientras me dure la vida, esta vida de que tantas veces me quisiste privar con