PERIQUILLO SARNIENTO EL - Taller Literario
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Estas noticias me colmaron de gozo, considerando que Dios se había valido de mí para hacer feliz a aquella pobre familia, a la que di los plácemes, y luego me despedí de todos entre mil abrazos, lágrimas y cariñosas expresiones. A mi amo y a Pelayo les di también muchos agradecimientos por lo que habían hecho, y a la tarde me volví a mi destino, sintiendo no se qué dulce satisfacción en mi corazón por el mucho bien que había resultado a aquella triste familia por mi medio. ¡La contemplaba dentro de ocho días tan otra de como la había hallado! Ella, decía yo entre mí, estaba sepultada en la indigencia. El padre, entregado sin honor y sin recurso a la voracidad de sus acreedores, y confundido con la escoria del pueblo y en un lóbrego calabozo; su mujer, con el espíritu atormentado y desfallecida de hambre, en una accesoria indecente; las criaturas desnudas, flacas, expuestas a morirse o a perderse, y ahora todo ha cambiado de semblante. Ya Anselmo tiene libertad; su esposa salud y marido; los niños padre, todos entre sí disfrutan los mayores consuelos. ¡Bendita sea la infinita Providencia de Dios, que tanto cuidado tiene de sus criaturas! ¡Y bendita la caridad de mi amo y de Pelayo, que arrancó de las crueles garras de la miseria a esta familia desgraciada y la restituyó al seno de la felicidad en que se encuentra! ¡Cómo se acordará el Todopoderoso de esta acción para recompensarla con demasía en la hora inevitable de su muerte! ¡Con qué indelebles caracteres no estarán escritos en el libro de la vida los pasos y gastos que ambos han dado y erogado en su obsequio! ¡Qué felices son los ricos que emplean tan santamente sus monedas y las atesoran en los sacos que no corroe la polilla! ¡Y de qué dulces placeres no se privan los que no saben hacer bien a sus semejantes! Porque la complacencia que siente el corazón sensible cuando hace un beneficio, cuando socorre una miseria o de cualquier modo enjuga las lágrimas del afligido, es imponderable, y sólo el que la experimenta podrá, no pintarla dignamente, pero a lo menos, bosquejarla con algún colorido. No hay remedio, sólo los dulces transportes que siente el alma cuando acaba de hacer un beneficio, deberían ser un estímulo poderoso para que todos los hombres fueran benéficos, aun sin la esperanza de los premios eternos. No sé cómo hay avaros, no sé cómo hay hombres tan crueles que, teniendo sus cofres llenos de pesos, ven perecer con la mayor frialdad a sus desdichados semejantes. Ellos miran con ojos enjutos la amarillez con que el hambre y la enfermedad pintan las caras de muchos miserables; escuchan como una suave música los ayes y gemidos de la viuda y el pupilo; sus manos no se ablandan aun regadas con las lágrimas del huérfano y del oprimido... en una palabra, su corazón y sus sentidos son de bronce, duros, impenetrables e inflexibles a la pena, al dolor del hombre y a las más puras sensaciones de la Naturaleza.
Es verdad que hay mendigos falsos y pobres a quienes no se les debe dar limosna, pero también es verdad que hay muchos legítimamente necesitados, especialmente entre tantas familias decentes, que con nombre de vergonzantes gimen en silencio y sufren escondidas sus miserias. A éstas debía buscarse para socorrerse, pero éstas son a las que menos se atiende por lo común. Entretenido con estas serias consideraciones, llegué a San Angustín de las Cuevas. En el tal pueblo procuré manejarme con arreglo, haciendo el bien que podía a cuantos me ocupaban, y granjeándome de esta suerte la benevolencia general. Así como me sentía inclinado a hacer bien, no me olvidé de restaurar el mal que había causado. Pagué cuanto debía a los caseros y al tío abogado; aunque no volví a admitir la amistad de éste ni de otros amigos ingratos, interesables y egoístas. Tuve la satisfacción de ver a mi amo siempre contento y descansando en mi buen proceder, y fui testigo de la reforma de Anselmo y felicidad de su familia, pues la hacienda en que estaba acomodado se me entregó en administración. Sólo al pobre trapiento no lo hallé por más que lo solicité para pagarle su generoso hospedaje; lo más que conseguí fue saber que se llamaba Tadeo. Tampoco hallé a nana Felipa, la fiel criada de mi madre, ni a otras personas que me favorecieron algún día. De unas me dijeron que habían muerto, y de otras que no sabían su paradero; pero yo hice mis diligencias por hallarlas. Continuaba sirviendo a mi amo y sirviéndome a mí en mi triste pueblo, muy gustoso con la ayuda de un cajero fiel que tenía acomodado, hombre muy de bien, viudo, y que, según me contaba, tenía una hija como de catorce años en el colegio de las Niñas.
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también es verdad que hay muchos legítimamente necesitados, especialmente entre tantas<br />
familias decentes, que con nombre de vergonzantes gimen en silencio y sufren escondidas<br />
sus miserias. A éstas debía buscarse para socorrerse, pero éstas son a las que menos se<br />
atiende por lo común.<br />
Entretenido con estas serias consideraciones, llegué a San Angustín de las Cuevas.<br />
En el tal pueblo procuré manejarme con arreglo, haciendo el bien que podía a cuantos me<br />
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