PERIQUILLO SARNIENTO EL - Taller Literario
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“Frases son éstas con que el santo rey explica que Dios no quiere mustios ni zonzos. El yugo de la ley del Señor es suave y su carga muy ligera. Cualquier cristiano puede gozar de aquella diversión que no sea pecaminosa y arriesgada. Ninguna dejará de serlo, ni la asistencia a los templos, si el corazón está corrompido y mal dispuesto; y cualquiera no lo será, aunque sea un baile y unas bodas, si asistimos a ellas con intención recta y con ánimo de no prevaricar. Las ocasiones son próximas y debemos huir los peligros cuando tenemos experimentada nuestra debilidad. Conque así diviértete, según te dicte una prudente observación.” Fiado en éstos y otros muchos iguales documentos, me salía yo a pasear buenamente; y aunque encontraba a muchos de aquellos briboncillos que se habían llamado mis amigos, procuraba hacer que no los veía, y si no lo podía excusar, me desembarazaba con decirles que estaba destinado fuera de México y que me iba a la noche, con lo que perdían la esperanza de estafarme y seducirme. En una de estas lícitas paseadas me habló a la mano un muchachito muy maltratado de ropa, pero bonito de cara, pidiéndome un socorro por amor de Dios para su pobre madre, que estaba enferma en cama y sin tener qué comer. Como estas palabras las acompañaba con muchas lágrimas y con aquella sencillez propia de un niño de seis años, lo creí, y compadeciéndome del estado infeliz que me pintó, le dije que me llevara a su casa. Luego que entré en ella vi que era cierto cuanto me dijo, porque en un cuarto, que llaman redondo (que era toda la casa), yacía sobre unos indecentes bancos de cama una señora como de veinticinco años de edad, sin más colchón, sábanas ni almohada que un petate, una frazada y un envoltorio de trapos a la cabecera. En un rincón de la misma cama estaba tirado un niño como de un año, ético y extenuado, que de cuando en cuando estiraba los secos pechos de su débil madre, exprimiéndoles el poco jugo que podía. Por el sucio aposentillo andaba una güerita de tres años, bonita a la verdad, pero hecha pedazos, y manifestando en lo descolorido de su cara el hambre que le había robado lo rozagante de sus mejillas.
En el brasero no había lumbre ni para encender un cigarro, y todo el ajuar era correspondiente a tal miseria. No pudo menos que conmover mi sensibilidad una escena tan infeliz; y así, sentándome junto a la enferma, en su misma cama, le dije: –Señora, lastimado de las miserias que de usted me contó este niño, determiné venir con él a asegurarme de su verdad, y por cierto que el original es más infeliz que el retrato que me hizo esta criatura. Pero pues estoy satisfecho, no quiero que mi venida a ver a usted le sea enteramente infructuosa. Dígame usted quién es, qué padece y cómo ha llegado a tan deplorable situación, pues aunque con esta relación no consiga otra cosa que disipar la tristeza que me parece la agobia, no será mal conseguir, pues ya sabe que nuestras penas se alivian cuando nos las comunican con confianza. –Señor –dijo la pobre enferma, con una voz lánguida y harto triste–, señor, mis penas son de tal naturaleza, que pienso que al referirlas, lejos de servirme de algún consuelo, renovarán las llagas de que adolece mi corazón; pero, sin embargo, sería yo una ingrata descortés si, aunque a costa de algún sacrificio, dejara de satisfacer la curiosidad de usted. –No, señora –le dije–, no permita Dios que exigiera de usted ningún sacrificio. Creía que la relación de sus desdichas le serviría de refrigerio en medio de ellas; pero no siendo así, no se aflija. Tenga usted este poco que tengo en la bolsa y sufra con resignación sus trabajos, ofreciéndoselos al Señor y confiando en su amplísima Providencia, que no la desamparará, pues es un Padre amante que cuando nos prueba nos amerita y premia, y cuando nos castiga es con suavidad, y aun así le queda la mano adolorida. Yo tendré cuidado de que un sacerdote amigo mío venga a ver a usted y le imparta los auxilios espirituales y temporales que pueda. Conque, adiós. Diciendo esto, le puse cuatro pesos en la cama y me levanté para salirme; mas la señora no lo permitió; antes, incorporándose como mejor pudo en su triste lecho, con los ojos llenos de agua, me dijo: “No se vaya usted tan presto, ni quiera privarme del consuelo que me dan sus palabras. Suplico a usted que se siente; quiero contarle mis desventuras, y creo que ya me será alivio
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En el brasero no había lumbre ni para encender un cigarro, y todo el ajuar era<br />
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No pudo menos que conmover mi sensibilidad una escena tan infeliz; y así, sentándome<br />
junto a la enferma, en su misma cama, le dije:<br />
–Señora, lastimado de las miserias que de usted me contó este niño, determiné venir con él<br />
a asegurarme de su verdad, y por cierto que el original es más infeliz que el retrato que me<br />
hizo esta criatura. Pero pues estoy satisfecho, no quiero que mi venida a ver a usted le sea<br />
enteramente infructuosa. Dígame usted quién es, qué padece y cómo ha llegado a tan<br />
deplorable situación, pues aunque con esta relación no consiga otra cosa que disipar la<br />
tristeza que me parece la agobia, no será mal conseguir, pues ya sabe que nuestras penas se<br />
alivian cuando nos las comunican con confianza.<br />
–Señor –dijo la pobre enferma, con una voz lánguida y harto triste–, señor, mis penas son<br />
de tal naturaleza, que pienso que al referirlas, lejos de servirme de algún consuelo,<br />
renovarán las llagas de que adolece mi corazón; pero, sin embargo, sería yo una ingrata<br />
descortés si, aunque a costa de algún sacrificio, dejara de satisfacer la curiosidad de usted.<br />
–No, señora –le dije–, no permita Dios que exigiera de usted ningún sacrificio. Creía que la<br />
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se aflija. Tenga usted este poco que tengo en la bolsa y sufra con resignación sus trabajos,<br />
ofreciéndoselos al Señor y confiando en su amplísima Providencia, que no la desamparará,<br />
pues es un Padre amante que cuando nos prueba nos amerita y premia, y cuando nos castiga<br />
es con suavidad, y aun así le queda la mano adolorida. Yo tendré cuidado de que un<br />
sacerdote amigo mío venga a ver a usted y le imparta los auxilios espirituales y temporales<br />
que pueda. Conque, adiós.<br />
Diciendo esto, le puse cuatro pesos en la cama y me levanté para salirme; mas la señora no<br />
lo permitió; antes, incorporándose como mejor pudo en su triste lecho, con los ojos llenos<br />
de agua, me dijo:<br />
“No se vaya usted tan presto, ni quiera privarme del consuelo que me dan sus palabras.<br />
Suplico a usted que se siente; quiero contarle mis desventuras, y creo que ya me será alivio