PERIQUILLO SARNIENTO EL - Taller Literario
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–No es dolor de aire –le dije–; es más sólido y es dolor provechoso. Váyase usted a bailar. Yo hablaba del dolor de mis pecados; pero la muchacha entendía que era enfermedad de mi cuerpo, y así, me instaba demasiado haciéndome mil caricias, hasta que, viendo mi resistencia y despego, se enfadó, me dejó y admitió a su lado a otro currutaquillo que siempre había sido mi rival y estaba alerta para aprovechar la ocasión de que yo la abandonara. Luego que ella se la proporcionó, se sentó él con ella y la comenzó a requebrar con todas veras. La fortuna mía fue que era pobre, si no me desbanca en cuatro o cinco minutos, porque era más buen mozo que yo. Advirtiendo el desdén de ella y la vehemente diligencia que hacía mi rival, se me encendió tal fuego de celos que eché a un lado mis reflexiones y se llevó el diablo mis proyectos. Me levanté como un león furioso; fui a reconvenir al otro pobre con los términos más impolíticos y provocativos. La muchacha, que aunque loquilla era más prudente que yo, procuró disimular su diligencia y serenó la disputa, haciéndome muchos mimos, y quedamos tan amigos como siempre. Luego que eché a las ancas mi conversión, bailé, bebí, retocé y desafié a Anita para que, cuerpo a cuerpo me diese satisfacción de los celos que me había causado. Ella se excusó diciéndome que estaban prohibidos los duelos, y más siendo tan desiguales. En lo más fervoroso de mi chacota estaba yo, cuando don Prudencio me avisó que había llegado su tío el doctor, que pasara a contestar con él al gabinete para que de mi boca oyera la propuesta que le hacía. No estaba yo para contestar con doctores, y así, hurtando un medio cuarto de hora, entré al gabinete y despaché muy breve todo el negocio, quedando con el padre en que a las ocho del día siguiente vendría por él para llevarlo a casa.
Quería el pobre sacerdote informarse despacio de todo lo que le había contado su sobrino; pero yo no me presté a sus deseos, diciéndole que otro día nos veríamos y le satisfaría a cuanto me quisiese preguntar. Con esto me despedí, quedando en el concepto de aquel buen eclesiástico por un tronera malcriado. Así que me desprendí de él, me volví con Anita, y a las nueve, hora en que me recogía a lo más tarde por respeto a mi amo, y eso a costa de mil mentiras que le encajaba, la fui a dejar a su casa tan honrada como siempre, y me retiré a la mía. Cuando llegué ya dormía el chino, y así yo cené muy bien y me fui a hacer lo mismo. Al día siguiente, y a la hora citada, fui por el padre doctor, que ya me esperaba en casa de don Prudencio; lo hice subir en el coche y lo llevé a la presencia de mi amo. Este respetable eclesiástico era alto, blanco, delgado, bien proporcionado de facciones; sus ojos eran negros y vivos, su semblante entre serio y afable, y su cabeza parecía un copo de nieve. Luego que entré a la sala donde estaba mi amo, le dije: –Señor, este padre es el que he solicitado para capellán, según lo que hablamos ayer. El chino, luego que lo vio, se levantó de su butaca y se fue a él con los brazos abiertos, y estrechándolo en ellos con el más cariñoso respeto, le dijo: –Me doy de plácemes, señor, porque habéis venido a honrar esta casa, que desde ahora podéis contar por vuestra, y si vuestra conducta y sabiduría corresponden a lo emblanquecido de vuestra cabeza, seguramente yo seré vuestro mejor amigo. Os he traído a mi casa porque me dice Pedro que es costumbre de los señores de su tierra tener capellanes en sus casas. Yo, desde antes de salir de la mía, supe que era muy debido a la prudencia el conformarse con las costumbres de los países donde uno vive, especialmente cuando éstas no son perjudiciales, y así ya podéis quedaros aquí desde este momento, siendo de vuestro cargo sacrificar a vuestro Dios por mi salud, y hacer que todos mis criados vivan con arreglo a su religión, porque me parece que andan algo extraviados.
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Quería el pobre sacerdote informarse despacio de todo lo que le había contado su sobrino;<br />
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Así que me desprendí de él, me volví con Anita, y a las nueve, hora en que me recogía a lo<br />
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a su casa tan honrada como siempre, y me retiré a la mía.<br />
Cuando llegué ya dormía el chino, y así yo cené muy bien y me fui a hacer lo mismo.<br />
Al día siguiente, y a la hora citada, fui por el padre doctor, que ya me esperaba en casa de<br />
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Este respetable eclesiástico era alto, blanco, delgado, bien proporcionado de facciones; sus<br />
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–Señor, este padre es el que he solicitado para capellán, según lo que hablamos ayer.<br />
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podéis contar por vuestra, y si vuestra conducta y sabiduría corresponden a lo<br />
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a mi casa porque me dice Pedro que es costumbre de los señores de su tierra tener<br />
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