PERIQUILLO SARNIENTO EL - Taller Literario
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Me pusieron bajo un árbol copado que había en el muelle, y luego se juntó alrededor de mí porción de gente, entre la que distinguí algunos europeos. Todos me miraban y me hacían mil preguntas de mera curiosidad; pero ninguno se dedicaba a favorecerme. El que más hizo me dio una pequeña moneda del valor de medio real de nuestra tierra. Los demás me compadecían con la boca y se retiraban diciendo: “¡Qué lástima!” “¡Pobrecito!” “Aún es mozo”, y otras palabras vanas como éstas, y con tan oportunos socorros, se daban por contentos y se marchaban. Los isleños pobres me veían, se enternecían, no me daban nada, pero no me molestaban con preguntas, o porque no nos habíamos de entender, o porque tenían más prudencia. Sin embargo de la pobreza de esta gente, uno me llevó una taza de té y un pan, y otro me dio un capisayo roto, que yo agradecí con mil ceremonias y me lo encajé con mucho gusto, porque estaba en cueros y muerto de frío. Tal era el miserable estado del virrey futuro de Nueva España, que se contentó con el vestido de un plebeyo sangley, que por tal lo tuve. Bien que entonces ya no pensaba yo en virreinatos, palacios ni libreas, ni arrugaba las cejas para ver, ni economizaba las palabras; antes sí procuraba poner mi semblante de lo más halagüeño con todos, y más entumido que perro en barrio ajeno, afectaba la más cariñosa humildad. ¡Qué cierto es que muchos nos ensoberbecemos con el dinero, sin el cual tal vez seríamos humanos y tratables! Tres o cuatro horas haría que estaba yo bajo la sombra de árbol robusto sin saber adónde irme, ni qué hacer en una tierra que reconocía tan extraña, cuando se llegó a mí un hombre, que me pareció isleño por el traje, y rico por lo costoso de él, porque vestía un ropón o túnica de raso azul bordado de oro con vueltas de felpa de marta, ligado con una banda de burato punzó, también bordada de oro, que le caía hasta los pies, que apenas se le descubrían, cubiertos con unas sandalias o zapatos de terciopelo de color de oro. En una mano traía un bastón de caña de China con puño de oro, y en la otra una pipa del mismo metal. La cabeza la tenía descubierta y con poco pelo; pero en la coronilla o más abajo tenía una porción recogida como los zorongos de nuestras damas, el cual estaba adornado con una sortija de brillantes y una insignia que por entonces no supe lo que era.
Venían con él cuatro criados que le servían con la mayor sumisión, uno de los cuales traía un payo, como ellos dicen, o un paraguas, como decimos nosotros, el cual paraguas era de raso carmesí con franjas de oro, y también venía otro que por su traje me pareció europeo, como en efecto lo era, y nada menos que el intérprete español. Luego que se acercó a mí, me miró con una atención muy patética, que manifestaba de a legua interesarse en mis desgracias, y por medio del intérprete me dijo: –No te acongojes, náufrago infeliz, que los dioses del mar no te han llevado a las islas de las Velas,[95] donde hacen esclavos a los que el mar perdona. Ven a mi casa. Diciendo esto, mandó a sus criados que me llevaran en hombros. Al instante se suscitó un leve murmullo entre los espectadores que remató un sinnúmero de vivas y exclamaciones. Inmediatamente advertí que aquél era un personaje distinguido, porque todos le hacían muchas reverencias al pasar. No me engañé en mi concepto, pues luego que llegué a su casa advertí que era un palacio, pero un palacio de la primera jerarquía. Me hizo poner en un cuarto decente; me proveyó de alimentos y vestidos a su uso, pero buenos, y me dejó descansar cuatro días. Al cabo de ellos, cuando se informó de que yo estaba enteramente restablecido del quebranto que había padecido mi salud en el naufragio, entró en mi cuarto con el intérprete, y me dijo: –Y bien, español, ¿es mejor mi casa que la mar? ¿Te hallas bien aquí? ¿Estás contento? –Señor –le dije–, es muy notable la diferencia que me proponéis; vuestra casa es un palacio, es el asilo que me ha libertado de la indigencia y el más seguro puerto que he hallado
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mil preguntas de mera curiosidad; pero ninguno se dedicaba a favorecerme. El que más<br />
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“¡Qué lástima!” “¡Pobrecito!” “Aún es mozo”, y otras palabras vanas como éstas, y con<br />
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Los isleños pobres me veían, se enternecían, no me daban nada, pero no me molestaban con<br />
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Sin embargo de la pobreza de esta gente, uno me llevó una taza de té y un pan, y otro me<br />
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porque estaba en cueros y muerto de frío. Tal era el miserable estado del virrey futuro de<br />
Nueva España, que se contentó con el vestido de un plebeyo sangley, que por tal lo tuve.<br />
Bien que entonces ya no pensaba yo en virreinatos, palacios ni libreas, ni arrugaba las cejas<br />
para ver, ni economizaba las palabras; antes sí procuraba poner mi semblante de lo más<br />
halagüeño con todos, y más entumido que perro en barrio ajeno, afectaba la más cariñosa<br />
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Tres o cuatro horas haría que estaba yo bajo la sombra de árbol robusto sin saber adónde<br />
irme, ni qué hacer en una tierra que reconocía tan extraña, cuando se llegó a mí un hombre,<br />
que me pareció isleño por el traje, y rico por lo costoso de él, porque vestía un ropón o<br />
túnica de raso azul bordado de oro con vueltas de felpa de marta, ligado con una banda de<br />
burato punzó, también bordada de oro, que le caía hasta los pies, que apenas se le<br />
descubrían, cubiertos con unas sandalias o zapatos de terciopelo de color de oro. En una<br />
mano traía un bastón de caña de China con puño de oro, y en la otra una pipa del mismo<br />
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