PERIQUILLO SARNIENTO EL - Taller Literario
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mi conciencia, que me representaba con la mayor viveza a mi esposa, a la que creía ver junto a mí, y que, lanzándome unas miradas terribles, me decía: -¡Cruel! ¡Para qué me sedujiste y apartaste del amable lado de mi madre? ¿Para qué juraste que me amabas y te enlazaste conmigo con el vínculo más tierno y más estrecho, y para qué te llamaste padre de ese infante abortado por tu causa, si al fin no habías de ser sino un verdugo de tu esposa y de tu hijo? Semejantes cargos me parecía escuchar de la fría boca de mi infeliz esposa, y lleno de susto y de congoja, esperaba que el sol disipara las negras sombras de la noche para salir de aquella habitación funesta que tanto me acordaba mis indignos procederes. Amaneció por fin, y como en todo el cuarto no había cosa que valiera un real, me salí de él y di la llave a una vecina mía con ánimo de apartarme de una vez de aquellos lúgubres recintos. CAPÍTULO XI EN EL QUE PERIQUILLO CUENTA LA SUERTE DE LUISA, Y UNA SANGRIENTA AVENTURA QUE TUVO, CON OTRAS COSAS DELEITABLES Y PASADERAS Lo hice como lo propuse, y me fui a andar las calles sin destino, lleno de confusión, sin medio real ni arbitrio de tenerlo, y con bastante hambre, pues ni había cenado la noche anterior ni me había desayunado aquel día. En este fatal estado me dirigí a mi antigua guarida, al truco de la Alcaicería, a ver si hallaba en él a alguno de mis primeros conocidos que se doliera de mis penas, y tal vez me las socorriera de algún modo, a lo menos la ejecutiva de mi estómago. No me equivoqué en la primera parte, porque hallé en el truco a casi todos los antiguos concurrentes, los que, luego que me vieron, conocieron y se impusieron de mi deplorable estado; y en vez de compadecerse de mi suerte, trataron de burlarse alegremente de mi desgracia, diciéndome:
-¡Oh, señor don Pedro! ¡Cómo se conoce que los pobres hedemos a muertos! Cuando usted tuvo su bonanza no se volvió a acordar para nada de nosotros ni de los favores que nos debió. Si nos encontraba en alguna calle, se hacía de la vista gorda y pasaba sin saludarnos; si alguno de nosotros le hablaba, hacía que no nos conocía; si lo ocupábamos alguna vez, nos mandaba desairar con Roque, aquel su barbero que también anda ya hecho un andrajo, y finalmente manifestó en su bonanza todo el desprecio que le fue posible hacia nosotros. Señor don Pedro, el dinero tiene la gracia, para algunos, de hacerlos olvidadizos con sus mejores amigos si son pobres. Usted, cuando tuvo dinero, procuró no rozarse con nosotros por pobres, y así ahora que está pelado, váyase allá con sus amigos los señores de capas y casacas, y no vuelva a poner aquí los pies mientras que no traiga un peso qué jugar, porque nosotros no queremos juntarnos con su merced. De este modo me insultó cada uno lo mejor que pudo, y yo no tuve más oportuna respuesta que marcharme, como suelen decir, con la cola entre las piernas, reflexionando que cuanto me habían dicho era cierto, y era fuerza que yo recogiera el fruto de mi vanidad y mis locuras. Como el hambre me apuraba, traté de ir a pedir algún socorro a los amigos que me habían comido medio lado y se habían divertido a mi costa. No me fue difícil hallarlos, pero ¡cuál fue mi cólera y mi congoja cuando, después de avergonzarme con todos presentándome a su vista en un estado tan indecente, después de referirles mis miserias y provocar su piedad con aquella energía que sabe usar la indigencia en tales ocasiones, sólo escuché desprecios, sátiras y burletas! Unos me decían: -Usted tiene la culpa de verse en ese estado; si no hubiera sido calavera, hoy tendría qué comer. Otros:
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alguna vez, nos mandaba desairar con Roque, aquel su barbero que también anda ya hecho<br />
un andrajo, y finalmente manifestó en su bonanza todo el desprecio que le fue posible hacia<br />
nosotros. Señor don Pedro, el dinero tiene la gracia, para algunos, de hacerlos olvidadizos<br />
con sus mejores amigos si son pobres. Usted, cuando tuvo dinero, procuró no rozarse con<br />
nosotros por pobres, y así ahora que está pelado, váyase allá con sus amigos los señores de<br />
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porque nosotros no queremos juntarnos con su merced.<br />
De este modo me insultó cada uno lo mejor que pudo, y yo no tuve más oportuna respuesta<br />
que marcharme, como suelen decir, con la cola entre las piernas, reflexionando que cuanto<br />
me habían dicho era cierto, y era fuerza que yo recogiera el fruto de mi vanidad y mis<br />
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Como el hambre me apuraba, traté de ir a pedir algún socorro a los amigos que me habían<br />
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No me fue difícil hallarlos, pero ¡cuál fue mi cólera y mi congoja cuando, después de<br />
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-Usted tiene la culpa de verse en ese estado; si no hubiera sido calavera, hoy tendría qué<br />
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