PERIQUILLO SARNIENTO EL - Taller Literario
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No lo hacía yo así con los ricos y sujetos distinguidos, pues hasta se enfadaban con mis dilaciones y con las monerías que usaba, por afectar que me interesaba demasiado en su salud; pero, ¿qué otra cosa había de hacer cuando no había aprendido más de mi famoso maestro el doctor Purgante? Sin embargo de mi ignorancia, algunos enfermos sanaban por accidente, aunque eran más sin comparación los que morían por mis mortales remedios. Con todo esto, no se minoraba mi crédito por tres razones: la primera, porque los más que morían eran pobres, y en éstos no es notable ni la vida ni la muerte. La segunda, porque ya había yo criado fama, y así me echaba a dormir sin cuidado, aunque matara más tultecas que sarracenos el Cid; y la tercera, y que más favorece a los médicos, era porque los que sanaban ponderaban mi habilidad, y los que morían no podían quejarse de mi ignorancia, con lo que yo lograba que mis aciertos fueran públicos y mis erradas las cubriera la tierra; bien que si me sucede lo que a Andrés, seguramente se acaba mi bonanza antes de tiempo. Fue el caso, que desde antes que llegáramos a Tula, ya el cura, el subdelegado y demás personas de la plana mayor habían encargado a sus amigos que les enviaran un barbero de México. Luego que experimentaron la áspera mano de Andrés, insistieron en su encargo con tanto empeño, que no tardó mucho en llegar el maestro Apolinario, que, en efecto, estaba examinado y era instruido en su facultad. Andrés, luego que lo conoció y lo vio trabajar le tuvo miedo, y con más juicio y viveza que yo, un día lo fue a ver y le contó su aventura lisa y llanamente, diciéndole que él no era sino aprendiz de barbero, que no sabía nada, que lo que hacía en aquel pueblo era por necesidad, que él deseaba aprender bien el oficio, y que si se lo quería enseñar, se lo agradecería y le serviría en lo que pudiera. Esta súplica la acompañó con el estuche que le había yo comprado, con el que se dio por muy granjeado el maestro Apolinario, y desde luego le ofreció a Andrés tenerlo en su casa, mantenerlo y enseñarle el oficio con eficacia y lo más presto que pudiera. A seguida le preguntó qué tal médico era yo, a lo que Andrés le respondió que a él le parecía que muy bueno, y que había visto hacer unas curaciones muy prodigiosas.
Con esto se despidió del barbero para ir a hacer la misma diligencia conmigo, pues me dijo todo lo que había pasado y su resolución de aprender bien el oficio. -Porque al cabo, señor -decía-, yo conozco que soy un bruto; este otro es maestro de veras, y así o la gente me quita de barbero no ocupándome, o me quita él pidiéndome la carta de examen, y de cualquier manera yo me quedo sin crédito, sin oficio y sin qué comer; así he pensado irme con él, a bien que ya su merced tiene mozo. Algo extrañaba yo a Andrés, pero no quise quitarle de la cabeza su buen propósito; y así, pagándole su salario y gratificándole con seis pesos lo dejé ir. En esos días me llamaron de casa de un viejo reumático, a quien le di, según mi sistema, seis o siete purgas, le estafé veinticinco pesos, y lo dejé peor de lo que estaba. Lo mismo hice con otra vieja hidrópica, a la que abrevié sus días con seis onzas de ruibarbo y maná, y dos libras de cebolla albarrana. De estas gracias hacía muy a menudo, pero el vulgo ciego había dado en que yo era buen médico, y por más gritos que les daban las campanas, no despertaban de su adormecimiento. Llegó por fin el día aplazado por el subdelegado para oírme disputar con el cura, y fue el 25 de agosto, pues con ocasión de haber ido yo a darle los días por ser el de su santo, me detuvo a comer con mil instancias, las que no pude desairar. Bien advertí que toda la corte estaba en su casa, sin faltar el padre cura; pero no me di por entendido de que sabía lo que hablaba de mí; satisfecho en que, por mucho que él supiera, no había de tener de medicina las noticias que yo.
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dilaciones y con las monerías que usaba, por afectar que me interesaba demasiado en su<br />
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maestro el doctor Purgante?<br />
Sin embargo de mi ignorancia, algunos enfermos sanaban por accidente, aunque eran más<br />
sin comparación los que morían por mis mortales remedios. Con todo esto, no se minoraba<br />
mi crédito por tres razones: la primera, porque los más que morían eran pobres, y en éstos<br />
no es notable ni la vida ni la muerte. La segunda, porque ya había yo criado fama, y así me<br />
echaba a dormir sin cuidado, aunque matara más tultecas que sarracenos el Cid; y la<br />
tercera, y que más favorece a los médicos, era porque los que sanaban ponderaban mi<br />
habilidad, y los que morían no podían quejarse de mi ignorancia, con lo que yo lograba que<br />
mis aciertos fueran públicos y mis erradas las cubriera la tierra; bien que si me sucede lo<br />
que a Andrés, seguramente se acaba mi bonanza antes de tiempo.<br />
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con tanto empeño, que no tardó mucho en llegar el maestro Apolinario, que, en efecto,<br />
estaba examinado y era instruido en su facultad.<br />
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que él deseaba aprender bien el oficio, y que si se lo quería enseñar, se lo agradecería y le<br />
serviría en lo que pudiera.<br />
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muy granjeado el maestro Apolinario, y desde luego le ofreció a Andrés tenerlo en su<br />
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parecía que muy bueno, y que había visto hacer unas curaciones muy prodigiosas.