PERIQUILLO SARNIENTO EL - Taller Literario
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-Que a los atrevidos -le respondí- favorece la fortuna y a los cobardes los desecha; y así no hay que desmayar; tú serás tan barbero en un mes que estés en mi compañía, como yo fui médico en el poco tiempo que estuve con mi maestro, a quien no sé bien cuánto le debo a esta hora. Admirado me escuchaba Andrés, y más lo estaba al oírme disparatar mis latinajos con frecuencia, pues no sabía que lo mejor que yo aprendí del doctor Purgante fue su pedantismo y su modo de curar, methodus medendi. En fin, dieron las tres de la tarde, y me salí con Andrés al baratillo, en donde compré un colchón, una cubierta de vaqueta para envolverlo, un baúl, una chupa negra y unos calzones verdes con sus correspondientes medias negras, zapatos, sombrero, chaleco encarnado, corbatín y un capotito para mi fámulo y barbero que iba a ser, a quien también le compré seis navajas, una bacía, un espejo, cuatro ventosas, dos lancetas, un trapo para paños, unas tijeras, una jeringa grande y no sé qué otras baratijas; siendo lo más raro que en todo este ajuar apenas gasté veintisiete a veintiocho pesos. Ya se deja entender que todo ello estaba como del baratillo; pero con todo eso, Andrés volvió al mesón contentísimo. Luego que llegamos, pagué al cargador y acomodamos en el baúl nuestras alhajas. En esta operación vio Andrés que mi haber en plata efectiva apenas llegaba a ocho o diez pesos. Entonces, muy espantado, me dijo: -¡Ay, señor! ¿Y qué, con ese dinero no más nos hemos de ir? -Sí, Andrés -le dije-, ¿pues y qué, no alcanza? -¿Cómo ha de alcanzar, señor? ¿Pues y quién carga el baúl y el colchón de aquí a Tepeji o a Tula? ¿Qué comemos en el camino? ¿Y por fin, con qué nos mantenemos allí mientras que tomamos crédito? Ese dinero orita, orita se acaba, y yo no veo que usted tenga ni ropa ni alhajas, ni cosa que lo valga, que empeñar.
No dejaron de ponerme en cuidado las reflexiones de Andrés; pero ya para no acobardarlo más, y ya porque me iba mucho en salir de México, pues yo tenía bien tragado que el médico me andaría buscando como a una aguja (por señas que cuando fui al baratillo, en un zaguán compré la mayor parte de los tiliches que dije) y temía que si me hallaba iba yo a dar a la cárcel, y de consiguiente a poder de Chanfaina. Por esto, con todo disimulo y pedantería, le dije a Andrés: -No te apures, hijo Deus providebit. -No sé lo que usted me dice -contestó Andrés-; lo que sé es que con ese dinero no hay ni para empezar. En estas pláticas estábamos, cuando a cosa de las siete de la noche, en el cuarto inmediato, oí ruido de voces y pesos. Mandé a Andrés que fuera a espiar qué cosa era. Él fue corriendo, y volvió muy contento, diciéndome: -Señor, señor, ¡qué bueno está el juego! -¿Pues qué, están jugando? -Sí, señor -dijo, están en el cuarto diez o doce payos jugando albures, pero ponen los chorizos de pesos. Picóme la culebra, abrí el baúl, cogí seis pesos de los diez que tenía, y le di la llave a Andrés, diciéndole que la guardara, y que aunque se la pidiera y me matara, no me la diera, pues iba a arriesgar aquellos seis pesos solamente, y si se perdían los cuatro que quedaban, no teníamos ni con qué comer, ni con qué pagar el pesebre de la mula a otro día. Andrés, un poco triste y desconfiado, tomó la llave, y yo me fui a entrometer en la rueda de los tahúres.
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Admirado me escuchaba Andrés, y más lo estaba al oírme disparatar mis latinajos con<br />
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