PERIQUILLO SARNIENTO EL - Taller Literario
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-¡Pedrito de mi alma! ¿Es posible que te vuelva a ver? ¿Qué es esto? ¿Qué traje, qué sangre es ésa? ¿Cómo está tu madre? ¿Dónde vives? A tantas preguntas, yo no respondía palabra, sorprendido al ver a un hombre a quien no conocía que me hablaba por mi nombre y con una confianza no esperada; mas él, advirtiendo la causa de mi turbación, me dijo: -¿Qué, no me conoces? -No, señor, la verdad -le respondí-, si no es para servirle. -Pues yo sí te conozco, y conocí a tus padres y les debí mil favores. Yo me llamo Agustín Rapamentas; afeité al difunto señor don Manuel Sarmiento, tu padrecito, muchos años, sí, muchos, sobre que te conocí tamañito, hijo, tamañito; puedo decir que te vi nacer; y no pienses que no; te quería mucho y jugaba contigo mientras que tu señor padre salía a afeitarse. -Pues, señor don Agustín -le dije-, ahora voy recordando especies, y, en efecto, es así como usted lo dice. -¿Pues, qué haces aquí, hijo, y en este estado? -me preguntó. -¡Ay, señor! -le respondí remedando el llanto de las viudas-. Mi suerte es la más desgraciada; mi madre murió dos años hace; los acreedores de mi padre me echaron a la calle y embargaron cuanto había en casa; yo me he mantenido sirviendo a este y al otro; y hoy el amo que tenía, porque la cocinera echó el caldo frío y yo lo llevé así a la mesa, me tiró con él y con el plato me rompió a cabeza y, no parando en esto su cólera, agarró el cuchillo y corrió tras de mí, que a no tomarle yo la delantera no le cuento a usted mi desgracia.
-¡Mire qué picardía! -decía el cándido barbero-. Y ¿quién es ese amo tan cruel y vengativo? -¿Quién ha de ser, señor? -le dije-. El mariscal de Birón. -¿Cómo? ¿Qué estás hablando? -dijo el rapador-. No puede ser eso; si no hay tal nombre en el mundo. Será otro. -¡Ah, sí señor, es verdad! -dije yo-; me turbé; pero es el conde... el conde... el conde... ¡válgate Dios por memoria! El conde de... de... Saldaña. -Peor está ésa -decía don Agustín-. ¿Qué, te has vuelto loco? ¿Qué estás hablando, hijo? ¿No ves que estos título que dices son de comedia? -Es verdad, señor, a mí se me ha olvidado el título de mi amo porque apenas hace dos días que estaba en su casa; pero para el caso no importa no acordarse de su título, o aplicarle uno de comedia, porque si lo vemos con seriedad, ¿qué título hay en el mundo que no sea comedia? El mariscal de Birón, el conde de Saldaña, el barón de Trenk y otros mil fueron títulos reales, desempeñaron su papel, murieron, y sus nombres quedaron para servir de títulos de comedias. Lo mismo sucederá al conde del Campo Azul, al marqués de Casa Nueva, al duque de Ricabella y a cuantos títulos viven hoy con nosotros; mañana morirán y Laus Deo; quedarán sus nombres y sus títulos para acordarnos sólo algunos días de que han existido entre los vivos, lo mismo que el mariscal de Birón y el gran conde de Saldaña. Conque nada importa, según esto, que yo me acuerde o me olvide del título del amo que me golpeó. De lo que no me olvidaré será de su maldita acción, que éstas son las que se quedan en la memoria de los hombres, o para vituperarlas y sentirlas, o para ensalzarlas y aplaudirlas, que no los títulos y dictados que mueren con el tiempo, y se confunden con el polvo de los sepulcros. Atónito me escuchaba el inocente barbero teniéndome por un sabio y un virtuoso. Tal era mi malicia a veces, y a veces, mi ignorancia. Yo mismo ahora no soy capaz de definir mi carácter en aquellos tiempos, ni creo que nadie lo hubiera podido comprender; porque unas ocasiones decía lo que sentía, otras obraba contra lo mismo que decía; unas veces me hacía un hipócrita, y otras hablaba por el convencimiento de mi conciencia; mas lo peor era que
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-¿Cómo? ¿Qué estás hablando? -dijo el rapador-. No puede ser eso; si no hay tal nombre<br />
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¡válgate Dios por memoria! El conde de... de... Saldaña.<br />
-Peor está ésa -decía don Agustín-. ¿Qué, te has vuelto loco? ¿Qué estás hablando, hijo?<br />
¿No ves que estos título que dices son de comedia?<br />
-Es verdad, señor, a mí se me ha olvidado el título de mi amo porque apenas hace dos días<br />
que estaba en su casa; pero para el caso no importa no acordarse de su título, o aplicarle<br />
uno de comedia, porque si lo vemos con seriedad, ¿qué título hay en el mundo que no sea<br />
comedia? El mariscal de Birón, el conde de Saldaña, el barón de Trenk y otros mil fueron<br />
títulos reales, desempeñaron su papel, murieron, y sus nombres quedaron para servir de<br />
títulos de comedias. Lo mismo sucederá al conde del Campo Azul, al marqués de Casa<br />
Nueva, al duque de Ricabella y a cuantos títulos viven hoy con nosotros; mañana morirán y<br />
Laus Deo; quedarán sus nombres y sus títulos para acordarnos sólo algunos días de que han<br />
existido entre los vivos, lo mismo que el mariscal de Birón y el gran conde de Saldaña.<br />
Conque nada importa, según esto, que yo me acuerde o me olvide del título del amo que me<br />
golpeó. De lo que no me olvidaré será de su maldita acción, que éstas son las que se<br />
quedan en la memoria de los hombres, o para vituperarlas y sentirlas, o para ensalzarlas y<br />
aplaudirlas, que no los títulos y dictados que mueren con el tiempo, y se confunden con el<br />
polvo de los sepulcros.<br />
Atónito me escuchaba el inocente barbero teniéndome por un sabio y un virtuoso. Tal era<br />
mi malicia a veces, y a veces, mi ignorancia. Yo mismo ahora no soy capaz de definir mi<br />
carácter en aquellos tiempos, ni creo que nadie lo hubiera podido comprender; porque unas<br />
ocasiones decía lo que sentía, otras obraba contra lo mismo que decía; unas veces me hacía<br />
un hipócrita, y otras hablaba por el convencimiento de mi conciencia; mas lo peor era que