PERIQUILLO SARNIENTO EL - Taller Literario

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09.05.2013 Views

Cerré la carta, y de fiado se la encomendé a tío Chepito el mandadero para que se la llevara a mi pariente. Esto fue a las oraciones de la noche; mas siempre me faltaba un real para completar los cuatro que debía dar al portero por la presentación del escrito. En toda la noche no pude dormir, así con el sobresalto de los temidos azotes, como con echar cálculos para ver de dónde sacaba aquel real tan necesario. En estos tristes pensamientos me halló el día. Púseme a hacer un escrutinio riguroso de mi haber, y a examinar mi ropa pieza por pieza, a ver si tenía alguna que valiera real y medio; pero ¡qué había de valer!, si mi camisa era menester llamarla por números para acomodármela en el cuerpo; mis calzones apenas se podían detener de las pretinas; las medias no estaban útiles ni para tapar un caño; los zapatos parecían dos conchas de tortuga; sólo se detenían en mis pies por el respeto de un par de lacitos de cohetero; rosario no lo conocía y el triste retazo de capote: me hacia más falta que todo mi ajuar entero y verdadero. Ya desesperaba de presentar el escrito esa mañana, porque no tenía cosa que valiera un real, cuando por fortuna alcé la cara y vi colgado en un clavito mi sombrero, y considerándolo pieza inútil en aquella mazmorra y la mejor que me acompañaba, exclamé lleno de gusto: “¡Gracias a Dios que a lo menos tengo sombrero que me valga en esta vez!” Diciendo esto lo descolgué, y al primero que se me presentó se lo vendí en una peseta, con la que salí de mi cuidado y me desayuné de pilón. Serían las diez de la mañana cuando fue entrando tata Chepito con la respuesta de mi tío, que os quiero poner a la letra para que aprendáis, hijos míos, a no fiaros jamás en los amigos y parientes, y sí únicamente en vuestra buena conducta y en lo poco o mucho que adquiriereis con vuestros honestos arbitrios y trabajo. Decía así la respuesta: “Señor Sancho Pérez: cuando usted en la realidad sea quien dice y lo saquen afrentado públicamente por ladrón, crea que no se me dará cuidado, pues el pícaro es bien que sufra la pena de su delito. La conminación que usted me hace de que se deshonrará mi familia, es muy frívola, pues debe saber que la afrenta sólo recae en el delincuente, quedando ilesos de ella sus demás deudos. Conque si usted lo ha sido, súfralo por su causa; y si está inocente, como me asegura, súfralo por Dios, que más padeció Cristo por nosotros. “Su Majestad socorra a usted como se lo pide el Lic. Maceta.” La sensible impresión que me causaría esta agria respuesta, no es menester ponderarla a quien se considere en mi lugar. Baste decir que fue tal, que dio conmigo en tierra postrado en una violenta fiebre.

Luego que se me advirtió, me subieron a la enfermería y me asistió la caridad prontamente. Cuando me hallaron con la cabeza despejada, el médico, que por fortuna era hábil, había advertido mi delirio y se había informado de mi causa, hizo que me desengañara el mismo escribano, junto con el alcaide, de que no había tal sentencia, ni tenía que temer los prometidos azotes. Entonces, como si me sacaran de un sepulcro, volví en mí perfectamente, me serené y se comenzó a restablecer mi salud de día en día. Cuando estuve ya convaleciente bajó el escribano a informarse de mí, de parte de los señores de la sala, para que le dijera quién me había metido semejante ficción en la cabeza; porque fueron sabedores de toda mi tragedia, así porque yo se lo dije en el escrito, como porque leyeron la carta del tío que os he dicho, y formaron el concepto de que yo sin duda era bien nacido, y por mismo se debieron de incomodar con la pesadez de la burla y deseaban castigar al autor. Con esto el escribano y el alcaide se esforzaban cuanto podían para que lo descubriera; pero yo, considerando su designio, las resultas que de mi denuncia podían sobrevenir al Aguilucho, y que no me resultaba ningún bien con perjudicar a este infeliz necio, que bastantemente agravado estaba con sus crímenes, no quise descubrirlo, y sólo decía que como eran tantos, no me acordaba a punto fijo de quién era. No me sacaron otra cosa los comisionados de los ministros por más que hicieron, y así, formando de mí el concepto de que era un mentecato, se marcharon. Quedéme en la enfermería más contento que en el calabozo, ya porque estaba mejor asistido, y ya, en fin, porque entre los que allí estaban, había algunos de regulares principios, y cuya conversación me divertía más que la de los pillos del patio. Cuando el escribano vio mi letra en el escrito, se prendó de ella, y fue cabalmente a tiempo que se le despidió el amanuense, y valiéndose de la amistad del alcaide, me propuso que si quería escribirle a la mano, que me daría cuatro reales diarios. Yo admití en el instante;

Cerré la carta, y de fiado se la encomendé a tío Chepito el mandadero para que se la llevara<br />

a mi pariente. Esto fue a las oraciones de la noche; mas siempre me faltaba un real para<br />

completar los cuatro que debía dar al portero por la presentación del escrito.<br />

En toda la noche no pude dormir, así con el sobresalto de los temidos azotes, como con<br />

echar cálculos para ver de dónde sacaba aquel real tan necesario. En estos tristes<br />

pensamientos me halló el día. Púseme a hacer un escrutinio riguroso de mi haber, y a<br />

examinar mi ropa pieza por pieza, a ver si tenía alguna que valiera real y medio; pero ¡qué<br />

había de valer!, si mi camisa era menester llamarla por números para acomodármela en el<br />

cuerpo; mis calzones apenas se podían detener de las pretinas; las medias no estaban útiles<br />

ni para tapar un caño; los zapatos parecían dos conchas de tortuga; sólo se detenían en mis<br />

pies por el respeto de un par de lacitos de cohetero; rosario no lo conocía y el triste retazo<br />

de capote: me hacia más falta que todo mi ajuar entero y verdadero.<br />

Ya desesperaba de presentar el escrito esa mañana, porque no tenía cosa que valiera un real,<br />

cuando por fortuna alcé la cara y vi colgado en un clavito mi sombrero, y considerándolo<br />

pieza inútil en aquella mazmorra y la mejor que me acompañaba, exclamé lleno de gusto:<br />

“¡Gracias a Dios que a lo menos tengo sombrero que me valga en esta vez!” Diciendo esto<br />

lo descolgué, y al primero que se me presentó se lo vendí en una peseta, con la que salí de<br />

mi cuidado y me desayuné de pilón.<br />

Serían las diez de la mañana cuando fue entrando tata Chepito con la respuesta de mi tío,<br />

que os quiero poner a la letra para que aprendáis, hijos míos, a no fiaros jamás en los<br />

amigos y parientes, y sí únicamente en vuestra buena conducta y en lo poco o mucho que<br />

adquiriereis con vuestros honestos arbitrios y trabajo. Decía así la respuesta: “Señor<br />

Sancho Pérez: cuando usted en la realidad sea quien dice y lo saquen afrentado<br />

públicamente por ladrón, crea que no se me dará cuidado, pues el pícaro es bien que sufra<br />

la pena de su delito. La conminación que usted me hace de que se deshonrará mi familia,<br />

es muy frívola, pues debe saber que la afrenta sólo recae en el delincuente, quedando ilesos<br />

de ella sus demás deudos. Conque si usted lo ha sido, súfralo por su causa; y si está<br />

inocente, como me asegura, súfralo por Dios, que más padeció Cristo por nosotros.<br />

“Su Majestad socorra a usted como se lo pide el Lic. Maceta.”<br />

La sensible impresión que me causaría esta agria respuesta, no es menester ponderarla a<br />

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en una violenta fiebre.

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