PERIQUILLO SARNIENTO EL - Taller Literario
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Poco faltó para desesperarme, y más cuando murió la pobre de mi tía, que no pudo resistir este golpe; pero, en fin, procuré hacer, como dicen, de tripas corazón, y vendiendo lo poco que me quedó, y cobrando algunos picos que me debían, me junté con cerca de dos mil pesos, y con ellos comencé de nuevo a trabajar; pero ya con tan poco puntero, lo más que hacía era mantenerme. En este tiempo (¡locuras de los hombres!), en este tiempo se me antojó casarme, y de hecho lo verifiqué con una niña de la Villa de Jalapa, quien a una cara peregrina reunía una bella índole y un corazón sencillo; en fin, era una de aquellas muchachas que ustedes los mexicanos llaman payas. Las muchas prendas que poseía y el conocimiento que yo tenía de ellas me la hacían cada día más amable, y, por tanto, le procuraba dar gusto en cuanto ella quería. Entre lo que quiso, fue venir a México para ver lo que le habían contado de esta ciudad, adonde jamás había venido. No necesitó más que insinuármelo para que yo dispusiera el traerla... ¡Ojalá y nunca lo hubiera pensado! Serían como dos mil y trescientos pesos con los que emprendí mi marcha para esta capital, adonde llegué con mi esposa muy contento, pensando gastar los trescientos pesos en pasearla, y emplear los dos mil en algunas maritatas, volviéndome a mi tierra dentro de un mes, satisfecho de haber dado gusto a mi mujer, y con mi capitalito en ser; ¡pero qué errados son los juicios de los hombres! Diversos planes tenía trazados la Providencia para castigar mis excesos y acrisolar el honor de mi consorte. Posamos en el mesón del Ángel, y luego luego mandé llamar al sastre para que le hiciese trajes del día, en cuya operación, como bien pagado, no se tardó mucho tiempo, porque las manos de los artesanos se mueven a proporción de la paga que han de recibir. A los dos días trajo el sastre los vestidos, que le venían a mi mujer como pintados; pues era tan hermosa de cara como gallarda de cuerpo. Fuera de que, aunque era payita, no era de aquellas payas silvestres y criadas entre las vacas y cerdos de los ranchos; era una de las jalapeñas finas y bien educadas, hija de un caballero que fue capitán de una de las
compañías del regimiento de Tres Villas; y por aquí conocerá usted cuán poco tendría que aprender de aquel garbo, o lo que llaman aire de taco las cortesanas. Efectivamente, luego que comencé a presentarla en los paseos, bailes, coliseo y tertulias, advertí con una necia complacencia que todos celebraban su mérito, y muchos con demasiada expresión. ¿Quién creerá que era yo tan abobado que pensaba que no había ningún riesgo en las adulaciones y lisonjas que la prodigaban? Así era, y yo las correspondía con gratitud; y aun hacía más en mi daño, que era franquearla en cuantos lugares públicos podía, congratulándome de que festejaran su mérito y envidiaran mi dicha. ¡Necio! Yo ignoraba que la mujer hermosa es una alhaja que excita muy vivamente la codicia del hombre, y que el honor en estos casos se aventura con exponerla con frecuencia a la curiosidad común; mas... Aquí llegaba la conversación de mi amigo, cuando la interrumpieron unos gritos que decían: -Ese nuevo; anda, Sancho Pérez, anda, cucharero, anda, hijo de p... Mi amigo me advirtió que sin duda a mí me llamaban. Era así, y yo tuve que dejar pendiente su conversación. CAPÍTULO XX CUENTA PERIQUILLO LO QUE LE PASÓ CON EL ESCRIBANO, Y DON ANTONIO CONTINÚA CONTÁNDOLE SU HISTORIA Suspendí la conversación de mi amigo, según dije, para ir a ver qué me querían. Subí lleno de cólera al ver el tratamiento tan soez que me daba aquel meco, mulato o demonio de gritón (que era un preso destinado al efecto de llamar a los demás), que fue el que me condujo a la misma sala o cuadra donde me asentó el alcaide; pero no me llevó a su mesa,
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este golpe; pero, en fin, procuré hacer, como dicen, de tripas corazón, y vendiendo lo poco<br />
que me quedó, y cobrando algunos picos que me debían, me junté con cerca de dos mil<br />
pesos, y con ellos comencé de nuevo a trabajar; pero ya con tan poco puntero, lo más que<br />
hacía era mantenerme.<br />
En este tiempo (¡locuras de los hombres!), en este tiempo se me antojó casarme, y de hecho<br />
lo verifiqué con una niña de la Villa de Jalapa, quien a una cara peregrina reunía una bella<br />
índole y un corazón sencillo; en fin, era una de aquellas muchachas que ustedes los<br />
mexicanos llaman payas.<br />
Las muchas prendas que poseía y el conocimiento que yo tenía de ellas me la hacían cada<br />
día más amable, y, por tanto, le procuraba dar gusto en cuanto ella quería.<br />
Entre lo que quiso, fue venir a México para ver lo que le habían contado de esta ciudad,<br />
adonde jamás había venido. No necesitó más que insinuármelo para que yo dispusiera el<br />
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Serían como dos mil y trescientos pesos con los que emprendí mi marcha para esta capital,<br />
adonde llegué con mi esposa muy contento, pensando gastar los trescientos pesos en<br />
pasearla, y emplear los dos mil en algunas maritatas, volviéndome a mi tierra dentro de un<br />
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errados son los juicios de los hombres! Diversos planes tenía trazados la Providencia para<br />
castigar mis excesos y acrisolar el honor de mi consorte.<br />
Posamos en el mesón del Ángel, y luego luego mandé llamar al sastre para que le hiciese<br />
trajes del día, en cuya operación, como bien pagado, no se tardó mucho tiempo, porque las<br />
manos de los artesanos se mueven a proporción de la paga que han de recibir.<br />
A los dos días trajo el sastre los vestidos, que le venían a mi mujer como pintados; pues era<br />
tan hermosa de cara como gallarda de cuerpo. Fuera de que, aunque era payita, no era de<br />
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jalapeñas finas y bien educadas, hija de un caballero que fue capitán de una de las