He Vivido

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09.05.2013 Views

sobrina Begoña, por lo que me comentaron, vivía en un barrio que yo ni siquiera sabía dónde estaba. Salí de nuevo a la calle y, caminando sin rumbo y desengañado, llegué hasta el cementerio. Una vez allí, comencé a gritar desde el otro lado de la valla metálica, sollozando, rogando estar entre todos mis amigos que allá reposaban. Alguien debió llamar a los municipales, pues estando yo llorando se aproximaron dos uniformados que me preguntaron qué hacía allí y quién era. Me sentí sorprendido en aquella rara operación, totalmente avergonzado, y les dije que era el acreedor de una persona allá enterrada, la cual murió debiéndome mucho dinero y dejándome en la indigencia más absoluta. Uno de los guardias le susurró al otro algo sobre Santa Águeda. Y, por si acaso, decidí alejarme. Pregunté a los municipales por el paradero del taxista Fermín Bidaburu y me respondieron que entre los taxistas no había nadie con aquel nombre. ¡Tampoco sabían nada sobre el coche de caballos para ir a Aramaiona! ¿Pero dónde me encontraba? Nervioso... desperté en mi casa de Montevideo, y aparté de mí la tentación de regresar a mi pueblo natal. Nunca volveré, por tanto, al sitio que un día dejé atrás para escapar hacia Bizkaia. En la huida fui testigo directo del bombardeo de Gernika, desde el mismo lugar de la masacre, ya que me encontraba visitando la fábrica de armas “Astra”. Los aviones comenzaron a soltar bombas, y según éstas iban cogiendo velocidad, daba la impresión de tratarse de panfletos de papel. Luego el infierno surgió ante nosotros. Por lo que había podido escuchar a alguien durante la visita matinal a la fábrica, los fascistas no se iban a atrever a bombardear la villa, ya que, al parecer, en Gernika vivían muchos carcas. Los adivinos se equivocaron. Una demoledora bomba cayó en una calle a la altura del Árbol de Gernika e hizo un agujero de ocho metros de diámetro. La casa de al lado se desplomó completamente. La gente corría hacia el refugio situado junto a la fábrica de armas, pensando que así estarían mejor protegidos. Pero no, prefiero hacer un viaje en sueños desde mi cálida cama de Montevideo y, tras arribar al puerto de Bilbo, caminar a pie hasta mi lejano y extraño Mondragón. Quizás subiré hasta la campa de San Cristóbal para sosegadamente degustar el pueblo entero desde allí. Y recrearé en mi interior aquellas órdenes de la época de Primo de Rivera, por las cuales en caso 102

La guerra me alejó de mis raíces, pero no he olvidado Mondragón. En mi casa de Montevideo vivo rodeado de recuerdos de aquel pueblo pequeño, recoleto, donde nos conocíamos por los apodos, de los que recuerdo más de cien. de avistarse en el horizonte una inesperada tempestad, era necesario avisar a tiempo a los vecinos. Y como, generalmente, para cuando el responsable de San Cristóbal se percataba de la tempestad las calles ya solían estar blancas de granizo, se extendía toda suerte de rumores y bromas acerca del campanero dormilón. ¿O quizás debería retrotraerme hasta el catorce de Abril de la época de la República, al objeto de revivir los momentos en que, una vez terminada la manifestación, izadas las banderas en el balcón del Ayuntamiento e iniciado el concierto de la banda de música, nos dirigíamos a requisar las boinas de los carlistas del Círculo? Se las encasquetaban hasta las orejas para demostrar así su desacuerdo político. ¡Qué jaleo se montaba! La República fomentó la asistencia de los vecinos a las juntas municipales. En una de aquellas reuniones, el concejal Isidoro Gil Robles Etxeberria solicitó colocar el cuadro de Santiago en la sala y el alcalde, Eugenio Karrikiri Resusta, le preguntó si en dicho cuadro Santiago debería aparecer de pie o a caballo. ¡Otro lío! ¡Vaya bulla! ¡Qué gritos! 103

La guerra me alejó de mis raíces, pero no he olvidado Mondragón. En mi casa de Montevideo<br />

vivo rodeado de recuerdos de aquel pueblo pequeño, recoleto, donde nos conocíamos<br />

por los apodos, de los que recuerdo más de cien.<br />

de avistarse en el horizonte una inesperada tempestad, era necesario avisar<br />

a tiempo a los vecinos. Y como, generalmente, para cuando el responsable<br />

de San Cristóbal se percataba de la tempestad las calles ya solían estar blancas<br />

de granizo, se extendía toda suerte de rumores y bromas acerca del campanero<br />

dormilón.<br />

¿O quizás debería retrotraerme hasta el catorce de Abril de la época de<br />

la República, al objeto de revivir los momentos en que, una vez terminada<br />

la manifestación, izadas las banderas en el balcón del Ayuntamiento e iniciado<br />

el concierto de la banda de música, nos dirigíamos a requisar las boinas<br />

de los carlistas del Círculo? Se las encasquetaban hasta las orejas para<br />

demostrar así su desacuerdo político. ¡Qué jaleo se montaba! La República<br />

fomentó la asistencia de los vecinos a las juntas municipales. En una de<br />

aquellas reuniones, el concejal Isidoro Gil Robles Etxeberria solicitó colocar<br />

el cuadro de Santiago en la sala y el alcalde, Eugenio Karrikiri Resusta, le<br />

preguntó si en dicho cuadro Santiago debería aparecer de pie o a caballo.<br />

¡Otro lío! ¡Vaya bulla! ¡Qué gritos!<br />

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