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DESDE MI BALCÓN<br />
Muchas veces he llegado a pensar, sobre todo cuando mis voces interiores<br />
me transportan a un pasado que respeto sumamente, si no estaré cerrando<br />
el ciclo de mi pequeña historia, en una especie de huída del<br />
voraginoso presente, refugiándome en el regazo de viejos cantos vividos hace<br />
ya mucho tiempo; despierto en la cocina familiar y veo a mi madre arrodillada<br />
ante dos troncos en el fuego, con el fuelle en las manos, con la esperanza<br />
de hacer revivir unas llamas que parece se le resisten. Cuando incluso<br />
el más pequeño de los detalles del espectáculo va ocupando su lugar en mí,<br />
oigo cómo alguien llama desde el portal de nuestra casa de la calle Iturriotz.<br />
Se trata de Margarita, la lechera del caserío Uribe; hoy, además del habitual<br />
pan, también nos trae pan moreno recién hecho.<br />
De vez en cuando, nos llega un murmullo parlanchín desde la casa de enfrente,<br />
la de Mariano Adán de Yarza, señal del trasiego apresurado entre los<br />
sirvientes de dicha mansión. Se conoce que en la tienda les guardan las mejores<br />
verduras y frutas. También en la carnicería bajo nuestra casa, donde<br />
Benita, los mejores trozos son para los Yarza. No alcanzo a entender por qué<br />
mi madre no nos trae a casa comida tan sabrosa. Y nunca he comprendido<br />
por qué en nuestro hogar no contamos con un grifo de agua corriente, como<br />
en el de Dagoberto Resusta.<br />
–¡Ésos son ricos!<br />
–¿Y eso qué es? – le pregunto desde mi inocencia.<br />
–¡Aparta de aquí, cabeza de chorlito!<br />
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