He Vivido
He Vivido He Vivido
En Toulouse era normal que nos reuniéramos un grupo de mondragoneses, exiliados como yo, que intentaban rehacer sus vidas, aunque todos manteníamos la esperanza de regresar en breve a nuestro pueblo. Contemplando esta foto me doy cuenta de lo impredecible que resulta la vida de los hombres… Tras permanecer dos meses en aquella situación, nos condujeron a Carbere, una localidad a dos kilómetros en dirección a Perpignan y se nos comunicó que algunos de nosotros tendríamos la oportunidad de pasar la noche en los vagones de la estación. ¡Eran dignas de ver las carreras hasta aquellos vagones vacíos, tan pronto partía el último tren de las seis de la tarde! Cierto día, unos españoles franquistas que viajaban en el primer vagón de un tren que pasaba por allá arrojaron monedas al lugar donde nos encontrábamos esperando. Al momento se desató una cerrada disputa entre varios refugiados por hacerse con las monedas del suelo, mientras fotógrafos que venían en el último vagón nos retrataban. En fechas posteriores, las imágenes fueron publicadas por el diario ABC. Cada vez que se abría la barrera era impresionante ver aquella marea humana compitiendo por alcanzar los vagones. Los jóvenes se afanaban por ser los primeros por encima de los viejos y un nutrido grupo de gendarmes inten- 92
taba poner orden. Todas las noches sacaban a alguna persona de debajo de los vagones, escondido entre ruedas y ejes e inmerso en el lícito sueño de escapar en pos de un futuro mejor a partir de la mañana siguiente. Ahora sólo nos queda reírnos de todo aquello, reírnos de los inolvidables recuerdos que perduran como brasas candentes bajo la ceniza gris del tiempo transcurrido. Nuestra próxima meta, el nuevo campo de concentración, se situaba al lado de Oloron Sainte Marie. Tras viajar en tren durante aproximadamente tres horas, nos trasladaron a un pueblo donde nos miraban como si fuéramos raros personajes de circo. Pasamos frente a una panadería y los panes de Sinfo resucitaron dentro de mí. No podría asegurar si el panadero que salió a la calle con un montón de panes de flauta bajo el brazo me proporcionó alguno. No estoy seguro y puede que desde entonces la recurrente aparición de aquellos panes en mis recuerdos provoque en mí una idea falsa, hasta el punto de creer que me comí alguno. Recorrimos a pie alrededor de ocho kilómetros, cada uno con nuestras pertenencias. Al borde del camino quedaron abandonados utensilios y herramientas de todo tipo, motivado por la extrema debilidad de sus dueños. Seguro que a los gendarmes y africanos que vigilaban nuestra penosa caminata les vinieron de perlas todos aquellos bienes. Por fin llegamos a un amplio espacio rodeado con red metálica. Allí no había nada. Puro campo y barro. Me eché a dormir en una ciénaga de diez centímetros de espesor, cubierto con una manta. Se trataba del campamento de Judés. Días más tarde trajeron tablas para que construyéramos barracones. Pero la paja para el suelo hizo que los piojos se multiplicaran, lo cual supuso la sarna. En el barracón, cada uno de nosotros disponía de unos treinta y nueve centímetros para dormir. ¡Estábamos hacinados! Dicha estrechez nos obligaba por la noche a tumbarnos todos sobre el mismo lado y, claro, era imposible salir de allí. Una mañana, un oficial militar pidió voluntarios para trabajar en la recién iniciada industrialización de Méjico. Si bien quise apuntarme, me informaron de que, por otro lado, iban a necesitar expertos en temas industriales para el nuevo campo de concentración que estaban preparando en Gurs, y firmé la solicitud para que me trasladaran allá. En las fábricas de guerra seríamos los sustitutos de los jóvenes soldados franceses que se disponían a luchar contra los alemanes. Mi solicitud fue aceptada y me trasladé a Gurs inmediatamente. 93
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En Toulouse era normal que nos reuniéramos un grupo de mondragoneses, exiliados<br />
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