He Vivido

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09.05.2013 Views

moria, pues los abusos de las dos partes ya se han remarcado en muchas ocasiones, aunque creo que las palabras nunca tendrán la capacidad suficiente como para exponer la crudeza de lo acontecido. Cuando cayó el norte de España algunos pudimos huir a Francia en barca. En el puerto de Santander nos encontrábamos miles de personas esperando a unos pequeños botes que apenas podían moverse con nuestro peso. La gente estaba nerviosa, ya que el puerto era objetivo de la artillería franquista. Un chofer que iba conmigo pudo arreglar el motor de una chalupa abandonada y subimos a ella nueve personas, la mayoría mondragoneses. Pasamos la noche en el mar, mientras el motor, que se paraba a menudo, nos empujaba a Francia. Los gendarmes ordenaron parar nuestra embarcación y tras permanecer un par de días sin permiso para descender a tierra, pude tomar rumbo a Barcelona. De allí me enviaron a Alicante a trabajar en la empresa Hispano Suiza, en el diseño de aviones. Permanecí en ese trabajo durante un año, hasta que supe que mis padres estaban refugiados en La Escala, un pueblo cercano a Barcelona. El enemigo avanzaba por doquier y ante aquella situación decidí que no tenía mucho sentido seguir trabajando en la aviación. Así las cosas, solicité un destino en el frente. Sin embargo, estando en una situación tan mala poco podíamos hacer para poner freno al incesante empuje de los fascistas. Y regresamos a Francia atravesando un paso cercano a Andorra. Una vez más tuvimos que ser objeto de las zarpas de aquellos gendarmes odiosos que nos quitaban toda pertenencia de valor que lleváramos encima. Ni siquiera nos permitían coger agua. Por si acaso, preferí aplastar la pistola que llevaba conmigo bajo una gran piedra, antes de dejarla en manos de alguno de aquellos gorilas. Llegué al campo de concentración el 9 de Febrero de 1939. Enseguida me percaté de lo terrible que era la vida en aquel lugar. ¡Cuánta gente! Y nadie podía esperar un buen trato por parte de nadie. La propaganda que en contra nuestra llegaba desde España no hacía sino empeorar la situación, pues los delitos que nos imputaban a los fugitivos recién llegados a la Francia católica eran indescriptibles. E imperdonables, por supuesto, a los ojos de la mayoría de los franceses. El viento frío que enviaban las montañas del entorno se metía hasta los huesos, a pesar de que habíamos preparado tiendas de campaña uti- 90

lizando mantas de escasa calidad. Miles de personas deambulábamos de acá para allá sin saber muy bien en busca de qué. Y al objeto de que la enorme oleada humana no se les fuera de las manos, los franceses cercaron el gigantesco campo con red metálica. No obstante, por primera vez en mucho tiempo pudimos dormir a salvo de los ataques de los aviones fascistas. Estábamos bajo la vigilancia de los terroríficos “swai”, miembros de la tropa africana al servicio de Francia, que nos cuidaban con sus espadas y sus látigos; gente despiadada, capaz de propinar palizas a mujeres o a niños, sólo por el hecho de estar buscando un trozo de leña para hacer fuego. Para la quinta noche pudimos organizar mejor nuestra nueva casa. Y cierto anochecer, como queriéndonos transmitir energía los unos a los otros, organizamos una enorme y sonora tamborrada, provistos de botes y cazuelas viejas. En la estación de tren cercana al pueblo habían adecuado un lugar para atender a heridos y enfermos, pero la paja que cubría el suelo provocó una eclosión de piojos que inmediatamente propagó la epidemia por todo el campo. Trajeron ataúdes a un almacén de la estación, ya que diariamente había necesidad para siete u ocho cadáveres. En los gélidos amaneceres, como bestias de la selva profunda, ocupábamos todos los rincones del campamento, pero no con el objetivo de cazar presas, sino a fin de realizar nuestras necesidades fisiológicas. Era algo que había de hacerse en algún momento y parecía que, con la complicidad de la oscuridad, las idas y venidas de los refugiados eran más veloces. Está claro que la sabia naturaleza facilita los mecanismos adecuados para la adaptación de las especies a cada lugar y a cada momento. Sin embargo, los momentos más agradables –¡si es que se puede hablar de momentos agradables!– eran aquellos en los que el sol nos acariciaba con sus rayos dorados. Es más, en aquellos instantes parecía que, incluso, éramos capaces de pensar y percibíamos las sonrisas en nuestros semblantes, como si al huir del infierno al otro lado de los Pirineos hubiéramos alcanzado la gloria celestial. Uno de los primeros días de mi estancia allá, perdí una maleta fabricada por mí en una carpintería, cuando en tiempo de guerra me hirieron en el tobillo. La cerradura de letras de madera tenía más de cuatro mil combinaciones, fruto de la aplicación directa de la tecnología aprendida en la Unión Cerrajera. 91

moria, pues los abusos de las dos partes ya se han remarcado en muchas<br />

ocasiones, aunque creo que las palabras nunca tendrán la capacidad suficiente<br />

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Cuando cayó el norte de España algunos pudimos huir a Francia en<br />

barca. En el puerto de Santander nos encontrábamos miles de personas esperando<br />

a unos pequeños botes que apenas podían moverse con nuestro peso.<br />

La gente estaba nerviosa, ya que el puerto era objetivo de la artillería franquista.<br />

Un chofer que iba conmigo pudo arreglar el motor de una chalupa<br />

abandonada y subimos a ella nueve personas, la mayoría mondragoneses.<br />

Pasamos la noche en el mar, mientras el motor, que se paraba a menudo, nos<br />

empujaba a Francia. Los gendarmes ordenaron parar nuestra embarcación<br />

y tras permanecer un par de días sin permiso para descender a tierra, pude<br />

tomar rumbo a Barcelona. De allí me enviaron a Alicante a trabajar en la empresa<br />

Hispano Suiza, en el diseño de aviones. Permanecí en ese trabajo durante<br />

un año, hasta que supe que mis padres estaban refugiados en La<br />

Escala, un pueblo cercano a Barcelona.<br />

El enemigo avanzaba por doquier y ante aquella situación decidí que no<br />

tenía mucho sentido seguir trabajando en la aviación. Así las cosas, solicité<br />

un destino en el frente. Sin embargo, estando en una situación tan mala poco<br />

podíamos hacer para poner freno al incesante empuje de los fascistas. Y regresamos<br />

a Francia atravesando un paso cercano a Andorra. Una vez más<br />

tuvimos que ser objeto de las zarpas de aquellos gendarmes odiosos que nos<br />

quitaban toda pertenencia de valor que lleváramos encima. Ni siquiera nos<br />

permitían coger agua. Por si acaso, preferí aplastar la pistola que llevaba<br />

conmigo bajo una gran piedra, antes de dejarla en manos de alguno de aquellos<br />

gorilas.<br />

Llegué al campo de concentración el 9 de Febrero de 1939. Enseguida me<br />

percaté de lo terrible que era la vida en aquel lugar. ¡Cuánta gente! Y nadie<br />

podía esperar un buen trato por parte de nadie. La propaganda que en contra<br />

nuestra llegaba desde España no hacía sino empeorar la situación, pues los<br />

delitos que nos imputaban a los fugitivos recién llegados a la Francia católica<br />

eran indescriptibles. E imperdonables, por supuesto, a los ojos de la mayoría<br />

de los franceses. El viento frío que enviaban las montañas del entorno se metía<br />

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