He Vivido

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09.05.2013 Views

camino de Santa Bárbara. Sin embargo, de repente una tenue luz proyectó una sombra aún más débil sobre el suelo mojado. Alguien cruzaba el puente. Agucé la vista y me di cuenta de que se trataba de Askin, el hombre que vivía en la primera casa del camino de Santamaña. Seguramente vendría de la fábrica “La Cucharera”, situada al borde del río. Recuerdo perfectamente cómo, siendo yo todavía un chiquillo, encontré, en un hoyo lleno de restos oxidados junto a la fábrica, el modelo-desarrollo troquelado de una cuchara que posteriormente utilizaría para fabricar cucharas de arcilla en mis juegos. Tras pasar junto al palacio de Hierro, condujimos nuestra alfombra en dirección a la taberna Las Columnas, justamente hasta la casa donde vivió mi primer maestro. Si bien todavía faltaba un poco para las cinco de la mañana, había luz en el bar. A continuación sobrevolamos la casa de Gomix y la de Mardo, en cuyos bajos se ofrecían sesiones de cine cada domingo. En frente, el cantón que daba a Zurgin Kale. Y un poco más adelante el edificio de Erregetxo, con acceso directo al río. Como siempre, el dueño del lugar era uno de los vecinos más tempraneros, pues también aquel día ya estaba en la acera frente a la casa de Don Toribio, sacudiendo gavillas de trigo. Inmediatamente me di cuenta de que el pueblo comenzaba a despertar: el reloj de la parroquia señaló las cinco de la mañana, el gallo de Florentino Potxo Arana cantó y los miembros de la Cofradía de la Adoración Nocturna salieron de la iglesia de San Francisco, después de pasar las últimas horas rezando. Ataviados con sus habituales capas largas y negras de cuello ancho, se dirigían a sus casas, al objeto de poder estar en el trabajo para las seis de la mañana. Nos encontrábamos frente a la Plaza de Abastos, que es, sin duda alguna, una de las zonas predilectas del pueblo. La Plaza de Abastos fue para nosotros testigo directo de muchísimos momentos gozosos e innumerables sucesos, un lugar insustituible que los mondragoneses llevamos en lo más profundo de nuestro corazón. ¡Allá, al frente, el balcón de mi casa! Una atalaya sin parangón. Estaban abriendo el bar Monte. Muchos sentían la necesidad de calentarse por dentro antes de acometer la jornada de trabajo diaria, como si ésta los fuera a dejar hechos polvo. Cada cual a su estilo y como si fueran competidores en tratar la salud, justo al lado de la taberna estaba situada la farmacia de Segura. Y tras la farmacia, la Caja de Ahorros. Un trío mágico, se mire por donde se mire. ¿Recuerdas cómo jugábamos en aquel 76

La plaza de Abastos, de magnífica arquitectura, se utilizaba también para proyecciones cinematográficas. Alli, podíamos ver películas de cristal, con un operador que pasaba los cuadros y un narrador que explicaba el argumento. Los únicos problemas del incómodo local eran las corrientes de aire. 77 hierro?, me preguntó mi compañero de viaje señalando un tubo largo horizontal en el Ferial, bajo mi antigua casa. ¡Claro que lo recordaba! Joaquín, el hijo de Errebaleko Kojua, era capaz de dar más de quince vueltas utilizando el tubo bajo el brazo como eje, y colgándose del mismo. Pero la alfombra seguía adelante y llegamos a la Escuela Viteri. El perro del maestro, “Zeinek”, estaba a la puerta, dispuesto a saltar a los pies de los obreros que se dirigían a la fábrica. También apareció por la estrada el carnicero Eusebio Olatxo Sagasta, bromeando con un tra - ba jador del matadero acerca del becerro que se le escapó al matarife Juan Bolante Arozena la semana anterior. Me acordé de la hija de Olatxo, una chica que, si Dios se hubiera dado cuenta a tiempo, hubiera regalado a Adán en lugar de Eva en el paraíso. ¡Era realmente hermosa! Oímos la sirena de la fábrica. Eso me trajo a la mente la llamada de las campanas que la modernidad había arrinconado y, prueba de que la cadena no se rompe, igualmente podríamos considerar como algo comple mentario a las campanas la tarea matutina de las personas que, a cambio de algunos céntimos, iban despertando a los vecinos de portal en portal.

La plaza de Abastos, de magnífica arquitectura,<br />

se utilizaba también para proyecciones<br />

cinematográficas. Alli, podíamos ver películas<br />

de cristal, con un operador que pasaba los<br />

cuadros y un narrador que explicaba el argumento.<br />

Los únicos problemas del incómodo<br />

local eran las corrientes de aire.<br />

77<br />

hierro?, me preguntó mi compañero<br />

de viaje señalando un<br />

tubo largo horizontal en el Ferial,<br />

bajo mi antigua casa.<br />

¡Claro que lo recordaba! Joaquín,<br />

el hijo de Errebaleko<br />

Kojua, era capaz de dar más de<br />

quince vueltas utilizando el<br />

tubo bajo el brazo como eje, y<br />

colgándose del mismo.<br />

Pero la alfombra seguía<br />

adelante y llegamos a la Escuela<br />

Viteri. El perro del<br />

maestro, “Zeinek”, estaba a la<br />

puerta, dispuesto a saltar a los<br />

pies de los obreros que se dirigían<br />

a la fábrica. También<br />

apareció por la estrada el carnicero<br />

Eusebio Olatxo Sagasta,<br />

bromeando con un tra -<br />

ba jador del matadero acerca<br />

del becerro que se le escapó al<br />

matarife Juan Bolante Arozena<br />

la semana anterior. Me<br />

acordé de la hija de Olatxo,<br />

una chica que, si Dios se hubiera<br />

dado cuenta a tiempo,<br />

hubiera regalado a Adán en<br />

lugar de Eva en el paraíso.<br />

¡Era realmente hermosa! Oímos<br />

la sirena de la fábrica. Eso<br />

me trajo a la mente la llamada de las campanas que la modernidad había<br />

arrinconado y, prueba de que la cadena no se rompe, igualmente podríamos<br />

considerar como algo comple mentario a las campanas la tarea matutina<br />

de las personas que, a cambio de algunos céntimos, iban despertando<br />

a los vecinos de portal en portal.

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