He Vivido

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09.05.2013 Views

El tren nos traía a la Banda de Música militar de Vitoria por sanjuanes, con el director-capitán Genaro Rey a la cabeza. Un músico con dones especiales que consiguió la dirección de la Banda de Alabarderos de Madrid... pero que, debido a un problema físico, tuvo que renunciar al cargo obtenido por meritos propios. El concierto dirigido por Genaro Rey era uno de los platos fuertes de la festividad patronal. Mas no parece que San Juan se portara tan bien con él, pues no creo que nuestro patrón realizara ningún tipo de intermediación para que Don Genaro ocupara la dirección en Madrid, si bien tanto el susodicho como su banda interpretaban todos los años el conmovedor himno Ez dau inun... con gran emoción. En tren nos desplazábamos a las fiestas de los pueblos de alrededor, aunque podía resultar peligroso, pues el gallo del lugar no gusta de la competencia externa a su territorio. A menudo sufrimos trampas nocturnas tendidas por bergareses y atxabaltarras que nos atacaban a pedradas. Pero eso no era inconveniente para que, un año sí y el siguiente también, acudiéramos a la estación elegantemente vestidos como extranjeros y nos desplazáramos hasta Bergara, Aretxabaleta, Oñati o Eskoriatza con la esperanza de conocer alguna chica. No eran pocos los que, en la estación, percatados de nuestras escapadas, nos dedicaban flores como “Sólo Dios sabe en busca de quién saldrán del pueblo... No tiene el aspecto de dar mucha leche...” En uno de aquellos viajes León Telón Mendizabal se cayó del tren. Apoyó su cuerpo contra el balcón de hierro de la plataforma del coche y aquél se soltó, con lo que León se precipitó a la vía. Se dio la alarma nada más llegar a la estación de Arrasate. Justo en el momento en que la locomotora partía hacia Bergara en busca de Telón, vieron en la curva a lo lejos al pobre hombre caminando por la vía, ¡trayendo el balcón a hombros! El tren hizo que olvidáramos los heroicos viajes en el autobús “Titanic”. A los niños mondragoneses de hoy en día seguro que no les resulta sorprendente que sus padres vayan a comer a Bilbao, San Sebastián o Madrid. En nuestra época eso era impensable y el nombre que más fascinación causaba entre los niños era el de Deba. El Ayuntamiento organizaba excursiones para los niños elegidos por el médico, y los metían a todos en el “Titanic” para pasar siete días en aquella localidad costera. La tarde del regreso, se veía un gran gentío en Legargain esperando asomara el autobús, para acompañarlo 72

Cuántas veces he soñado con aterrizar algún día en los alrededores de Uribarri, y llegar hasta el casrío Uribe y preguntar por Margarita, quien, cuando yo era un chaval, nos traía cada día a casa la leche y aquel pan tan rico, que llamábamos pasallora. hasta el Portalón entre vítores y sonoros aplausos, como si de una marcha triunfal se tratara. En nuestra infancia Deba era el símbolo del bienestar y según un fraile que dirigía los ejercicios espirituales de los obreros de la Unión Cerrajera, en una de sus terroríficas homilías desde el púlpito de la parroquia, mejor habrían hecho los trabajadores en olvidar el lujo de los viajes a Deba en vez de convocar huelgas. El tren facilitó los desplazamientos, y tanto el “Titanic” como los coches de caballos fueron desapareciendo poco a poco. Con todo, yo he podido disponer, alguna que otra vez, de medios de transporte más sofisticados, como el día que, junto con mi amigo Luis Arrieta, realizamos una excursión de ensueño subidos a una alfombra mágica que nos regalaron en Bagdad. Gracias a la máquina del tiempo, retornamos al hermoso Mondragón de 1915 bajo el aspecto de unos chiquillos. Tomando Udalaitz como punto de referencia, sobrevolamos Santutxu, en Uribarri, y la carretera de Santa Águeda, antes de tomar tierra en las plantaciones de nabos del caserío Uribe. Quise abrazar a la señora de la casa, Margarita, pero Luis no me dejó, pues según él, nos encontrábamos a las puertas de numerosos descubrimientos. En opi- 73

Cuántas veces he soñado con aterrizar algún día en los alrededores de Uribarri, y llegar<br />

hasta el casrío Uribe y preguntar por Margarita, quien, cuando yo era un chaval, nos<br />

traía cada día a casa la leche y aquel pan tan rico, que llamábamos pasallora.<br />

hasta el Portalón entre vítores y sonoros aplausos, como si de una marcha<br />

triunfal se tratara. En nuestra infancia Deba era el símbolo del bienestar y<br />

según un fraile que dirigía los ejercicios espirituales de los obreros de la<br />

Unión Cerrajera, en una de sus terroríficas homilías desde el púlpito de la parroquia,<br />

mejor habrían hecho los trabajadores en olvidar el lujo de los viajes<br />

a Deba en vez de convocar huelgas.<br />

El tren facilitó los desplazamientos, y tanto el “Titanic” como los coches<br />

de caballos fueron desapareciendo poco a poco. Con todo, yo he podido disponer,<br />

alguna que otra vez, de medios de transporte más sofisticados, como<br />

el día que, junto con mi amigo Luis Arrieta, realizamos una excursión de<br />

ensueño subidos a una alfombra mágica que nos regalaron en Bagdad. Gracias<br />

a la máquina del tiempo, retornamos al hermoso Mondragón de 1915<br />

bajo el aspecto de unos chiquillos. Tomando Udalaitz como punto de referencia,<br />

sobrevolamos Santutxu, en Uribarri, y la carretera de Santa Águeda,<br />

antes de tomar tierra en las plantaciones de nabos del caserío Uribe. Quise<br />

abrazar a la señora de la casa, Margarita, pero Luis no me dejó, pues según<br />

él, nos encontrábamos a las puertas de numerosos descubrimientos. En opi-<br />

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