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se plantó frente a su marido y, sujetándolo del brazo con el propósito de interrumpir<br />
aquel extraño ir y venir, le dijo: Pero Eugenio, ¿qué te pasa? El enfado<br />
del sacristán fue en aumento debido a la actitud de su esposa, mientras<br />
D. Lorenzo, en una esquina, no podía aguantar la risa. Eugenio no podía perder<br />
las cinco pesetas de la apuesta... pero su mujer no le dejaba ni respirar.<br />
Al final el pobre Krisis explotó: “¡Mierda...! ¡Has hecho que pierda cinco pesetas...!<br />
¡Fuera de mi vista... he perdido por tu culpa, sí, por tu culpa!” Al ver<br />
el jaleo que se montó, el cura perdonó la deuda al pobre Eugenio.<br />
Pero un poco más arriba he hablado sobre Garbiñe, y recuerdo que muchos<br />
años más tarde, un mediodía que me dirigía a casa con un compañero<br />
de trabajo, que también era grabador, le hice parar frente a la tienda de Víctor<br />
Arriaran y proyecté las excelencias de la ex-actriz teatral en la que podía<br />
ser la mitificación de Garbiñe. Mi compañero me miró asombrado, con la<br />
misma rara sensación con la que se mira a un loco. La marea humana que<br />
nos seguía nos empujó calle arriba y aquel poeta frustrado en que me había<br />
convertido por un momento se prometió a sí mismo que en las venideras<br />
fiestas de Santo Tomás bailaría con alguien del estilo de aquel ángel. Como<br />
decía mi padre, para perder una cosa no hay nada mejor que tener demasiado<br />
interés por ella. Y eso mismo fue lo que me sucedió a mí, pues aquella<br />
en quien personifiqué el ideal de Garbiñe no demostró ningún interés por<br />
mí, y aunque lo intenté durante años, nunca conseguí arrancarle ni el más<br />
mínimo signo amable. Era como si Mondragón me estuviera vedado a toda<br />
aventura amorosa.<br />
Diez años más tarde conocí en Toulouse a una chica que tenía un aire a<br />
Garbiñe. Viendo que la fortuna arremetía con fuerza en mi corazón, no quise<br />
dejar pasar la oportunidad y le pedí que fuera mi esposa. Desde entonces vivimos<br />
juntos y felices, en la medida en que uno puede ser feliz habiendo sido<br />
un trabajador durante toda su vida. En Toulose, sin embargo, no hubo ceremonia<br />
del carro para los recién casados, como solía producirse en nuestros<br />
caseríos. En la zona de Mondragón, fui varias veces testigo de dicho acto: un<br />
carro que va camino de la casa del nuevo matrimonio, anunciando su paso<br />
con el ruido seco y chirriante de los ejes, llevando, entre otras cosas, grandes<br />
armarios de castaño para la habitación, espejos, sillas, escaños hermosos<br />
y calderas de cobre para la cocina. El chirrido del carro siempre<br />
provocaba la envidia de alguna chica vieja. ¡Asombroso! ¡En las nalgas del<br />
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