He Vivido

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09.05.2013 Views

¿Hay algo más entrañable para un mondragonés qie la visión de su magnífico ayuntamiento? Desde Montevideo no dejo de contemplarlo, en mi recuerdo. 60 ron demasiado para mi espíritu infantil. Y me pareció haber vivido la sensación de la felicidad personificada. Quizás algo similar a lo que sintió Sancho Panza cuando dijo a Don Quijote que allá donde esté la música no habrá lugar ni para la tristeza ni para la desgracia. Ya que he mencionado al sacristán Eugenio Krisis Elorza, no he olvidado que cierto día, estando Eugenio con el cura Don Lorenzo en la sacristía, éste le hizo la siguiente apuesta al sacristán con fama de charlatán: ¡A ver si era capaz de estar quince minutos sin decir nada a nadie! Apostaron un duro. La única condición era que Krisis debía caminar sin parar de un lado a otro de la sacristía, repitiendo esta frase: “Hemendik hara eta handik hona” (De allá a acá y de acá a allá). El sacristán inició la prueba y el cura se fue en busca de Krisisesia para anunciarle que a su marido le había pasado algo y se encontraba en la sacristía murmurando cosas incomprensibles y caminando de un lado a otro; dicho lo cual, suplicó a Krisisesia que fuera a la sacristía cuanto antes. La mujer acudió y nada más verlo

se plantó frente a su marido y, sujetándolo del brazo con el propósito de interrumpir aquel extraño ir y venir, le dijo: Pero Eugenio, ¿qué te pasa? El enfado del sacristán fue en aumento debido a la actitud de su esposa, mientras D. Lorenzo, en una esquina, no podía aguantar la risa. Eugenio no podía perder las cinco pesetas de la apuesta... pero su mujer no le dejaba ni respirar. Al final el pobre Krisis explotó: “¡Mierda...! ¡Has hecho que pierda cinco pesetas...! ¡Fuera de mi vista... he perdido por tu culpa, sí, por tu culpa!” Al ver el jaleo que se montó, el cura perdonó la deuda al pobre Eugenio. Pero un poco más arriba he hablado sobre Garbiñe, y recuerdo que muchos años más tarde, un mediodía que me dirigía a casa con un compañero de trabajo, que también era grabador, le hice parar frente a la tienda de Víctor Arriaran y proyecté las excelencias de la ex-actriz teatral en la que podía ser la mitificación de Garbiñe. Mi compañero me miró asombrado, con la misma rara sensación con la que se mira a un loco. La marea humana que nos seguía nos empujó calle arriba y aquel poeta frustrado en que me había convertido por un momento se prometió a sí mismo que en las venideras fiestas de Santo Tomás bailaría con alguien del estilo de aquel ángel. Como decía mi padre, para perder una cosa no hay nada mejor que tener demasiado interés por ella. Y eso mismo fue lo que me sucedió a mí, pues aquella en quien personifiqué el ideal de Garbiñe no demostró ningún interés por mí, y aunque lo intenté durante años, nunca conseguí arrancarle ni el más mínimo signo amable. Era como si Mondragón me estuviera vedado a toda aventura amorosa. Diez años más tarde conocí en Toulouse a una chica que tenía un aire a Garbiñe. Viendo que la fortuna arremetía con fuerza en mi corazón, no quise dejar pasar la oportunidad y le pedí que fuera mi esposa. Desde entonces vivimos juntos y felices, en la medida en que uno puede ser feliz habiendo sido un trabajador durante toda su vida. En Toulose, sin embargo, no hubo ceremonia del carro para los recién casados, como solía producirse en nuestros caseríos. En la zona de Mondragón, fui varias veces testigo de dicho acto: un carro que va camino de la casa del nuevo matrimonio, anunciando su paso con el ruido seco y chirriante de los ejes, llevando, entre otras cosas, grandes armarios de castaño para la habitación, espejos, sillas, escaños hermosos y calderas de cobre para la cocina. El chirrido del carro siempre provocaba la envidia de alguna chica vieja. ¡Asombroso! ¡En las nalgas del 61

¿Hay algo más entrañable para un mondragonés<br />

qie la visión de su magnífico ayuntamiento? Desde<br />

Montevideo no dejo de contemplarlo, en mi recuerdo.<br />

60<br />

ron demasiado para mi espíritu<br />

infantil. Y me pareció<br />

haber vivido la<br />

sensación de la felicidad<br />

personificada. Quizás algo<br />

similar a lo que sintió Sancho<br />

Panza cuando dijo a<br />

Don Quijote que allá donde<br />

esté la música no habrá<br />

lugar ni para la tristeza ni<br />

para la desgracia.<br />

Ya que he mencionado al<br />

sacristán Eugenio Krisis<br />

Elorza, no he olvidado que<br />

cierto día, estando Eugenio<br />

con el cura Don Lorenzo en<br />

la sacristía, éste le hizo la siguiente<br />

apuesta al sacristán<br />

con fama de charlatán: ¡A<br />

ver si era capaz de estar<br />

quince minutos sin decir<br />

nada a nadie! Apostaron un<br />

duro. La única condición<br />

era que Krisis debía caminar<br />

sin parar de un lado a<br />

otro de la sacristía, repitiendo<br />

esta frase: “<strong>He</strong>mendik<br />

hara eta handik hona”<br />

(De allá a acá y de acá a<br />

allá). El sacristán inició la<br />

prueba y el cura se fue en<br />

busca de Krisisesia para<br />

anunciarle que a su marido<br />

le había pasado algo y se encontraba en la sacristía murmurando cosas incomprensibles<br />

y caminando de un lado a otro; dicho lo cual, suplicó a Krisisesia<br />

que fuera a la sacristía cuanto antes. La mujer acudió y nada más verlo

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