He Vivido

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09.05.2013 Views

taba mucho el traje que llevaba puesto, con cuello firme y almidonado, bolas doradas en las mangas y sosteniendo un libro con tapas hechas de piel de algún animal digno de lástima. Me hizo una foto. De pequeño pasé momentos muy duros debido a mi dolor de muelas crónico. Todos los viernes venía a Mondragón desde Bergara el famoso dentista Peña y a menudo me enviaban a su consulta. No obstante, mis muelas no entendían de calendarios y una tarde que tenía dolores horribles mi madre me mandó a dar un paseo con una prima mía. Tras caminar por la fuente de agua ferruginosa de Santamaña llegamos hasta la iglesia de Uribarri y cuando nos dirigíamos a visitar a la Virgen de Santutxu nos encontramos con un mocoso con aspecto de ser de caserío que, utilizando una vara larga, se hacía con las perras chicas que la gente había arrojado frente al altar, sin que nadie le reprendiera por ello. La propia Virgen no se inmutó: ni una sonrisa, ni una mueca de enfado. Más tarde, en casa, y con el dolor de muelas ya olvidado, me pregunté cómo era posible que la Virgen tuviera que pasar día y noche tras la red metálica de Santutxu, a cambio de unas monedas que por lo visto le importaban bien poco. Es más, ¿para qué desearía el dinero si en el cielo podía comerse todos los pasteles que quisiera sin pagar nada? En la escuela estábamos sujetos a una disciplina tremenda y ni siquiera podíamos esperar que nuestros padres nos ayudaran, pues ellos mismos habían sido educados bajo métodos aún más terribles. Yo tuve un poco de suerte, ya que, tal y como ocurre con los reclutas de cuota, todas las mañanas, hacia las diez, el maestro Don Máximo de Nicolás me enviaba a comprar el diario “La Gaceta del Norte”. Aunque el pueblo no era muy grande, a veces “oía” bastante tarde las voces del vendedor, y esa sordera mía me permitía vagabundear tranquilo, sobre todo cuando hacía buen tiempo. Así me enteré de que a mi maestro, que vivía en la pensión “Las Columnas”, se le disparó la pistola que escondía bajo la almohada y eso le causó una grave herida en la pierna. Cuando dicho maestro se fue, Lucio Portillo se incorporó como guía del centro escolar. De la Escuela Vieja pasamos a la de Txorta, la escuela dirigida por Elías Txorta Aspiazu, pero para cuando yo ingresé el nuevo responsable era Francisco Urrutia. No parece que hice ningún progreso notable, pues mi padre habló con D. Félix Arano, de la Escuela Viteri, para que me admitiera en su 46

En los jardines de Viteri, a los que acudíamos en los ratos de recreo en la escuela, se erigió en 1911 el monumento en honor al filántropo mondragonés. Pero el gran maestro por aquel entonces en nuestra villa era D. Felix Arano, alavés de Salvatierra, que dejo huella en nosotros por sus adelantados métodos docentes 47 centro. Don Félix era, sin duda, el profesor más célebre. Nos hacía leer el Quijote de Cervantes, así como las fábulas de Samaniego e Iriarte. Y él se sentaba entre nosotros, como si fuera uno más, al objeto de que todos juntos reflexionáramos sobre las moralejas de aquellas historias. “La zorra y las uvas”, “El burro y el tesoro”, “Los animales con peste”... De todas ellas extraíamos algo positivo, como cuando acusaron al pobre burro de haber extendido la peste, sin haber realizado el interrogatorio indispensable y decisivo al león y la pantera. “¿Vosotros creéis que a los poderosos se les acusa de algo?” preguntaba el agudo Don Félix. Supongo que, a fin de evitar disgustos, éste actuaría con prudencia a la hora de utilizar tales métodos de enseñanza, pues los ojos de numerosos vecinos estaban puestos en el maestro liberal, esperando a que algún día diera un patinazo. Tampoco mi padre estaba muy de acuerdo con la metodología de Arano, ya que

En los jardines de Viteri, a los que acudíamos en los<br />

ratos de recreo en la escuela, se erigió en 1911 el monumento<br />

en honor al filántropo mondragonés. Pero el<br />

gran maestro por aquel entonces en nuestra villa era<br />

D. Felix Arano, alavés de Salvatierra, que dejo huella<br />

en nosotros por sus adelantados métodos docentes<br />

47<br />

centro. Don Félix era,<br />

sin duda, el profesor<br />

más célebre. Nos hacía<br />

leer el Quijote de Cervantes,<br />

así como las fábulas<br />

de Samaniego e<br />

Iriarte. Y él se sentaba<br />

entre nosotros, como si<br />

fuera uno más, al objeto<br />

de que todos juntos<br />

reflexionáramos<br />

sobre las moralejas de<br />

aquellas historias. “La<br />

zorra y las uvas”, “El<br />

burro y el tesoro”,<br />

“Los animales con<br />

peste”... De todas ellas<br />

extraíamos algo positivo,<br />

como cuando<br />

acusaron al pobre<br />

burro de haber extendido<br />

la peste, sin haber<br />

realizado el interrogatorio<br />

indispensable y<br />

decisivo al león y la<br />

pantera. “¿Vosotros<br />

creéis que a los poderosos<br />

se les acusa de<br />

algo?” preguntaba el<br />

agudo Don Félix. Supongo<br />

que, a fin de<br />

evitar disgustos, éste<br />

actuaría con prudencia<br />

a la hora de utilizar<br />

tales métodos de enseñanza, pues los ojos de numerosos vecinos estaban puestos<br />

en el maestro liberal, esperando a que algún día diera un patinazo. Tampoco<br />

mi padre estaba muy de acuerdo con la metodología de Arano, ya que

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