He Vivido

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09.05.2013 Views

visita me desplacé en el burro del caserío Uribe, y durante la consulta hice todas las fuerzas que pude para endurecer el vientre y así engañar al médico. ¡Quería más jarabe! Aun cuando no cayó en la trampa, el médico me dio otro par de tragos de aquel dulce milagroso. La mujer del doctor Urbina, María Urbinesie Agirre, suele encargarse de organizar grupos de niños para actividades eclesiales, junto con Asunción Txanbosie Basabe. A mí me han metido en uno de esos grupos, parece que para que haga la primera comunión, y el primer día me dieron un librillo en euskera para leerlo en una ceremonia religiosa. Se conoce que lo hice muy mal, pues enseguida pusieron a otro compañero en mi lugar. Lo que más nos gusta a los niños del grupo es saltar sobre los aromáticos montones de hierba que quedan apilados al terminar la procesión del Corpus Christi. Como comentaba, hoy por la tarde volveré a la escuela de monjas de los kalistros, tras unos días de permiso. Allí estarán esperándome Sor Delfina y Sor María Luisa, naturales de Mondragón y Navarra, respectivamente. Y junto a ellas, todos mis compañeros de clase, niñas y niños. Con frecuencia me he preguntado para qué valen las niñas, si no es para pegar gritos en sus juegos – como si les hubieran metido una brocheta– o para gesticular con aires de grandeza en sus ostentosas conversaciones. Sin embargo, de vez en cuando me dejan totalmente sorprendido con los bordados que realizan. Yo no sería capaz. Si he de confesar la verdad, las monjas deben de tener una gran vocación para aguantar, sin que les duela la cabeza, una actividad tan inquieta como la nuestra durante todo el día. Vocación y disciplina, si no, no puedo comprender cómo nos educan en el respeto mutuo, mientras nuestras madres tienen la oportunidad de hacer las labores domésticas. Sor Delfina se muestra más ducha que la navarra en el manejo de la vara de avellano. Hace poco, una mañana en que acababa de comenzar el recreo, nos disponíamos mis compañeros y yo a subir al retrete cuando, al superar los dos escalones que allí había, resbalé y pisé en blando. Mis amigos me rescataron de aquella especie de arenas movedizas y partí hacia casa con un oloroso regalo para mi madre. A pesar de llevar aquella pinta tan sucia, por un momento viví la sensación de ser un héroe al que se aclama y admira por alguna acción, ya que todos lo ojos –por vez primera desde que acudía a las escuela– 22

se volvieron hacia mí, aunque nadie se atrevió a abrazarme. Sospecho que mi madre, que estaba en el balcón, esperaba la buena nueva, pues bajó rápidamente a ocuparse de mí y me aupó como si fuera una zanahoria hasta la fuente de la Plaza de Abastos. Después de los primeros auxilios, me llevó raudamente a casa, con los pantalones y las alpargatas en la mano. El otro día, aparecieron en el pueblo dos monjas con medio hábito de color azul. Me indicaron que se trataba de moja lapurrak (monjas ladronas), aunque no sé muy bien qué querrá decir eso, quizás sean palabras en clave. Algo así como la manera de hablar del cura Don Pedro dirigiéndose a Inés la amallavesa: “Escucha, Inés, tienes que preparar la perdiz... per omnia secula seculorum”. Eso fue lo que le oí, al pasar delante de ellos. E Inés se dirigió velozmente a casa, como si hubiera escuchado la voz del cielo. A pesar de que sólo tengo seis años, pues nací el 19 de Enero de 1908 a las cinco y media de la mañana, esta escuela es la segunda a la que acudo en mi trayectoria personal. Hasta cumplir los cuatro años me enviaron a la de la Calle del Medio, de la que se encargaba la madre de mi gran amigo Félix Likiniano. La escuela se encuentra frente al Casino Viteri y no puedo decir que aprendiera mucho allí. Ahora bien, Félix, Sabino Lasaga, Andrés Bidaburu y yo solíamos pasar largo tiempo jugando, como ahora, que en cuanto podemos nos reunimos y nos vamos por ahí juntos. El que sí ha demostrado que nos quiere de verdad es el cura Don José Joaquín Arin. Nos pone su mano gruesa y cálida sobre la cabeza cada vez que nos topamos con él en la calle y le saludamos con un “Ave María Purísima”. Con la esperanza de recibir ese gesto suyo tan amable, solemos permanecer vigilantes a la espera de que salga de la parroquia para dirigirse a la iglesia de San Francisco. No obstante, si alguna vez cometemos pecado entre todos y tememos que alguien vaya a contárselo a Don José Joaquín, le decimos “Picutero Barrabás, en el infierno pagarás” y así nos aseguramos que todo quedará en secreto. La enigmática torre de San Francisco, con el gigante Udalaitz al fondo, anuncia, tras los agradables meses del verano, la llegada del apestoso otoño, incluida la semana para rezar el rosario. Lo he hecho una vez. Las carcajadas de las mocosas que acuden a la puerta de la iglesia a saltar a la cuerda me provocan pensamientos contrarios a la doctrina cristiana y me pregunto una y otra vez para qué crearía Dios a las niñas. Un domingo, íbamos An- 23

visita me desplacé en el burro del caserío Uribe, y durante la consulta hice<br />

todas las fuerzas que pude para endurecer el vientre y así engañar al médico.<br />

¡Quería más jarabe! Aun cuando no cayó en la trampa, el médico me dio otro<br />

par de tragos de aquel dulce milagroso.<br />

La mujer del doctor Urbina, María Urbinesie Agirre, suele encargarse de<br />

organizar grupos de niños para actividades eclesiales, junto con Asunción<br />

Txanbosie Basabe. A mí me han metido en uno de esos grupos, parece que<br />

para que haga la primera comunión, y el primer día me dieron un librillo en<br />

euskera para leerlo en una ceremonia religiosa. Se conoce que lo hice muy<br />

mal, pues enseguida pusieron a otro compañero en mi lugar. Lo que más<br />

nos gusta a los niños del grupo es saltar sobre los aromáticos montones de<br />

hierba que quedan apilados al terminar la procesión del Corpus Christi.<br />

Como comentaba, hoy por la tarde volveré a la escuela de monjas de los kalistros,<br />

tras unos días de permiso. Allí estarán esperándome Sor Delfina y Sor<br />

María Luisa, naturales de Mondragón y Navarra, respectivamente. Y junto a<br />

ellas, todos mis compañeros de clase, niñas y niños. Con frecuencia me he preguntado<br />

para qué valen las niñas, si no es para pegar gritos en sus juegos –<br />

como si les hubieran metido una brocheta– o para gesticular con aires de<br />

grandeza en sus ostentosas conversaciones. Sin embargo, de vez en cuando me<br />

dejan totalmente sorprendido con los bordados que realizan. Yo no sería capaz.<br />

Si he de confesar la verdad, las monjas deben de tener una gran vocación<br />

para aguantar, sin que les duela la cabeza, una actividad tan inquieta como<br />

la nuestra durante todo el día. Vocación y disciplina, si no, no puedo comprender<br />

cómo nos educan en el respeto mutuo, mientras nuestras madres<br />

tienen la oportunidad de hacer las labores domésticas. Sor Delfina se muestra<br />

más ducha que la navarra en el manejo de la vara de avellano.<br />

Hace poco, una mañana en que acababa de comenzar el recreo, nos disponíamos<br />

mis compañeros y yo a subir al retrete cuando, al superar los dos<br />

escalones que allí había, resbalé y pisé en blando. Mis amigos me rescataron<br />

de aquella especie de arenas movedizas y partí hacia casa con un oloroso regalo<br />

para mi madre. A pesar de llevar aquella pinta tan sucia, por un momento<br />

viví la sensación de ser un héroe al que se aclama y admira por alguna<br />

acción, ya que todos lo ojos –por vez primera desde que acudía a las escuela–<br />

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