He Vivido
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sica y rebosantes de la emoción que nos producía el alegre repique de campanas. Años más tarde, en 1927, saludamos a Primo de Rivera. En aquella ocasión, el pueblo entero se reunió en Zaldibar mientras, desde el balcón de la Unión Cerrajera, las autoridades civiles y religiosas alababan la dócil subordinación de los ciudadanos trabajadores. Asimismo, en época de somatén, el Padre Basabe aplaudió desde el balcón del Ayuntamiento la Entronización de la Figura del Sagrado Corazón, al tiempo que nos pedía mantener a salvo la fe cristiana para que dicha figura nunca fuera sacada de allí. ¡Antes la muerte!, exclamaron muchos de los cientos de mondragoneses que estaban conmigo en la Plaza. Me invitaste a regresar al pueblo y te agradecí de corazón el detalle. Pero no me sentí capaz. ¿Me creerás si te digo que durante años mi único apoyo en la vida fue la esperanza de reunirme de nuevo con mi novia los domingos por la tarde? Así es, pues yo tenía mis sentimientos puestos en aquella chica que, al volver a Mondragón desde la cárcel de Ondarreta, me recibió con un incisivo y frío ¿A qué has venido? ¡Tonto de mí! ¡Ni en el frente de guerra ni en los duros años de Francia pude deshacerme del dulce sueño de la época en que paseaba con ella por la arboleda de la estación del tren! Y a esa hora de la tarde la tristeza se apoderaba de mí, pues cada vez veía más lejano que el sueño se pudiera convertir en realidad. Sin embargo, estuviera donde estuviera, imaginaba en el espacio la dirección a mi pueblo natal y, como si estuviera en soledad y rezando el Ángelus, me sumergía en mis reflexiones intentando calcular cuántas horas me harían falta para llegar a Mondragón a pie. En aquellas horas de impotencia nostálgica, un día, después de comer, me sorprendió un sueño en el que yo estaba muerto y la música fúnebre proveniente del kiosco de la plaza me hacía temblar. Traté de liberarme de la pesadilla y una vez hube despertado me dirigí raudo a mi cita mental de las tardes dominicales. Desde entonces, los muertos no me producen miedo sino compasión, ya que ningún partido político les ha podido ofrecer esperanza de amnistía. Pues mira por dónde, Josemari, incluso aquel recuerdo nostálgico es ya pasado. A menudo, aunque intento divisar el camino a Goikobalu o San Cristóbal, el ejercicio se vuelve baldío. ¡Mi cielo interior está tan nublado! Por eso, ahora que ya he cumplido los noventa y dos, me embarcaré en un viaje de vuelta onírico y recuperaré mis recuerdos, como si volviera con mis 114
padres y amigos, pese a que ni siquiera me quedan fuerzas para entonar el “Hor konpon...”. Luego ya veremos lo que pasa... pues el otro día leí a un cura que decía que el diablo no existe. Por otro lado... Pero... ¡Basta ya! Con todo, no me sorprendería saber que en el otro mundo existan conflictos entre españoles, vascos, norteamericanos o chinos. Pero será agradable encontrarse con un tamborilero como Nicolás Polico Pol. ¿Sabías que era de Aramaiona, como tú? Tocaba el tamboril magníficamente. Aparte de la música, supongo que podremos ir al cine; sin embargo, pienso que pasar la eternidad entre santones de barba larga y paso lento puede resultar bastante aburrido. Pero es casi seguro que los acordeonistas que tocaban en San Prudencio y Kale Barrixa no acudirán a la cita. Entretanto, mientras no dé el salto eterno al otro lado de la línea, seguiré aquí, a pesar de que no volveré a ver la brillante imagen de Lázaro Churrero Mancebo en la cuesta de Gazteluondo, ni podré saborear los helados de Teodoro Larrañaga en Erdiko Kale, ni las tartas de Biskai ni las enormes serpientes de mazapán de Lorenza. Hablando en términos doctrinales, estos personajes iluminaban más que el propio sol en aquel Mondragón pequeño y encantador. Fue una época que no volverá, una infancia golosa sin muchos medios pero con una pasión total por la vida, en la que, los domingos por la tarde, a falta de una cometa para despertar la curiosidad de nuestros amigos del cielo, satisfacíamos esa necesidad mediante la amistad mutua. Cambiando de tema, te informo de que recibí el libro sobre las costumbres medicinales de nuestros antepasados, para que no pienses que se perdió en el vasto océano. ¿Te he comentado alguna vez que en 1950 nos costó veintiún días llegar desde Génova hasta aquí en barco? El libro tardó cinco días desde Mondragón a Montevideo. O “De Mon a Mon”, como dice la expresión que solemos utilizar bromeando en nuestras cartas. Sobre todo me ha gustado el capítulo dedicado al velatorio mortuorio, pues me ha recordado la costumbre que conocí en el pueblo, con las mujeres respondiendo a las letanías –¿A qué se debe tanto ora pro nobis... acaso Dios está sordo?– mientras los hombres jugaban a cartas en la cocina. El libro me ha hecho recordar a los médicos de mis tiempos, entre otros a Labajos, que supuestamente estaba medio loco. Loco o no, en opinión de todo el mundo era el médico más hábil de todos los que había en el pueblo. Un día le llamaron de un caserío 115
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Años más tarde, en 1927, saludamos a Primo de Rivera. En aquella<br />
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el Padre Basabe aplaudió desde el balcón del Ayuntamiento la Entronización<br />
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la fe cristiana para que dicha figura nunca fuera sacada de allí. ¡Antes la<br />
muerte!, exclamaron muchos de los cientos de mondragoneses que estaban<br />
conmigo en la Plaza.<br />
Me invitaste a regresar al pueblo y te agradecí de corazón el detalle. Pero<br />
no me sentí capaz. ¿Me creerás si te digo que durante años mi único apoyo<br />
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chica que, al volver a Mondragón desde la cárcel de Ondarreta, me recibió<br />
con un incisivo y frío ¿A qué has venido? ¡Tonto de mí! ¡Ni en el frente de<br />
guerra ni en los duros años de Francia pude deshacerme del dulce sueño de<br />
la época en que paseaba con ella por la arboleda de la estación del tren! Y<br />
a esa hora de la tarde la tristeza se apoderaba de mí, pues cada vez veía más<br />
lejano que el sueño se pudiera convertir en realidad. Sin embargo, estuviera<br />
donde estuviera, imaginaba en el espacio la dirección a mi pueblo natal y,<br />
como si estuviera en soledad y rezando el Ángelus, me sumergía en mis reflexiones<br />
intentando calcular cuántas horas me harían falta para llegar a<br />
Mondragón a pie. En aquellas horas de impotencia nostálgica, un día, después<br />
de comer, me sorprendió un sueño en el que yo estaba muerto y la música<br />
fúnebre proveniente del kiosco de la plaza me hacía temblar. Traté de<br />
liberarme de la pesadilla y una vez hube despertado me dirigí raudo a mi<br />
cita mental de las tardes dominicales. Desde entonces, los muertos no me<br />
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Pues mira por dónde, Josemari, incluso aquel recuerdo nostálgico es ya<br />
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Cristóbal, el ejercicio se vuelve baldío. ¡Mi cielo interior está tan nublado!<br />
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