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He Vivido

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A José Antonio “Txatillo” Altuna,<br />

y a los que como él gozaron con la<br />

versión original en euskara de este libro.<br />

Jose Antonio “Txatillo” Altunari,<br />

eta bera bezala liburu honen euskarazko<br />

bertsio orijinalarekin gozatu zutenei.


<strong>He</strong> <strong>Vivido</strong><br />

Josemari Velez de Mendizabal<br />

2008


FichaTécnica<br />

VÉLEZ DE MENDIZABAL, Josemari<br />

ISBN 84-921707-7-8<br />

© Josemari Vélez de Mendizabal<br />

ARGAZKI ETA MARRAZKIAK:<br />

Jesus Trincado Baños, Begoña Garcia Trincado, Jose Mari Vélez de Mendizabal,<br />

Eusko Ikaskuntza, Arrasate Press, Giuzkoako Kutxa, Hondarribiko<br />

Udala.<br />

Euskaratik gaztelerara itzulpena: Diego Martiartu Zugasti<br />

Gertu Inprimategia - (Zubillaga - Oñati)


ARGITARALDI HONETARAKO<br />

HITZAURREA<br />

Liburu hau itzulpen baten itzulpena da. Jesús Trincado Baños arrasatearrarekin<br />

urte luzez izandako harremanaren fruitua izan zen “Bizi izan juat” titulatu<br />

nuena, 2000 urtean argitaratua. Jesúsekin pilatutako gutundegian –ale guztiak<br />

gazteleraz, euskarazko aipamen ugarirekin- oinarritu nuen bere biografia, euskaraz<br />

sortua. Jesusek ezagutu egin zuen liburua eta, zailtasunak zailtasun, baita<br />

irakurri ere.<br />

Begien bistako arrazoiak tarteko, liburu hark bere publiko mugatua izan zuen<br />

eta lagun batzuek pentsatu zuten gazteleraz ere argitaratu behar zela. Oraingo<br />

hau da, beraz, iritzi horren ekarpena. Eta horregatik nioen, gutunetan Jesusek<br />

egindako baieztapenei nik egindako interpretazioaren itzulpen batean eraiki dela<br />

irakurlearen eskuetan dagoen liburu berri hau, gazteleraz.<br />

Baina azpimarratu behar dut, poztasunez, bi itzulpenek Jesusen bizitza eta<br />

gogoa ederto mugatzen dituztela. Rosa Salvidek – Jesusen emaztea- jakinarazi<br />

dit bertsio hau irakurri duenean, Jesusek bere ondoan segitzen zuela iruditu<br />

zaiola. Eta horixe da eskergarriena.<br />

Jesús Trincado Baños 2006ko martxoaren 19an hil zen, Montevideon, 98 urterekin.<br />

JOSEMARI VELEZ DE MENDIZABAL<br />

2008ko azaroan


PROLOGO A ESTA EDICION<br />

Este libro es una traducción de otra traducción. En el año 2000 publiqué “Bizi<br />

izan juat”, fruto de una larga correspondencia en número de cartas y en el tiempo<br />

que sostenía con el mondragonés Jesús Trincado Baños. Basé mi biografía, escrita<br />

en euskara, en la citada colección de cartas, la práctica totalidad en español con<br />

anotaciones eusquéricas. Jesús conoció el libro y me consta que, aunque con dificultad,<br />

lo leyó.<br />

Por razones obvias, aquel libro tuvo un público reducido y hubo personas que<br />

pensaron que era interesante pensar en una edición en español. Y esta actual es<br />

el resultado de aquel parecer. Es por ello que digo que este libro que sostiene en<br />

sus manos el lector es una traducción al castellano de otra traducción a la lengua<br />

vasca, que yo había realizado sobre la interpretación de las ideas vertidas por<br />

Jesús en sus misivas.<br />

Pero debo subrayar, con alegría, que las dos traducciones reflejan fielmente la<br />

vida y el espíritu de Jesús. Su esposa, Rosa Salvide, me ha confirmado que sentía<br />

a su lado a Jesús mientras estaba leyendo la versión actual. Y esto es lo más<br />

gratificante.<br />

Jesus Trincado Baños falleció en Montevideo el 19 de marzo de 2006, a los 98 años.<br />

JOSEMARI VELEZ DE MENDIZABAL<br />

Noviembre del 2008


PRÓLOGO<br />

Noventa y tres años ha durado la preparación de este libro. Toda una vida,<br />

una vida larga, que Jesús Trincado Baños nos presenta en las siguientes páginas.<br />

Esa ha sido la razón y el eje de Bizi izan Juat – <strong>He</strong> vivido. Y, por mi<br />

parte, he querido recoger y mostrar al lector las vivencias de este mondragonés<br />

afincado en Montevideo y, de paso, tratar de dar una descripción del Mondragón<br />

familiar de los treinta primeros años del siglo XX. El personaje del<br />

libro es Jesús, de quien en su villa natal pocos son ya los que guardan algún<br />

recuerdo. Tomó el camino del exilio en 1936 y ya nunca más volvió.<br />

Mis contactos con Jesús Trincado comenzaron en 1975 y desde entonces<br />

nos une una gran amistad, alimentada sobre todo a través de una continua<br />

relación epistolar. Jesús lleva en el corazón su Mondragón natal y lo recuerda<br />

con la perspectiva que le ofrece la distancia geográfica. Las experiencias infantiles<br />

y juveniles quedaron grabadas en su memoria, donde también<br />

guarda con claridad los sucesos de Octubre de 1934 y la guerra civil. Es precisamente<br />

en 1936 cuando se produce el doloroso alejamiento entre nuestro<br />

personaje y su pueblo, al que no volverá nunca más, salvo para una brevísima<br />

estancia de tres días en 1981.<br />

Durante veinticinco años nos hemos intercambiado cientos de cartas.<br />

<strong>He</strong>mos hablado por teléfono con cierta frecuencia y nos hemos visto en dos<br />

ocasiones. La primera en Mondragón en 1981 y la última en Abril de este<br />

año 2000, en visita que le hice a su casa de Montevideo. Y si se me pidiera<br />

una definición de Jesús, con la seguridad que me da el trato largo y continuo<br />

con él, diría que es un hombre idealista, bueno y castizo, jatorra, que durante<br />

toda su vida ha procurado ser consecuente con su conciencia solidaria.<br />

13


A Jesús, como a todos los que aman la utopía, podríamos encuadrarlo en<br />

el grupo de los perdedores. Pero eso no ha hecho agotar la fuente del idealismo<br />

de nuestro amigo, lo que hubiera supuesto la muerte de su espíritu, y<br />

puedo afirmar que todavía hoy Jesús defiende sus postulados con la misma<br />

firmeza que lo hizo en su juventud, anteponiendo la solidaridad para con el<br />

prójimo a todo tipo de ortodoxia inflexible. Por otro lado, y para completar<br />

la definición, a Jesús le rezuma Mondragón por todo el cuerpo. Las cualidades<br />

innatas de mondragonés impregnan inconscientemente la vida diaria<br />

de Trincado.<br />

En este libro Jesús nos lleva por el Mondragón de los años 1908 a 1936.<br />

Y como si los recuerdos con que nos obsequia fueran poca cosa, se ha atrevido<br />

a dibujar imágenes que permanecen vivas en su memoria. A través de<br />

ellas ha vuelto a demostrar que la técnica pictórica que adquirió de niño en<br />

las Escuelas Viteri con el profesor Armengou le sigue proporcionando momentos<br />

gozosos, ochenta años más tarde.<br />

A través de estas líneas quiero agradecer públicamente a Jesús Trincado,<br />

porque –contestando a mis preguntas y peticiones durante más de un cuarto<br />

de siglo– me ha permitido preparar la historia que recogen estas páginas.<br />

Su historia, porque él es el verdadero protagonista, junto con la sociedad<br />

mondragonesa que nos presenta y que cada día nos es más difícil imaginar.<br />

A mí me ha tocado el honor de transcribir sus pensamientos.<br />

Y no quisiera terminar sin agradecer al Ayuntamiento de Mondragón, en<br />

nombre de Jesús y en el mío propio, la edición de este libro. Creemos que servirá<br />

para fijar los vacíos existentes en la historia doméstica de la villa. Si es<br />

así, habrá valido la pena.<br />

14


DESDE MI BALCÓN<br />

Muchas veces he llegado a pensar, sobre todo cuando mis voces interiores<br />

me transportan a un pasado que respeto sumamente, si no estaré cerrando<br />

el ciclo de mi pequeña historia, en una especie de huída del<br />

voraginoso presente, refugiándome en el regazo de viejos cantos vividos hace<br />

ya mucho tiempo; despierto en la cocina familiar y veo a mi madre arrodillada<br />

ante dos troncos en el fuego, con el fuelle en las manos, con la esperanza<br />

de hacer revivir unas llamas que parece se le resisten. Cuando incluso<br />

el más pequeño de los detalles del espectáculo va ocupando su lugar en mí,<br />

oigo cómo alguien llama desde el portal de nuestra casa de la calle Iturriotz.<br />

Se trata de Margarita, la lechera del caserío Uribe; hoy, además del habitual<br />

pan, también nos trae pan moreno recién hecho.<br />

De vez en cuando, nos llega un murmullo parlanchín desde la casa de enfrente,<br />

la de Mariano Adán de Yarza, señal del trasiego apresurado entre los<br />

sirvientes de dicha mansión. Se conoce que en la tienda les guardan las mejores<br />

verduras y frutas. También en la carnicería bajo nuestra casa, donde<br />

Benita, los mejores trozos son para los Yarza. No alcanzo a entender por qué<br />

mi madre no nos trae a casa comida tan sabrosa. Y nunca he comprendido<br />

por qué en nuestro hogar no contamos con un grifo de agua corriente, como<br />

en el de Dagoberto Resusta.<br />

–¡Ésos son ricos!<br />

–¿Y eso qué es? – le pregunto desde mi inocencia.<br />

–¡Aparta de aquí, cabeza de chorlito!<br />

15


Cada vez mi espíritu está más enojado, ya que mi madre –persona que<br />

todo sabe– se queda tan ancha sabiendo que esa familia –al igual que los Sola<br />

y los Barrena– nada en la abundancia, mientras en nuestra casa seguimos necesitados.<br />

–¿Y cuánto tiempo falta para que nosotros también seamos ricos?<br />

–Aberatsa, infernuko legatza. Pobria, zeruko loria (El rico, merluza infernal.<br />

El pobre, flor celestial) – masculla entre dientes.<br />

Como sucede con ciertas respuestas no convincentes –a los niños no se<br />

les debe hablar claro–, intuyo en mi madre la actitud de los desgraciados que<br />

se han resignado a ceder, y diría que mis padres agachan la cabeza ante los<br />

de Yarza. A pesar de todo, en casa disfrutamos de las ventajas de tener padre<br />

panadero, pues no estamos obligados, como en muchas otras y cada vez que<br />

se cobra la quincena, a liquidar la deuda contraída por los panes a la<br />

muesca 1 adquiridos durante los últimos quince días. No somos ricos, pero<br />

tampoco pobres de solemnidad.<br />

Como ya os he comentado, vivimos encima de la carnicería de Benita.<br />

Son muchos los clientes que acuden al establecimiento, pero el más curioso<br />

de todos ellos es el perro “Shol”. El dueño de “Shol” es Jaime Uriarte Viteri,<br />

portero del Casino y el perro asoma todos los días a la carnicería llevando un<br />

cesto en la boca, en el que porta la lista de compra y el dinero. Abriéndose<br />

paso entre los clientes que guardan cola, “Shol” coloca sus patas delanteras<br />

sobre el mostrador. Benita se hace con el cesto y coge la nota escrita y el dinero,<br />

y el animal, mientras se prepara el pedido, espera diligentemente a<br />

que le señalen cuándo partir hacia casa.<br />

Nuestro balcón da al Ferial. Ahora mismo apoyo mi frente contra el cristal<br />

mirando al exterior, y me asalta la duda de si volverá a hacer buen<br />

tiempo, después de varios días de incesante llovizna. Me encuentro en un<br />

observatorio excepcional. Precisamente aquí fue donde comprobé que los<br />

(1) Ogia koxkara (pan a la muesca). Aún a pesar de ser alimento diario se pagaba por<br />

quincenas. Para ello, por cada pan se hacía una muesca en una barra de madera. Al liquidar<br />

la deuda se marcaba con la navaja otra muesca por encima de las anteriores.<br />

16


mayores, incluida mi madre, son bastante mentirosos. Siendo más pequeño,<br />

estaba yo seguro de que mi tío Gabino vivía en el tejado del caserío Altamira.<br />

Por lo menos eso era lo que me decía mi madre, al señalarme aquella joroba<br />

que se apreciaba en el tejado. Decía que era su hermano. Pero un día vino<br />

el tío Gabino a casa y la joroba seguía allí, sin moverse un ápice. Por lo tanto,<br />

ahora ya sé que aquello que yo creía que era mi tío no era más que una chimenea<br />

que nunca estaba encendida.<br />

La corneta del barrendero Ángel Txaleko Madinabeitia acaba de sacarme<br />

de mis pensamientos. El aviso se puede oír desde Kurtze Txiki, Oxiña, San<br />

Josepe e incluso desde Bedoña. Este excelente hombretón camina con su carretilla<br />

Portalón abajo recogiendo, además de la porquería de la calle, los<br />

viejos enseres de las casas, aceptando propinas por los servicios prestados.<br />

El control del agua y las labores de bombero también corresponden a Ángel,<br />

que cumple su trabajo con diligencia. El año pasado perdió a su hermano estando<br />

éste trabajando en la cantera de Etxaluze. Preparaba la dinamita y<br />

Ángel “Txaleko” Madinabeitia era el barrendero municipal en mi infancia, allá por 1910. Además<br />

se encargaba del control del agua en los lavaderos públicos y ayudaba en labores de bombero.<br />

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cuando tenía listos unos tiros avisaba mediante el toque de corneta, como<br />

hace Txaleko. Pero aquella mañana, uno de los barrenos no explotó y el hermano<br />

de Ángel subió al lugar donde había colocado el cartucho, a analizar<br />

el problema. El dispositivo explotó con sólo tocarlo y alcanzó de lleno el<br />

pecho del pobre hombre. Los detalles del accidente se los relató a mi madre<br />

el propio Ángel estando yo presente, por eso sé cómo murió su hermano.<br />

Minga y Gabiña eran dos de los personajes populares que podíamos encontrar en las calles<br />

de Mondragón, a cualquier hora del día. Residentes en el Hospital, puede decirse que<br />

formaban parte del inventario del pueblo.<br />

Txaleko cuenta con un ayudante muy trabajador, Tomás Aldape, y mientras<br />

aquél carga el carro con los trastos de las casas, éste se dedica a limpiar<br />

poco a poco las calles con su escoba. Los lunes se dirigen a los alrededores<br />

de la Plaza de Abastos, donde, provistos de una manguera, limpian la suciedad<br />

acumulada durante la víspera.<br />

Hoy no los he visto, pero seguramente Julián Zeziaga habrá sacado ya los<br />

caballos para hacer su viaje diario de ida y vuelta a Bergara, con sus pasajeros.<br />

Guarda los animales en la cuadra situada frente a Olatxo y en cuanto les<br />

abren la puerta se dirigen directamente a beber al abrevadero existente entre<br />

la casa de Adán de Yarza y la Plaza. Encarna, la esposa de Julián, es gran<br />

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amiga de mi madre y tiene una tienda donde ésta suele comprar hilo de coser<br />

y botones. Un día, el año en que los Reyes Magos se olvidaron de mí, el Rey<br />

Baltasar remitió una carta a mi madre, comunicándole que podía comprarme<br />

un tambor de piel en la tienda de Encarna, y rogándole por favor le perdonara<br />

el lapsus. Fuimos allá y Encarna me entregó un tambor muy bonito.<br />

Comencé a golpearlo y para cuando salimos de la tienda había hecho trizas<br />

la piel del instrumento, dejándolo totalmente inservible. Encarna recomendó<br />

otro tambor a mi madre, no tan bonito, al parecer, pero más resistente, pues<br />

era de chapa. Me lo compró. Es de buen material y ahora lo utiliza mi madre<br />

para guardar la arena que usa cuando frota las escaleras de casa.<br />

Aquel día, una vez hube salido de la tienda con mi nuevo juguete de<br />

chapa, el hijo de Julián Errebaleko kojua Urriategi se burló de mí. Enfurecido,<br />

cogí del suelo una castaña pilonga y se la lancé con todas mis fuerzas,<br />

pero erré y la castaña impactó en el cristal de la farmacia de Jesús Segura...<br />

provocando el segundo destrozo de la mañana. Huí por Zerka Osteta, más<br />

veloz que la propia castaña.<br />

Los muchachotes de Zigarrola se dirigen a la escuela con sus rígidos paraguas,<br />

llevando bajo el brazo panes de cuatro libras, esos que se venden a<br />

12 perras gordas. Enfrente, como todos los días, me encuentro con Evaristo<br />

Minga Arana sentado en el mojón del Portal de Abajo 2 . Es un hombre andrajoso<br />

y vagabundo que vive en el hospital del pueblo y consume jarras de<br />

vino una tras otra para acortar la prolongada monotonía de los días. No obstante,<br />

en el pueblo se comenta que su compañero de hospital Periko Gabiña<br />

le supera en tal quehacer. Salvo Minga y los vendedores de periódicos, no hay<br />

ningún adulto en la calle, pues la mayoría están trabajando en la fábrica. Los<br />

tenderos y las lecheras aparecerán un poco más tarde.<br />

Periko Gabiña es muy famoso debido a sus ocurrencias. En todo el pueblo<br />

se comentó lo acontecido hace unos días. Don Toribio Agirre venía de<br />

Altos Hornos de Bergara en su elegante “Hispano Suiza” cuando se encontró<br />

con Periko en San Prudencio. Don Toribio preguntó al chófer Félix <strong>He</strong>riz:<br />

(2) La denominación de Portalón es muy reciente. Algunos colocan su uso generalizado tras la llegada<br />

de los frailes de San Viator, a principios de la cuarta década del siglo pasado.<br />

19


–Ése que viene por ahí, ¿no es Periko Gabiña?<br />

–Sí señor...<br />

–¡Para! Ese desgraciado se ha perdido...<br />

Detuvieron el coche, y tras bajar la ventanilla el director de Unión Cerrajera<br />

le dijo:<br />

–Periko, ¿A dónde vas?<br />

–¡A Belén!<br />

–Por favor ¡sube!<br />

Que sí, que no, tras un rato de discusión D. Toribio pudo convencer a Periko,<br />

pero con una condición: una vez llegaran al pueblo, Periko bajaría<br />

frente al bar “Monte”, para envidia de todos los que allí se encontraran. Periko<br />

es un fuera de serie, ¡claro que sí!<br />

Como ya he comentado anteriormente, acostumbro a observar los coches<br />

de caballos que parten frente a la tienda de Julián Zeziaga y no pocas veces<br />

he temido que el cochero no pudiera mantener el equilibrio de su medio de<br />

transporte, sobre todo en los casos en que llevaba más gente encima que<br />

dentro. Cuando el coche empieza a centrarse en medio de la calle mi corazón<br />

acelera. Son coches de tres y cinco caballos, que realizan el servicio de<br />

correo y también transportan a invitados de las bodas. Los días festivos importantes,<br />

además del de Julián se utiliza también el carromato de Luciano<br />

Margallo Mercader. El de éste suele volver con una col atada de manera aparente<br />

en la parte delantera, en el lugar donde normalmente se lleva un farol<br />

de una única luz. El cochero se sienta en la parte delantera de la carroza, con<br />

una palanca a su derecha, para poder activar si fuera necesario el freno de<br />

hierro de la rueda posterior.<br />

¿Pero qué hago yo a estas horas sin ir a la escuela? Pues resulta que he estado<br />

medio enfermo y el médico Félix Ortiz de Urbina me indicó que debía permanecer<br />

unos días en cama. Pero de hoy no pasa. Apercibida de que el aspecto<br />

de mi cara ha mejorado, mi madre me ha invitado a acompañarla a por agua a<br />

la fuente de La Concepción. Colocará encima de su cabeza la herrada, recipiente<br />

cónico con asideros de bronce, cubierto con una lámina de madera circular para<br />

que el agua no escape. En cada mano llevará un caldero. Por la mañana ayudaré<br />

a mi madre y por la tarde a la escuela, tal será mi plan para hoy.<br />

20


Antes he mencionado al doctor Urbina y no puedo borrar de mi mente el<br />

primer día en que lo vi en mi casa. Es el médico que suele visitar los caseríos,<br />

siempre acompañado de su noble, brillante y excelente caballo. Recuerdo<br />

como si fuera hoy que mi madre me envió a Zaldibar, a casa de<br />

Purificación Chapasesie Azkoaga, y ésta, por su parte, adonde mi abuela, en<br />

busca de una extraña clase de pimentón. La abuela se tomó con total tranquilidad<br />

el pedido y para cuando llegué a casa –no recuerdo si llevaba el pimentón<br />

o no– me pareció que el doctor Urbina cerraba un trato comercial<br />

por cinco pesetas con mi padre. La Chapasesa estaba en la habitación de mis<br />

padres, sonriendo, y sobre la cama al lado de mi madre, mi nueva hermana,<br />

a la que a partir de aquel día llamaríamos Amparo.<br />

Pero comencé a estrechar mi relación con el doctor Urbina cuando me<br />

mandó acudir a María, del caserío Errotatxo, a tomar baños de agua sulfurosa.<br />

Antes de partir hacia allá, mi madre y yo visitábamos a Periko Arrasate<br />

Mendizábal para que me pesara en una báscula para sacos de harina.<br />

Desde la panadería hacia Gesalibar, pasábamos por el caserío de Ignacio Turrubilon<br />

Eguren. El primer día me encapriché del perro del citado caserío.<br />

Mi madre me prometió que si me portaba bien, a la vuelta el perro sería mío.<br />

Se conoce que no fui lo bastante formal, pues me quedé sin perro. Días más<br />

tarde quise llevarme un ternero a casa, pero en vano. Ni perro ni ternero.<br />

Errotatxo está situado tras la compuerta del cauce del molino, y es allí<br />

donde María, alzándome en brazos como si fuera un perrito, me introduce<br />

en un baño de agua bien caliente. Siempre sonriente, he pensado con frecuencia<br />

que me quiere tanto como mi madre. Y es una idea que me atrae,<br />

ya que María tiene cerdos, patos, un montón de gallinas y un perro con los<br />

que juego después de salir del baño. A pesar de que en la escuela les llamamos<br />

maskelu (torpes), a mí los muchachos de los caseríos me dan envidia.<br />

Visten pantalones hasta media pierna, totalmente arrugada la parte posterior<br />

de la rodilla y unos parches tremendos en las nalgas; pero la mayoría de<br />

ellos se queda en casa sin bajar a la escuela, y además tienen cerezas, y grillos.<br />

Y comen todo el maíz que quieren.<br />

Percatado de que el agua sulfurosa no me curaba del todo, mi padre alquiló<br />

el coche de caballos de Celestino Katutxua Uriarte y me llevaron al médico<br />

de Elgeta. Me dio a beber un jarabe. ¡Estaba buenísimo! En la siguiente<br />

21


visita me desplacé en el burro del caserío Uribe, y durante la consulta hice<br />

todas las fuerzas que pude para endurecer el vientre y así engañar al médico.<br />

¡Quería más jarabe! Aun cuando no cayó en la trampa, el médico me dio otro<br />

par de tragos de aquel dulce milagroso.<br />

La mujer del doctor Urbina, María Urbinesie Agirre, suele encargarse de<br />

organizar grupos de niños para actividades eclesiales, junto con Asunción<br />

Txanbosie Basabe. A mí me han metido en uno de esos grupos, parece que<br />

para que haga la primera comunión, y el primer día me dieron un librillo en<br />

euskera para leerlo en una ceremonia religiosa. Se conoce que lo hice muy<br />

mal, pues enseguida pusieron a otro compañero en mi lugar. Lo que más<br />

nos gusta a los niños del grupo es saltar sobre los aromáticos montones de<br />

hierba que quedan apilados al terminar la procesión del Corpus Christi.<br />

Como comentaba, hoy por la tarde volveré a la escuela de monjas de los kalistros,<br />

tras unos días de permiso. Allí estarán esperándome Sor Delfina y Sor<br />

María Luisa, naturales de Mondragón y Navarra, respectivamente. Y junto a<br />

ellas, todos mis compañeros de clase, niñas y niños. Con frecuencia me he preguntado<br />

para qué valen las niñas, si no es para pegar gritos en sus juegos –<br />

como si les hubieran metido una brocheta– o para gesticular con aires de<br />

grandeza en sus ostentosas conversaciones. Sin embargo, de vez en cuando me<br />

dejan totalmente sorprendido con los bordados que realizan. Yo no sería capaz.<br />

Si he de confesar la verdad, las monjas deben de tener una gran vocación<br />

para aguantar, sin que les duela la cabeza, una actividad tan inquieta como<br />

la nuestra durante todo el día. Vocación y disciplina, si no, no puedo comprender<br />

cómo nos educan en el respeto mutuo, mientras nuestras madres<br />

tienen la oportunidad de hacer las labores domésticas. Sor Delfina se muestra<br />

más ducha que la navarra en el manejo de la vara de avellano.<br />

Hace poco, una mañana en que acababa de comenzar el recreo, nos disponíamos<br />

mis compañeros y yo a subir al retrete cuando, al superar los dos<br />

escalones que allí había, resbalé y pisé en blando. Mis amigos me rescataron<br />

de aquella especie de arenas movedizas y partí hacia casa con un oloroso regalo<br />

para mi madre. A pesar de llevar aquella pinta tan sucia, por un momento<br />

viví la sensación de ser un héroe al que se aclama y admira por alguna<br />

acción, ya que todos lo ojos –por vez primera desde que acudía a las escuela–<br />

22


se volvieron hacia mí, aunque nadie se atrevió a abrazarme. Sospecho que<br />

mi madre, que estaba en el balcón, esperaba la buena nueva, pues bajó rápidamente<br />

a ocuparse de mí y me aupó como si fuera una zanahoria hasta<br />

la fuente de la Plaza de Abastos. Después de los primeros auxilios, me llevó<br />

raudamente a casa, con los pantalones y las alpargatas en la mano.<br />

El otro día, aparecieron en el pueblo dos monjas con medio hábito de<br />

color azul. Me indicaron que se trataba de moja lapurrak (monjas ladronas),<br />

aunque no sé muy bien qué querrá decir eso, quizás sean palabras en<br />

clave. Algo así como la manera de hablar del cura Don Pedro dirigiéndose<br />

a Inés la amallavesa: “Escucha, Inés, tienes que preparar la perdiz... per<br />

omnia secula seculorum”. Eso fue lo que le oí, al pasar delante de ellos. E<br />

Inés se dirigió velozmente a casa, como si hubiera escuchado la voz del cielo.<br />

A pesar de que sólo tengo seis años, pues nací el 19 de Enero de 1908 a<br />

las cinco y media de la mañana, esta escuela es la segunda a la que acudo en<br />

mi trayectoria personal. Hasta cumplir los cuatro años me enviaron a la de<br />

la Calle del Medio, de la que se encargaba la madre de mi gran amigo Félix<br />

Likiniano. La escuela se encuentra frente al Casino Viteri y no puedo decir<br />

que aprendiera mucho allí. Ahora bien, Félix, Sabino Lasaga, Andrés Bidaburu<br />

y yo solíamos pasar largo tiempo jugando, como ahora, que en cuanto<br />

podemos nos reunimos y nos vamos por ahí juntos. El que sí ha demostrado<br />

que nos quiere de verdad es el cura Don José Joaquín Arin. Nos pone su mano<br />

gruesa y cálida sobre la cabeza cada vez que nos topamos con él en la calle y<br />

le saludamos con un “Ave María Purísima”. Con la esperanza de recibir ese<br />

gesto suyo tan amable, solemos permanecer vigilantes a la espera de que salga<br />

de la parroquia para dirigirse a la iglesia de San Francisco. No obstante, si alguna<br />

vez cometemos pecado entre todos y tememos que alguien vaya a contárselo<br />

a Don José Joaquín, le decimos “Picutero Barrabás, en el infierno<br />

pagarás” y así nos aseguramos que todo quedará en secreto.<br />

La enigmática torre de San Francisco, con el gigante Udalaitz al fondo,<br />

anuncia, tras los agradables meses del verano, la llegada del apestoso otoño,<br />

incluida la semana para rezar el rosario. Lo he hecho una vez. Las carcajadas<br />

de las mocosas que acuden a la puerta de la iglesia a saltar a la cuerda<br />

me provocan pensamientos contrarios a la doctrina cristiana y me pregunto<br />

una y otra vez para qué crearía Dios a las niñas. Un domingo, íbamos An-<br />

23


Mi visión del pueblo durante la primera década del siglo XX estuvo condicionada a mi<br />

atalaya particular, sita en el balcón del piso segundo del nº3 de la Calle Iturriotz, justo<br />

encima de la carnicería de Benita<br />

drés Bidaburu y yo por la calle cuando pasó frente a nosotros una de esas<br />

niñas bonitas con su traje nuevo. Al hacer la niña caso omiso al saludo de una<br />

mujer ya entrada en años que caminaba por la misma acera, ésta le espetó<br />

enojada: Desde que ha aparecido con ese vestido nuevo, a esta niña se le<br />

han subido los humos. ¡Abistuste! ¡Y no se equivocaba, caramba!<br />

Con frecuencia, según camino hacia las monjas, pienso en la emoción que<br />

sentiré cuando den las cuatro de la tarde. Con todo, también hay cosas que me<br />

agradan, por ejemplo, el hecho de ser alumno de una escuela que cuenta con<br />

un edificio con escudo o el poder escuchar acontecimientos de la historia sagrada.<br />

Se dice que las monjas son más hospitalarias que maestras como Doña<br />

Manuela, que ejerce al lado. Doña Manuela, al parecer, es bastante bruja, rígida<br />

y seria y dicen que amansa a sus alumnos a base de amedrentarles... No<br />

sé hasta qué punto será eso verdad, pero el otro día pararon a Bishente Bedia<br />

en plena calle, cuando se dirigía hacia la escuela empuñando el martillo que<br />

la Unión Cerrajera había proporcionado a su padre para trabajar en casa:<br />

24


–Bishente, ¿a dónde vas con ese martillo?<br />

–¡A romperle los dientes a esa maestra del demonio!<br />

De todos modos, también en nuestro caso, los momentos más agradables<br />

de la escuela vienen cuando llega la hora de gritar A casa, a casa, a casa...<br />

y nos precipitamos a la libertad. Mi madre me espera a la puerta de la escuela<br />

con media onza de chocolate y un trozo de pan. Ni qué decir tiene que,<br />

como en la de Doña Manuela, también en nuestra escuela existen sitios intrigantes<br />

y secretos, como esos cuartos oscuros para los que se portan mal.<br />

Dicen algunos que antiguamente los tuvieron encerrados en salas llenas de<br />

humo donde colgaban chorizos del techo. Pero a los peores los encierran en<br />

el rincón de los cachoborrachos que, aunque parezca mentira, siempre mantienen<br />

ese rictus terrible, medio vestidos medio desnudos, flagelando a Jesús,<br />

hijo de María, y esperando la próxima procesión de esa curiosa semana santa<br />

de ausencia musical y lluvia fría.<br />

A mí también me tuvieron preso durante una tarde sin dejarme ir a casa.<br />

A través de la ventana pude ver a Fructuoso Kaxo Eraña en su terreno debajo<br />

de Santamaña, sosteniendo un cesto en un brazo mientras con el otro<br />

hacía gestos violentos e incomprensibles. Los hijos de Kaxo son amigos míos<br />

y en aquel momento sentí pena por ellos, pues no sabía que su padre estaba<br />

loco. El cielo de la tarde comenzaba a tornarse sombrío y decidí que lo mejor<br />

sería escapar de allí, puesto que tampoco era descartable que las monjas se<br />

hubieran olvidado completamente de mí. Abrí la ventana aunque temía huir,<br />

di un salto y pasé por encima de la vieja tapia para llegar a casa a toda velocidad.<br />

Tan pronto como tropecé con mi padre, quise dejar lo más lejos de<br />

mí la sombra del pecado, y le indiqué que Kaxo no estaba en su sano juicio,<br />

informándole del espectáculo que acababa de presenciar minutos antes. Mi<br />

padre quitó hierro a mi descubrimiento y quiso hacerme creer que Kaxo estaría<br />

sembrando trigo. ¡Anda ya!<br />

<strong>He</strong> aprendido las primeras letras en la escuela de monjas mediante cartones<br />

colgados de unos soportes metálicos puestos en vertical. Las letras<br />

grandes me han resultado fáciles, pero una vez aprendidas nos han puesto<br />

unas más pequeñas, que aun siendo totalmente diferentes a las grandes expresan<br />

lo mismo. ¡Habrá que aprender todo de nuevo! Memorizamos las letras<br />

pequeñas y las grandes cantando, y por fin empezamos a leer en el<br />

26


catón. A veces Sor Delfina nos explica los misterios del universo y así es<br />

como hemos sabido lo que sucedió en el Paraíso. A Adán le tocó una mujer<br />

mala y debido a una metedura de pata de ésta Dios los echó de aquel hermoso<br />

jardín. Lo que no tengo muy claro, empero, es si el Adán de Yarza<br />

cuya casa veo desde mi balcón es la misma persona. Por lo tanto, el asunto<br />

es que aquella mujer cabreada se comió la manzana que Dios tenía guardada<br />

y de ahí vienen los pecados.<br />

Son escasas las ocasiones en que nos dejan jugar en la escuela y con la<br />

buena intención de que aprendamos un castellano mejor las monjas nos enseñan<br />

hermosas canciones. Al menos eso es lo que nos dicen. Al parecer, si<br />

queremos llegar a ser hombres y mujeres de provecho no hay más remedio<br />

que, por lo menos en la escuela, olvidarnos del euskera y esforzarnos en<br />

aprender castellano. A mí la canción que más me gusta es esa en la que nos<br />

sentamos todos en el suelo y cantamos con las manos sobre la cabeza. “Cri,<br />

cri, cri, yo nací...” Así empieza pero todavía no me la sé bien y no me acuerdo<br />

cómo sigue. También es muy bonito el juego del gato y el ratón: Félix Lasagabaster<br />

es el ratón y José Arkauz el gato. Félix siempre le da esquinazo.<br />

Las primeras referencias que recuerdo sobre mí mismo son vivencias de<br />

cuando tenía unos tres años. Se trata de un suceso que ocurrió en el balcón<br />

de casa, una mañana de domingo en la que, estando mi madre en la Plaza<br />

de Abastos, no se me ocurrió otra cosa que meter mi cuerpo entre los barrotes<br />

de hierro del balcón. Si bien conseguí traspasar con el cuerpo los barrotes,<br />

no pude hacer lo mismo con la cabeza, y allí me quede, ni hacia delante ni<br />

hacia atrás. Los gritos de la gente que pasaba frente a la casa se podían oír<br />

desde Santamaña. ¿Pero dónde están los padres de ese chiquillo? ¡Otro<br />

tanto! Se conoce que mi madre también oyó los alaridos, pues apareció en<br />

la puerta de la feria y subió a casa a toda la velocidad que le permitían sus<br />

ciento cinco kilos para rescatarme de aquella trampa de hierro. Al grave<br />

aprieto le siguió un buen calentón en el culo, mientras los testigos del espectáculo<br />

gratuito volvían a la calma.<br />

Tanto mi madre como mi padre –aunque no lo reconozca en alto– me<br />

quieren mucho. En cuanto a eso no tengo motivos para quejarme. No sé<br />

si he comentado antes que mi padre es panadero y mi madre se dedica a<br />

las tareas de la casa, lo que no le impide, al contar con una habilidad<br />

27


extraordinaria, ocuparse de trabajos que le llegan de fuera, como coser<br />

las blusas a estrenar en días grandes como el de Corpus Christi. Y como<br />

decía antes, muchos días festivos acudimos a Gesalibar, a donde María de<br />

Errotatxo, pues el médico me ha recomendado tomar baños de agua sulfurosa,<br />

y mis padres dicen que me hacen bien. A mí, en cambio, el olor<br />

de ese agua me da asco. De todos modos, creo que mis padres me quieren<br />

de verdad.<br />

Las aulas de la escuela de monjas están ocupadas por unos quinientos o<br />

seiscientos niños. A pesar de que tal montón de niños que yo nunca hubiera<br />

llegado a sospechar hay en el pueblo no entiende de rectitud –yo entre ellos,<br />

por supuesto– esas mujeres raras vestidas de blanco y con la cabeza cubierta<br />

nos obligan a sentarnos más o menos en el mismo sitio en horas de clase.<br />

Sentados e inmóviles, las manos recogidas atrás y los pies bien emparejados:<br />

así es como solemos estar, y las monjas seleccionan vigilantes especiales para<br />

hacer de picuteros cuando ellas se ausentan.<br />

Solamente nos queda el recreo como válvula de escape de toda nuestra<br />

fuerza interior, si bien es un período que puede llegar a ser peligroso, como el<br />

día que Juanito Venantx Vitoria me propinó un tremendo puñetazo en el estómago.<br />

Fue una sensación terrible, como si la respiración no hubiera tenido<br />

prisa alguna por retornar. No sé por qué, pero el dolor me trajo a la mente la<br />

imagen del instrumentista del bombo de la banda de música: yo era el bombo<br />

y Juanito el músico. Si caemos al suelo, miramos alrededor a ver si alguien<br />

nos ha visto, y si oímos risas, respondemos: ¡No me duele, no me duele!<br />

Nuestro espacio de recreo son los kalistros, y nos hemos acostumbrado a<br />

ellos como si de nuestra cárcel particular se tratara. Pero a falta de vigilantes,<br />

nos acercamos hasta el pórtico de la entrada principal y allí nos encontramos,<br />

entre adioses tristes y amargos, con el coche de caballos de Atxa y<br />

las personas que, en dolorosa despedida, están a punto de partir hacia Bilbao.<br />

¿Hasta cuándo? No lo sé, pero para mí Bilbao está en el otro extremo<br />

del mundo. Pienso que la distancia física entre mi pueblo y la capital marca<br />

a su vez una diferencia en cuanto a sensibilidades. De no ser así, no podría<br />

entender por qué se rompió la relación entre mis padres y mi tía viuda que<br />

vive en Bilbao. Un día enviamos a la hermana de mi padre un cesto lleno de<br />

manzanas de una libra y de allí a poco recibimos una carta en la que mi tía,<br />

28


visiblemente enfadada, achacaba a mis padres el querer agravar su ya grave<br />

situación económica, pues tuvo que pagar 0,90 pesetas en concepto de arbitrio,<br />

con la consiguiente merma de su reducida pensión de viudedad. ¡Parece<br />

que no se puede ser demasiado bondadoso!<br />

¿Cuánto dinero tendrán que pagar las monjas por los caramelos de la fiesta<br />

que nos dedican anualmente? Suele celebrarse un día de esos que amanece<br />

más brillante que el propio sol, con la escuela engalanada y una fila de sillas<br />

tras la mesa de Sor Delfina, y sobre la mesa cestas relucientes rebosando bolsitas<br />

de bombones y caramelos. Al parecer, ese día se reconoce que somos<br />

merecedores no ya del caramelo solitario que se nos ofrece de vez en cuando,<br />

sino de un puñado de ellos, y nos los dan además de todos los colores. Nosotros<br />

esperamos sentados en nuestros asientos habituales, y tras el trasiego<br />

apresurado de las monjas, poco a poco van entrando algunas madres de alumnos<br />

disfrazadas de mujeres serias, y después de realizar algunos gestos a modo<br />

de cumplidos graciosos, se van sentando en los asientos situados detrás de la<br />

mesa. Al poco, otra pequeña ceremonia, y aparece el alcalde acompañado de<br />

ciertos señores serios e importantes. Nuestro asombro va acrecentándose ante<br />

tanto lujo. Y el nerviosismo llega a su punto álgido al escuchar nuestro nombre,<br />

y nos acercamos torpemente hasta la mesa a fin de recoger, de uno en<br />

uno, las bolsas de colores, ¡entre los aplausos de todo el mundo! Las madres<br />

que han quedado fuera nos esperan con sus verdaderos trajes. ¿Pero por qué<br />

se preocupan de nosotros, si ya tenemos cinco años?<br />

Otro día memorable en el que casi podemos tocar al alcalde y los ediles<br />

es el Domingo de Resurrección, cuando todos juntos acuden a la arboleda<br />

frente a las oficinas de la Unión Cerrajera. Allí, sobre un cajón de madera con<br />

patas, se coloca la “rana” de hierro fundido y las autoridades comienzan a<br />

jugar delante del numeroso público. El día Viernes Santo, en cambio, juegan<br />

al doke con una onza de oro. ¡Ah! Y algunos días festivos, por la mañana,<br />

vemos cómo las autoridades del ayuntamiento van a misa con sus<br />

capas y sus largos sombreros, acompañados por los txistularis.<br />

Otro espectáculo –si es que se le puede llamar de esa manera– que sigo con<br />

atención desde mi balcón es el traslado del cuerpo del difunto en los funerales.<br />

Mi padre dice que en los pueblos pequeños vivimos la muerte como<br />

algo cercano, destacando que la muerte y la vida van de la mano. No le en-<br />

29


tiendo muy bien, pues pienso que la una niega a la otra, pero como los padres<br />

nos educan en la creencia de que saben más que sus hijos, supongo que<br />

la teoría de mi padre será la correcta. Sea como fuere, en los entierros, bajo<br />

mi balcón transcurre un flujo humano lleno de vida. Ahora bien, no siempre<br />

son entierros del mismo tamaño y la misma categoría. No sé como decirlo...<br />

es como si entre los cortejos fúnebres hubiera diferencias.<br />

A veces son las cruces de plata las que abren el cortejo. Otras veces las cruces<br />

son de madera. En los primeros, ¡a saber por qué!, es mucha más la<br />

gente que sigue al féretro. Y los curas, incontables. Tampoco suelen faltar las<br />

cofradías con sus banderas. A la cruz humilde, en cambio, sólo le siguen<br />

velas sin ningún tipo de ornamento, y dos curas como mucho. Tras el féretro,<br />

en fila de a uno, suelen ir los familiares varones del difunto. Los tres<br />

primeros vestidos de capa y sombrero largo. Alguna que otra vez he visto<br />

desaparecer la cabeza del cortejo subiendo por el Portalón mientras que la<br />

cola ni siquiera se atisbaba en el Arrabal de Maala. Una de esas ocasiones<br />

fue, por ejemplo, el día que sacaron el ataúd de la casa de Adán de Yarza.<br />

Tras el féretro iban los hombres del pueblo. Y por último, las mujeres.<br />

Cuando la cruz está hecha de madera, el cortejo de amigos es mucho más reducido<br />

y nunca he visto a ningún cofrade con sombrero largo sosteniendo<br />

una vela grande y hermosa. Una mañana, estando con mi madre viendo por<br />

la ventana cómo pasaba un cortejo, le escuché decir esto para sus adentros:<br />

¡Ése no era patrón!<br />

Pero volviendo a lo de antes, veinticuatro horas después de la entrega de<br />

regalos en el colegio de monjas llegan los sanjuanes: carreras, visita de los caseros,<br />

alegría... Todos los años llega desde Zigarrola un carro tirado por seis<br />

u ocho caballos, llevando encima a la banda de música de Bergara y a los<br />

txistularis de Rentería. Así es como estalla la alegría en las calles del pueblo,<br />

con los músicos de aquí para allá, primero tocando la marcha de Celedón, y<br />

el concierto de la Plaza como colofón. Los balcones de la casa de Adán suelen<br />

estar engalanados. Desde el campanario nos llega el repique de San Juan,<br />

ecos agradables de un sonido mágico logrado por el sacristán haciendo tañer<br />

diferentes campanas.<br />

San Juan es época de espectáculos de muchos tipos. Al lado del kiosco de<br />

la plaza, por ejemplo, un odre que se utiliza para transportar vino lo llenan<br />

30


hasta la mitad de agua, y la otra mitad la inflan con aire. Se requiere fuerza<br />

y destreza, ya que se trata de alzar el odre al hombro y sostenerlo sin que se<br />

caiga al suelo durante algunos segundos. No creo que nadie lo haya logrado<br />

nunca, pues el movimiento del agua hace perder el equilibrio.<br />

Exceptuando a los viejos inquilinos del hospital, hoy no se ve a ningún<br />

hombre por la calle, ya que todos, o por lo menos todos los que pueden,<br />

están en la fábrica desde primera hora de la mañana. Esta noche, seguramente<br />

porque aún no estoy recuperado del todo de mi enfermedad, la falta<br />

de sosiego me ha mantenido despierto y las voces de los serenos me han traído<br />

a la mente la lentitud de las horas de la madrugada. “Las dos... y lloviendo”,<br />

acostumbra a decir el viejo Juan Olia Markaide al tiempo que<br />

golpea el suelo con su lanza. Otras veces suele ser el chopo Pedro Salturri Berezibar<br />

quien, realizando el servicio nocturno imbuido en su capa con capuchón,<br />

canta con su voz grave las horas y las vicisitudes relacionadas con<br />

el tiempo. Una vez terminada la ronda nocturna completa de Olia, ha lle-<br />

Los entierros eran un acontecimiento que reunían a gran parte de los mondragoneses, si<br />

bien algunos de aquéllos resultaban, al parecer, más atractivos que otros, atendiendo al<br />

número de acompañantes en la conducción del difunto hasta el cementerio de Alday.<br />

31


gado, como de costumbre, la llamada a la fábrica, con los encargados de dar<br />

el aviso tocando la aldaba de puerta en puerta. Son las cinco menos cuarto.<br />

Según mi padre, los avisadores reciben unas perras chicas mensuales de los<br />

“abonados”, por dar el aviso matinal que despierta a éstos.<br />

Sé que hay compañeros míos de clase que antes de ir a la escuela acuden<br />

todas las mañanas a la fábrica de sus padres a llevarles en una pequeña marmita<br />

sopas de café con leche hechas con pan fot 3 seco. Los padres trabajan<br />

a destajo, es decir, a tantas piezas, tantos reales, y no pueden dedicar mucho<br />

tiempo al descanso, ya que si no verían su sueldo reducido.<br />

Si no fuera por la llovizna, mi pueblo seria muy hermoso, sobre todo porque<br />

desde el balcón de mi casa tengo la suerte de poder ver espectáculos del<br />

todo agradables y atractivos. Cuando más disfruto es cuando llegan los titiriteros,<br />

pero eso suele ser principalmente en verano. Tras una ruidosa charanga<br />

desfilan los artistas que actuarán por la noche en la plaza, y casi<br />

siempre presentan a algún que otro mono. Un día trajeron un oso oscuro y<br />

juguetón con bozal y todo. A primera hora de la tarde levantan el suelo de<br />

piedra de la plaza para colocar los tensores y montar el trapecio.<br />

Al anochecer, los candiles de carburo dan comienzo a un espectáculo de<br />

apariencia fantasmagórica pero, al mismo tiempo y según dicen, digno de<br />

ver. Los aplausos de los niños y el murmullo de los adultos se adueñan del<br />

lugar. Al final de la primera parte, sin embargo, la mayoría de los espectadores<br />

han desaparecido, argumentando que se han dejado la leche olvidada<br />

al fuego. Los fugitivos creen haber ahorrado el real que los titiriteros tienen<br />

por bien ganado. Pero no se librarán, pues los comediantes van de balcón en<br />

balcón con sus anchos embudos enroscados en tubos de zinc, para así poder<br />

recoger las monedas lanzadas al aire por los vecinos, tanto los de la plaza<br />

como los que están en sus casas.<br />

Mi padre dice que utilizan al oso para medir la fuerza de los mocetones<br />

locales. Yo no lo he presenciado nunca pero por lo que me ha comentado,<br />

(3) Fota o pampota. Eran panes pequeños, de miga tierna y muy sabrosos para tomarlos<br />

con café con leche. Se vendían a veinte céntimos.<br />

32


La vida social tenía su mayor vistosidad alrededor del Portal de Abajo. Aquel era el<br />

punto de partida y llegada de los coches de viajeros a Bergara, Aramaiona y Elorrio, este<br />

último punto intermedio hacia el lejano y enigmático Bilbao.<br />

suelen colocar al animal guantes gruesos y un bozal y así es como luchó un<br />

día contra Sagasta el barrendero, ambos forcejeando por el suelo sin poder<br />

levantarse, frente al herradero de Julián Olatxo Sagasta. Cuando el animal<br />

enfureció, los gritos y chillidos del público llegaron hasta San Cristóbal.<br />

No hace falta que vengan los comediantes para que surjan líos y enredos en<br />

el espacio enfrente de casa, sin duda una de las zonas más hermosas del pueblo.<br />

Ciertamente, he sido testigo de sucesos de todo tipo. A la izquierda, subiendo<br />

por donde Xagu hacia Ferrerías, los días soleados podemos contemplar<br />

a las mujeres mayores sentadas en sus sillas y banquetas, peinándose y quitándose<br />

los piojos mutuamente. Mi balcón es un lugar excelente para vigilar<br />

el trajín de los burros que bajan de los caseríos. Llegan a primera hora de la<br />

mañana con las marmitas de leche y cada casera tiene su clientela fija. Van de<br />

casa en casa repartiendo la leche “bautizada” antes de salir de cada caserío.<br />

Según oí decir a mis padres hace mucho tiempo, los caseros suelen tener siempre<br />

una vaca más de las que necesitan y ésta se encuentra atada ocultamente<br />

en la fuente de la parte trasera del caserío. No sé si esa afirmación estará relacionada<br />

o no con el palillo alargado similar a un tubo de cristal que los alguaciles,<br />

a veces, introducen en las marmitas. También he podido observar a<br />

aquellos, haciendo caso omiso a los gritos de las caseras, vaciando las marmitas<br />

en las acequias. A veces el reguero de leche baja, pasando junto a la alhóndiga,<br />

hasta el arrabal de Maala. Día negro para las lecheras.<br />

33


Las caseras se enfadan con nosotros, sobre todo los meses de verano,<br />

cuando, tras bajar a la calle y a pesar de haber dejado atado el burro, se encuentran<br />

con que el animal ha desaparecido al haberlo soltado nosotros de<br />

la argolla de hierro. Para hacerlo, procuramos mantenernos lejos del campo<br />

de visión de alguaciles como Eulogio Paigorri Agirre, Gabriel Talo Unamuno,<br />

Francisco Plazero Olazagoitia, Luis Cánovas Arana, Simón Arriaran<br />

y demás. Creo que el que menos me aprecia es Simón. El otro día, en hora<br />

de asistir a vísperas y estando yo solo en el frontón de Zaldibar jugando a la<br />

pelota, lanzó su bastón contra mí. Lo recogí del suelo y huí a toda velocidad,<br />

dejando a Simón boquiabierto y sin bastón. ¿Qué se creía, pues? Todavía me<br />

estoy riendo de la que le hicimos en agosto del año pasado. Iba yo descendiendo<br />

por la Calle del Medio con el patinete que Andrés Bidaburu y yo teníamos<br />

a medias cuando, justo cuando menos me lo esperaba, Simón me<br />

hizo parar y me quitó el patín. Lo guardó en el desván del Ayuntamiento,<br />

precisamente en un cuarto junto a la vivienda de Andrés: por la noche accedimos<br />

a la habitación y recuperamos el patín.<br />

Con todo, se conoce que los caseros también tienen bastante habilidad para<br />

hacer tremendas fechorías. Según cuenta mi madre, los comerciantes de Vitoria<br />

acuden a los caseríos de aquí a comprar pollos y no dejan nada para los vecinos<br />

del pueblo. Por eso, el Ayuntamiento ha establecido normas estrictas a fin<br />

de que, por lo menos hasta las diez de la mañana, los pollos estén a la venta en<br />

la Plaza de Abastos. Pero por lo visto los comerciantes y los caseros tienen acordado<br />

el precio con antelación y los vitorianos llegan aquí a las diez de la mañana<br />

y adquieren los pollos con el dinero que los pobres vecinos no han podido pagar.<br />

Así pues, me quedo un poco más tranquilo al saber este proceder de los caseros,<br />

al que contrapongo el haber librado yo algún burro que otro de su argolla.<br />

Uarkape, Zerkaosteta y la estrada posterior al frontón son los sitios que<br />

menos peligro entrañan a la hora de emprender aventuras asnales. Por el<br />

contrario, nunca aparecemos por la panadería de Sinfo, pues siempre hay<br />

algún municipal al acecho. Además, mi padre trabaja allá, y tengo prohibido<br />

hacer barrabasadas por la zona de Iturriotz. Por otra parte, mi madrina Sinforosa<br />

Isasmendi es la que me regala el karapaixo todos los años.<br />

Sin embargo, por lo que he oído decir a mis padres, también existe en<br />

este pueblo gente que ha realizado obras caritativas extraordinarias, gente<br />

34


que trata de satisfacer las necesidades de los pobres, y así deben clasificarse<br />

las tres damas elegantes que el otro día acudieron a casa del vendedor de perros<br />

Pascasio. Llegaron y le ofrecieron un colchón a cambio de su voto. Todavía<br />

nadie me ha explicado lo que es un voto, pero debe ser algo<br />

importante, si no, Urbinesie, Txanbosie y la hermana de Don Paco no estarían<br />

metidas en el asunto.<br />

Antes he traído a colación los candiles de carburo. Y he de confesar que<br />

nosotros también usamos el carburo para otros menesteres, como provocar<br />

estallidos. Compramos o robamos el carburo, vamos a Uarkape, nos hacemos<br />

con algún bote cerca del río, hacemos un agujero en la base del bote, lo<br />

colocamos en el suelo rodeado de barro, llevamos un poco de agua en la boca<br />

para dejarla en el bote y el carburo empiece a hervir, tapamos el bote con un<br />

papel y le damos fuego. El resultado está asegurado: el bote sube hacia el<br />

cielo a una velocidad tremenda. Los mayores dicen que es peligroso. No creo;<br />

además, prefiero eso a jugar al harri-lagun, es decir, a intentar arrimar al<br />

máximo una piedra a la pared. No me hace gracia. Y jugar a las tabas como<br />

las chicas, ¿acaso tiene algún mérito?<br />

Si de los mayores dependiera, fuera de la escuela también estaríamos estudiando.<br />

¡No hay más que ver cómo se ponen cuando nos sorprenden jugando<br />

con los cuentos de “Calleja”! ¿Acaso no es más lógico, por ejemplo,<br />

utilizar los volúmenes de cuentos como premio en nuestras competiciones<br />

que guardarlos para completar una bonita colección? A menudo pienso que<br />

los padres se pasan en su afán de tenernos bien atados.<br />

Menos mal que también tenemos otros juegos que nos ayudan a olvidarnos<br />

de la tozudez de nuestros padres. Jugando al txirikiketan, por ejemplo,<br />

soy un artista, a pesar de que hay quien dice que es un juego de chicas. No<br />

pocas veces he propinado buenos golpes en toda la crisma –sin querer, eso<br />

sí– a muchachos que jugaban a canicas cerca de mí, al lanzar yo mi palo<br />

hacia arriba y caer de lleno sobre alguna de sus testas.<br />

La otra vez, dejé llorando a un chaval de la calle más joven que yo y la carnicera<br />

Benita, al oír sus lamentos, salió como queriendo exculparme, diciendo:<br />

¡Tranquilo niño, que no ha sido nada! Semeikotxo baten pupua eta txakur<br />

haundi baten trapua! (¡Deja de quejarte, que tampoco es para tanto!).<br />

35


Sin embargo, temo que, cuando menos me lo espere, ese chaval me va a<br />

recibir a pedradas, en pago de lo que yo le hice.<br />

Otro de los juegos que más me gusta es el de las chapas, utilizando las<br />

tapas, bien pisadas, de los botes de producto para dar brillo a los zapatos.<br />

Los lanzamos contra la pared, y el que más se acerca, ¡campeón! Las<br />

chicas, en cambio, juegan a las tabas. Las más apreciadas son las de carnero,<br />

ya que valen cuatro veces más que las de oveja. Usan bolsitas de<br />

tela para guardarlas, pero muchas veces, en lugar de tabas, llevan harriloradunak,<br />

piedras encontradas cerca del puente de la Concepción, y luego<br />

pintadas. Los chicos recaudamos suculentos beneficios con las cajetillas de<br />

cerillas –caso de ganar en el juego, por supuesto–, pues intercambiamos<br />

cajas de lujo de entre cinco y quince céntimos. Además, las que llevan<br />

imágenes de los futbolistas famosos pueden cotizarse hasta dieciséis veces<br />

más que las corrientes.<br />

Otras veces nos dedicamos a atrapar murciélagos. A las seis de la tarde encienden<br />

la luz de la calle. Una hora más tarde todo está oscuro y sólo se<br />

puede ver algo en el pequeño espacio de debajo de la bombilla que cuelga<br />

del cable que cruza la calle. Ahí solemos estar nosotros, con la blusa de la escuela<br />

en la mano esperando a que aparezcan los murciélagos, para a continuación<br />

lanzarla al aire y paralizar así el vuelo del animal. En dicho esfuerzo,<br />

los días otoñales de bochorno ofrecemos un espectáculo digno de ver, ¡pero<br />

cuidado!, el juego puede resultar peligroso caso de que el murciélago muerda<br />

a alguien.<br />

A pesar de que a mí, por ser demasiado joven, aún no me dejan, sé que<br />

los mayores de diez años juegan a guerras. Los de Txorta luchan contra los<br />

de la Escuela Vieja, éstos bajo el mando de Bittor Errekalde Berezibar, mientras<br />

que a aquellos los dirige Lorenzo Eperra Uribetxebarria. El campo de<br />

batalla está situado en Santa Bárbara, concretamente en Goikobalu, y unos<br />

acuden allá subiendo por el Paseo Arrasate, mientras que otros lo hacen por<br />

San Agustín. Luchan lanzándose piedras unos a otros, hasta que los más débiles<br />

huyan. En un principio, limpian sus heridas en las fuentes del lavadero<br />

situado en el regazo de Santa Bárbara, y luego cada uno trata de curarse<br />

en su casa, alguna vez con una venda mojada con vinagre y sal... y, casi<br />

siempre, con la ayuda de una buena azotaina del padre.<br />

36


El Arrabal de Zarugalde conformaba en su extremo noroeste un microcosmos popular específico,<br />

con su convento, panadería, lavadero público y la taberna de <strong>He</strong>rrarte. El crimen cometido<br />

en los alrededores de Barrenatxo nos conmovió y asustó a todos los mondragoneses.<br />

Los amigos a veces vamos a casa de Nicolás Txanton Arregi porque la<br />

madre de su mujer sabe canciones y cuentos muy hermosos, y encima nos los<br />

enseña con un cariño del que las monjas carecen. Behin juan nintzan merkatura...<br />

ikusi neban txarri txiki bat... txarri txiki horrek fru, fru, fru... ekarri<br />

neban etxera. Podría cantar muchísimas canciones parecidas, pero me da<br />

vergüenza.<br />

El balcón es un observatorio magnífico que me aproxima a todo lo que sucede<br />

en el pueblo. Así, me doy cuenta de que los únicos forasteros que recorren<br />

las calles del pueblo son mendigos que llevan un saco de pan seco al<br />

hombro y van visitando las casas piso a piso, excepto las de los ricos y los as-<br />

37


pirantes a ricos. Las puertas de entrada de las casas de estos últimos suelen<br />

estar cerradas día y noche, como si se tratara de una especie de rechazo hacia<br />

todo espíritu de hermandad. Al menos, por lo que he oído en mi casa desde<br />

siempre, con esa gente no se puede contar en caso de necesidad.<br />

La solidaridad se demuestra de diversas maneras; en los incendios, por<br />

ejemplo, tanto los curiosos como los que están dispuestos a echar una mano<br />

aparecen enseguida deseosos de ayudar directamente a la familia que ha sufrido<br />

la adversidad. Los accidentes causan honda impresión entre los vecinos<br />

del pueblo, como cuando Francisco Txumeta Zumaeta perdió un brazo<br />

en un accidente, o cuando la sierra cortó el del joven de Barrenatxo, a la altura<br />

del codo. Creo que también se puede demostrar el apoyo a los demás<br />

mediante las campanas. Por ejemplo, las campanadas de muerte no son<br />

como las demás; las mujeres salen a las ventanas para saber quién es el difunto.<br />

A menudo veo a los curas pasar delante de mi casa camino del domicilio<br />

de algún moribundo para administrarle los últimos sacramentos.<br />

A la mayoría de los vecinos del pueblo, nada más nacer, se nos incorpora<br />

a una cofradía creada al objeto de aliviar los gastos que acarrea un fallecimiento.<br />

Es como si la muerte nos pasara una factura de forma inmediata;<br />

como si quisiera demostrar su autoridad al mismo tiempo que recibimos el<br />

salvoconducto para venir al mundo.<br />

Pero voy a dejar ese camino antes de que la tristeza se apodere de mí. Voy<br />

de nuevo a mi balcón, a esa atalaya incomparable que me acerca a todo lo<br />

que en el pueblo acontece. Ayer, por ejemplo, me convertí en testigo directo de<br />

un hermoso suceso. Son las ventajas, sin duda, de quedarse enfermo en casa.<br />

Frente a la Plaza de Abastos, en lugar del coche de caballos de correos,<br />

apareció un automóvil con ruedas de goma. Tenía las ruedas cosidas con<br />

clavos, se conoce que al objeto de conservar mejor la goma interior del neumático.<br />

Las carreteras y calles del pueblo acondicionadas por la apisonadora<br />

se llenaron del ruido de un nuevo animal con motor. Los que lo vieron<br />

decían que fue un bonito espectáculo presenciar cómo tras dejar la curva de<br />

Takolo subía camino al pueblo desprendiendo una juguetona nube de polvo.<br />

Venía de Vitoria, ¡ahí es nada! En el pueblo lo acogieron como si fuera un<br />

asteroide de otro mundo, y un grupo de mujeres lo siguió hasta el centro, a<br />

la espera de ver qué salía de la barriga de aquel armatoste con ruedas. La<br />

38


maestra de la Escuela Vieja dio fiesta a sus alumnos y, por lo tanto, no fui<br />

el único testigo de la aparición, pero gracias a la situación privilegiada de mi<br />

balcón pude seguir mejor toda la operación.<br />

Oí comentar a ciertos seudo-ilustrados que quedarse atrapado bajo las<br />

ruedas del automóvil no reviste mayor gravedad, porque las gomas interiores<br />

están llenas de aire. Según aseguraba una viejita a otras dos, las suelas<br />

de las botas del doctor Ubago también son de goma pura, y si así lo deseara,<br />

el médico podría saltar desde su ventana a la calle sin sufrir daño alguno. En<br />

los casos de urgencia parece que las botas le vienen de perlas al galeno, pues<br />

no tiene por qué bajar escaleras y así puede llegar antes a casa de los pacientes.<br />

¡Son los avances de la ciencia!<br />

Con todo, no pudimos saber si realmente las ruedas del automóvil se<br />

adaptan a la forma del cuerpo humano sin causar el más mínimo daño, pues<br />

nadie se atrevió siquiera a poner su pie debajo. Y estando el público enzarzado<br />

en tamaña discusión, el auto de correos desapareció por la curva de la<br />

casa de Don Toribio Agirre. Además, justo en aquel momento apareció el<br />

fornido muchachote del caserío Loro subiendo por la calle Magdalena con su<br />

carro de bueyes cargado de madera.<br />

Todos los años vivo el día de “San Nicólas” a pie de calle, no desde el balcón.<br />

Es la fiesta que más gusta a los niños y niñas y vamos de casa en casa<br />

pidiendo nueces, manzanas y dulces. San Nicólas coronado, arzobispo Mariandrés...<br />

Tras recoger y meter en la blusa los regalos lanzados sobre nuestras<br />

cabezas desde la primera planta de la casa de Adán de Yarza, el<br />

murmullo de los cantores nos va desplazando hacia el palacete del historiador<br />

Juan Carlos Guerra; y de allí, al domicilio de Don Toribio. Así, vamos visitando<br />

los portales de las casas más importantes del pueblo, antes de<br />

proceder al recuento del botín recogido por cada uno.<br />

Un espectáculo hermoso es, qué duda cabe, el de Santo Tomás, el día de<br />

la feria. Los caseros vienen vestidos con la blusa festiva, boina y abarcas<br />

nuevas y calcetines blancos confeccionados en casa y, sinceramente, creo<br />

que con su presencia elevan la categoría del pueblo. Los que no vienen a<br />

pie, se acercan en coche de caballos: Los carros son los de Zeziaga, provistos<br />

de faroles de luz brillante, o los de Luciano Margallo Mercader, que<br />

39


llevan coles en vez de faroles. Con sus idas y venidas unen Bergara, Oñati,<br />

Zumarraga y Aramaio.<br />

No suelen faltar los acordeonistas ruidosos que en compañía del panderetero<br />

vienen sobre el techo de los coches de caballos, dando alegre bienvenida<br />

a las fiestas previas a Navidades. Desde el Portalón a la curva de<br />

Zerkaosteta acuden los vendedores bullangueros golpeando sartenes y guadañas,<br />

metiendo el mayor ruido posible. Camino a Uarkape, en cambio, se<br />

venden burros, gallinas, capones, gansos y patos.<br />

La acera del Ferial, desde la peluquería de Olia hasta la casa vieja de los<br />

Resusta, se convierte en avenida de jóvenes sudorosos que bailan al son de<br />

los trikitilaris. Más allá, si subimos a las paredes de Kale Barri 4 escucharemos<br />

a algún dulzainero. Y frente a la escuela de niñas de Viteri, una mano<br />

anónima no deja de hacer girar a la manivela del pianillo de Las Columnas,<br />

como todos los años.<br />

Debajo de mi balcón hay un sacamuelas gritando las maravillas de un líquido<br />

rojo que supuestamente hace milagros para quitar el dolor de muelas,<br />

y asegurando que vende dicho líquido a veinticinco céntimos el frasco. A su<br />

lado, otro charlatán presenta una fórmula mágica de los indios americanos;<br />

se trata de grasa de serpiente, según él, apropiada tanto para picaduras y<br />

mordiscos venenosos como para el reuma. Lo veo rodeado de hombres y mujeres<br />

ansiosos por hacerse con una cajita. Los fuertes contrastes climatológicos<br />

que padecemos por estos pagos deben de tener influencia directa en<br />

nuestra salud y, al parecer, mi padre también padece de reuma, ya que el año<br />

pasado adquirió una de esas cajitas. Aquella misma tarde me pareció que mi<br />

progenitor había montado en cólera, como si lo hubieran engañado, y por lo<br />

que decía entre dientes a mi madre, el contenido de la caja no era más que<br />

viruta de madera.<br />

El sacamuelas, como su nombre indica, también ejerce su oficio habitual<br />

arrancándolas de raíz, siempre que el sufridor le compre un botecito de grasa<br />

de serpiente. En el momento de la operación se puede oír el estruendo de cha-<br />

(4) Ahora Calle Garibay.<br />

40


pas, bombos y bombardinos. Aun así, un día los terribles gritos y puñetazos<br />

de una casera lograron imponerse a la resistencia del médico y a la potencia<br />

de los músicos, que se quedaron solos ante la estampida colectiva del público.<br />

Justo al lado del cartel situado en la esquina derecha del arco del Portal<br />

de Abajo se escucha unas campanillas. Es el famoso charlatán León Salvador,<br />

vendiendo algunas joyas de brillantes relucientes, un reloj y una moneda<br />

oculta en la mano... por un duro. Más abajo, justo frente al portal de Adán<br />

de Yarza se encuentra un vendedor muy parlanchín, Kerexeta, con su oferta<br />

especial de cada año. La churrería de Mancebo y el puesto de quien clama<br />

“Al rico pirulí de Bergara” son los que más nos gustan a los niños.<br />

A pesar de que con la vista me es imposible seguirlo, el espectáculo continúa<br />

calle arriba hasta la Plaza, llena de chabolas de madera, totalmente<br />

transformada, sobre todo con vendedores de zapatos. El cojo vitoriano que<br />

vende zapatos negros de piel fina y la caseta de José Catalán Fernández,<br />

con sus ásperas botas de monte, son los puestos con más compradores. El posible<br />

cliente hace cantidad de preguntas antes de decidirse, pues sabe de<br />

sobra que el zapato barato, si es malo, sale caro. Las paredes del Kontzejupe<br />

están adornadas con artículos de todo tipo: mantas, chales de lana sin mangas<br />

para la cocina, pañuelos para la cabeza negros y de colores claros. En el<br />

suelo hay tambores para asar castañas y herramientas que ayudan a realizar<br />

los duros trabajos del caserío: hachas, hoces, guadañas, muelas de afilar<br />

y muchas más.<br />

Al castañero que grita “Txakur txiki batian, txakur txiki batian...” (¡A<br />

una perra chica, a una perra chica...!) no le faltan niños alrededor pero, no<br />

obstante, nuestros ojos están clavados en el escaparate de la tienda de Lorenza,<br />

seducidos por una grande y tentadora serpiente de mazapán. No sé<br />

cuántas veces al año, con la nariz pegada al cristal, leo el papelito que dice<br />

“Se RIFA por AÑO NUEVO”, sin poder quitar el ojo a los bombones multicolor<br />

que rodean la caja del dulce animal. Me da a mí que esos dulces de mazapán<br />

y membrillo han tenido influencia directa en el crecimiento de<br />

nuestros dientes y muelas, sin necesidad de dar masaje a las encías.<br />

Al final de la fiesta los coches de caballos ofrecen un espectáculo extraordinario,<br />

cada uno de ellos preparado con cinco o seis animales. Primero<br />

41


se llenan de viajeros los espacios interiores, antes de pasar a los dos bancos<br />

dobles con respaldo situados sobre el techo, y por fin se invita a sentarse al<br />

lado del conductor trotamundos. El frío invernal no presagia un feliz retorno<br />

a los que ya tienen elegido ese medio de transporte para la vuelta a casa.<br />

Ser testigo de su partida me produce un escalofrío que me recorre la espina<br />

dorsal. Pero más temibles son los vaivenes de los coches de caballos una vez<br />

puestos en marcha y a través de las calles y estradas, pues da la sensación<br />

de que en cualquier momento pueden venirse al suelo. La resaca de Santo<br />

Tomás la llevan mejor los que se quedan a pasar la Noche Buena y la Natividad<br />

en casa de algún pariente del pueblo, sin tener que retornar a sus lugares<br />

de origen.<br />

Cuando muchos niños y niñas de mi edad aún no han salido del pueblo,<br />

yo ya he estado en La Rioja alavesa. Fue el año pasado, en una excursión inolvidable<br />

que hice con mi tío. Él es propietario de un hermoso carro de mulos<br />

que trae vino a Gipuzkoa y así es como hice este viaje de alrededor de cien<br />

kilómetros. Nos alojamos en un hostal de carretera y mi tío se levantó a las<br />

cuatro de la mañana para lavar y dar de comer a los animales. Una vez hubimos<br />

llegado a la casa de mi familia, el hermano de mi madre unció los<br />

bueyes y me llevó a conocer el Ebro. Vi las gabarras que cruzan el río de<br />

una orilla a otra, así como las enormes poleas utilizadas para que aquéllas<br />

pasen de un lado a otro. El lenguaje de la gente del lugar nada tenía que ver<br />

con el nuestro. Sólo hablaban español, con una entonación y una pronunciación<br />

limpias. De los balcones de las casas colgaban ristras de guindillas<br />

verdes y rojizas, junto a higos y frutos de muchos tipos.<br />

42


HE VUELTO PARA TRES DÍAS<br />

Han pasado los años y la transformación habida en el pueblo desde mi infancia<br />

está bien a la vista. Dicen que la memoria es la base del carácter de<br />

los hombres, mientras que la tradición sería la base del de los pueblos. A<br />

decir verdad, la definición me parece correcta, aunque a veces me cuesta<br />

admitirlo. Me estoy haciendo viejo y mi espíritu querría recorrer caminos de<br />

libertad; me gustaría vivir cielos más amplios. A menudo me siento como un<br />

pájaro deseoso de volar, como si las calles y rincones se hubieran vuelto demasiado<br />

estrechos. Pero hay momentos de silencio en los que, al sentir la<br />

sangre caliente de mis venas llegando al corazón, el temblor de las raíces me<br />

indica que soy de aquí, que no debo dejar la casa de mi madre. Y surge en<br />

mí el conflicto, como si lo local y lo universal fueran enemigos acérrimos. Son<br />

incontables las ocasiones en las que he recordado a mi padre diciendo refranes<br />

tan plenos de significado como Auzoko beixak esne geixau –La vaca<br />

del vecino siempre da más leche– o Urriñeko ederra baño, inguruko eskasa<br />

obe –Mejor que lo hermoso lejano es lo escaso cercano.<br />

Aquí estoy de nuevo. Han pasado cincuenta años desde aquel duro día en<br />

que tuve que dejar atrás mi lugar de origen. Y mi mente, como si de un radar<br />

de giro lento se tratara, me dice que está preparada para captar incluso los<br />

detalles más nimios, para marcar, en cada movimiento, aquellos antiguos<br />

edificios, para recuperar a las personas que allí vivían con sus circunstancias,<br />

y después, si fuera posible, valorar todo eso al objeto de saber si he ido pro-<br />

43


gresando o retrocediendo. Pero creo que no merece la pena, pues ese ejercicio<br />

no nos llevaría a nada. ¿Guardan acaso los hermosos edificios de cemento,<br />

aquellos valores intocables del ayer? Sin duda, nuestra vida de<br />

entonces era mucho más dura que la de ahora, y la comodidad de hoy supera<br />

con creces a la que disfrutaban los ricos de aquella época. De no ser así,<br />

los Resusta hubieran comprado muebles nuevos cuando se mudaron de casa,<br />

tal y como haría en la actualidad cualquier trabajador. Pero el caso es que<br />

no fue así, ya que como se pudo comprobar años más tarde al ser asaltada<br />

aquella mansión, los muebles que se lanzaron por la ventana a la calle eran<br />

los mismos que yo conocí en la edificación anterior. Mas, perdonen, pues ése<br />

es un ejemplo pequeño y nimio. Como decía, el ambiente, las costumbres, los<br />

amigos... ¡Todo ha cambiado! El vacío es de por sí insustituible.<br />

Pero he vuelto. <strong>He</strong> vuelto a las calles que vieron cómo pasé de los pantalones<br />

cortos a los largos, tras conocer infinidad de paisajes a lo largo y ancho<br />

del mundo. Sin embargo, poca gente de aquí se acuerda de que un día tuve<br />

que salir del pueblo y olvidar por mucho tiempo a mis padres, a mi hermana<br />

y a mis amigos. Y me pregunto si el precio pagado ha merecido la pena, a<br />

sabiendas de que está claro que nunca llegará la respuesta. Y pese a que mi<br />

memoria sigue viva, el solo hecho de pensar que alguna vez pude traicionar<br />

a la tradición hace revivir en mí el fantasma del pecado mortal.<br />

De todos modos, dudo de que después de los siete años haya tenido conciencia<br />

de ser pecador –desde que me sacaron de la escuela de monjas, concretamente–<br />

y menos aún una vez mis padres hubieron hablado con el<br />

alcalde e hice mi nido en la llamada Escuela Vieja, pues allí no había mucho<br />

ambiente religioso. Teníamos que formar grupos, para que, de esa manera,<br />

cumpliéramos el programa marcado por el ayuntamiento. Corría el año 1915<br />

y el asistente del maestro, Marcelino Uribesalgo, hacía lo indecible para grabar<br />

en nuestras mentes la interminable letanía de la doctrina. Sólo con el<br />

paso del tiempo acerté a ordenar aquellos nombres y largas series de palabras.<br />

Ahora bien, atrás quedaron los refranes que ni el propio cura que venía<br />

a visitarnos los sábados era capaz de explicar bien. Es más, al parecer, ni siquiera<br />

mi padre se veía capaz de dar con la explicación correcta. ¡Y mira que<br />

mi padre sabía sobre religión! Es por lo que durante unos años pensé que en<br />

el sistema de enseñanza se utilizaban palabras y expresiones extranjeras. Por<br />

ejemplo, “No fornicar” o “No hurtar”. ¡Menudas palabrejas!<br />

44


Así me retrataron cuando volví por tres<br />

días a mi pueblo natal, después de más de<br />

cuarenta años sin haber pisado sus calles.<br />

45<br />

Conforme avanzaba en los estudios,<br />

fueron surgiendo complicaciones<br />

tan difíciles que me llevaron a<br />

compadecerme de mí mismo e incluso<br />

llegué a pensar que podría<br />

estar condenándome al fuego<br />

eterno del infierno. Por ejemplo, yo<br />

nunca sentí el “dolor de contrición”.<br />

Entre otras cosas, porque<br />

nadie se encargó de enseñarnos en<br />

qué parte del cuerpo se encontraba<br />

la “contrición”, si bien yo sospechaba<br />

que se trataba de un órgano<br />

al lado del estómago. Sor Delfina,<br />

por su parte, me enseñó a rezar “Jesusito<br />

de mi vida...” y cosas así. La<br />

encantadora monjita decía que al<br />

poco de cerrar los ojos podríamos<br />

ver al niñito Jesús. Yo no notaba<br />

nada, a pesar de cerrar los ojos. Por<br />

el contrario, tres compañeros de clase confesaron un día que a ellos sí que se<br />

les aparecía la criatura celestial, para envidia de todos los demás. Pero no se<br />

puede dar por seguro que algo así ocurriera, ya que los tres alumnos hicieron<br />

una descripción del milagro totalmente diferente. Así, mientras a uno de ellos<br />

Jesús se le apareció descalzo, a los otros dos lo hizo en alpargatas.<br />

Cierta tarde, Sor Delfina nos explicó otro misterio: los niños sin bautizar<br />

van al limbo. Y eso no me pareció nada justo. Pero peor me parecía aún la<br />

creación de la mujer, pues para moldear a la mujer Dios tuvo que arrancarle<br />

una costilla al hombre, y soplar para, finalmente, darle vida. Yo no comprendía<br />

cómo el Gran Arquitecto podía pasar tanto tiempo soplando, ya que<br />

tanto en Mondragón como en los pueblos y caseríos cercanos nacía un montón<br />

de niños a diario.<br />

De todos modos, con dudas o sin ellas, me tocó hacer la primera comunión<br />

con siete años, y después de la ceremonia mi madre me envió a casa de<br />

Dagoberto Dago Resusta. Me recibió francamente bien y me dijo que le gus-


taba mucho el traje que llevaba puesto, con cuello firme y almidonado, bolas<br />

doradas en las mangas y sosteniendo un libro con tapas hechas de piel de<br />

algún animal digno de lástima. Me hizo una foto.<br />

De pequeño pasé momentos muy duros debido a mi dolor de muelas crónico.<br />

Todos los viernes venía a Mondragón desde Bergara el famoso dentista<br />

Peña y a menudo me enviaban a su consulta. No obstante, mis muelas no entendían<br />

de calendarios y una tarde que tenía dolores horribles mi madre me<br />

mandó a dar un paseo con una prima mía. Tras caminar por la fuente de<br />

agua ferruginosa de Santamaña llegamos hasta la iglesia de Uribarri y<br />

cuando nos dirigíamos a visitar a la Virgen de Santutxu nos encontramos<br />

con un mocoso con aspecto de ser de caserío que, utilizando una vara larga,<br />

se hacía con las perras chicas que la gente había arrojado frente al altar, sin<br />

que nadie le reprendiera por ello. La propia Virgen no se inmutó: ni una sonrisa,<br />

ni una mueca de enfado. Más tarde, en casa, y con el dolor de muelas<br />

ya olvidado, me pregunté cómo era posible que la Virgen tuviera que pasar<br />

día y noche tras la red metálica de Santutxu, a cambio de unas monedas que<br />

por lo visto le importaban bien poco. Es más, ¿para qué desearía el dinero<br />

si en el cielo podía comerse todos los pasteles que quisiera sin pagar nada?<br />

En la escuela estábamos sujetos a una disciplina tremenda y ni siquiera<br />

podíamos esperar que nuestros padres nos ayudaran, pues ellos mismos habían<br />

sido educados bajo métodos aún más terribles. Yo tuve un poco de<br />

suerte, ya que, tal y como ocurre con los reclutas de cuota, todas las mañanas,<br />

hacia las diez, el maestro Don Máximo de Nicolás me enviaba a comprar<br />

el diario “La Gaceta del Norte”. Aunque el pueblo no era muy grande,<br />

a veces “oía” bastante tarde las voces del vendedor, y esa sordera mía me<br />

permitía vagabundear tranquilo, sobre todo cuando hacía buen tiempo. Así<br />

me enteré de que a mi maestro, que vivía en la pensión “Las Columnas”, se<br />

le disparó la pistola que escondía bajo la almohada y eso le causó una grave<br />

herida en la pierna. Cuando dicho maestro se fue, Lucio Portillo se incorporó<br />

como guía del centro escolar.<br />

De la Escuela Vieja pasamos a la de Txorta, la escuela dirigida por Elías<br />

Txorta Aspiazu, pero para cuando yo ingresé el nuevo responsable era Francisco<br />

Urrutia. No parece que hice ningún progreso notable, pues mi padre<br />

habló con D. Félix Arano, de la Escuela Viteri, para que me admitiera en su<br />

46


En los jardines de Viteri, a los que acudíamos en los<br />

ratos de recreo en la escuela, se erigió en 1911 el monumento<br />

en honor al filántropo mondragonés. Pero el<br />

gran maestro por aquel entonces en nuestra villa era<br />

D. Felix Arano, alavés de Salvatierra, que dejo huella<br />

en nosotros por sus adelantados métodos docentes<br />

47<br />

centro. Don Félix era,<br />

sin duda, el profesor<br />

más célebre. Nos hacía<br />

leer el Quijote de Cervantes,<br />

así como las fábulas<br />

de Samaniego e<br />

Iriarte. Y él se sentaba<br />

entre nosotros, como si<br />

fuera uno más, al objeto<br />

de que todos juntos<br />

reflexionáramos<br />

sobre las moralejas de<br />

aquellas historias. “La<br />

zorra y las uvas”, “El<br />

burro y el tesoro”,<br />

“Los animales con<br />

peste”... De todas ellas<br />

extraíamos algo positivo,<br />

como cuando<br />

acusaron al pobre<br />

burro de haber extendido<br />

la peste, sin haber<br />

realizado el interrogatorio<br />

indispensable y<br />

decisivo al león y la<br />

pantera. “¿Vosotros<br />

creéis que a los poderosos<br />

se les acusa de<br />

algo?” preguntaba el<br />

agudo Don Félix. Supongo<br />

que, a fin de<br />

evitar disgustos, éste<br />

actuaría con prudencia<br />

a la hora de utilizar<br />

tales métodos de enseñanza, pues los ojos de numerosos vecinos estaban puestos<br />

en el maestro liberal, esperando a que algún día diera un patinazo. Tampoco<br />

mi padre estaba muy de acuerdo con la metodología de Arano, ya que


para él lo mejor era prolongar al máximo mi inocencia respecto al lado oculto<br />

de la vida, sabedor de que siempre me quedaría tiempo para hacer fechorías.<br />

Quizás por eso, o porque los verbos en pasado o en pluscuamperfecto no<br />

me tiraban demasiado, hice la solicitud para entrar en la fábrica. Siempre he<br />

tenido la duda respecto al tipo de verbo irregular que surgiría de mezclar el<br />

pretérito imperfecto, el pretérito perfecto y el pluscuamperfecto. ¿Qué función<br />

tendría? Y si en vez de escribir “verbo” escribiéramos “berbo”, ¿alteraría<br />

eso el tono del significado? Se puede coger manía a cualquier<br />

gramática, como aquel día en que, en la taberna que abrieron los hermanos<br />

Modesto y Casimiro Leibar por San Juan, justo en el punto donde confluyen<br />

las calles Iturriotz y del Medio, vimos un cartel que rezaba: “Benta de villetes,<br />

para la corrida de esta tarde”. ¿Se podía hacer negocio a pesar de propinarle<br />

una patada infame a la gramática? Menos mal que el maestro D.<br />

Félix, una mañana que nos llevaba a Misa Mayor, se plantó frente al bar y,<br />

visiblemente enojado, exigió a Casimiro que corrigiera lo escrito en el cartel,<br />

por respeto hacia la escuela. Pero creo que el bar habría recaudado el mismo<br />

dineral, independientemente de que el cartel estuviera bien o mal escrito.<br />

En la escuela de Arano, solíamos tener fiesta el jueves de la primera semana<br />

en que llegaban las golondrinas. El maestro nos decía que era una<br />

razón para estar contentos y dicho día recitábamos cantos y poesías para<br />

honrar a la naturaleza. En mi opinión, aquel señor sabio abrió una ventana<br />

a la sensibilidad en nuestro interior.<br />

Siempre he pensado que aquellos momentos fueron decisivos para mi futuro.<br />

Toda la libertad que había disfrutado hasta entonces, la pelota, la cometa,<br />

el monte, los amigos... habría de olvidarlos, pues me disponía a<br />

incorporarme al mundo de los adultos. Empecé a estudiar solfeo con Guillermo<br />

Lasagabaster, aunque yo no estaba dotado de ningún tipo de habilidad<br />

para ello.<br />

Mi padre tenía un grueso libro de música lleno de pentagramas, y yo estaba<br />

convencido de que la Banda de Música de Vitoria tocaba en sanjuanes<br />

gracias a dichos pentagramas. Mi madre, por su parte, me apuntó en<br />

la escuela de Artes y Oficios, al objeto de que aprendiera a dibujar con<br />

Don Luis Armengou. Me decanté por la especialidad artística, para deses-<br />

48


Desde aquel casi olvidado Ferial, trasladado en 1926 a un nuevo emplazamiento, partía<br />

la Avenida Viteri que nos conducía hasta la Unión Cerrajera. Aquel tramo se poblaba de<br />

manera espectacular a las horas de entrada y salida de fábrica. Desde 1921 fue también<br />

el tren el que reguló el tránsito de personas y mercancias.<br />

peración de mis padres, ya que ellos pensaban que los temas relacionados<br />

con la delineación me vendrían mucho mejor para poder comenzar a trabajar<br />

inmediatamente.<br />

En dibujo hice progresos espectaculares. Mi profesor me presentó como<br />

alumno modelo en diversos círculos locales y eso, tanto a mí como a mis padres,<br />

nos llevó a pensar que también podría realizar avances en mis estudios<br />

normales. Cuando murió Don Luis tuve como profesor a su hijo Antonio.<br />

Este último fue el que impulsó mi candidatura para un Concurso de Trabajos<br />

en Bilbao, con un dibujo que mostraba las caracterizaciones de noventa<br />

personas, titulado “La guerra consagrando la supremacía de las arte industriales”.<br />

Con dicha obra logré el primer premio del Concurso. Pero sobre<br />

esto ya hablaré más adelante.<br />

49


Así pues, cuando con dieciocho años partí a Bilbao a recoger aquel premio<br />

de dibujo, supe que los niños no los traía el doctor Urbina ni de París ni<br />

de Vitoria. Los razonamientos “absurdos” escuchados a mis amigos hasta entonces<br />

tenían más visos de ser verdad que las explicaciones de curas, frailes<br />

y monjas. Y éstos tampoco se libraban de orinar alzándose el hábito o la sotana,<br />

tal y como hacía el carbonero Nicolás Kamiñero Altuna.<br />

No sé si la inocencia y el desarrollo prudente deben de ir de la mano, ni<br />

si alguna vez llegaron a ser sinónimos. Pero el acercamiento a la ciencia provocaba<br />

un significativo gesto de rechazo en mi difunto padre, así como en la<br />

mayoría de la gente de su edad. Nacido en el último cuarto del siglo XIX,<br />

consideraban una maldad diabólica la loca osadía por favorecer el progreso<br />

de hombres y mujeres, como si la sociedad que ha olvidado los consejos religiosos<br />

estuviera abocada a la perdición. Mi padre –a las madres se les suponía<br />

sumisión– pregonaba el rechazo al cientificismo, por el daño que éste<br />

podía causar en el alma.<br />

Así las cosas, recuerdo que una vez, siendo yo aún muy joven, ocurrió<br />

algo que, con la ayuda de los periódicos de la época, vino a consolidar la fe<br />

ciega de mi padre en su base supersticiosa. Ocurrió que un aviador llamado<br />

“El berlinés” desapareció con su avión para siempre dentro de una vorágine<br />

de nubes negras. Mi padre decía que Dios creó al hombre para vivir en la tierra<br />

y no para estar continuamente hostigando al creador con la magia de la<br />

brujería. Manteniendo el respeto debido a mis padres, el miedo hacia dioses<br />

conocidos esculpió la totalidad de mis vivencias de aquellos tiernos años.<br />

No obstante, tampoco faltaban los que despreciaban olímpicamente la ira<br />

de Dios y el respeto hacia el prójimo, o por lo menos eso era lo que recalcaba<br />

mi padre; ahora bien, aquellos nunca adolecieron de falta de humor y abierto<br />

espíritu bromista. Con el paso de los años he podido comprender que su actitud<br />

osada tampoco era de tanta gravedad, si bien hay que aceptar que a<br />

menudo se pasaban de la raya. Valga como ejemplo lo acaecido una mañana<br />

de domingo a una señora elegantemente vestida que se disponía a entrar en<br />

la Plaza de Abastos. Resulta que un amigo mío se acercó a esta señora gorda<br />

y de culo inmenso y, con gran disimulo, le pegó un cartón en la parte inferior<br />

de la espalda, que decía: “Se alquila el cuarto trasero”. ¡Menudo jaleo<br />

se armó en las inmediaciones del Portalón!<br />

50


Desde muy joven me atrajo la fotografía y una muestra de ello es este retrato que le hice<br />

a Guillermo Lasagabaster en pleno esfuerzo dirigiendo la banda de música municipal, a<br />

mediados de los años 20.<br />

Acostumbrábamos a gastar muchas bromas en la Unión Cerrajera, sobre<br />

todo dirigidas a los principiantes, e incluso los oficiales más serios participaban<br />

con entusiasmo en estos juegos. Alguien de nosotros se acercaba al<br />

pobre joven y lo mandaba a otra Sección, diciéndole: Vete a donde Juan<br />

Txantxote y dile que te dé la plantilla del fuelle. ¡Aquel embrollo era el precio<br />

que el nuevo trabajador debía pagar por su inocencia!<br />

Con frecuencia veía el coche de Atxa a punto de partir hacia Elorrio, preparándose<br />

para subir hasta lo alto de Kanpanzar tirado por cinco caballos.<br />

Al parecer, se trataba de una enorme aventura, ya que en la estación de Elorrio<br />

había que coger el tren para llegar hasta Bilbao. Nunca olvidaré los<br />

abrazos interminables entre los viajeros y los que se quedaban en el pueblo.<br />

¡Era como si se despidieran para siempre! Pocos mencionaban la alternativa<br />

de enviar cartas... pues no todos sabían escribir. Bilbao era un gran vacío,<br />

un gran fantasma ciego e inimaginable. Decían que los tranvías recorrían<br />

51


las calles a cualquier hora. No había ni “Ángelus”, ni repique de campanas<br />

que delimitara las horas del día según la doctrina. Se comentaba que a las<br />

fiestas nocturnas asistían bailarinas mostrando la parte superior de la rodilla...<br />

Y todo eso, para mi difunto padre, era pecado mortal, provocado por<br />

la subordinación al desarrollo, algo que en un pueblo pequeño como el nuestro<br />

todavía se podía evitar.<br />

Bilbao estaba lejos, y no eran pocos los que, en vez de ir allá, esperaban<br />

algo especial en el pueblo. Calentaron los cascos al paisano Cristóbal Bedia,<br />

a fin de que llenara su cine con mujeres alegres. Cristóbal, que era prudente<br />

en sus decisiones, primeramente trajo malabaristas. Se conoce que quería<br />

tantear el ambiente. Y aquel primer intento abrió las puertas a la contratación<br />

de un pequeño grupo de bailarinas, que nada más salir al escenario cosechó<br />

un éxito abrumador. Todas eran hermosas, vestidas con medias negras<br />

y faldas en abanico que salpicaban el baile de artística magia. Charlestón,<br />

can-can... Un espectáculo maravilloso para aquellos espectadores ruidosos,<br />

para los que Bilbao quedaba demasiado lejos.<br />

A Cristóbal Bedia no tardó en salirle un competidor en el trinquete de<br />

Maalako Errebala. Y se organizó un segundo acto, esta vez con entradas<br />

que daban derecho a un refresco. El trinquete se llenó hasta la bandera. Sin<br />

embargo, al alcalde Goñi no le hizo ninguna gracia tanta alegría y tanta lascivia,<br />

por lo que envió a Simón el alguacil, provisto de un sombrero sucio tipo<br />

carcelero y un grueso bastón, con la orden de cerrar el frontón caso de que<br />

las bailarinas levantaran sus faldas más allá de la parte superior de la rodilla.<br />

Allí permaneció Simón, tratando de medir la emoción que provocaba el<br />

baile en el público; emoción producida por un tipo de baile desconocido para<br />

el noventa y nueve y medio por ciento de los habitantes de un pueblo formal<br />

y católico. Simón aguantó el tipo, Dios mediante, hasta el final del espectáculo,<br />

y el pobre municipal no fue aplastado por la juventud enloquecida y<br />

tampoco el alcalde Goñi presentó su dimisión. Pero allí terminaron las representaciones<br />

públicas de los pecadores... aunque tuvieron su continuación<br />

en privado, por ejemplo, en las exhibiciones del Casino Viteri.<br />

Aun siendo un pueblo religioso, algunos sólo acudían a la iglesia una vez<br />

al año, y había quien no entraba a la iglesia para nada. Recuerdo lo que le<br />

dijo mi madre a una amiga suya sobre un vecino que a duras penas cumplía<br />

52


con sus obligaciones cristianas: “Ahí va con el ternero del año. Si algún día<br />

la iglesia se cae, difícilmente atrapará a ése debajo”.<br />

Los carnavales eran fiestas bonitas. Para adentrarse en la seriedad de la<br />

Cuaresma, cada uno debía de cargar con su mochila como fuera y se lanzaba<br />

a la juerga con los excesos propios de la tradición. El martes solíamos tener<br />

fiesta el día entero. Mañana y tarde salía el toro ensogado recorriendo el<br />

pueblo calle a calle. Y al mediodía solía haber bailes en la Plaza, primero<br />

para los niños –que bailaban la dantza txikixa– y a continuación el aurresku<br />

de los mayores. Para entonces mucha gente vestía ya de Kukumarru. Cuando<br />

la Banda de Música no era todavía municipal, actuaban grupos de aficionados<br />

y el sistema de financiación de gastos consistía en hacer una recolecta de<br />

dinero entre los oyentes. Para ello, todavía recuerdo una pieza alegre que<br />

tocaban una y otra vez y que todo el pueblo sabía cantar:<br />

Emongo boizu emoizu<br />

bestela ezetz esaizu<br />

aizia ere otza dago ta<br />

nere lagunak irritu.<br />

Atso zahar begi urdiña<br />

sutan erre da sorgiña<br />

beinguan etxonau jango<br />

ik emondako sardiña<br />

Bekoki illun balendriña<br />

Ziztriñ, erkiñ ta sorgiña<br />

beinguan etxonau jango<br />

ik emondako sardiña.<br />

Camino por las casas edificadas en el antiguo jardín de Sola y oigo gritos<br />

de niños provenientes del frontón de Zaldibar. Juegan al fútbol, y siento en<br />

mi interior un dolor sordo, como si el hecho de que practiquen ese deporte<br />

viniera a confirmar la pérdida sintomática de ciertas costumbres. ¿Dónde<br />

han quedado aquellos magníficos pelotaris como Bixente Ale Uribe, Eustasio<br />

Olia Markaide, Tomás Ezkerra Balanzategi, Ricardo Napoleón I Etxebarria,<br />

Faustino Vivillo Velez de Mendizábal, Juan Bautista Mondragonés<br />

53


La plaza del Ayuntamiento con su kiosco fue nuestro lugar de cita, tanto en los años infantiles<br />

para jugar a chorro-morro, chiriquilas, canicas o tabas, como una vez despertado<br />

en nostros el deseo de acercamiento hacia el sexo opuesto. Allí bailábamos al son<br />

impuesto por la batuta de Guillermo Lasagabaster a su Banda de Música.<br />

Azkarate, Juan Juanillo Arenaza, Venancio Venanch Vitoria, Dámaso Garbantso<br />

Azkoaga, Ricardo Axal Azkoaga y tantos otros? Me he quedado un<br />

rato bastante largo mirando al txorimalo situado sobre la iglesia de San<br />

Francisco intentando saber si estará llorando por la desaparición para<br />

siempre de tanta gente. Pero parece que no, yo diría que sigue tan frío<br />

como siempre.<br />

El reencuentro con mis convecinos, además de una sensación emocionante,<br />

me ha producido también cierto desasosiego. Mis conocidos han envejecido,<br />

y la mayoría ya no está aquí. Llevaron sus cuerpos a la tierra santa<br />

del enterrador Lasa y ya no me queda más que su recuerdo, como la imagen<br />

borrosa de las fiestas que se celebraban en los aledaños del pueblo. Desaparecieron<br />

para siempre las romerías a pie de carretera, como la de San<br />

Prudencio o la de Santa Águeda, entre otras, arrinconadas por un despreciable<br />

real decreto. La vuelta a casa era digna de ver, largas hileras de jóve-<br />

54


nes y no tan jóvenes, con el bastón al hombro ensartado en dulces rosquillas.<br />

¡Sabrosas rosquillas que se vendían en cestos elegantes!<br />

<strong>He</strong> llegado a la plaza y ni rastro del kiosco. Ha desaparecido aquel kiosco<br />

que nos posibilitó acercarnos a las chiquillas que antaño, en sus juegos de infancia,<br />

nos agasajaban con unos gritos aborrecibles. Los gusanos se convirtieron<br />

en mariposas y nosotros, fanfarrones tramposos, comenzamos a<br />

acercarnos a disfrutar de su hermosura y amabilidad, aunque la música no<br />

nos dijera gran cosa. No pocas veces me pregunté qué podían ver de atractivo<br />

aquellas chicas esbeltas en estar torpemente atadas a unos tipos desgarbados<br />

que en vez de manos poseían grandes tenazas, como si quisieran<br />

enseñarles a bailar. ¿De qué podían hablar con aquellos chicos que sólo sabían<br />

decir gansadas de taberna? ¿Y yo? ¿Qué era yo dentro de aquel alboroto<br />

chirriante? ¿Mejor? ¡Ni por asomo!<br />

Ante Dios guardábamos un comportamiento falso, y gracias a la confesión<br />

anual –la época de Pascua era la más propicia–, con sesenta credos y cien<br />

avemarías nos daban el beneplácito celestial para seguir siendo sucios pecadores.<br />

A pesar de que perdí mi fe en Dios, creía que unas criaturas tan<br />

preciosas como las chicas sólo podían ser obra de aquél. El kiosco guardaba<br />

muchas promesas de amor, cantidad de acuerdos de matrimonio que provocaron<br />

la evolución milagrosa de numerosos toros bravos a mansos. Muchas<br />

parejas debían su felicidad al kiosco, que nos convirtió en niñeros dóciles<br />

con aspecto de grandes gorilas.<br />

Pasamos, vaya que sí pasamos, del txorro morro, alebi, pote-pote y las tabas<br />

de las niñas al descubrimiento de nuevas estrellas y galaxias. Las lanzadoras<br />

de carburo se convirtieron en experimentos para el futuro. Después de la guerra,<br />

cuando salimos de los campos de concentración, utilizamos esas ciencias<br />

para construir candiles de cocina, con sus leyes de tolerancia inclusive. Marcos<br />

Vitoria pagó caro su valor, pues olvidó las reglas básicas –como la que dice<br />

que el tubo de salida del gas debe ser estrecho y largo– aprendidas en los lugares<br />

secretos del pueblo. El candil le estalló y perdió parte de la vista.<br />

En primavera las calles se vestían de diferentes colores y los jardines de<br />

Viteri estaban realmente hermosos. Los trabajadores del Ayuntamiento estarían<br />

cerca, intentando cubrir los agujeros de la carretera con brea y guija-<br />

55


os. Era impresionante ver las salidas de los bomberos –Pedro Arotza Bidaburu,<br />

Patxi Yarza y el jefe de barrenderos Ángel Txaleko Madinabeitia–<br />

, con sus mangueras multirriego a cuyas bocas a menudo ni siquiera llegaba<br />

el agua, debido a los múltiples agujeros que tenían en todo su largo. Sin embargo,<br />

las mangueras cortas daban mejor resultado y Txaleko era todo un<br />

artista a la hora de refrescar los alrededores de la Plaza de Abastos. Los<br />

niños más rápidos y hábiles solían estar cerca, tentando al barrendero con<br />

sus provocadores O...na!, O...na!<br />

Eso ocurría si algún alguacil no nos echaba de allí, por supuesto. No andaría<br />

lejos el diligente guardia municipal Luis Cánovas Arana, intentando<br />

demostrar su autoridad con gestos ridículos. En aquella época sufrimos una<br />

epidemia de viruela y fumigaban a todos los visitantes que venían de fuera,<br />

después de desnudarlos. Aquel trabajo correspondía a los municipales. Un<br />

día, Cánovas tuvo que acudir a la casa de Hierro de Zigarrola, donde tenían<br />

un enfermo, y lo hizo sin tomar las precauciones que requería la visita, pero<br />

eso sí, cumpliendo con el deber que correspondía a su cargo. El caso es que<br />

se contagió y de allí en adelante el rostro del alguacil quedó adornado por<br />

unos agujeros del tamaño del que abrigaba el arco del Portalón.<br />

De todos modos, lo que a la sazón yo más apreciaba era el cine. Tendría<br />

tres años, cuando mi padre me llevó en brazos a mi primera sesión de cinematógrafo.<br />

Fue en la calle del Medio, en la bajera de la casa de Macario Zabarte,<br />

que luego se convertiría en el Círculo Tradicionalista, junto al estanco<br />

de Lorenza. Y ya que he mencionado a Lorenza, añadiré que entre nosotros<br />

era más conocida que el propio alcalde, mayormente por poseer botes llenos<br />

de caramelos. Lo único que puedo recordar de aquel día cinematográfico es<br />

el silencio del gentío allí reunido. Aquella emoción quedó grabada en mi<br />

mente. Por lo que pude saber años más tarde, Luis Txomin Txiki Ibáñez fue<br />

el encargado, como acostumbraba a hacer siempre que se proyectaba una película<br />

en el salón de actos municipal, de comentarnos los pormenores de la<br />

película antes de iniciarse su proyección.<br />

Más adelante, tuve ocasión de presenciar una sesión de cine más seria.<br />

La película se proyectó sobre un telón colgado en una pared de la Plaza de<br />

Abastos. Seguimos la sesión sentados, después de poner de costado los bancos<br />

de madera que se utilizaban para colocar las cestas de verduras a la<br />

56


El Mondragón de mi niñez ya nos permitía gozar de espectáculos circenses, cenematográficos<br />

y teatrales, atractivo singular para una sociedad anclada aún en usos y costumbres rurales.<br />

venta. Esperamos ardiendo en deseos de que todo se hiciera oscuro, y cuando<br />

el silencio se adueñó del lugar, un foco de luz hizo emerger en la pantalla las<br />

imágenes rígidas de los personajes de aventuras.<br />

Al poco, se abrió el cine de Benito Mardo Abarrategi en la calle Olarte. La<br />

sala de Mardo era muy pequeña, por lo que la proyección se realizaba desde<br />

el otro lado del telón, metiendo la cinta del revés, para que la imagen apareciera<br />

correctamente sobre la tela transparente. Para ello, se construyó una<br />

columna de piedra sobre el río Aramaio, unida a la parte posterior de la sala<br />

mediante un puente de madera. Colocaron una caseta en la columna y desde<br />

allí Mardo proyectaba las películas. Un día, una inundación se llevó por delante<br />

la columna y posteriormente no hubo más sesiones cinematográficas.<br />

En primer lugar proyectaban dos películas cómicas y a continuación comenzaba<br />

el programa serio. Uno de los organizadores se esforzaba en presentarnos<br />

adecuadamente el guión de lo que estábamos viendo. Así mismo,<br />

en su esfuerzo por seducir nuestras sensaciones, nos ofrecía oportunamente<br />

sus comentarios más sabrosos. Y doy fe de que lo conseguía. Valga como<br />

57


ejemplo, aquella película en la que un hombre malvado dio fuego al puente<br />

del pueblo valiéndose de una gran lupa; aquel individuo se ganó todo nuestro<br />

odio. Al ver aquella escena me di cuenta de lo terrible que podía llegar a<br />

ser el mundo caso de toparse uno con malhechores de la talla de “Puñales”<br />

o “Veneno”. Para la mayoría de los que nos encontrábamos allí, no cabía<br />

duda de que era mejor vivir en las calles estrechas pero seguras cercanas a<br />

nuestra parroquia que en cualquier lugar abierto y lleno de desconocidos.<br />

La primera vez que vi moverse a los actores y actrices fue el día de San<br />

Luis Gonzaga; yo tendría unos diez años. Fue en el Centro Católico. Dos<br />

horas antes de comenzar la proyección yo ya estaba allí, lo más cerca posible<br />

del telón, por derecho propio. Una vez la sala se hubo llenado de espectadores,<br />

el cura Don Paco se situó tras el proyector. Al apagarse la bombilla,<br />

aparecieron las imágenes. ¡Menudo espectáculo! Se veían prados soleados<br />

llenos de rosas. Aquellas llanuras se contraponían a nuestros valles montañosos.<br />

Luego aparecieron los rostros alegres de unas muchachas. De repente<br />

una de ellas dejó el grupo y se dirigió a un chico que acababa de aparecer<br />

por primera vez. Pensé que serían parientes, ya que el chico empezó a acariciar<br />

con la mano la cara de la chica. A continuación nos quedamos a oscuras.<br />

Y, debido a aquella avería inesperada, se oyeron pitidos en la sala.<br />

Para cuando retornaron las imágenes, los dos jóvenes que habíamos visto<br />

segundos atrás habían desaparecido. Nos quedamos sin luz en dos ocasiones.<br />

Al terminar la proyección algunos decían que Don Paco era el único culpable<br />

de los dos cortes y achacaban la razón a un beso que no se vio entre los<br />

dos jóvenes. Yo no di crédito a lo que decían, porque, ¿cómo rayos iban a empezar<br />

a besarse dos personas que se acababan de ver por vez primera?<br />

Las películas se anunciaban mediante fotos expuestas en el arco del Portal<br />

de Abajo. El cine nos acercó el mundo y así conocimos los trenes inmensos<br />

de Bilbao o Barcelona. Vivimos los dramas misteriosos de la línea<br />

Paris-Lyon-Mediterranée casi en directo, a través de artistas que nos emocionaban<br />

sumamente. Las entradas de a perra gorda daban derecho a sentarse<br />

en los bancos. Los novios, por su parte, pagaban un real por las sillas.<br />

Las películas constaban de dieciséis episodios proyectados en cuatro domingos,<br />

y en la última parte de cada bloque los malvados dejaban atado al<br />

pobre protagonista en las vías del tren, mientras el tren se acercaba. “Fin del<br />

4º episodio. ¿Se salvará William Duncan? No dejen de ver el 5º episodio”.<br />

58


Y nos quedábamos esperando la llegada del siguiente domingo, haciendo<br />

todo tipo de predicciones sobre la suerte que correrían Duncan y su prometida<br />

Bárbara. Más de una vez llegamos a cuestionar la aportación pasiva de<br />

Dios, pues parecía que éste estaba aliado con los malos, ya que no entendíamos<br />

cómo podía dejar al protagonista atado a la vía del tren y abandonado<br />

a su suerte durante otros siete días. Al cabo de la semana allí estábamos todos<br />

de nuevo mirando a la pantalla atentamente. Con sólo aparecer la maquina<br />

del tren humeante se nos hacía un nudo en la garganta..., mientras el conductor<br />

frenaba la gran máquina a un metro escaso de William. ¡Aplausos!<br />

Como el cine era de pago, el público tenía la opción de demostrar su enfado<br />

a través de pitadas, y así es como se logró –sin llegar a pataleos y<br />

demás– que Usabiaga tocara el piano en películas como “La bolas de Karlague”,<br />

“Las dos huerfanitas de París” y alguna que otra más. Pensábamos<br />

que ni en el cielo podía haber tanto nivel, porque allí, al parecer, no echan<br />

películas de cabaret ni de malhechores. Según los que saben del tema, en el<br />

cielo los santos de capa larga cumplen los roles de protagonista... y como<br />

son entes espirituales, en las salas de cine de allá no se distribuyen ni gaseosa<br />

ni cacahuetes. Debo confesar, empero, que todavía conservo vivas las<br />

emociones de los momentos de peligro que nos ofrecían las películas del más<br />

acá del cielo, y lo hago un poco avergonzado, pues creo que debería ser un<br />

poco más serio, quizás manteniendo el nivel de seriedad que se suponía a los<br />

viejos que, mientras nosotros asistíamos al cine, se sentaban en los bancos<br />

del Ferial y nunca asistían a los espectáculos de titiriteros, bajo candiles de<br />

carburo más potentes que la lámpara eléctrica de Argi Errota.<br />

El teatro, en cambio, no me gustaba tanto, aunque acudía puntualmente,<br />

si no había nada mejor. De todos modos, me dejó un buen recuerdo el representado<br />

por el hijo del doctor Urbina, el matrimonio Krisis y otros participantes<br />

en el Centro Católico. A pesar de que intenté que no ocurriera,<br />

también aquella tarde salí de la sala con las tablas del escenario clavadas en<br />

el pecho, pues permanecí de pie en primera fila durante toda la función. El<br />

porqué es el siguiente: Rosa Aranburu, la que sería esposa del hojalatero de<br />

la Calle del Medio Victor Arriaran y que desempeñaba el papel de Garbiñe,<br />

me causó una impresión inenarrable. Su semblante pálido, pañuelo elegante<br />

y hermoso, falda de casera roja y bien planchada y, sobre todo, aquellos gestos<br />

sutiles suyos que sobresalían sobre los majaderos que tenía al lado, fue-<br />

59


¿Hay algo más entrañable para un mondragonés<br />

qie la visión de su magnífico ayuntamiento? Desde<br />

Montevideo no dejo de contemplarlo, en mi recuerdo.<br />

60<br />

ron demasiado para mi espíritu<br />

infantil. Y me pareció<br />

haber vivido la<br />

sensación de la felicidad<br />

personificada. Quizás algo<br />

similar a lo que sintió Sancho<br />

Panza cuando dijo a<br />

Don Quijote que allá donde<br />

esté la música no habrá<br />

lugar ni para la tristeza ni<br />

para la desgracia.<br />

Ya que he mencionado al<br />

sacristán Eugenio Krisis<br />

Elorza, no he olvidado que<br />

cierto día, estando Eugenio<br />

con el cura Don Lorenzo en<br />

la sacristía, éste le hizo la siguiente<br />

apuesta al sacristán<br />

con fama de charlatán: ¡A<br />

ver si era capaz de estar<br />

quince minutos sin decir<br />

nada a nadie! Apostaron un<br />

duro. La única condición<br />

era que Krisis debía caminar<br />

sin parar de un lado a<br />

otro de la sacristía, repitiendo<br />

esta frase: “<strong>He</strong>mendik<br />

hara eta handik hona”<br />

(De allá a acá y de acá a<br />

allá). El sacristán inició la<br />

prueba y el cura se fue en<br />

busca de Krisisesia para<br />

anunciarle que a su marido<br />

le había pasado algo y se encontraba en la sacristía murmurando cosas incomprensibles<br />

y caminando de un lado a otro; dicho lo cual, suplicó a Krisisesia<br />

que fuera a la sacristía cuanto antes. La mujer acudió y nada más verlo


se plantó frente a su marido y, sujetándolo del brazo con el propósito de interrumpir<br />

aquel extraño ir y venir, le dijo: Pero Eugenio, ¿qué te pasa? El enfado<br />

del sacristán fue en aumento debido a la actitud de su esposa, mientras<br />

D. Lorenzo, en una esquina, no podía aguantar la risa. Eugenio no podía perder<br />

las cinco pesetas de la apuesta... pero su mujer no le dejaba ni respirar.<br />

Al final el pobre Krisis explotó: “¡Mierda...! ¡Has hecho que pierda cinco pesetas...!<br />

¡Fuera de mi vista... he perdido por tu culpa, sí, por tu culpa!” Al ver<br />

el jaleo que se montó, el cura perdonó la deuda al pobre Eugenio.<br />

Pero un poco más arriba he hablado sobre Garbiñe, y recuerdo que muchos<br />

años más tarde, un mediodía que me dirigía a casa con un compañero<br />

de trabajo, que también era grabador, le hice parar frente a la tienda de Víctor<br />

Arriaran y proyecté las excelencias de la ex-actriz teatral en la que podía<br />

ser la mitificación de Garbiñe. Mi compañero me miró asombrado, con la<br />

misma rara sensación con la que se mira a un loco. La marea humana que<br />

nos seguía nos empujó calle arriba y aquel poeta frustrado en que me había<br />

convertido por un momento se prometió a sí mismo que en las venideras<br />

fiestas de Santo Tomás bailaría con alguien del estilo de aquel ángel. Como<br />

decía mi padre, para perder una cosa no hay nada mejor que tener demasiado<br />

interés por ella. Y eso mismo fue lo que me sucedió a mí, pues aquella<br />

en quien personifiqué el ideal de Garbiñe no demostró ningún interés por<br />

mí, y aunque lo intenté durante años, nunca conseguí arrancarle ni el más<br />

mínimo signo amable. Era como si Mondragón me estuviera vedado a toda<br />

aventura amorosa.<br />

Diez años más tarde conocí en Toulouse a una chica que tenía un aire a<br />

Garbiñe. Viendo que la fortuna arremetía con fuerza en mi corazón, no quise<br />

dejar pasar la oportunidad y le pedí que fuera mi esposa. Desde entonces vivimos<br />

juntos y felices, en la medida en que uno puede ser feliz habiendo sido<br />

un trabajador durante toda su vida. En Toulose, sin embargo, no hubo ceremonia<br />

del carro para los recién casados, como solía producirse en nuestros<br />

caseríos. En la zona de Mondragón, fui varias veces testigo de dicho acto: un<br />

carro que va camino de la casa del nuevo matrimonio, anunciando su paso<br />

con el ruido seco y chirriante de los ejes, llevando, entre otras cosas, grandes<br />

armarios de castaño para la habitación, espejos, sillas, escaños hermosos<br />

y calderas de cobre para la cocina. El chirrido del carro siempre<br />

provocaba la envidia de alguna chica vieja. ¡Asombroso! ¡En las nalgas del<br />

61


par de bueyes no había ni rastro de estiércol! Tanta limpieza sólo era concebible<br />

en este tipo de ceremonias. Cuando nacía el primer hijo, padre y<br />

abuelo se dirigían al monte en busca del mejor árbol, y sería el tronco central<br />

del mismo el que se utilizaría como madera de la viga principal de la casa<br />

a construir para la boda del vástago recién nacido.<br />

Las calles de aquel lejano Arrasate ejercían una atracción especial en nosotros,<br />

pues era allí donde pasábamos infinidad de horas, de un lado para<br />

otro, jugando y haciendo todo tipo de fechorías. En el número 12 de la calle<br />

Magdalena estaba el herradero de Olatxo y a menudo íbamos allá a ver cómo<br />

ponían zapatos nuevos a las vacas, después de colgarlas de las tripas. Más<br />

arriba, de derecha a izquierda, teníamos el negocio de Nicolás Kamiñero Altuna,<br />

que subía el carbón vegetal hasta los camarotes, la tienda de Domingo<br />

Txomin Azkargorta, la taberna de Txosa y la peluquería de Julián Errabaleko<br />

Kojua Urriategi, y justo enfrente de mi casa estaba la tienda de telas de<br />

Julián Zeziaga, que criaba los caballos que iban a beber agua al abrevadero<br />

cercano a la casa de Adán de Yarza y la Plaza de Abastos.<br />

Junto al Portalón se encontraba la tienda de Fermín Katutxua Eguren,<br />

que luego se trasladaría a la calle Olarte, concretamente a donde Mardo.<br />

Subiendo por la calle del Medio estaban el establecimiento del vendedor de<br />

metales Casimiro Calderero Pradera, el de Víctor Hojalatero Arriaran y el<br />

estanco, y frente a éste, la zapatería de Ramón Catalán Fernández. También<br />

existía una tienda de alpargatas regentada por Antonio Goiru Ugarte y, por<br />

último, antes de llegar a la Alhóndiga teníamos Txikisena –Francisco González–<br />

una de las tiendas más famosas del pueblo. Por los alrededores solían<br />

estar Isidro <strong>He</strong>riz y Andrés Tonto Viteri, que trabajaban bajo el mando de<br />

Cruz Madinabeitia, sosteniendo odres de cien kilos e incluso más bajo el<br />

brazo y sobre los hombros para cargarlos al carro tirado por los mulos de Isidro,<br />

antes de distribuir el vino por los bares.<br />

Antes de llegar a los bajos del Ayuntamiento, en el mismo lado de la Alhóndiga,<br />

abrieron la Oficina de Correos, y posteriormente la inspección de<br />

los municipales, bajo el mando de un ex guardia civil. Al otro lado, siguiendo<br />

calle arriba, aparecía la taberna de Benito Txotxo Riviere, un hombre de<br />

mucho genio y muy bromista. Ya en el cantón de la plaza estaba el Café Universal,<br />

sin duda el más famoso del pueblo. Después nos encontrábamos con<br />

62


El Jurado del Concurso de Pintura de Bilbao de<br />

1927 otorgó el primer premio a mi obra “La guerra<br />

consagrando la supremacia de las artes industriales”.<br />

Había dedicado dos años a su preparación,<br />

trabajando a plumilla y con tinta china.<br />

la casa de Mendia. El siguiente establecimiento era el que nosotros, de niños,<br />

más apreciábamos, es decir, la tienda de dulces y golosinas de Lorenza. Al<br />

lado, la zapatería de Murgoitio.<br />

A continuación estaban la peluquería bajo el Círculo Tradicionalista y la<br />

cooperativa de los carlistas. En esta última se vendía el pan más delicioso que<br />

hacían donde Concon, en la calle Zarugalde. Justamente allí estuvo escondido,<br />

los primeros días nada más estallar la guerra, el famoso Alberto Perder<br />

Aranburuzabala. Más arriba, a la derecha, teníamos el establecimiento<br />

de telas de Luko, y una vez pasado el cantón, frente al pórtico de la iglesia,<br />

la tienda de comestibles de la Unión Cerrajera. Un poco más arriba, la hermosa<br />

ferretería de Cipriano Karrikiri Resusta, que colocó las vidrieras de<br />

colores de la parroquia. A la izquierda teníamos el hostal-bar de Cayo. Al<br />

final de la calle, a la derecha, el Casino Viteri, la perfumería de Zarraoa y<br />

la casa del cochero Margallo y, en lo más alto de la cuesta, la casa de Inés<br />

Txantxote Mercader.<br />

63


En la parte alta, en los números 56, 58, 60 y 62 de la calle Ferrerías,<br />

había unas casas que pertenecieron a la familia Sola. El ayuntamiento las derruyó<br />

y construyó un centro escolar en el solar. Aunque el proyecto era de<br />

1928, no pudieron llevarlo a cabo hasta 1932, justo en la época de la República.<br />

El alcalde del pueblo era Eugenio Karrikiri Resusta y creyó que lo<br />

más apropiado sería dar a aquel complejo escolar el nombre de algún mondragonés<br />

reputado. Una vez hecha la consulta a Juan Carlos Guerra y tras<br />

conocer su opinión, el Ayuntamiento tramitó el expediente por el que se solicitaba<br />

al Ministerio permiso para poner a la nueva escuela el nombre “<br />

Doctor Zaraa Bolibar”, personaje del siglo XVI, afamado rector de Salamanca.<br />

Al parecer, Juan Carlos Guerra no dio a conocer a los miembros de<br />

la corporación que el mondragonés Zaraa Bolibar había sido teólogo dominico<br />

y al percatarse de ello las autoridades del pueblo, decidieron no ponerle<br />

ningún nombre al complejo escolar. Cuando los Viatoristas llegaron a Arrasate,<br />

dieron al centro el nombre de San José.<br />

Bajando de Gazteluondo hacia Zurgin Kale pero sin dejar la zona alta, nos<br />

encontrábamos con el cuartel de la Guardia Civil. Allí vivía un guardia al que<br />

yo consideraba como a un tío. Al tener gran amistad con mi padre, me acogía<br />

cariñosamente siempre que iba a visitarlo. Aunque estaba casado, no<br />

tenía hijos. En aquella época se conoce que había en el cuartel un comandante<br />

de carácter muy violento y cierta tarde se produjo un altercado entre<br />

mi tío y su superior. Aquél le pegó al comandante con su fusil, por lo que fue<br />

arrestado. Fue condenado a muerte pero mi padre logró la intermediación<br />

de D. Félix Arano y le conmutaron la pena capital por 20 años de presidio.<br />

Cumplió la pena en las cárceles de Cercedilla y Ocaña. Lo dejaron en libertad<br />

en 1935 y se fue a vivir a Vitoria. Al producirse el alzamiento de 1936,<br />

el comandante interpuso una falsa acusación en contra del guardia, y éste<br />

tuvo que hacer frente a un nuevo juicio. Tuvo mala suerte y lo ajusticiaron<br />

mediante garrote vil. ¡Sólo de pensarlo me entran escalofríos!<br />

Subiendo por la calle Iturriotz, el primer establecimiento con el que nos encontrábamos<br />

era el de Olia, de los Markaide, y luego la zapatería de Fidel<br />

Txoroka Azkonaga. En el portal situado entre estos dos establecimientos vivía<br />

nuestra familia, justo encima de la carnicería de Benita. Más arriba estaba la<br />

casa de Fermín Maixor Resusta. Uno de los Resusta 5 fue el que luego dio<br />

nombre a la calle, pero no llegué a conocer a dicho personaje. Los edificios<br />

64


de al lado eran la casa de Manolo Kafekua Otaduy, la farmacia y el Batzo ki.<br />

Una vez pasado el portal de Cruz Madinabeitia nos topábamos con el del alcalde<br />

Juan Goñi y a continuación estaban la tienda de Pío Azkarate y la panadería<br />

donde mi difunto padre trabajó durante más de treinta años. Después<br />

venían la casa de Arkauz y la del doctor Urbina, y tras pasar el cantón de la<br />

Concepción, se accedía a los bajos donde vivía el párroco D. José Joaquín<br />

Arin. Encima lo hacia la familia Errasti. Una frente a la otra se encontraban<br />

la tienda de dulces de Antonio Bixkai Eizaguirre, hombre de mucho genio, y<br />

el portal de Melkiades Jauregibarria, que años más tarde llegaría a ser alcalde.<br />

La esposa de éste último, Rosario Lopardixena Etxebarria, fue durante<br />

muchos años la amortajadora de la localidad. Frente al Centro Católico<br />

vivía Evaristo Gixau Axpe.<br />

En el lugar donde confluyen la calle Iturriotz y la cuesta de Arrasate estaba<br />

el herradero de Otaduy, que posteriormente Eusebio Kapelatxo Pagalday<br />

transformaría en carpintería. Un día, el anciano de Takolo hizo una<br />

apuesta a ciertas personas de la calle. La apuesta consistía en que para<br />

cuando un corredor –fuera quien fuera–, partiendo desde la acequia del otro<br />

lado de la cuesta del Paseo Arrasate, llegara al herradero, él ya se habría comido<br />

dos kilos de pan y bebido dos litros de leche. La apuesta fue aceptada.<br />

El casero hizo sopas de pan con uno de dos kilos y antes de que el corredor<br />

hubiera llegado a Etxetxo el de Takolo ya se había tragado todo.<br />

Tan pronto como he indicado que la mujer de Melkiades Jauregibarria era<br />

la amortajadora local, me ha venido a la memoria el misterio y el rito que<br />

guardábamos ante la muerte. Antes de vestirlo, aquella mujer debía lavar el<br />

cuerpo del finado. ¡Y de qué manera! Los hombres debían ser vestidos con el<br />

hábito de San Francisco de Asís y las mujeres, en cambio, de negro, como lo<br />

estaba la Virgen del Calvario. Una vez vestido el difunto, se llamaba al rosario<br />

y la gente acudía a casa del fallecido. <strong>He</strong> tenido que velar cuerpos y rezar<br />

rosarios en muchas casas vecinas y en numerosas ocasiones, mientras mi padre<br />

estaba trabajando en la panadería y, a menudo, estando mi madre medio enferma.<br />

(5) José María Resusta Altuna, uno de los fundadores de UCEM.<br />

65


Y al día siguiente, entierro. Entierros de primera, segunda y tercera categoría.<br />

Las diferencias en vida también eran evidentes a la hora de la<br />

muerte, tal y como sucede hoy día. Se celebraban por la mañana. Los de los<br />

más pobres a primera hora. Los de primera y segunda, a media mañana<br />

para, nada más enterrar al muerto, poder celebrar las honras, es decir, la comida<br />

con los familiares y amigos lejanos. En aquella época se comentaba<br />

que estando a punto de morir el viejo abuelo de un caserío, mataron un ternero<br />

para poder dar de comer a los asistentes a las honras. Aunque el abuelo<br />

del caserío yacía moribundo, su nuera le dio en presencia del hijo una taza<br />

de caldo de carne del ternero. Al anciano le sentó magníficamente aquello y<br />

después de suspirar profundamente dijo:<br />

–¡Si hubiera tomado yo este caldo a tiempo, no estaría tan enfermo!<br />

–¡Pues mire, padre, ahora que ya hemos hecho el gasto se tendrá que<br />

morir! –le contestó el hijo.<br />

¿Costumbres de otro tipo de sociedad? Quizás. Cierto es que el progreso<br />

ha aportado grandes ventajas al pueblo, ventajas que ni siquiera llegamos a<br />

sospechar en nuestra infancia. Todavía recuerdo perfectamente que en las<br />

tiendas los panes de dos kilos se medían mediante una muesca realizada encima<br />

de un listón. Y las telas se medían por codos y por palmos. En dicha<br />

empresa, el tendero bracicorto conseguía mayores beneficios. Junto a los sistemas<br />

de medida de la época, me vienen a la memoria los humildes recursos<br />

técnicos de que disponíamos en mi juventud, por ejemplo, los que utilicé<br />

en las clases de dibujo de Viteri para realizar los trabajos titulados “Jesucristo<br />

curando al paralítico” y “La guerra consagrando la primacía de las artes industriales”.<br />

Tardé en terminarlos dos y tres años respectivamente, trabajando<br />

con plumilla y tinta china, con una dedicación de hora y media diaria.<br />

¡Con los recursos gráficos que hay hoy, hubiera sido suficiente con la décima<br />

parte del tiempo!<br />

Como ya he señalado, presenté mi trabajo al Concurso de Dibujo de Bilbao<br />

el 22 de Junio de 1927. Fue entonces cuando conocí la capital de Bizkaia.<br />

El inmenso movimiento tanto de día como de noche me dejó<br />

maravillado. Incluso contando con días de cuarenta y ocho horas no habría<br />

podido llegar a saborear todo lo que yo hubiera deseado. La primera tarde<br />

fuimos a ver una obra de teatro cómica. No conseguí reírme, ya que el sueño<br />

me arrancó de raíz la capacidad de prestar atención. Por fin, una vez acos-<br />

66


tado en casa de mi tía, las picaduras de millones de chinches me invitaron a<br />

vestir la indumentaria de Adán y salí al balcón medio desnudo. Desde allí<br />

tuve oportunidad de escuchar, prolongada y nítidamente y con una emoción<br />

propia de un niño, el ruido transparente de los tranvías, característica de la<br />

modernidad de las grandes capitales.<br />

Me encontraba en Bilbao y se estaba transformando en realidad aquel<br />

mundo onírico e irreal que comenzaba a tomar cuerpo en mí tan pronto<br />

como el coche de caballos de Atxa acometía la subida a Kanpanzar. Allí estaban<br />

las calles anchas y bulliciosas. En uno de aquellos tranvías llegué hasta<br />

Algorta. ¡Vi carteles multicolores de cabaret! Ya tenía qué contar a mis compañeros<br />

de trabajo y amigos, a pesar de que hubiera preferido comprobar las<br />

cualidades de aquellas bailarinas en directo, aun a riesgo de que en el pueblo<br />

mi osadía hubiera sido considerada pecaminosa. Pero decían que en Bilbao<br />

la libertad era total.<br />

Volví al pueblo intentando ahuyentar el sueño acumulado en la macrociudad<br />

y, sobre todo, con la esperanza de volver al buen camino, sin caer en<br />

tentación alguna. Ya conocía Bilbao y eso no era moco de pavo en mi breve<br />

curriculum. Entonces comprendí a la perfección la reacción del hijo más<br />

joven del caserío Txaeta que, dirigiéndose a cumplir el servicio militar,<br />

cuando el tren pasaba por Deba comenzó a gritar que entre los árboles se vislumbraba<br />

un río inmenso.<br />

Transcurridos unos días desde que llegué de Bilbao, Don Ricardo Axal<br />

Azkoaga me llamó a su oficina y me enseñó recortes de prensa de ciertos periódicos<br />

bilbaínos. En aquellos papeles se podía leer mi nombre, informando<br />

de que había recibido el primer premio del concurso. En aquel instante me<br />

vino a la mente la imagen de Don Félix Arano, preguntándose en alto cómo<br />

era posible que yo, siendo un alumno tan malo en su escuela, me hubiera desenvuelto<br />

tan bien en un trabajo de dibujo. Dicha imagen borrosa del pasado<br />

me animó a tomarme más en serio los estudios, sobre todo porque sentía la<br />

necesidad de dar un soporte teórico a mi práctica fabril.<br />

El dibujo presentado en el Concurso de Bilbao, así como otros más de la<br />

época, me los trajo mi madre en su único viaje a Montevideo. Fue una sorpresa<br />

para mí y no me hizo mucha gracia, ya que me pareció que el templo<br />

67


familiar dejado atrás en mi huida se empezaba a resquebrajar con el salto<br />

de los dibujos al otro lado del océano.<br />

–¡Pues, hijo mío... el dibujo es tuyo y he pensado que debería estar en tu casa!<br />

–Mi casa siempre estará donde estés tú...<br />

A decir verdad, nunca dejé de pensar que mi aventura del exilio sería pasajera.<br />

Cuando falleció mi madre me di cuenta que la situación se podría<br />

prolongar por siempre.<br />

El éxito cosechado en Bilbao me facilitó el camino en la fábrica. El jefe<br />

de personal José Añibarro me llamó a su despacho y me preguntó por el oficio<br />

que yo más desearía. Existía la posibilidad de trabajar con madera, y<br />

eso fue lo que le pedí: había que tener a punto la estructura de las máquinas<br />

para luego poder preparar los moldes. Como ejercicio, me encargaron realizar<br />

la unión de unas flores de fantasía. Los años dedicados al dibujo me<br />

aportaron un resultado semejante al que hubiera logrado siendo profesional.<br />

Vistas mis habilidades, me pusieron a grabar sellos de acero. Los preparaba<br />

en escayola y a partir de ahí lograba hacer moldes de bronce.<br />

Disponía de dos ayudantes que cobraban 10´50 pesetas al día. Yo cobraba<br />

5´50. Transcurridos unos meses, Bonifacio Potaje Maidagan me persuadió de<br />

que podía aspirar a un sueldo mejor y presenté una reclamación, pero Paco<br />

Maixor Resusta impidió que cobrara la quincena argumentando que mi trabajo<br />

lo podía hacer una mujer. “¿Y qué? –le contesté– ¿Acaso las mujeres tienen<br />

menos derechos que los hombres?”. Don Paco, que tenía el título de<br />

ingeniero que le compró su padre, me echó de su despacho. Ante eso, no<br />

tuve más remedio que presentar una denuncia en el sindicato. Así comenzó<br />

mi calvario en la Unión Cerrajera, pues en la fábrica no querían trabajadores<br />

revoltosos. Y mi dignidad tampoco estaba en venta. Al menos creía que<br />

podía luchar.<br />

Los sueldos de los trabajadores eran bajos, reducidos, y el cabeza de familia<br />

tenía que trabajar a destajo para sacar su familia adelante, incluso llevándose<br />

trabajo a casa una vez terminada la jornada en la fábrica, a fin de<br />

conseguir el dinero necesario para pasar el mes. Y si algún día enfermaba,<br />

era bastante normal verlo a la puerta del bar de Cristóbal, con una silla y una<br />

68


andeja sacadas del mismo bar, rogando a sus compañeros de trabajo la<br />

“voluntad” de la liquidación de la quincena.<br />

El pueblo ha progresado en muchos aspectos. Pero dentro del peaje pagado<br />

por ello está el haber dejado en el camino, para siempre, numerosos<br />

matices humanos. Me viene a la mente Teodoro Larrañaga, un heladero encantador<br />

que no representa un pasado tan lejano. Cuando nevaba, iba desde<br />

su casa de la calle del Medio a Kurtze Txiki, concretamente hasta la Nevera.<br />

Una vez allí, introducía toda la nieve que podía en un profundo agujero,<br />

antes de cubrirlo de helecho. Y le estábamos sumamente agradecidos por el<br />

trabajo del invierno cuando, en los días de bochorno de verano, aparecía en<br />

la plaza del pueblo con su carrito de mano ofreciendo, para nuestro deleite,<br />

los excelentes helados creados con ayuda de aquella nieve o el agua fresca<br />

sin kezka preparada con medio limón y un porrón de agua. ¡Qué momentos<br />

más entrañables!<br />

“De chavales, los amigos de siempre de la calle, casi todas los días al<br />

anochecer nos metíamos en algún portal a contar cuentos” escribía hace<br />

mucho tiempo a un amigo mío, intentando resaltar las diferencias entre<br />

aquella época y la actual. Hoy en día es muy difícil, por no decir imposible,<br />

detectar afición alguna a narrar cuentos dentro de los juegos de niños, como<br />

ocurría en nuestros tiempos. Recuerdo lo que, según contaban, acaeció a un<br />

casero andrajoso y tacaño y a su mujer, quien, incluso después de morir su<br />

marido seguía aterrorizada, pues no podía olvidar los azotes que aquél, en<br />

vida, le propinaba con una vara fina. Cuatro hombres sacaron a hombros el<br />

ataúd del caserío cuando, al parecer, golpearon involuntariamente una rama<br />

del avellano situado frente a la casa, lo que produjo un pequeño enredo, teniendo<br />

que dejar la caja de nuevo en el suelo. ¡Tened cuidado! ¡Y lleváoslo<br />

cuanto antes, por Dios... que incluso ahora está buscando ése el látigo...! –<br />

rogó la viuda del difunto a los que transportaban el féretro, incapaz de ahuyentar<br />

su miedo.<br />

El sucedido histórico protagonizado por Agustín Tambor Aranzabal lo escuché<br />

también por primera vez en una de aquellas tertulias, en una conversación<br />

habitual en la que la alegría y la tristeza pueden ir unidas de la mano.<br />

Correría el año 1906 cuando Aranzabal regresó de Cuba enriquecido, con ese<br />

aspecto tremendamente extraño que le daba el dinero. Vistiendo ropa blanca,<br />

69


sombrero de paja y sosteniendo un bastón, gustaba de observar la entrada<br />

de los trabajadores de la Unión Cerrajera, y disfrutaba con las carreras de<br />

los que se apresuraban para llegar justo antes de que el portero Patxi Yarza,<br />

haciendo caso a la sirena de la fábrica, cerrara la puerta. Una mañana de domingo,<br />

Tambor entró en una taberna donde se encontraba un grupo de amigos<br />

y con gesto ostentoso dijo al tabernero que él pagaría toda la<br />

consumición. Los allá reunidos tributaron un gran aplauso al fanfarrón, pero<br />

Venancio Sandios Aranburu, que estaba sentado en una mesa, se fue incorporando<br />

poco a poco para acercarse a Tambor:<br />

–¡Chico, cómete el huevo de la gallina, pero jamás te comas la gallina!<br />

–¿Qué pues?<br />

–¡Ya lo verás!<br />

Tras aquella breve conversación y habiéndose hecho un silencio sepulcral,<br />

Venancio le dirigió a Tambor unas rotundas palabras que todos pudieron oír:<br />

–Agustín, te voy a echar una maldición... ¡Ojalá vivas muchos años!<br />

En aquel momento pocos pudieron comprender la amargura que encerraban<br />

tanto el serio consejo como la ridícula maldición proferida por Venancio.<br />

A los pocos años a Tambor se le acabó la gallina de los huevos de oro<br />

y tuvo que presentarse en la Unión Cerrajera para poder ganar unas pesetas.<br />

Lo colocaron de portero en la zona de la Concepción.<br />

A mi juicio, el seudo-progreso ha aflorado el mal. En mi viaje de vuelta<br />

no he encontrado la estación de tren ya que, en nombre de la modernidad,<br />

el servicio quedó suspendido hace unos quince años, tras ofrecer a los vecinos<br />

del pueblo falsas explicaciones sobre rentabilidad. Excusas baratas. Las<br />

razones que llevaron a la desaparición de los coches de caballos y las que provocaron<br />

el fin del ferrocarril son harina de diferentes costales, por mucho que<br />

se diga. Por otro lado, el tren no podía hacernos olvidar el peligro que entrañaban<br />

las carreteras modernas. En la zona de Muxibar, una bicicleta<br />

acabó con la vida de Diego Maala Txiki Lizarralde, que venía de Aretxabaleta<br />

caminando con unos amigos. Aquel día se cumplieron los más oscuros<br />

augurios de la modernidad. Recuerdo que la primera aparición pública del<br />

automóvil también se dio en aquella época. Fue entonces cuando, contando<br />

70


yo con unos cuatro años de edad, vi el primer modelo de marca Ford, cuyo<br />

propietario era el ex cochero Milikua. Y fue este mismo quien, convertido en<br />

mi maestro a pie de calle, me inició en la tecnología del automóvil, una tarde<br />

que, saliendo nosotros de los kalistros, esparció las piezas más importantes<br />

del automóvil en la acera frente a la tienda de Zigarrero, se conoce que con<br />

intención de limpiarlas.<br />

El tren trajo prosperidad al pueblo. Y nosotros nos convertimos en testigos<br />

asombrados de la pesada infraestructura organizativa. ¿Cómo diablos<br />

podía aquel cacharro de tremendas ruedas circular sobre dos raíles sin salirse,<br />

incluso de noche? Una tras otra, llegaron cuatro locomotoras, denominadas<br />

Guipúzcoa, Mondragón, Vitoria y Laurak Bat. El eco profundo del<br />

pitido de la primera aún se mantiene vivo en mi mente. Su cubierta de latón<br />

le daba el aspecto de una tarta de cerezas.<br />

Vivimos un suceso inolvidable relacionado con la locomotora “Mondragón”.<br />

Mientras construían la estación, ese servicio estaba situado en la casa<br />

del listero de la fábrica. Este tenía un gran perro al que llamábamos “Lup”,<br />

y el maquinista de la locomotora y “Lup” se hicieron grandes amigos. Una<br />

mañana, el perro estaba acostado en la entrada de la fábrica y a pesar de que<br />

el maquinista le dirigió prolongados pitidos el animal permaneció tranquilamente<br />

sobre la vía, como diciendo: “Este sitio es mío”. Los trabajadores situados<br />

al lado de las ventanas que daban a la vía se quedaron mirando,<br />

atentos al enorme trasto de hierro sobre ruedas que parecía iba a atropellar<br />

a “Lup”. Mas el conductor pisó el freno y paró a un metro del can. Bajó del<br />

tren y, armado de gran paciencia, pudo convencer al amigo dormilón y testarudo<br />

para que dejara libre la vía.<br />

Antes de que el tren se convirtiera en una realidad gloriosa, los domingos<br />

por la mañana y una vez cumplido el deber de asistir a misa, las familias partían<br />

hacia los prados, montes y bosques próximos en busca de soledad y silencio.<br />

Sin embargo, al llegar el tren los objetivos se tornaron más<br />

ambiciosos, pues el hecho de volver a casa montado en un vagón era señal<br />

de un mejor modo de vida. El tren era algo así como un moderno héroe mecanizado,<br />

que no disminuía su velocidad ni para entrar en la boca negra de<br />

un túnel. Por fin, aquellos trenes de magnífica factura que sólo conocíamos<br />

por los libros de escuela también pasaban por nuestra localidad.<br />

71


El tren nos traía a la Banda de Música militar de Vitoria por sanjuanes,<br />

con el director-capitán Genaro Rey a la cabeza. Un músico con dones especiales<br />

que consiguió la dirección de la Banda de Alabarderos de Madrid...<br />

pero que, debido a un problema físico, tuvo que renunciar al cargo obtenido<br />

por meritos propios. El concierto dirigido por Genaro Rey era uno de los<br />

platos fuertes de la festividad patronal. Mas no parece que San Juan se portara<br />

tan bien con él, pues no creo que nuestro patrón realizara ningún tipo<br />

de intermediación para que Don Genaro ocupara la dirección en Madrid, si<br />

bien tanto el susodicho como su banda interpretaban todos los años el conmovedor<br />

himno Ez dau inun... con gran emoción.<br />

En tren nos desplazábamos a las fiestas de los pueblos de alrededor, aunque<br />

podía resultar peligroso, pues el gallo del lugar no gusta de la competencia<br />

externa a su territorio. A menudo sufrimos trampas nocturnas<br />

tendidas por bergareses y atxabaltarras que nos atacaban a pedradas. Pero<br />

eso no era inconveniente para que, un año sí y el siguiente también, acudiéramos<br />

a la estación elegantemente vestidos como extranjeros y nos desplazáramos<br />

hasta Bergara, Aretxabaleta, Oñati o Eskoriatza con la esperanza<br />

de conocer alguna chica. No eran pocos los que, en la estación, percatados<br />

de nuestras escapadas, nos dedicaban flores como “Sólo Dios sabe en busca<br />

de quién saldrán del pueblo... No tiene el aspecto de dar mucha leche...”<br />

En uno de aquellos viajes León Telón Mendizabal se cayó del tren. Apoyó<br />

su cuerpo contra el balcón de hierro de la plataforma del coche y aquél se<br />

soltó, con lo que León se precipitó a la vía. Se dio la alarma nada más llegar<br />

a la estación de Arrasate. Justo en el momento en que la locomotora partía<br />

hacia Bergara en busca de Telón, vieron en la curva a lo lejos al pobre<br />

hombre caminando por la vía, ¡trayendo el balcón a hombros!<br />

El tren hizo que olvidáramos los heroicos viajes en el autobús “Titanic”.<br />

A los niños mondragoneses de hoy en día seguro que no les resulta sorprendente<br />

que sus padres vayan a comer a Bilbao, San Sebastián o Madrid. En<br />

nuestra época eso era impensable y el nombre que más fascinación causaba<br />

entre los niños era el de Deba. El Ayuntamiento organizaba excursiones para<br />

los niños elegidos por el médico, y los metían a todos en el “Titanic” para<br />

pasar siete días en aquella localidad costera. La tarde del regreso, se veía un<br />

gran gentío en Legargain esperando asomara el autobús, para acompañarlo<br />

72


Cuántas veces he soñado con aterrizar algún día en los alrededores de Uribarri, y llegar<br />

hasta el casrío Uribe y preguntar por Margarita, quien, cuando yo era un chaval, nos<br />

traía cada día a casa la leche y aquel pan tan rico, que llamábamos pasallora.<br />

hasta el Portalón entre vítores y sonoros aplausos, como si de una marcha<br />

triunfal se tratara. En nuestra infancia Deba era el símbolo del bienestar y<br />

según un fraile que dirigía los ejercicios espirituales de los obreros de la<br />

Unión Cerrajera, en una de sus terroríficas homilías desde el púlpito de la parroquia,<br />

mejor habrían hecho los trabajadores en olvidar el lujo de los viajes<br />

a Deba en vez de convocar huelgas.<br />

El tren facilitó los desplazamientos, y tanto el “Titanic” como los coches<br />

de caballos fueron desapareciendo poco a poco. Con todo, yo he podido disponer,<br />

alguna que otra vez, de medios de transporte más sofisticados, como<br />

el día que, junto con mi amigo Luis Arrieta, realizamos una excursión de<br />

ensueño subidos a una alfombra mágica que nos regalaron en Bagdad. Gracias<br />

a la máquina del tiempo, retornamos al hermoso Mondragón de 1915<br />

bajo el aspecto de unos chiquillos. Tomando Udalaitz como punto de referencia,<br />

sobrevolamos Santutxu, en Uribarri, y la carretera de Santa Águeda,<br />

antes de tomar tierra en las plantaciones de nabos del caserío Uribe. Quise<br />

abrazar a la señora de la casa, Margarita, pero Luis no me dejó, pues según<br />

él, nos encontrábamos a las puertas de numerosos descubrimientos. En opi-<br />

73


nión de mi compañero de viaje, no estábamos como para perder el tiempo<br />

en exhibiciones emocionales. Por lo tanto, hicimos una rápida visita a la Virgen<br />

de Santutxu al objeto de darle las gracias por la diligencia que siempre<br />

había demostrado, desde el otro lado de la red metálica de su pequeña ermita,<br />

respecto al cuidado de la seguridad del barrio. Y subiéndonos de nuevo<br />

a la alfombra, partimos hacia el pueblo.<br />

El silencio era total. Íbamos asidos de la mano, como queriendo darnos<br />

mutuamente seguridad, observando los parajes que discurrían bajo la alfombra.<br />

Una vez dejamos atrás el caserío Turrubilon, a un lado podíamos ver<br />

el camino que conducía al barrio de Udala, y al otro el de Muru. Allí comenzaba<br />

la vereda hasta la taberna de <strong>He</strong>rrarte, tramo que atravesaba el río<br />

Aramaiona. En la puerta roja de la taberna brillaba tenuemente una pequeña<br />

luz, justo en el punto donde comienza el camino de subida a Kanpanzar.<br />

Luis y yo dirigimos la mirada hacia Barrenatxo intentando<br />

seguramente encontrar algún rastro del asesinato que se produjo en la zona<br />

tres o cuatro años atrás. Pero la alfombra siguió adelante y dejamos el puente<br />

de San Agustín sobre nosotros, ya que atravesamos bajo la pasarela que unía<br />

la casa del capellán y el convento.<br />

Una vez llegados al caminito de San Cristóbal, vimos la panadería de<br />

Concon. Estaban trabajando, preparando el sabroso pan del día que comenzaba<br />

a despuntar. ¡Un pan delicioso! Tal y como le conté a Luis unos<br />

años más tarde, al acometer mis primeros intentos de emancipación, uno de<br />

los primeros guiños que hice a mi padre fue el hecho de poder comer el pan<br />

de Concon que se vendía en la cooperativa San José, sita en los bajos del<br />

Círculo Tradicionalista, en lugar del que preparaba él donde Sinfo. Luis se<br />

rió y me apretó la mano. A la derecha, nos topamos con una casa vieja de la<br />

cual no recordaba que estuviera allá. En aquel edificio vivía un hombre harapiento<br />

y sin fundamento llamado Pascasio, cabeza de una familia bastante<br />

más numerosa de lo que él era capaz de alimentar, y que no dudaba en criar<br />

perros y venderlos si eso le procuraba algún dinero.<br />

Desde la parroquia recibimos el aviso de cuatro campanadas. Lloviznaba.<br />

El sereno cantó “Las cuatro y lloviendo” desde alguna esquina. Para entonces<br />

nos encontrábamos en Kondekua, tras pasar por el sendero del río. A<br />

la izquierda, una luz débil destacaba el perfil de la alta red metálica situada<br />

frente al palacio del conde de Monterrón. Oímos un ladrido que posible-<br />

74


La calle Zarugalde vista desde Kondekua, nos<br />

ofrecía en primer plano la casa de Pascasio,<br />

un pobre hombre sin arte ni oficio, que criaba<br />

perros para poder venderlos y dar de comer a<br />

su familia. Más tarde Pascasio caería en<br />

manos de las catequistas, que le prometieron<br />

solucionar su problema.<br />

75<br />

mente provenía del jardín y a<br />

continuación se abrió la<br />

puerta y apareció el guarda<br />

Luis Artetatxo <strong>He</strong>riz 6 , en<br />

busca de algún extraño.<br />

Nunca podría imaginar que<br />

nosotros estábamos allá<br />

arriba, en nuestra alfombra<br />

mágica. Al no ver nada raro,<br />

cerró de nuevo la pesada y<br />

chirriante puerta. El perro de<br />

Artetatxo murió cuando su<br />

dueño tenía los noventa años<br />

cumplidos, y Artetatxo compró<br />

otro. Informó esperanzado<br />

a sus amigos sobre la<br />

adquisición recién hecha: ¡A<br />

ver si el nuevo me da tan<br />

buen juego durante otros<br />

veinte años!<br />

Al otro lado del puente divisamos<br />

el cantón que va<br />

desde la taberna de Canuto<br />

hasta Kanpantorpe. En el espacio<br />

entre Zurgin Kale y<br />

Kondekua atisbamos la chocolatería<br />

de José Azkoaga, aún<br />

cerrada, igual que la peluquería<br />

adyacente de Artorotz. No<br />

había nadie, ni siquiera en el<br />

(6) En esta nota parece que Trincado no acierta ya que los Artetatxo tenían por apellido<br />

Erzilla. De todos modos, es la única referencia que he encontrado que puede estar equivocada.


camino de Santa Bárbara. Sin embargo, de repente una tenue luz proyectó<br />

una sombra aún más débil sobre el suelo mojado. Alguien cruzaba el puente.<br />

Agucé la vista y me di cuenta de que se trataba de Askin, el hombre que<br />

vivía en la primera casa del camino de Santamaña. Seguramente vendría de<br />

la fábrica “La Cucharera”, situada al borde del río. Recuerdo perfectamente<br />

cómo, siendo yo todavía un chiquillo, encontré, en un hoyo lleno de restos<br />

oxidados junto a la fábrica, el modelo-desarrollo troquelado de una cuchara<br />

que posteriormente utilizaría para fabricar cucharas de arcilla en mis juegos.<br />

Tras pasar junto al palacio de Hierro, condujimos nuestra alfombra en<br />

dirección a la taberna Las Columnas, justamente hasta la casa donde vivió<br />

mi primer maestro. Si bien todavía faltaba un poco para las cinco de la mañana,<br />

había luz en el bar. A continuación sobrevolamos la casa de Gomix y<br />

la de Mardo, en cuyos bajos se ofrecían sesiones de cine cada domingo. En<br />

frente, el cantón que daba a Zurgin Kale. Y un poco más adelante el edificio<br />

de Erregetxo, con acceso directo al río. Como siempre, el dueño del lugar<br />

era uno de los vecinos más tempraneros, pues también aquel día ya estaba<br />

en la acera frente a la casa de Don Toribio, sacudiendo gavillas de trigo. Inmediatamente<br />

me di cuenta de que el pueblo comenzaba a despertar: el reloj<br />

de la parroquia señaló las cinco de la mañana, el gallo de Florentino Potxo<br />

Arana cantó y los miembros de la Cofradía de la Adoración Nocturna salieron<br />

de la iglesia de San Francisco, después de pasar las últimas horas rezando.<br />

Ataviados con sus habituales capas largas y negras de cuello ancho,<br />

se dirigían a sus casas, al objeto de poder estar en el trabajo para las seis de<br />

la mañana.<br />

Nos encontrábamos frente a la Plaza de Abastos, que es, sin duda alguna,<br />

una de las zonas predilectas del pueblo. La Plaza de Abastos fue para nosotros<br />

testigo directo de muchísimos momentos gozosos e innumerables sucesos,<br />

un lugar insustituible que los mondragoneses llevamos en lo más<br />

profundo de nuestro corazón. ¡Allá, al frente, el balcón de mi casa! Una atalaya<br />

sin parangón. Estaban abriendo el bar Monte. Muchos sentían la necesidad<br />

de calentarse por dentro antes de acometer la jornada de trabajo diaria,<br />

como si ésta los fuera a dejar hechos polvo. Cada cual a su estilo y como si<br />

fueran competidores en tratar la salud, justo al lado de la taberna estaba situada<br />

la farmacia de Segura. Y tras la farmacia, la Caja de Ahorros. Un trío<br />

mágico, se mire por donde se mire. ¿Recuerdas cómo jugábamos en aquel<br />

76


La plaza de Abastos, de magnífica arquitectura,<br />

se utilizaba también para proyecciones<br />

cinematográficas. Alli, podíamos ver películas<br />

de cristal, con un operador que pasaba los<br />

cuadros y un narrador que explicaba el argumento.<br />

Los únicos problemas del incómodo<br />

local eran las corrientes de aire.<br />

77<br />

hierro?, me preguntó mi compañero<br />

de viaje señalando un<br />

tubo largo horizontal en el Ferial,<br />

bajo mi antigua casa.<br />

¡Claro que lo recordaba! Joaquín,<br />

el hijo de Errebaleko<br />

Kojua, era capaz de dar más de<br />

quince vueltas utilizando el<br />

tubo bajo el brazo como eje, y<br />

colgándose del mismo.<br />

Pero la alfombra seguía<br />

adelante y llegamos a la Escuela<br />

Viteri. El perro del<br />

maestro, “Zeinek”, estaba a la<br />

puerta, dispuesto a saltar a los<br />

pies de los obreros que se dirigían<br />

a la fábrica. También<br />

apareció por la estrada el carnicero<br />

Eusebio Olatxo Sagasta,<br />

bromeando con un tra -<br />

ba jador del matadero acerca<br />

del becerro que se le escapó al<br />

matarife Juan Bolante Arozena<br />

la semana anterior. Me<br />

acordé de la hija de Olatxo,<br />

una chica que, si Dios se hubiera<br />

dado cuenta a tiempo,<br />

hubiera regalado a Adán en<br />

lugar de Eva en el paraíso.<br />

¡Era realmente hermosa! Oímos<br />

la sirena de la fábrica. Eso<br />

me trajo a la mente la llamada de las campanas que la modernidad había<br />

arrinconado y, prueba de que la cadena no se rompe, igualmente podríamos<br />

considerar como algo comple mentario a las campanas la tarea matutina<br />

de las personas que, a cambio de algunos céntimos, iban despertando<br />

a los vecinos de portal en portal.


En casa mi madre cosía para poder aportar un poco de ayuda a la exigua economía familiar.<br />

Y en Mondragón se hacía lo propio en muchos otros hogares, exisitiendo centros<br />

de aprendizaje de confección. De vez en cuando se organizaban pequeñas fiestas a las<br />

que me gustaba asistir.<br />

Con el día despuntado, atravesamos el caserío Ale, tras el frontón, para<br />

así llegar al matadero. Y volando por encima del puente de madera de Urbixa,<br />

nuestro medio de transporte mágico nos condujo al camino de Maala.<br />

Allí, en la huerta bajo el camposanto, vimos a Severiano Samperio trabajando<br />

al parecer en los preparativos de la cosecha de verano. Siendo niños,<br />

los nísperos, moras... ¡y las peras de una libra! de Samperio eran para nosotros<br />

tentaciones del paraíso.<br />

A la izquierda está Villa Amparo, la casa de Dagoberto Resusta. Y antes<br />

de llegar al palacio de Sola, dejamos allá abajo la presa de Maala, llena hasta<br />

arriba gracias al agua del río Aramaiona, sobre todo en la curva donde empieza<br />

el canal cubierto que conduce al molino de Ale. En ese lugar se podía<br />

ver de vez en cuando al tabernero Errekalde lanzándose al agua en busca de<br />

cangrejos. Ciertas noches templadas de verano, sus prolongadas desapariciones<br />

bajo el agua dejaban a más de uno sin aliento.<br />

78


En la boca de Errebal, oímos claramente el golpeteo sobre el yunque de<br />

Olatxo, el herrero. Y un poco más adelante, el carbonero Kamiñero sacó su<br />

carretilla repleta de sacos para iniciar el reparto casa por casa. Así mismo,<br />

el chatarrero Madina llegó con unas canaleras. Y observando desde nuestra<br />

privilegiada atalaya aquel conjunto de diferentes profesiones, nos dieron las<br />

ocho y media de la mañana sin haber caído en cuenta de ello. Vimos a muchos<br />

niños por la calle; algunos iban a la escuela; otros, en cambio, llevaban<br />

pequeñas marmitas que contenían el almuerzo de sus padres, quienes trabajaban<br />

a destajo o estaban en la fábrica desde las seis de la mañana. Frente<br />

a la tienda de Zeziaga, el pregonero se preparaba para iniciar su ronda diaria.<br />

Por lo que pudimos escuchar, aquella mañana se vendían sardinas y bonito<br />

donde Ines Txantxote.<br />

También entonces, como hoy, existía una gran perspicacia a la hora de<br />

identificar personas y sucedidos. Ya he comentado alguna vez, hablando<br />

sobre los apodos del pueblo, que nuestra generación fue harto fecunda en la<br />

invención de motes. En aquellos tiempos el carácter del caserío era el que<br />

predominaba y, a falta del influjo de medios como la televisión, se daban las<br />

condiciones óptimas para que la chispa popular se encendiera a todos los<br />

niveles. Y de eso sí que sé algo, pues podría hablar sobre el origen de cientos<br />

de motes del pueblo, siendo éste un pasatiempos que siempre me ha complacido.<br />

Tanto mérito tiene la frase “El que caga y mea fuerte, vivirá hasta<br />

la muerte”, aparecida en los servicios del taller de cerrajería de la Unión Cerrajera,<br />

como la ocurrencia del profesor de la Escuela Viteri el día que, tras<br />

advertir que alguien había cagado fuera de sitio, hizo a los alumnos que volvían<br />

a clase la celebre pregunta: ¿Quién de aquí tiene el agujero de atrás<br />

torcido? Dos estilos diferentes, pero dotados de una agudeza similar. Y, sin<br />

darnos cuenta, convivíamos con ambos estilos.<br />

En todo caso, también existen aspectos en los que la transformación ha<br />

sido total. Por ejemplo, ¿se viven igual el Viernes Santo de entonces y el de<br />

ahora? En aquella época, tan pronto como la Banda de Música entonaba la<br />

Marcha Fúnebre, los curas provocaban en nosotros una sensación terrorífica.<br />

Las principales características del fervor que causaba en nosotros aquel<br />

himno eran el escalofrío y la carne de gallina. Para que en aquel tétrico escenario<br />

no nos faltara de nada, contábamos también con guardias civiles<br />

sosteniendo sus tricornios entre las manos, contagiados de aquella ridícula<br />

79


solemnidad marcial. Desde el punto de vista actual, aquel conjunto parece<br />

una mezcla de arroz con leche con petróleo, si bien los cachoborrachos continúan<br />

presos. Los guardias civiles –protectores de nuestros explotadores– así<br />

como las procesiones multitudinarias, son páginas de la historia.<br />

No puedo decir que la vida me haya premiado en demasía. Tuve que dejar<br />

mi pueblo natal y al volver al cabo de medio siglo tampoco puedo decir que<br />

mi corazón salta rebosante de emoción. Cierto es que he venido con un poco<br />

de ilusión, pero más que nada por tener la oportunidad de destruir los últimos<br />

rescoldos de algún mito que todavía queda en pie dentro de mí. <strong>He</strong> vivido<br />

la historia de la manera que puede vivirla un sencillo trabajador, con<br />

más interés que capacidad. Desde 1931 he vivido como perdido en una vorágine<br />

de locura, con poca calma y menos ayuda. Mandamos al exilio a Alfonso<br />

XIII y creímos que teníamos el mundo en nuestras manos. Salimos<br />

vencedores de la dictadura de Primo de Rivera y creímos en el liderazgo de<br />

los partidos políticos y los sindicatos. ¡Pobres hombres!<br />

Anarquistas y católicos, socialistas y ateos, a todos nos unía la esperanza de<br />

que el mundo se iba a arreglar, o eso era lo que, por lo menos yo, creía. Convocatoria<br />

de huelga de la UGT. Fracaso. Llegó octubre de 1934 y fuimos llamados<br />

a coger las armas para hacer frente a la nueva dictadura proclamada<br />

por la derecha. Desastre. Marcelino Oreja, Dagoberto Resusta y los demás.<br />

80<br />

Todavía estoy viendo al ingeniero<br />

Lafitte menospreciado por Oreja y<br />

Chacón, por apostar por los nuevos<br />

ingenieros de la Unión Cerrajera. Lo<br />

echaron de la fábrica como si fuera<br />

un perro sarnoso, por haber querido<br />

ensalzar el espíritu humano por encima<br />

de cualquier otro valor. Pero<br />

aparte del desprecio de los de arriba,<br />

también tuvo que sufrir el desdén de<br />

técnicos que él había preparado tan<br />

magníficamente. Sólo Marcos Vitoria<br />

y yo solicitamos un sencillo gesto de<br />

agradecimiento para Lafitte. Fuimos


Como consecuencia de la revuelta de octubre de 1934<br />

conocí la cárcel, primero en el Fuerte de Guadalupe y<br />

más tarde en Ondarreta. La guerra de 1936 me abrió la<br />

puerta, no deseada, del exilio, del que no he vuelto más.<br />

Como todos los exilios, ha supuesto un quebranto físico<br />

y espiritual.<br />

81<br />

a su casa a entregarle<br />

unas pocas firmas recogidas<br />

entre sus ex<br />

alumnos y a presentarle<br />

nuestro respeto<br />

de corazón. Era Abril<br />

de 1934. Lo despedimos<br />

con un “Vendrán<br />

tiempos mejores”. Al<br />

salir de allí, según nos<br />

confesó el profesor de<br />

dibujo Antonio Armengou,<br />

que fue testigo<br />

de nuestra visita,<br />

él y la propia madre<br />

de Lafitte escondieron<br />

la pistola del ingeniero<br />

por miedo a<br />

que éste se suicidara.<br />

Era una tarde de jueves<br />

y la banda de mú-<br />

sica tocaba, en la plaza del pueblo, una melodía que aún no he olvidado. El<br />

drama de aquella casa era ajeno a los danzantes.<br />

Seis meses más tarde, el 5 de Octubre, ciento diez jóvenes del pueblo fuimos<br />

detenidos y llevados al penal de Guadalupe, acusados de tentativa de revolución.<br />

El movimiento se veía venir desde la víspera. Yo volvía del cine<br />

acompañando a la chica a la que quería convencer para que fuera mi novia.<br />

En el camino nos cruzamos con mi ayudante de la fábrica y otros miembros<br />

de UGT. A las seis de la mañana del día siguiente oí las primeras explosiones.<br />

Estaban lanzando artefactos hechos a mano desde el tejado de una casa<br />

cercana al cuartel de la guardia civil. Fui a la Casa del Pueblo. Para entonces<br />

tenían presos a un montón de carlistas a fin de que no cogieran las armas.<br />

Antes de llegar a la sede socialista oí un tiro y nada más entrar me encontré<br />

con Celestino Uriarte hablando con un compañero acerca de que se le había<br />

disparado la escopeta por no saber manejarla. Uriarte puso la escopeta en<br />

mis manos y me envió a la Plaza del Pueblo.


Yo no tenía enemigos, o por lo menos eso era lo que creía. Estando en la<br />

Plaza, vi a un amigo de los tiempos de la escuela de Txorta, Pedro Azkarraga,<br />

dirigiéndose al Círculo, siendo carlista como era. Me acerqué a él y le<br />

informé en el portal de la situación del momento. Le aconsejé que se fuera<br />

a casa. Y eso fue lo que mi amigo hizo, después de despedirnos con un<br />

abrazo. Cuando a las ocho de la mañana enviaron el relevo, me dirigí a la<br />

Casa del Pueblo y una vez allí me remitieron junto a otros a detener a Marcelino<br />

Oreja, el “jabalí”.<br />

Fui con precaución, pues pensaba que estaría con sus guardaespaldas.<br />

Semanas atrás, Oreja había dicho que los de UGT íbamos a comer hierba,<br />

y desde entonces las cosas no pintaban muy bien para él. Pero cuál fue nuestra<br />

sorpresa cuando lo vimos bajar por las escaleras con su mujer... y casi nos<br />

convenció de que era un ángel gordo y sin ningún peligro.<br />

Poco más tarde supe que, junto a Oreja también se encontraban en la secretaría<br />

Dagoberto Resusta y Ricardo Azkoaga. El hecho de mezclar a estos<br />

dos últimos con el director de la fábrica me causó estupor, pues allí podía<br />

ocurrir cualquier cosa. Hablé con Celestino Uriarte y le di razones para no<br />

mantener a los tres juntos. Tras escuchar mis palabras Uriarte me ordenó que<br />

trasladara a Dagoberto y Ricardo a otro lugar. Justamente iba a hacerlo<br />

cuando apareció Juanito Sanverde avisando que desde Vitoria se acercaban<br />

tres camiones de soldados.<br />

Alborotados por tal aviso, en la puerta del Trinquete se organizó una especie<br />

de representación teatral de resistencia disparatada, y entre algunos<br />

volcaron un camión para escudarse tras él y organizar la defensa de la Casa<br />

de Pueblo. No se dieron cuenta de que con aquella acción estaban construyendo<br />

una ratonera para todos nosotros. Entonces apareció el peligroso fanático,<br />

trayéndose con él a los tres detenidos, y preguntó a Celestino:<br />

–¿Qué vamos a hacer con éstos?<br />

–Llévalos de nuevo y...<br />

Celes no sabía nada de estrategia militar, ni siquiera había hecho el servicio<br />

militar.<br />

82


Ante el repugnante crimen, quedé sumido en la desesperación, sin palabras,<br />

pues la ola me había pillado en medio de la intervención armada y a<br />

pesar de que quise actuar como un hombre, mi esfuerzo no sirvió de nada.<br />

Sentí profundamente la muerte de Dagoberto; el recuerdo de Dago me transportaba<br />

al día de mi primera comunión, pues fue el autor de la única foto<br />

que me hicieron en la celebración. La muerte de Oreja no me resultó tan<br />

dura, ya que siempre había arremetido contra los trabajadores y yo, desde<br />

mi afiliación a UGT, no podía aceptar una actitud tan despreciable. El despido<br />

de Lafitte había que achacárselo a Oreja. En cambio, al saber que Ricardo<br />

Azkoaga había podido escapar, me embargó la alegría. Creo que<br />

Azkoaga me apreciaba y, si mal no recuerdo, fue él quien habló bien de mí<br />

en el Consejo de Administración diciendo que tenía capacidad para desempeñar<br />

nuevas y mejores tareas. Dos muertes y, ante todo, una frustración: estaba<br />

claro que el camino de la violencia no nos llevaría a ninguna parte.<br />

Al parecer, aquel desgraciado día de Octubre, y mientras yo hacía guardia,<br />

estuvieron vigilándome desde las ventanas y balcones de Erdiko Kale e<br />

Iturriotz. Tres personas presentaron denuncia contra mí, diciendo haberme<br />

visto armado con un fusil. Uno de ellos, cuyo nombre no voy a citar pero sí<br />

diré que quedó exento del servicio militar por ser el único soporte familiar,<br />

no sabía distinguir entre un fusil y una escopeta de caza de dos cañones del<br />

calibre 12. El segundo, que por entonces era un muchacho, confundió un<br />

Mauser y una escopeta.<br />

El tercero era Ignacio Chacón, ingeniero de la fábrica. Era católico y apostólico<br />

y nunca hubiera pensado que podría reaccionar tan ciegamente en mi<br />

contra. Vino a la cárcel de Guadalupe a preguntarme si cierto plano que habían<br />

requisado a alguien del pueblo era obra mía. Al parecer, según el profesor<br />

de dibujo, exceptuándome a mí, en el pueblo no había nadie capaz de<br />

hacer un plano tan exacto, y eso era lo que quería comprobar. Así las cosas,<br />

debido a mi paternidad sobre un plano, algo que nunca pudieron demostrar,<br />

me clasificaron entre las nueve personas más peligrosas del pueblo.<br />

Después de aquella descabellada acción del 5 de Octubre, huimos al<br />

monte, temerosos de los soldados que llegaban desde Vitoria. Pero al día siguiente,<br />

al no contar con infraestructura alguna para resistir, nos entregamos,<br />

pues los incidentes se habían desbordado repentinamente. Antes de<br />

83


De la cárcel de Ondarreta salimos el 17 de febrero de 1936, justo al día siguiente del<br />

triunfo en las elecciones del Frente Popular. En la cárcel había preparado una radio de<br />

galena, que durante el tiempo que estuve encarcelado supe mantenerla oculta, y que nos<br />

trajo la noticia del triunfo de la izquierda.<br />

enviarnos al fuerte de Guadalupe, nos retuvieron unos días en la cárcel del<br />

pueblo. Al mismo tiempo, llevaron al fuerte desde Bilbao a un buen número<br />

de presos comunes, con la intención de mezclarlos entre nosotros y hacernos<br />

la estancia lo más dura posible.<br />

El interrogatorio fue iniciado bajo la dirección del general Amorós, jefe de<br />

la Sexta División del Ejército de Burgos, y nos responsabilizaron de una larga<br />

lista de delitos. Ante tal abundancia de acusaciones, el propio juez confesó<br />

que nunca hubiera sospechado que en un pueblo pequeño como el nuestro<br />

pudiera brotar tanto odio. Todos quisieron distinguirse por su actitud acusadora<br />

y como consecuencia de aquel terrible ambiente nos tuvieron encarcelados<br />

durante dieciocho meses, primero en Guadalupe y por último en<br />

Ondarreta, San Sebastián.<br />

Los primeros días éramos bastante optimistas en cuanto a nuestro futuro.<br />

Pero la política giró hacia la derecha y la situación se deterioró. El sistema<br />

84


sanitario en la cárcel en nada ayudaba a mantener el ánimo y, además, parecía<br />

que a los presos de Mondragón nos querían dar una lección especial,<br />

pues la sentencia no hacía sino demorarse. Los domingos, las visitas del exterior<br />

nos traían el contacto fresco con la vida allende los muros. Un día pudimos<br />

leer en un periódico que según las declaraciones de cierto reputado<br />

astrólogo, la izquierda ganaría por una pequeña diferencia pero al poco<br />

tiempo la derecha tomaría de nuevo el poder para gobernar durante más de<br />

veinte años.<br />

Poco a poco, la disciplina del fuerte fue relajándose y de vez en cuando<br />

nos sacaban a caminar por el monte. Es más, incluso me ofrecieron trabajar<br />

a través de una manera un tanto peculiar. Antes del 5 de Octubre yo estaba<br />

preparando una pequeña máquina semiautomática que habría servido<br />

para fabricar las pinzas que utilizaba la mujer del mondragonés Bedia en su<br />

peluquería. Quién sabe cómo y por qué medios, Bedia posibilitó que la máquina<br />

acabara en la cárcel, y me trajeron limas y otras herramientas. Por otra<br />

parte, el hecho de cohabitar con presos tan “profesionales” nos facilitó la<br />

formación en ciertos trabajos manuales. Así, me especialicé en la confección<br />

de estuches de papel lacado, cinturones trenzados y flores de miga de pan coloreadas<br />

con anilina, entre otros artículos.<br />

Nuestra vida estaba organizada al son del toque militar. Entre nosotros fuimos<br />

formando grupos, para que, el que así lo quisiera, pudiera adentrase en el<br />

aprendizaje de las asignaturas básicas. De vez en cuando cometíamos también<br />

alguna travesura o se descubría un cantante tenor que nos dejaba con sus interpretaciones<br />

el corazón y el espíritu completamente tocados. Había demasiado<br />

tiempo para acordarse de los padres, novias, esposas y amigos lejanos.<br />

Una mañana vinieron unos camiones y nos llevaron a la cárcel de Ondarreta.<br />

Nos metieron en las celdas de cuatro en cuatro. Entre los presos también<br />

había personalidades de alto nivel, como Torrijos, ex alcalde de<br />

Donostia, y varios ediles. Torrijos me dejó un grueso libro sobre Historia del<br />

Arte para que realizara el diseño de una caja de lujo a elaborar en madera<br />

que quería regalar a mi novia de Mondragón. A la hora de trabajar la tapa,<br />

tomé como modelo las imágenes existentes en el techo de la Ópera de París.<br />

Torrijos fue gran amigo mío e hizo gestiones con las autoridades carcelarias<br />

para que yo pudiera comenzar a trabajar.<br />

85


La dirección que había tomado la política en nada favorecía nuestros intereses.<br />

La derecha marcaba un círculo cada vez más estrecho en torno a la<br />

izquierda. Las noticias que nos llegaban a la cárcel eran bastante confusas<br />

y día a día nuestro nerviosismo iba en aumento. Los últimos detenidos trataban<br />

de explicar el ambiente de fuera y por lo que decían los recortes de<br />

prensa que de vez en cuando algún familiar nos hacía llegar dentro de una<br />

tarta, había motivos de sobra para estar preocupados.<br />

Así pues, nos quedaba la vía clandestina, y empecé a pensar que, al igual<br />

que recortes de prensa, también podíamos pasar algo más. Así fue cómo fui<br />

recopilando material de interés. Me enviaron unos finos hilos de cobre dentro<br />

de un pastel. En un envío posterior obtuve trozos de piedra galena. Con<br />

dichos componentes y una caja de puros vacía ya tenía preparado un aparato<br />

receptor de radio. En un nuevo envío de mercancía, me pasaron tres<br />

auriculares camuflados en cazuelas llenas de morcillas y con ellos pude escuchar<br />

con claridad los programas de radio del Monte Igeldo.<br />

Por lo visto, escondí correctamente aquel aparato que, por lo menos, valía<br />

para ponerme en contacto con el exterior, si bien sólo actuaba como receptor.<br />

A pesar de haber sufrido varios registros, jamás dieron con mi radio.<br />

Animado por el éxito tecnológico, me pareció que podía tratar de mantener<br />

por la noche la bombilla de nuestra celda encendida y urdí un plan. Una<br />

mañana de limpieza general, logré introducir a través de las rendijas del<br />

suelo del corredor interior unos hilos de cobre hasta mi celda y apliqué el<br />

polo negativo a las tuberías del agua. El polo positivo lo sujeté en la lámpara<br />

situada sobre la puerta de la celda y de allí deslicé el cable de la electricidad<br />

hasta mi cama. Gracias a la luz podía permanecer más horas escribiendo o<br />

dibujando. Por si acaso, al objeto de que el vigilante no me pillara con la luz<br />

encendida, preparé un puente de corriente, con una aguja sujeta a la puerta<br />

mediante hilo negro de coser. Si alguien abría la puerta la luz se apagaba automáticamente<br />

y el responsable de la vigilancia me pillaba escribiendo o leyendo...<br />

¡a oscuras!<br />

En el recinto donde estábamos nos custodiaban cuatro carceleros y a uno<br />

de ellos yo le llamaba “Tuntún”, por su parecido con Nicolás Tuntun Madinabeitia,<br />

compañero mío de Sección en la Unión Cerrajera. Aquel carcelero<br />

era tremendamente desconfiado y severo. Un día vio mis dibujos y me pidió<br />

86


que le grabara sus iniciales... ¡en la pistola! Lo hice. A partir de entonces se<br />

llevó mejor conmigo. Sucedió también que unos compañeros de la cárcel me<br />

pidieron que preparara algún tipo de cartel publicitario solicitando nuestra<br />

amnistía y me puse manos a la obra. A los dos días acabé de diseñar un panfleto<br />

que decía: “Ayudad a la liberación de vuestros padres, hermanos, novios<br />

y amigos que arriesgaron su libertad”. Acompañando a la frase se podía<br />

ver dibujada una gran masa de gente, representando un largo brazo estirado<br />

y con la mano arrancando de raíz las rejas de una ventana del presidio,<br />

desde donde asomaban rostros delgados y pálidos. Nuestro abogado<br />

sacó de la cárcel el cartel y pronto aparecieron copias en numerosos lugares<br />

de Gipuzkoa.<br />

Tan pronto como supo de la existencia del cartel, “Tuntun” el carcelero<br />

no albergó ninguna duda sobre la autoría del mismo y vino a mí raudo y<br />

veloz, afirmando que estaba jugando con su autoridad y criticando mi actitud<br />

demasiado confiada. “Aunque lo hubiera hecho yo, ¿no habrías procedido<br />

de la misma manera si se tratara de conseguir tu libertad?” le contesté.<br />

La radio me procuró gran ayuda para mantener el ánimo, pese a que las<br />

noticias del exterior no nos eran favorables. Por lo que parecía, la derecha<br />

española dominaba el espectro político y nuestra esperanza de libertad era<br />

cada vez menor. Así, llegaron las elecciones del 16 de Febrero de 1936.<br />

Aquella tarde muchos amigos en la cárcel esperaban recibir una señal desde<br />

mi celda. Habíamos acordado que tres golpes pausados en la tubería metálica<br />

del baño anunciarían el triunfo de la derecha. Por el contrario, tres golpes<br />

rápidos significarían el triunfo de la izquierda y, con ello, nuestra<br />

inmediata puesta en libertad.<br />

A las diez de la noche la derecha vencía con holgada ventaja. Pero a las<br />

doce, una vez computados los votos de las principales ciudades, el triunfo<br />

era, sin ninguna duda, del llamado Frente Popular. Di los golpes acordados.<br />

¡Vaya jaleo se armó! Los carceleros se escondieron, se conoce que de miedo.<br />

Y los guardias de asalto no estaban a aquellas horas preparados para hacernos<br />

frente de ninguna manera. Seguramente estarían cumplimentando<br />

los papeles para solicitar nuevo destino en alguna gran ciudad donde no les<br />

conocieran. Aquella noche nadie de nosotros durmió y a la mañana siguiente<br />

estábamos reclamando nuestra libertad ante los representantes del Gobierno<br />

87


Llegué –o me llevaron– al campo de concentración de Gürs, en Francia, donde trabajé a<br />

las órdenes de Julián Etxebarria, antiguo director de la Escuela de Armería de Eibar. Mi<br />

labor consistía en examinar la capacidad técnica de miles de prisioneros que iban a ser<br />

utilizados en la industria de guerra francesa.<br />

Civil. Se nos pidió paciencia. Pero se puede decir que a primera hora de<br />

aquella mañana todo San Sebastián se agolpaba a la entrada de nuestra cárcel.<br />

Banderas, bandas de música, dirigentes de partidos políticos... y un montón<br />

de taxis esperándonos.<br />

Primeramente, dieron la orden de ponernos en libertad a los que aún no<br />

habíamos sido juzgados. ¡Qué gritos de emoción! Pero antes de salir me<br />

acerqué a “Tuntun” y le invité a subir a mi celda, en el segundo piso, para<br />

hacerle partícipe de mi secreto. Así, le mostré las comodidades del cubículo<br />

que estaba a punto de abandonar para siempre: mi electricidad particular y<br />

mi radio. Nos dimos la mano. En la calle predominaba la alegría y la algarabía.<br />

Nos llevaron a comer a la Parte Vieja y para el anochecer yo ya estaba<br />

rendido, sumamente cansado, y me dirigí al Paseo Nuevo en busca de un<br />

poco de tranquilidad. Una mujer se me acercó desde la oscuridad. Cuando<br />

me di cuenta a qué venía, le informé, sonriendo, de dónde había salido y del<br />

estado lastimoso de mis bolsillos. Me deseó buena suerte.<br />

88


Partí hacia Mondragón al día siguiente. El hecho de encontrarme de<br />

nuevo con los lugares y paisajes que dejé atrás año y medio antes no me producía<br />

una sensación tan agradable como el de poder abrazar a mis padres<br />

y, quizás antes, a mi novia. Sin embargo, cuando me encontré delante de la<br />

chica que había estado conmigo en el cine aquel 4 de Octubre de 1934, me<br />

preguntó con metálica frialdad: ¿A qué has venido?.<br />

Uno de los primeros a los que visité con mi libertad recién recuperada fue<br />

al ingeniero Chacón. Fui a verlo a la fábrica y le confesé que no le guardaba<br />

rencor, aunque él pensara lo contrario. “Ah!... Aquel plano lo hice yo, sí<br />

señor, pero sin ningún detalle alusivo” le remarqué, queriendo dejar claro<br />

que el producto surgido de mis manos no era más que un croquis.<br />

El sistema democráticamente elegido duró cinco meses. Recordé con<br />

miedo lo presagiado por el astrólogo estando yo en el fuerte de Guadalupe.<br />

Creamos las milicias y nos enviaron a vigilar los alrededores del pueblo provistos<br />

de escopetas de caza, al objeto de que las tropas que pudieran venir<br />

de Vitoria no nos sorprendieran en la cama. Más tarde me destinaron a la<br />

central telefónica. Mientras tanto reunieron a los carlistas en la escuela de<br />

niñas de Viteri. Pero la victoria de los franquistas en Vitoria trajo el frente<br />

hasta Arlaban y desde el 19 de Julio Mondragón se convirtió en el cuartel de<br />

los “rojos”.<br />

¿Qué hizo entonces el “izquierdista desalmado” Jesús Trincado? ¡Aja!<br />

Leí en los periódicos artículos sobre la heroica resistencia de los asturianos,<br />

explicando que los cartuchos de dinamita lanzados mediante honda podían<br />

llegar a veinte o treinta metros de distancia. Tomando como base esa idea,<br />

comuniqué a los que estaban al mando de la defensa del pueblo que yo estaba<br />

dispuesto a preparar un lanzabombas que arrojaría artefactos manuales<br />

a cien metros de distancia. Cuando me dieron su aprobación, inicié el<br />

estudio técnico y de allí a poco tiempo diseñé unos morteros que, por lo<br />

menos en teoría, podían alcanzar los 60, 80, 120 e incluso 230 metros. Llevaron<br />

los planos a Babcok Wilcox de Bilbao. Mas jamás supe si les hicieron<br />

algún caso o no.<br />

Perdimos Mondragón y partimos hacia Elorrio. Pero no quisiera hacer<br />

mención de los recuerdos clasificados en los distintos anaqueles de mi me-<br />

89


moria, pues los abusos de las dos partes ya se han remarcado en muchas<br />

ocasiones, aunque creo que las palabras nunca tendrán la capacidad suficiente<br />

como para exponer la crudeza de lo acontecido.<br />

Cuando cayó el norte de España algunos pudimos huir a Francia en<br />

barca. En el puerto de Santander nos encontrábamos miles de personas esperando<br />

a unos pequeños botes que apenas podían moverse con nuestro peso.<br />

La gente estaba nerviosa, ya que el puerto era objetivo de la artillería franquista.<br />

Un chofer que iba conmigo pudo arreglar el motor de una chalupa<br />

abandonada y subimos a ella nueve personas, la mayoría mondragoneses.<br />

Pasamos la noche en el mar, mientras el motor, que se paraba a menudo, nos<br />

empujaba a Francia. Los gendarmes ordenaron parar nuestra embarcación<br />

y tras permanecer un par de días sin permiso para descender a tierra, pude<br />

tomar rumbo a Barcelona. De allí me enviaron a Alicante a trabajar en la empresa<br />

Hispano Suiza, en el diseño de aviones. Permanecí en ese trabajo durante<br />

un año, hasta que supe que mis padres estaban refugiados en La<br />

Escala, un pueblo cercano a Barcelona.<br />

El enemigo avanzaba por doquier y ante aquella situación decidí que no<br />

tenía mucho sentido seguir trabajando en la aviación. Así las cosas, solicité<br />

un destino en el frente. Sin embargo, estando en una situación tan mala poco<br />

podíamos hacer para poner freno al incesante empuje de los fascistas. Y regresamos<br />

a Francia atravesando un paso cercano a Andorra. Una vez más<br />

tuvimos que ser objeto de las zarpas de aquellos gendarmes odiosos que nos<br />

quitaban toda pertenencia de valor que lleváramos encima. Ni siquiera nos<br />

permitían coger agua. Por si acaso, preferí aplastar la pistola que llevaba<br />

conmigo bajo una gran piedra, antes de dejarla en manos de alguno de aquellos<br />

gorilas.<br />

Llegué al campo de concentración el 9 de Febrero de 1939. Enseguida me<br />

percaté de lo terrible que era la vida en aquel lugar. ¡Cuánta gente! Y nadie<br />

podía esperar un buen trato por parte de nadie. La propaganda que en contra<br />

nuestra llegaba desde España no hacía sino empeorar la situación, pues los<br />

delitos que nos imputaban a los fugitivos recién llegados a la Francia católica<br />

eran indescriptibles. E imperdonables, por supuesto, a los ojos de la mayoría<br />

de los franceses. El viento frío que enviaban las montañas del entorno se metía<br />

hasta los huesos, a pesar de que habíamos preparado tiendas de campaña uti-<br />

90


lizando mantas de escasa calidad. Miles de personas deambulábamos de acá<br />

para allá sin saber muy bien en busca de qué. Y al objeto de que la enorme<br />

oleada humana no se les fuera de las manos, los franceses cercaron el gigantesco<br />

campo con red metálica. No obstante, por primera vez en mucho tiempo<br />

pudimos dormir a salvo de los ataques de los aviones fascistas.<br />

Estábamos bajo la vigilancia de los terroríficos “swai”, miembros de la<br />

tropa africana al servicio de Francia, que nos cuidaban con sus espadas y sus<br />

látigos; gente despiadada, capaz de propinar palizas a mujeres o a niños,<br />

sólo por el hecho de estar buscando un trozo de leña para hacer fuego. Para<br />

la quinta noche pudimos organizar mejor nuestra nueva casa. Y cierto anochecer,<br />

como queriéndonos transmitir energía los unos a los otros, organizamos<br />

una enorme y sonora tamborrada, provistos de botes y cazuelas viejas.<br />

En la estación de tren cercana al pueblo habían adecuado un lugar para<br />

atender a heridos y enfermos, pero la paja que cubría el suelo provocó una<br />

eclosión de piojos que inmediatamente propagó la epidemia por todo el<br />

campo. Trajeron ataúdes a un almacén de la estación, ya que diariamente<br />

había necesidad para siete u ocho cadáveres.<br />

En los gélidos amaneceres, como bestias de la selva profunda, ocupábamos<br />

todos los rincones del campamento, pero no con el objetivo de cazar<br />

presas, sino a fin de realizar nuestras necesidades fisiológicas. Era algo que<br />

había de hacerse en algún momento y parecía que, con la complicidad de la<br />

oscuridad, las idas y venidas de los refugiados eran más veloces. Está claro<br />

que la sabia naturaleza facilita los mecanismos adecuados para la adaptación<br />

de las especies a cada lugar y a cada momento.<br />

Sin embargo, los momentos más agradables –¡si es que se puede hablar<br />

de momentos agradables!– eran aquellos en los que el sol nos acariciaba con<br />

sus rayos dorados. Es más, en aquellos instantes parecía que, incluso, éramos<br />

capaces de pensar y percibíamos las sonrisas en nuestros semblantes,<br />

como si al huir del infierno al otro lado de los Pirineos hubiéramos alcanzado<br />

la gloria celestial. Uno de los primeros días de mi estancia allá, perdí una maleta<br />

fabricada por mí en una carpintería, cuando en tiempo de guerra me hirieron<br />

en el tobillo. La cerradura de letras de madera tenía más de cuatro mil<br />

combinaciones, fruto de la aplicación directa de la tecnología aprendida en<br />

la Unión Cerrajera.<br />

91


En Toulouse era normal que nos reuniéramos un grupo de mondragoneses, exiliados<br />

como yo, que intentaban rehacer sus vidas, aunque todos manteníamos la esperanza de<br />

regresar en breve a nuestro pueblo. Contemplando esta foto me doy cuenta de lo impredecible<br />

que resulta la vida de los hombres…<br />

Tras permanecer dos meses en aquella situación, nos condujeron a Carbere,<br />

una localidad a dos kilómetros en dirección a Perpignan y se nos comunicó<br />

que algunos de nosotros tendríamos la oportunidad de pasar la noche<br />

en los vagones de la estación. ¡Eran dignas de ver las carreras hasta aquellos<br />

vagones vacíos, tan pronto partía el último tren de las seis de la tarde!<br />

Cierto día, unos españoles franquistas que viajaban en el primer vagón de<br />

un tren que pasaba por allá arrojaron monedas al lugar donde nos encontrábamos<br />

esperando. Al momento se desató una cerrada disputa entre varios<br />

refugiados por hacerse con las monedas del suelo, mientras fotógrafos que<br />

venían en el último vagón nos retrataban. En fechas posteriores, las imágenes<br />

fueron publicadas por el diario ABC.<br />

Cada vez que se abría la barrera era impresionante ver aquella marea humana<br />

compitiendo por alcanzar los vagones. Los jóvenes se afanaban por ser<br />

los primeros por encima de los viejos y un nutrido grupo de gendarmes inten-<br />

92


taba poner orden. Todas las noches sacaban a alguna persona de debajo de los<br />

vagones, escondido entre ruedas y ejes e inmerso en el lícito sueño de escapar<br />

en pos de un futuro mejor a partir de la mañana siguiente. Ahora sólo nos<br />

queda reírnos de todo aquello, reírnos de los inolvidables recuerdos que perduran<br />

como brasas candentes bajo la ceniza gris del tiempo transcurrido.<br />

Nuestra próxima meta, el nuevo campo de concentración, se situaba al<br />

lado de Oloron Sainte Marie. Tras viajar en tren durante aproximadamente<br />

tres horas, nos trasladaron a un pueblo donde nos miraban como si fuéramos<br />

raros personajes de circo. Pasamos frente a una panadería y los panes<br />

de Sinfo resucitaron dentro de mí. No podría asegurar si el panadero que<br />

salió a la calle con un montón de panes de flauta bajo el brazo me proporcionó<br />

alguno. No estoy seguro y puede que desde entonces la recurrente aparición<br />

de aquellos panes en mis recuerdos provoque en mí una idea falsa,<br />

hasta el punto de creer que me comí alguno.<br />

Recorrimos a pie alrededor de ocho kilómetros, cada uno con nuestras pertenencias.<br />

Al borde del camino quedaron abandonados utensilios y herramientas<br />

de todo tipo, motivado por la extrema debilidad de sus dueños.<br />

Seguro que a los gendarmes y africanos que vigilaban nuestra penosa caminata<br />

les vinieron de perlas todos aquellos bienes. Por fin llegamos a un amplio<br />

espacio rodeado con red metálica. Allí no había nada. Puro campo y<br />

barro. Me eché a dormir en una ciénaga de diez centímetros de espesor, cubierto<br />

con una manta. Se trataba del campamento de Judés. Días más tarde<br />

trajeron tablas para que construyéramos barracones. Pero la paja para el suelo<br />

hizo que los piojos se multiplicaran, lo cual supuso la sarna. En el barracón,<br />

cada uno de nosotros disponía de unos treinta y nueve centímetros para dormir.<br />

¡Estábamos hacinados! Dicha estrechez nos obligaba por la noche a tumbarnos<br />

todos sobre el mismo lado y, claro, era imposible salir de allí.<br />

Una mañana, un oficial militar pidió voluntarios para trabajar en la recién<br />

iniciada industrialización de Méjico. Si bien quise apuntarme, me informaron<br />

de que, por otro lado, iban a necesitar expertos en temas industriales para el<br />

nuevo campo de concentración que estaban preparando en Gurs, y firmé la<br />

solicitud para que me trasladaran allá. En las fábricas de guerra seríamos los<br />

sustitutos de los jóvenes soldados franceses que se disponían a luchar contra<br />

los alemanes. Mi solicitud fue aceptada y me trasladé a Gurs inmediatamente.<br />

93


Me nombraron asistente del responsable de preparar las pruebas de capacitación<br />

para la industria. El responsable era Julián Etxebarria, ex director de<br />

la Escuela de Armería, un mecánico excelente al que conocía de un viaje de<br />

estudios que habíamos hecho de Mondragón a Eibar.<br />

Mi labor consistía en medir la capacidad de los dibujantes, para lo cual<br />

tuve que inventarme una fórmula, a fin de que la subjetividad del momento<br />

no me jugara malas pasadas. El hecho de disponer de un sistema tan metódico<br />

me libró de aprietos comprometedores, pues los que no conseguían la<br />

calificación mínima eran enviados al Tercio Extranjero o, en el peor de los<br />

casos, a las cárceles de España. Entre Mayo y Noviembre de 1939, unas diez<br />

mil personas sufrieron aquellos exámenes. Cuando terminamos nuestro cometido,<br />

me dieron trabajo en la fábrica de aviones de Toulouse. Para entonces<br />

mis padres estaban en un campo de concentración al norte de Burdeos.<br />

La tranquilidad y la felicidad relativa desaparecieron al poco, ya que al<br />

decidir los alemanes invadir Francia entera, la velocidad de penetración del<br />

ejército nazi fue de veinte kilómetros al día. Querían acabar con Francia<br />

cuanto antes, para a continuación ensanchar las fronteras del imperio alemán.<br />

Por lo que veía en la fábrica de Toulouse, estaba claro que la defensa<br />

francesa era débil, siendo muy notoria la diferencia entre el armamento de<br />

los dos ejércitos. El ser extranjeros no beneficiaba en nada nuestra situación.<br />

Al contrario, nos vigilaban estrechamente y cada vez nos ponían más<br />

dificultades para renovar los permisos de residencia en Francia. Con todo,<br />

aquella libertad relativa y el poder ir de vez en cuando al cine o a bailar eran<br />

regalos nada despreciables.<br />

En Abril de 1940, hacíamos números a diario sobre el mapa de Francia,<br />

con el fin de calcular lo que tardarían los alemanes en llegar a Toulouse. Al<br />

mismo tiempo, solicitamos entrevistarnos con ciertos miembros del Estado<br />

Mayor de aquella ciudad, pues temíamos que los nazis nos enviaran de vuelta<br />

a España y nos urgía conseguir el permiso para poder marchar de Francia.<br />

Los franceses nos concedieron la oportunidad de salir de allí.<br />

Me despedí de mis padres, a los que había llevado conmigo a Toulouse<br />

desde Burdeos, y a las 8 de la tarde del 23 de Junio –un día muy significativo<br />

para un mondragonés, ¿verdad?– nos condujeron en tren a la costa de<br />

94


En Toulouse recibí la visita de mi familia, que me animaba a no desfallecer en un ambiente<br />

diferente y contrario a nuestros ideales de libertad. A los que por cierto nunca he<br />

renunciado.<br />

Argeles sur Mer, para embarcar rumbo a Argelia. No obstante, el día 25<br />

entró en vigor el armisticio firmado en aquel famoso vagón. El gobierno<br />

francés cedió ante los alemanes y, por orden de éstos, todo permiso para salir<br />

a cualquier parte quedó invalidado.<br />

Nos internaron en el campo de concentración de Argeles sur Mer, el cual<br />

había llegado a acoger a doscientas mil personas. Allí topamos nuevamente<br />

con nuestros custodios africanos que, en consonancia con los nuevos tiempos,<br />

estaban al servicio de alemanes y franceses. De vez en cuando, apremiados<br />

por la necesidad, venían hacia nosotros en tropel, en busca de algo que<br />

les pudiéramos vender, pues ellos eran los beneficiados de nuestra desgracia.<br />

Los odiábamos. Una mañana, uno de los “swai” adquirió un objeto metálico<br />

que, aun siendo militar, le resultó sumamente extraño. A la tarde escuchamos<br />

una gran explosión y corrió el rumor de que el comprador y dos compañeros<br />

suyos habían fallecido en accidente, al tirar de la anilla de un extraño y frío<br />

artefacto. Aquella bomba de mano supuso una especie de liquidación de la<br />

deuda que aquellos desalmados tenían contraída con nosotros.<br />

95


El tiempo cálido de Junio y Julio avivó en todos nosotros el sueño de darnos<br />

un chapuzón en el mar, pero las autoridades del campo no estaban dispuestas<br />

a concedernos el permiso para ello, pese a que sólo una red metálica<br />

nos separaba de la playa. Aun así, los miembros de la Brigada Internacional<br />

presentaron reclamaciones una y otra vez ante la jefatura del campo. Como<br />

no les hacían caso, una mañana provocaron una enorme trifulca en la que<br />

incluso hubo tiros, y los franceses tuvieron que desplazar una unidad de guerra<br />

flotante para vigilarnos. Como consecuencia de todo ello, a la mañana siguiente<br />

quitaron la red metálica y nos pudimos bañar en el mar.<br />

Los miembros de la Brigada Internacional eran idealistas y, en muchas<br />

ocasiones, tanto su audacia como su habilidad para organizarse nos resultaron<br />

de gran ayuda. Por ejemplo, estando en Gurs, los franceses quisieron extraditarnos<br />

a España e incluso prepararon camiones para hacerlo. Pero los<br />

brigadistas hicieron frente a gendarmes y soldados y lograron hacerles desistir.<br />

Los brigadistas organizaron escuelas en el campo de concentración de Argeles<br />

sur Mer y muchos de nosotros tuvimos la oportunidad de asistir a las<br />

clases. ¡Sí señor, los brigadistas se portaron fenomenalmente con nosotros!<br />

Los meses sin esperanza alguna resultaban demasiado largos para los que<br />

no podíamos dejar de pensar que quizás algún día seríamos abandonados en<br />

la frontera con España. Dentro de aquel ambiente angustioso, recibí una<br />

carta de unos amigos de Toulouse en la que me pedían que guardara calma,<br />

pues estaban tramitando mi traslado a un cuartel cercano a Marsella. Sin<br />

embargo, en una nueva misiva que recibí días después, me hicieron saber que<br />

habían fracasado en su propósito. No obstante, mis amigos también explicaban<br />

que estaban planeando una fuga para mí, y que sería un visitante dominical<br />

quien me informaría sobre el asunto.<br />

Aquella misma semana infligieron terrible castigo a algunos que habían<br />

tratado de huir. Un gitano fue atado a la red metálica y sus guardianes lo estuvieron<br />

golpeando durante toda una noche. Los gritos de aquel pobre hombre<br />

me llegaron a lo más profundo del corazón. Eso ocurrió un jueves y,<br />

según el plan, mi fuga sería tres días más tarde.<br />

El domingo por la mañana un hombre vino a buscarme y me proporcionó<br />

un falso pasaporte. Salí del campo a las diez y media. Los vigilantes a ca-<br />

96


allo me hicieron parar y me pidieron los papeles. “¿Nombre?”, me preguntó<br />

uno de ellos. “Messeguer Mondragón” le respondí en lo que fue el estreno<br />

público de mi nueva identidad. Me dejaron ir, y tras recorrer unos<br />

kilómetros a pie llegué hasta un bar. Mientras esperaba que llegara el tren<br />

de Toulouse pude comer algo, gracias a unas palabras en francés aprendidas<br />

en las clases de los brigadistas. Aunque el moreno que me propició la estancia<br />

de cinco largos meses en Argeles sur Mer me delataba, parece que mi<br />

actitud decidida y seria no dio lugar a duda y me dejaron en paz.<br />

Gracias al recuento de juntas de vía que avanzábamos por minuto, no me<br />

resultó difícil calcular la velocidad del tren: 108 kilómetros por hora. El convoy<br />

iba lleno hasta los topes, mis compañeros de viaje eran campesinos y llegué<br />

a Toulouse sin sufrir percance alguno. En esa ciudad volví a tener<br />

problemas, ya que no era fácil encontrar trabajo, sobre todo para alguien sin<br />

papeles como yo. Sólo una cédula de apellido catalán validaba mi identidad.<br />

Podía caer preso en cualquier momento, en cualquier registro de los gendarmes<br />

en la calle u otro lugar público. Por si acaso, compré una de esas cuerdas<br />

gruesas utilizadas en albañilería, con su gancho incorporado, y durante varios<br />

meses por la noche la tuve preparada, pues podían venir a por mí cuando<br />

menos me lo esperara, y en ese caso la cuerda me habría sido de gran ayuda<br />

para una hipotética fuga desde mi ventana, que daba al río Garona.<br />

Mientras permanecí en el campo de concentración de Argeles sur Mer, al<br />

que denominábamos “El Arca de Noé”, mis padres regresaron a Mondragón.<br />

Por lo tanto, al no conocer a nadie en Toulouse, mi situación fue empeorando<br />

día a día. Tenía que hacer algo, inventar algo, y aprovechando mi habilidad<br />

para el dibujo artístico, comencé en labores de retoque de fotografías,<br />

en mi habitación de la casa que tenía alquilada. Me puse a trabajar apoyado<br />

en la publicidad “boca a boca” y enseguida empezaron los encargos. Así fue<br />

como me convertí en un verdadero maestro en arreglos de negativos fotográficos.<br />

Gracias a la blusa de trabajo y a una pequeña boina adquirí aspecto<br />

francés. Eso y el llevar conmigo a todas partes una carpeta de cartón hicieron<br />

que nunca levantara sospechas ante la policía, por lo que pude dedicarme<br />

a aquel seudo-oficio con tranquilidad.<br />

Con todo, no logré dar la vuelta a mi situación calamitosa. A finales de<br />

mes las solía pasar canutas para conseguir bonos alimenticios... ¿Dónde?...<br />

97


En el mercado negro, por supuesto. Un día, en un registro, los gendarmes nos<br />

llevaron con ellos a mí y a todos los que habitaban la casa. Mi situación se<br />

complicó aún más, pues yo era el único extranjero en todo el edificio y pensé<br />

que en adelante recibiría la visita de la policía cada vez con más frecuencia.<br />

Por temor a eso, me trasladé a casa de un compañero de la época de la fábrica<br />

de aviones. Pero mi compañero tuvo que desplazarse a Burdeos por<br />

razones laborales y me llevó con él. Viví con su familia hasta el desembarco<br />

de los aliados.<br />

Las guerras ofrecen la ocasión de contemplar el horror provocado por las<br />

explosiones con más frecuencia de lo deseado. Cada uno se aferra a la lógica<br />

del momento y afronta la desgracia con energía, de la mejor manera que<br />

puede y como las circunstancias aconsejan hacerlo. No obstante, la energía<br />

del hombre tiembla ante el sufrimiento cercano. Y eso es así porque la persona,<br />

al fin y al cabo, es algo más que un trozo de carne. A mí también me<br />

tocó vivir de cerca el dolor, cuando las bombas de los americanos –como<br />

siempre, efecto colateral de los objetivos militares– destruyeron nuestra casa.<br />

Mi amigo resultó herido gravemente en dos ocasiones, a su hija le tuvieron<br />

que amputar una pierna y su mujer apareció muerta.<br />

De pequeño los cuentos de miedo me aterrorizaban. Siempre había alguien<br />

que, en nuestros juegos nocturnos, contaba historias sobre cementerios<br />

y, camino a casa, yo llamaba a mi madre a gritos, al objeto de que abriera<br />

la puerta y pudiera subir las escaleras con la luz de la cocina. Además, al ascender<br />

solía decirle algo en voz más alta de lo normal, para que pusiera atención,<br />

intentando ocultar con ello que mi verdadero propósito era llegar hasta<br />

ella protegido por la luz, sin que se me apareciera ningún muerto de los<br />

cuentos. Pero, como ya he comentado, las circunstancias de cada momento<br />

pueden llegar a transformar totalmente la energía de las personas.<br />

Ocurrió que tras el bombardeo tuvieron que enterrar una gran cantidad<br />

de cuerpos sin haber sido previamente identificados. Eso fue lo que sucedió<br />

con la esposa de mi amigo quien, desde el hospital donde se encontraba, me<br />

rogó buscase el cadáver. ¡Llevaba un mes entero enterrado! Pero no podía<br />

negarme a ayudar a mi amigo y llegué a un acuerdo con el enterrador del cementerio<br />

para revisar ataúdes. Los registros los efectuaba desde las tres de<br />

la madrugada hasta el amanecer. A la tercera noche reconocí los restos de la<br />

98


Me casé el 17 de abril de 1948, con la donostiarra Rosa Salvide, exiliada en Inglaterra y<br />

fotógrafa de profesión. Dos años más tarde, y en vista de que la dictadura franquista se<br />

consolidaba, decidimos dar el salto a América y nos establecimos en Montevideo.<br />

esposa de mi amigo por el pelo y las ropas que llevaba. La lógica ahuyentó<br />

de mí el miedo pero desde aquel día me viene a menudo a la mente la imagen<br />

de Lasa, el enterrador del cementerio de Mondragón, sacando huesos<br />

de las tumbas y, como en los cuentos de aquellos tiempos, tengo la sensación<br />

de que una mano me agarra del tobillo. “Opera enim illorum sequuntur<br />

illos” se puede leer a la entrada del camposanto de nuestro pueblo, dando a<br />

entender que de allí sólo pasan las obras. Muchas veces, sobre todo en tiempos<br />

de guerra, diría que eso no es cierto, ya que ¡Cualquiera sabe dónde<br />

quedan los cuerpos y las obras!<br />

Después de la guerra había que sacar la vida adelante de alguna manera<br />

y seguí trabajando por mi cuenta en la recuperación de fotos antiguas. Si<br />

bien aún no tenía legalizada mi situación de refugiado, tres o cuatro tiendas<br />

de fotografía contrataron mis servicios e hice algún dinero. Al poco conocí a<br />

la que sería mi esposa, que se dedicaba a la fotografía y había estudiado en<br />

99


Glasgow. Era natural de Donostia y después de un noviazgo de un par de<br />

años nos prometimos, y cumplimos nuestra promesa el 17 de Abril de 1948.<br />

Por tanto, he vuelto al pueblo de mi infancia y de mi juventud. La lucha<br />

frustrada contra el sistema de desigualdades me llevó al exilio. Me alcé en<br />

contra de la subordinación asfixiante porque creía en la hermandad. Arriesgamos<br />

nuestras vidas en numerosas ocasiones pero no sé si se nos comprendía.<br />

Y recuerdo las atroces imágenes de la guerra con la misma claridad con<br />

que recuerdo el sonido del chistu y el tamboril de la plaza de Eibar mientras<br />

nos machacaban a golpes en la cárcel del pueblo, como si el espectro de los<br />

jóvenes detenidos importara un bledo a la mayor parte de la ciudadanía.<br />

Nos posicionamos en contra de una normativa legal equivocada y a favor de<br />

otros ciudadanos en peor situación que la nuestra, y –contradicciones amargas<br />

de la vida– en la plaza de Eibar no sabían nada de nosotros; estábamos<br />

olvidados en la desgracia, mientras de nuestros cuerpos destrozados manaba<br />

sangre roja. Pero había que seguir adelante. Se trataba de una misión digna<br />

y honorable, reservada sobre todo a los solteros, a menudo dispuestos a cumplir<br />

adecuadamente las injusticias provocadas por el clero. Soy de los que<br />

piensan que los soldados de aquella misión tenían mayor mérito que los de<br />

cualquier congregación contemplativa.<br />

La guerra me alejó de mis raíces, y desde entonces he vivido como hoja<br />

llevada por el viento, de acá para allá, sin construir nada estable en ninguna<br />

parte. Desde 1934 hasta 1945; fueron demasiados años dedicados a unos<br />

intereses que no prometían nada. Tras otros cinco años de pelea, deseando<br />

ya olvidar todo tipo de carencias y restricciones, emprendí una nueva vida<br />

con mi esposa, Rosa Salvide Beratarbide. La Asociación Internacional IRO<br />

se encargó de pagarnos el viaje a Montevideo, en el barco “Protea”. Atrás<br />

quedaba mi estancia francesa. Corría Mayo de 1950.<br />

100


DESDE LA LEJANA ATALAYA<br />

No voy a ocultarte la escalofriante emoción que sentí el otro día cuando<br />

me hablaste de un hipotético viaje a mi pueblo natal. De repente, todo tipo<br />

de imágenes de ensueño –mis más hermosos recuerdos– afloraron en este<br />

viejo de noventa y dos años, y he de confesarte sin sonrojo que estuve a punto<br />

de caer en la absurda tentación. Las referencias del pasado eclipsaban el<br />

mandato de la razón y el conflicto interno desencadenó la crisis. Con la<br />

mente semi-nublada, pregunté a mi viejo espíritu si tendría capacidad suficiente<br />

para deshacer semejante enredo. Le rogué que me ayudara.<br />

Mi afable espíritu estudió el problema en todas sus dimensiones. Y, se conoce<br />

que basando su decisión en la prudencia, en principio me recomendó<br />

realizar un viaje onírico. Regresaría a Mondragón como si nada hubiera sucedido.<br />

Lo hice, y una noche, de repente, me encontré en el Portalón, caminando<br />

de un lado a otro deseoso de topar con algún conocido. Perdida la<br />

esperanza, fui a casa de Amparo pero allí sólo encontré caras extrañas. Mi<br />

101


sobrina Begoña, por lo que me comentaron, vivía en un barrio que yo ni siquiera<br />

sabía dónde estaba. Salí de nuevo a la calle y, caminando sin rumbo<br />

y desengañado, llegué hasta el cementerio. Una vez allí, comencé a gritar<br />

desde el otro lado de la valla metálica, sollozando, rogando estar entre todos<br />

mis amigos que allá reposaban.<br />

Alguien debió llamar a los municipales, pues estando yo llorando se aproximaron<br />

dos uniformados que me preguntaron qué hacía allí y quién era. Me<br />

sentí sorprendido en aquella rara operación, totalmente avergonzado, y les<br />

dije que era el acreedor de una persona allá enterrada, la cual murió debiéndome<br />

mucho dinero y dejándome en la indigencia más absoluta. Uno de<br />

los guardias le susurró al otro algo sobre Santa Águeda. Y, por si acaso, decidí<br />

alejarme. Pregunté a los municipales por el paradero del taxista Fermín<br />

Bidaburu y me respondieron que entre los taxistas no había nadie con aquel<br />

nombre. ¡Tampoco sabían nada sobre el coche de caballos para ir a Aramaiona!<br />

¿Pero dónde me encontraba? Nervioso... desperté en mi casa de<br />

Montevideo, y aparté de mí la tentación de regresar a mi pueblo natal.<br />

Nunca volveré, por tanto, al sitio que un día dejé atrás para escapar hacia<br />

Bizkaia. En la huida fui testigo directo del bombardeo de Gernika, desde el<br />

mismo lugar de la masacre, ya que me encontraba visitando la fábrica de<br />

armas “Astra”. Los aviones comenzaron a soltar bombas, y según éstas iban<br />

cogiendo velocidad, daba la impresión de tratarse de panfletos de papel.<br />

Luego el infierno surgió ante nosotros. Por lo que había podido escuchar a<br />

alguien durante la visita matinal a la fábrica, los fascistas no se iban a atrever<br />

a bombardear la villa, ya que, al parecer, en Gernika vivían muchos carcas.<br />

Los adivinos se equivocaron. Una demoledora bomba cayó en una calle<br />

a la altura del Árbol de Gernika e hizo un agujero de ocho metros de diámetro.<br />

La casa de al lado se desplomó completamente. La gente corría hacia<br />

el refugio situado junto a la fábrica de armas, pensando que así estarían<br />

mejor protegidos.<br />

Pero no, prefiero hacer un viaje en sueños desde mi cálida cama de Montevideo<br />

y, tras arribar al puerto de Bilbo, caminar a pie hasta mi lejano y extraño<br />

Mondragón. Quizás subiré hasta la campa de San Cristóbal para<br />

sosegadamente degustar el pueblo entero desde allí. Y recrearé en mi interior<br />

aquellas órdenes de la época de Primo de Rivera, por las cuales en caso<br />

102


La guerra me alejó de mis raíces, pero no he olvidado Mondragón. En mi casa de Montevideo<br />

vivo rodeado de recuerdos de aquel pueblo pequeño, recoleto, donde nos conocíamos<br />

por los apodos, de los que recuerdo más de cien.<br />

de avistarse en el horizonte una inesperada tempestad, era necesario avisar<br />

a tiempo a los vecinos. Y como, generalmente, para cuando el responsable<br />

de San Cristóbal se percataba de la tempestad las calles ya solían estar blancas<br />

de granizo, se extendía toda suerte de rumores y bromas acerca del campanero<br />

dormilón.<br />

¿O quizás debería retrotraerme hasta el catorce de Abril de la época de<br />

la República, al objeto de revivir los momentos en que, una vez terminada<br />

la manifestación, izadas las banderas en el balcón del Ayuntamiento e iniciado<br />

el concierto de la banda de música, nos dirigíamos a requisar las boinas<br />

de los carlistas del Círculo? Se las encasquetaban hasta las orejas para<br />

demostrar así su desacuerdo político. ¡Qué jaleo se montaba! La República<br />

fomentó la asistencia de los vecinos a las juntas municipales. En una de<br />

aquellas reuniones, el concejal Isidoro Gil Robles Etxeberria solicitó colocar<br />

el cuadro de Santiago en la sala y el alcalde, Eugenio Karrikiri Resusta, le<br />

preguntó si en dicho cuadro Santiago debería aparecer de pie o a caballo.<br />

¡Otro lío! ¡Vaya bulla! ¡Qué gritos!<br />

103


No me negarás que toda guerra estalla en torno al dinero y las ansias<br />

de poder. La riqueza desmesurada ha complicado sumamente la vida. En<br />

una época, el término “caja de bienes” podía dejar mudo a todo interlocutor,<br />

al igual que lo podía hacer la lectura notarial sobre una herencia<br />

paterna. Ahora, el hijo de cualquier desaliñado puede ser escribano. Y<br />

desde la atalaya de mis noventa y dos años, resulta más interesante mirar<br />

hacia atrás que a la televisión, sumergirme en el pasado para revivir las<br />

experiencias lejanas.<br />

Despierto en la punta de Udalaitz y desde aquí puedo ver el pequeño núcleo<br />

del Portalón, llevando en mi mochila todo tipo de pormenores ligados<br />

a las experiencias vividas. En la cumbre me he topado con una enorme estatua,<br />

concretamente la imagen que todo el mundo ya conoce del humano<br />

sentado, con la cabeza apoyada en el puño del fuerte brazo que parte de su<br />

rodilla. Es, por tanto, la estatua que lleva marcado en el rostro ese ceño que<br />

sólo está reservado a los hombres y mujeres que han disfrutado profundamente<br />

de las interioridades de la vida.<br />

Tengo claro que a mi edad sólo puedo ser dueño del vacío dejado por mis<br />

padres así como del derivado de la falta de ayuda de mis amigos, que entre<br />

todos dieron forma a mi personalidad y, a su vez, valor a la vida, además de<br />

proveer de sinceridad a mi evolución vital dentro de un intervalo generacional<br />

tan breve. Tal y como, al menos a primera vista, parece indicar su<br />

gesto, la estatua pensativa gusta de oír el chirrido de las ruedas del carro<br />

transportando a la casa nueva los muebles que constituyen la aportación de<br />

los padres a la dote de sus hijos recién casados.<br />

Desde el magnífico observatorio de Udalaitz, el imaginario hombre pensativo<br />

también divisa un carro tirado por unos bueyes de fuerza extraordinaria<br />

portando flejes de chapa laminada desde Altos Hornos de Bergara a los<br />

talleres de la Unión Cerrajera. Y la estatua ha reconocido la cara de algunas<br />

personas que tras salir de la fábrica se dirigen hacia sus casas subiendo por<br />

la Avenida Viteri. Si bien algunos tejados obstaculizan la visión, no le cuesta<br />

mucho adivinar la vestimenta humilde de los trabajadores que caminan con<br />

la chaqueta al hombro. Los propietarios de ligeras alpargatas recosidas mil<br />

veces son el contrapunto de los oficinistas de cuello blanco. Pero todos sirven<br />

al mismo dueño.<br />

104


Han sido años de duro trabajo, no siempre compensados<br />

por un bienestar material. Aunque no me puedo quejar. Y,<br />

he de confesarlo, mi preparación técnica se la debo, en gran<br />

medida, a lo que aprendí en la Unión Cerrajera. Empresa<br />

que me dio la formación y trabajo, y en la que despertaron<br />

en mis sentimientos de solidaridad internacionalsita<br />

105<br />

¿Te he dicho en<br />

alguna ocasión<br />

que he llegado a<br />

soñar que estaba<br />

al otro lado del<br />

mundo en compañía<br />

de otras almas<br />

cándidas como yo,<br />

y que nos preguntábamos<br />

unos a<br />

otros por qué<br />

razón tuvimos que<br />

nacer tan egoístas?<br />

¿Acaso era<br />

imposible construir<br />

el verdadero<br />

reino de la hermandad<br />

en lugar<br />

de tanta calamidad<br />

y tanta inflexibilidad?<br />

¿Acaso<br />

no se podía superar<br />

el distanciamiento<br />

que<br />

provoca la riqueza<br />

desmedida? Y,<br />

como si de una película<br />

se tratara,<br />

en el techo celeste<br />

se me aparecieron<br />

imágenes de nuestra<br />

época. En primer<br />

lugar, divisé a<br />

Santos Txaparro<br />

Altuna, con el<br />

brazo apoyado en el hombro de D. Toribio Agirre. Mientras paseaban, Txaparro<br />

le explicaba a su acompañante el origen del mundo. Disertaba sobre


la influencia del polvo cósmico y las partículas electromagnéticas, argumentando<br />

que una vez alcanzada una enorme densidad se produjo una gran<br />

explosión, y aquellos repentinos y pequeños mundos se convirtieron en tremendas<br />

e incontroladas bolas de fuego que cada vez se van alejando más en<br />

el espacio infinito.<br />

Don Toribio, mirando a su amigo Txaparro a los ojos, le respondió que<br />

siempre solucionaba los problemas ocultos a base de explosiones, y que él<br />

más se inclinaba por la versión de Etxaurre, según la cual el mundo se creó<br />

en siete días. Altuna, por fin, percatado de que aquella conversación no les<br />

llevaría a ninguna parte, contestó: ¡Allá cuidados! Será lo que tenga que ser.<br />

¿Tampoco estamos tan mal, verdad? Tenemos casa y no nos falta de comer...<br />

No estaban de acuerdo, pero ambos mostraron voluntad de querer entenderse<br />

y seguir en calma.<br />

No obstante, y aunque podría parecer que no guarda relación alguna con<br />

lo anterior, querría subrayar que lo que le hizo D. Toribio a tu bisabuelo Nicolás<br />

no tiene perdón. Cuando en 1923 tu abuelo Román y su hermano dejaron<br />

la Unión Cerrajera para fundar Elma, la dirección cerrajera echó de la<br />

fábrica al padre de éstos, un anciano de 67 años. En la reacción de D. Toribio<br />

no se apreció ni rastro del liberalismo que se le suponía. Al contrario,<br />

mostró su verdadero rostro. Desde siempre, el poderoso ha cargado el peso<br />

de la desesperación sobre el trabajador. Y si observas la historia de nuestro<br />

pueblo en aquellos años, apreciarás mucha confusión, ya que los ricos podían<br />

llegar a ser insoportables y, así y todo, nosotros –los pobres desgraciados–<br />

no nos quejábamos ni una pizca. Nos enseñaron que la vida era un<br />

regalo de Dios y el único consuelo que nos quedaba era el premio eterno de<br />

la vida sobrenatural. Y como decían los parientes riojanos de mi difunto<br />

padre, “la misa y el pimiento, poco alimento”.<br />

El pasado 19 de Enero fueron 92. No existe testigo directo alguno que<br />

certifique que tal día me trajeron al mundo. Y aunque la dama de la guadaña<br />

me ha visitado en numerosas ocasiones, hasta ahora he podido esquivarla,<br />

demostrando una habilidad encomiable. La última vez, por cierto, le<br />

pedí otra prorroga por estar esperando tu carta. “Si es por eso, ¡está bien!”,<br />

me respondió, y nos despedimos hasta la próxima. Siempre había pensado<br />

que los mayores de sesenta estaban de sobra, pues opinan que todo está mal<br />

106


Cuando en 1954 mi madre vino a Montevideo a visitarnos<br />

comprendí por primera vez que aquel exilio<br />

provisional iba a convertirse en definitivo. No se<br />

puede describir con palabras la angustia que se<br />

siente en esos momentos.<br />

107<br />

y, además, no paran de<br />

quejarse. ¿Y ahora?<br />

¿Por qué tanta prisa<br />

para llegar al otro lado?<br />

¿De hecho, para qué me<br />

quieren a mí en el cielo?<br />

No me sorprendería<br />

nada el comprobar que<br />

al otro lado no saben<br />

nada de mí. Y fácilmente<br />

podría encontrarme<br />

en medio de una<br />

enorme romería de millones<br />

de almas, quizás<br />

en compañía de Inés<br />

Txantxote Mercader, la<br />

chica más atractiva, y<br />

podría ser que nadie supiera<br />

nada sobre el último<br />

y más importante<br />

veredicto a fallar por el<br />

Arquitecto Mayor. El<br />

miedo se apodera de mí<br />

cada vez que miro hacia<br />

atrás y veo a mis seres<br />

queridos mezclados con<br />

políticos mentirosos que<br />

nos quieren vender gaseosa<br />

sin gas. Yo mismo,<br />

en este rincón de Monte-<br />

video desde donde te escribo, estoy a punto de romper a llorar, al revivir el<br />

recuerdo de varios amigos desaparecidos mientras jugábamos a la guerra...<br />

y aunque parezca mentira, querría unirlos a todos en un mismo abrazo: Camilo<br />

Basterretxea, José Añibarro, Paco Maixor Resusta, Gregorio Ayala, Manuel<br />

Sopas Agirre, mis familiares, Bonifacio Maidagan, el sordo de La<br />

Concepción, Ramón Artorotz Erguin, José Gorosabel...


108


Previo a atravesar el puente de los noventa y dos años, celebré las fiestas<br />

de Noche Buena y Natividad en lejana soledad, en el solsticio de verano de<br />

estos parajes, y quise hacer un esfuerzo especial, dando un salto de ochenta<br />

años, para disfrutar de los días memorables con los familiares del pueblo de<br />

aquella época. El humo oloroso de la cazuela llena de manzanas con arándanos<br />

llenaba la cocina. Resguardados del frío ambiente de las nieves de<br />

Udalaitz y Anboto, el calor invitaba a la dulce placidez, para deleite de sabañones<br />

y oídos.<br />

Quise charlar contigo, pero mi abuela Ramona –Ramona Ayastuy, madre<br />

de mi madre– apercibida de mi preocupación, me miró a los ojos y me dijo:<br />

Pero Jesús... Josemari está de camino... Aparecerá dentro de unos años... Y<br />

tú no estarás en casa... Y al objeto de aliviar mi tristeza, me contó sobre los<br />

gritos y el estrépito de aquella familia que recibió una serpiente descomunal<br />

de mazapán de casa Lorenza. Una vez terminados los postres, los más jóvenes<br />

se dirigieron a misa de gallo. Yo estaba seguro de que nada más salir de<br />

casa tomarían caminos diferentes, ¡quién sabe hacia dónde!<br />

Ya sabes que de joven perdí la fe. En mi caso, los consejos y lecciones de<br />

Sor Delfina fueron baldíos. Mi mente no podía comprender lo que dictaba<br />

el corazón. Tampoco he sido creyente en otros ámbitos, como, por ejemplo,<br />

el de la lengua, y nunca entenderé por qué te empeñas tanto en escribir en<br />

euskera. En mi opinión, tu esfuerzo es un paso hacia atrás. El resultado no<br />

justifica el esfuerzo. La velocidad del mundo exige diferentes dimensiones.<br />

¿No deberíamos dirigirnos todos hacia un único idioma? ¿Qué ocurrió en<br />

Babel? ¿Acaso la vanidad del hombre fue la que nos llevó a la eterna penitencia?<br />

¡Quién sabe!<br />

Con todo, si trasladáramos polémicas como ésa a un escenario, frente al<br />

público, creo que haríamos el ridículo, pues no sabemos nada ni sobre el género<br />

humano ni sobre la naturaleza. Nos creemos los reyes de la creación.<br />

¡Pobres de nosotros! Todos los días tenemos que transformar historias que<br />

alguna vez se inventaron; debemos actualizarlas, porque nos avergonzamos<br />

el escuchar una y otra vez que Dios creó el mundo en seis días: Y al séptimo<br />

–digo yo– ¡se fue a la romería de San Prudencio! Mi difunto abuelo murió<br />

entre terribles lamentos por el mal funcionamiento de su próstata. Cuando<br />

vinieron a administrarle la extremaunción, salí al balcón con intención de pe-<br />

109


dirles que se marcharan, pero me detuvo el posible disgusto que aquella reacción<br />

podía acarrear a mis padres. ¿Dónde estaba la recompensa para el<br />

que un día rezó “ Una palabra tuya bastará para sanarme”? El personaje<br />

más destacable entre todos los que hicieron mal a Jesucristo fue Judas, pues<br />

se ahorcó por sinceridad consigo mismo. Hoy en día un buen abogado lo habría<br />

salvado y pondría en aprietos a Pilatos, por haber hecho caso de los gritos<br />

de los judíos para liberar a Barrabás. Me parece que Dios me tiene un<br />

poco de miedo, porque considero mis amigos tanto a Jesús como a Judas, a<br />

pesar de ser tan diferentes.<br />

Antes te he hablado de Sor Delfina. ¿Sabes cómo recuerdo a la hermana<br />

de tu abuelo? ¡Metida en un montón de ropa! ¿Y quién iba a decir que aquella<br />

monja que usaba tan hábilmente la vara de avellano no era más que una<br />

chiquilla de dieciséis o dieciocho años? Setenta años más tarde le confesé<br />

que a duras penas podía yo creer en el mundo que ella había intentado descubrirme.<br />

Le dije que el Ser Supremo –yo podría incluso creer en su existencia–<br />

no puede ser el dibujado desde la mente humana. Le argumenté que<br />

con el paso de los años los errores de hombres y mujeres van saliendo a la<br />

superficie y las equivocaciones habidas desde la Inquisición hasta las primeras<br />

manifestaciones del universo y el origen de la vida han quedado al<br />

descubierto. Sor Delfina no hizo ademán de desdén ante mi confesión pecaminosa.<br />

Incluso en eso demostró su categoría, pese a que pudiera estar sufriendo<br />

en su interior, al ver que aquel alumno suyo que consideraba como<br />

modélico le estaba decepcionando en las postrimerías de su trayectoria vital.<br />

Dios cedió al ver que unos insustanciales iban a matar a su hijo; aceptó su<br />

muerte de la misma manera que miró hacia otro lado 1936 años más tarde,<br />

cuando los derechistas fusilaron a nuestro querido párroco D. José Joaquín<br />

Arin, Don Leonardo Guridi, Don José Markiegi y otros treinta inocentes,<br />

entre ellos cuatro mujeres.<br />

En tu última carta me reprendías por considerar que en algunas palabras<br />

mías notabas cierto pesimismo. Quizás sea cierto. Han pasado muchos<br />

años desde que me trajeron al mundo y mi escepticismo tocó techo hace<br />

tiempo. Pero no pienses que dicha actitud mía es de ayer. No sé si te he<br />

contado alguna vez lo que me ocurrió siendo un mocoso de once años. Yo<br />

era amigo de Andrés Bidaburu y Félix Likiniano, que solían hacer las veces<br />

de monaguillo. Un día Andrés no pudo presentarse y Félix me pidió acom-<br />

110


pañarle en una urgencia. De allí a poco tiempo iba yo bajando por Erdiko<br />

Kale vestido de mariquita roja, sosteniendo un gran farol en la mano,<br />

mientras mi amigo, a través del sonido anunciador de una campanilla,<br />

pedía a los transeúntes una oración por un enfermo. Yo sentía vergüenza<br />

dentro de aquel traje de colores. Los niños que se encontraban en la calle<br />

salían huyendo nada más vernos y los mayores, en cambio, se arrodillaban<br />

a nuestro paso.<br />

Nunca antes se había arrodillado nadie ante mí, y aquella emocionante<br />

sensación me trajo a la mente la fábula del burro altivo que pensaba que los<br />

pétalos de rosa y suaves alfombras que pisaba los habían colocado en su<br />

honor, olvidando totalmente al caballero que llevaba encima. Sin tener una<br />

idea clara del lugar adonde nos dirigíamos y con el sonoro tañido de la campana<br />

de Félix, confundido con la devoción de la gente y la imagen fantasmal<br />

del burro, llevé muy mal el tramo que quedaba hasta nuestro destino.<br />

Una vez pasado por delante de mi casa, entramos en el portal contiguo a<br />

la peluquería de Errabaleko Kojua y subiendo por unas escaleras empinadas<br />

y torcidas llegamos con el viático hasta la cama del difunto dulzainero<br />

Gregorio Pitt Etxebarria. Vimos al paciente jadeando. Frente a él se encontraba<br />

Don Paco, rezando en latín. Nos arrodillamos. Al terminar las oraciones,<br />

el cura quiso administrar la comunión a Pitt, pero era evidente que el<br />

hábil músico no podía tragar nada. Me quedé mirándolos a la luz del farol,<br />

nervioso por ver en qué quedaría el esfuerzo de Don Paco y, a su vez, con la<br />

esperanza de que se produjera un milagro. Estaba como clavado al suelo, sin<br />

poder moverme, alzando el farol tan alto como alcanzaba la longitud de mi<br />

brazo. Mas no sucedió nada. El intento de Don Paco para introducir la hostia<br />

en la boca del paciente resultó baldío.<br />

¿Dónde estaba Dios –me preguntaba– en los momentos en que podía ofrecer<br />

ayuda a su hijo que probablemente se encontraba al borde de la muerte?<br />

¿Cómo pudo olvidarlo? En eso, recibimos la orden de Don Paco: ¡Vamos!<br />

Y a falta de la luz de mi farol, se hizo la oscuridad total en la habitación. Después<br />

de lo sucedido, tuve sentimientos contrapuestos y camino a la iglesia me<br />

entraron ganas de ir a los que se arrodillaban al vernos y decirles que todo<br />

aquello no era más que una gran farsa, en la que nosotros éramos unos extraordinarios<br />

actores y que el resultado no valía la pena.<br />

111


Aquel Jesusito de la época de mi maestra Sor Delfina ha vivido muchísimas<br />

aventuras, y dudo que ella me pudiese reconocer ahora, pues me he<br />

convertido en un agnóstico práctico de los pies a la cabeza, aunque una vez,<br />

hace unos veinticinco años, le escribí una carta al objeto de exponerle mis<br />

dudas respecto a la fe. Le expliqué con sentimiento mi fuego interior, no<br />

para que me aclarara las dudas, por supuesto, sino para que comparara la<br />

imagen que tenía de mí con la del verdadero Jesús. Me desnudé ante su fe.<br />

“Si Jesucristo nació hace unos 2000 años –le decía en la carta–, ¿quién protegió<br />

a los que vivieron con anterioridad? Mis opiniones sobre Dios podrían<br />

poner en cuestión su sabiduría y su poder si tuviera que rezarle para que hiciera<br />

las cosas tal y como nosotros queremos. Dios nos tendría que gobernar<br />

por encima de eso... pero, entonces, ¿para qué nacimos?”.<br />

Pero mira, Josemari, ¿sabes qué estoy pensando? Como diríamos en el<br />

pueblo, ¡Venga hombre! ¡Ya vale de cuentos! En cualquier caso, recuerdo<br />

que un día me tiraste de la lengua cuando hablábamos sobre mis ideales.<br />

Ocurrió cuando regresé al pueblo por tres días, en 1981. José Letona fue<br />

testigo de ello, mientras cenábamos en el bar de Agustín Bueno Arregi. No<br />

estoy muy seguro pero aquella noche noté que los cimientos de nuestra amistad<br />

se tambaleaban de manera preocupante, como si nuestra relación hasta<br />

entonces hubiera comenzado a resquebrajarse. Los hombres nos complicamos<br />

la vida demasiado, ¿no crees? Por fortuna, han transcurrido varios años<br />

desde entonces y el eclipse momentáneo se tornó en luz.<br />

Acabo de mencionar a José Letona. ¿Te he contado alguna vez que hicimos<br />

juntos la mili en el cuartel de Loyola en 1929? Recuerdo que le envié<br />

una carta desde el exilio, pero nunca recibí contestación alguna. Por lo visto,<br />

tenía miedo a la censura. No me sorprendería. En cambio, el otro gran historiador<br />

de Mondragón, José Mari Uranga, me envió su libro. Tendría yo<br />

unos 15 años cuando conocí a José Mari en la Unión Cerrajera, pues solía<br />

venir por la mañana a la fábrica a traer la pequeña marmita a su padre.<br />

Trabajaron conmigo éste, sus dos tíos, José y Ángel, y su abuelo Eusebio.<br />

Un día el padre de José Mari se hizo daño en los dedos de la mano y yo me<br />

quedé mirándole, sin saber cómo debía reaccionar. Se conoce que el hombre<br />

–a la sazón tendría unos treinta años– me vio sonreír y acercándose a mí, me<br />

espetó: ¿De qué te ríes?... ¡Ándate con cuidado que tengo mal genio, eh! Por<br />

fortuna, el enfado no llegó a más.<br />

112


Siempre he tratado de mantener en pie mis sueños e ideales de cuando era<br />

joven. En general, y especialmente en los pueblos pequeños, la gente está<br />

dividida conforme a sus ideas políticas y, casi siempre, las posturas intermedias<br />

no suelen valer de mucho. A algunos les mueve el convencimiento y<br />

los ideales. A otros, en cambio, los amigos. Dentro de la clasificación principal<br />

tenemos a los políticos, subordinados a los intereses económicos; luego<br />

están los empresarios, los patrones, que constituyen el apoyo necesario de los<br />

políticos. El tercer grupo, el más numeroso, es el más utilizado por parte de<br />

unos y otros. El último grupo lo conformamos los que ponemos el bienestar<br />

del ser humano a la cabeza de los ideales. Para nosotros, las patrias son la<br />

negación de la solidaridad; a nuestro entender, la distribución de los beneficios<br />

ha de hacerse entre todos los agentes sociales; reivindicamos la libertad<br />

de las personas a través de la cultura que le es sistemáticamente negada;<br />

nos parece que las lenguas acentúan las diferencias entre los hombres; denunciamos<br />

que los ejércitos destruyen la hermandad; y proclamamos bien<br />

alto que el último objetivo de la vida es el propio hombre.<br />

La República prendió una antorcha de esperanza en mucha gente. Una legislación<br />

más humana mejoró las condiciones en las fábricas y el número de<br />

militares decreció. Parecía que aquel mundo soñado se estaba materializando.<br />

Pero era una imagen falsa, pues el enemigo se movía a escondidas.<br />

El odio afloró en pueblos pequeños como el nuestro. Asimismo, el clero evidenció<br />

su postura. Cuando las fuentes de ingresos y prebendas del Estado comenzaron<br />

a disminuir, no tuvieron ningún escrúpulo para, por ejemplo, sacar<br />

a votar a las monjas de clausura de La Concepción, tal y como hicieron en<br />

las escuelas de Viteri para las elecciones de Febrero de 1936.<br />

¿Y cómo olvidar el juego sucio de aquellas señoras que, bajo la excusa de<br />

la caridad, acudían a casa de los pobres en busca del voto político, a cambio<br />

de un colchón o un hipotético trabajo? Las tres elegantes damas salían<br />

de una casa contigua a la panadería del Paseo Arrasate, sin sentir vergüenza<br />

alguna, a comprar la voluntad de los que vivían en la más absoluta miseria.<br />

Desde siempre, iglesia y política han ido de la mano. Recuerdo bien aquel<br />

3 de Septiembre de 1919 en que el Jefe de Estado Eduardo Dato vino a inaugurar<br />

el ferrocarril. Nos llevaron a darle la bienvenida, cada uno con su<br />

banderita, cantando “Salve bandera...”, acompañados por la banda de mú-<br />

113


sica y rebosantes de la emoción que nos producía el alegre repique de campanas.<br />

Años más tarde, en 1927, saludamos a Primo de Rivera. En aquella<br />

ocasión, el pueblo entero se reunió en Zaldibar mientras, desde el balcón de<br />

la Unión Cerrajera, las autoridades civiles y religiosas alababan la dócil subordinación<br />

de los ciudadanos trabajadores. Asimismo, en época de somatén,<br />

el Padre Basabe aplaudió desde el balcón del Ayuntamiento la Entronización<br />

de la Figura del Sagrado Corazón, al tiempo que nos pedía mantener a salvo<br />

la fe cristiana para que dicha figura nunca fuera sacada de allí. ¡Antes la<br />

muerte!, exclamaron muchos de los cientos de mondragoneses que estaban<br />

conmigo en la Plaza.<br />

Me invitaste a regresar al pueblo y te agradecí de corazón el detalle. Pero<br />

no me sentí capaz. ¿Me creerás si te digo que durante años mi único apoyo<br />

en la vida fue la esperanza de reunirme de nuevo con mi novia los domingos<br />

por la tarde? Así es, pues yo tenía mis sentimientos puestos en aquella<br />

chica que, al volver a Mondragón desde la cárcel de Ondarreta, me recibió<br />

con un incisivo y frío ¿A qué has venido? ¡Tonto de mí! ¡Ni en el frente de<br />

guerra ni en los duros años de Francia pude deshacerme del dulce sueño de<br />

la época en que paseaba con ella por la arboleda de la estación del tren! Y<br />

a esa hora de la tarde la tristeza se apoderaba de mí, pues cada vez veía más<br />

lejano que el sueño se pudiera convertir en realidad. Sin embargo, estuviera<br />

donde estuviera, imaginaba en el espacio la dirección a mi pueblo natal y,<br />

como si estuviera en soledad y rezando el Ángelus, me sumergía en mis reflexiones<br />

intentando calcular cuántas horas me harían falta para llegar a<br />

Mondragón a pie. En aquellas horas de impotencia nostálgica, un día, después<br />

de comer, me sorprendió un sueño en el que yo estaba muerto y la música<br />

fúnebre proveniente del kiosco de la plaza me hacía temblar. Traté de<br />

liberarme de la pesadilla y una vez hube despertado me dirigí raudo a mi<br />

cita mental de las tardes dominicales. Desde entonces, los muertos no me<br />

producen miedo sino compasión, ya que ningún partido político les ha podido<br />

ofrecer esperanza de amnistía.<br />

Pues mira por dónde, Josemari, incluso aquel recuerdo nostálgico es ya<br />

pasado. A menudo, aunque intento divisar el camino a Goikobalu o San<br />

Cristóbal, el ejercicio se vuelve baldío. ¡Mi cielo interior está tan nublado!<br />

Por eso, ahora que ya he cumplido los noventa y dos, me embarcaré en un<br />

viaje de vuelta onírico y recuperaré mis recuerdos, como si volviera con mis<br />

114


padres y amigos, pese a que ni siquiera me quedan fuerzas para entonar el<br />

“Hor konpon...”. Luego ya veremos lo que pasa... pues el otro día leí a un<br />

cura que decía que el diablo no existe. Por otro lado... Pero... ¡Basta ya!<br />

Con todo, no me sorprendería saber que en el otro mundo existan conflictos<br />

entre españoles, vascos, norteamericanos o chinos. Pero será agradable<br />

encontrarse con un tamborilero como Nicolás Polico Pol. ¿Sabías que<br />

era de Aramaiona, como tú? Tocaba el tamboril magníficamente. Aparte de<br />

la música, supongo que podremos ir al cine; sin embargo, pienso que pasar<br />

la eternidad entre santones de barba larga y paso lento puede resultar bastante<br />

aburrido. Pero es casi seguro que los acordeonistas que tocaban en San<br />

Prudencio y Kale Barrixa no acudirán a la cita.<br />

Entretanto, mientras no dé el salto eterno al otro lado de la línea, seguiré<br />

aquí, a pesar de que no volveré a ver la brillante imagen de Lázaro Churrero<br />

Mancebo en la cuesta de Gazteluondo, ni podré saborear los helados de Teodoro<br />

Larrañaga en Erdiko Kale, ni las tartas de Biskai ni las enormes serpientes<br />

de mazapán de Lorenza. Hablando en términos doctrinales, estos<br />

personajes iluminaban más que el propio sol en aquel Mondragón pequeño<br />

y encantador. Fue una época que no volverá, una infancia golosa sin muchos<br />

medios pero con una pasión total por la vida, en la que, los domingos por la<br />

tarde, a falta de una cometa para despertar la curiosidad de nuestros amigos<br />

del cielo, satisfacíamos esa necesidad mediante la amistad mutua.<br />

Cambiando de tema, te informo de que recibí el libro sobre las costumbres<br />

medicinales de nuestros antepasados, para que no pienses que se perdió<br />

en el vasto océano. ¿Te he comentado alguna vez que en 1950 nos costó<br />

veintiún días llegar desde Génova hasta aquí en barco? El libro tardó cinco<br />

días desde Mondragón a Montevideo. O “De Mon a Mon”, como dice la expresión<br />

que solemos utilizar bromeando en nuestras cartas. Sobre todo me<br />

ha gustado el capítulo dedicado al velatorio mortuorio, pues me ha recordado<br />

la costumbre que conocí en el pueblo, con las mujeres respondiendo a las letanías<br />

–¿A qué se debe tanto ora pro nobis... acaso Dios está sordo?– mientras<br />

los hombres jugaban a cartas en la cocina. El libro me ha hecho recordar<br />

a los médicos de mis tiempos, entre otros a Labajos, que supuestamente estaba<br />

medio loco. Loco o no, en opinión de todo el mundo era el médico más<br />

hábil de todos los que había en el pueblo. Un día le llamaron de un caserío<br />

115


de Zigarrola, porque al parecer la señora de la casa se encontraba enferma.<br />

Labajos se presentó raudo y, tras quitar con su bastón la figura de un santo<br />

barbudo que colgaba de una pared, apagó todas las velas de cera que había<br />

en la habitación de la paciente y abrió de par en par las ventanas, a fin de<br />

que la pobre mujer respirara aire fresco. Al objeto de que los ignorantes como<br />

nosotros aprendiéramos, Labajos solía exponer en el escaparate de cierta<br />

tienda de comestibles de la Calle del Medio, en frascos de cristal, los quistes<br />

que extirpaba en las operaciones que realizaba.<br />

Ya que acabo de mencionar a un barbudo, he de informarte que el pasado<br />

jueves apareciste en el programa “Ventana al mundo” de la televisión uruguaya.<br />

Hablaste sobre la industria de Mondragón. Te vi cierto parecido con<br />

Sabino Arana, concretamente con un retrato suyo que aparecía en el libro<br />

“Euskal <strong>He</strong>rriko Historia”, que obtuve cuando tendría unos ocho años en el<br />

Batzoki frente a la fuente de la Plaza. No te lo tomes a mal, por favor, pero<br />

por si acaso te envío una pequeña lista con mis apellidos, para que me aclares<br />

si dispondré de alguna opción de acceso a la gloria celestial. Mira, por<br />

parte paterna, son apellidos alaveses: Trincado, Fernández, Gainzarain,<br />

Guza. Y éstos son los correspondientes a mi madre: Baños, Ayastuy, Orobengoa,<br />

Lasagabaster. El escudo de buen linaje lo teníamos en el caserío<br />

Artzubi. ¿Crees que es suficiente, o me tendréis que ofrecer una misa para<br />

poder pasar el fielato?<br />

Anoche, a punto de despuntar el amanecer, mi mujer se quejaba en la<br />

cama por el ruido que producían los gorriones en los árboles de afuera. Ya<br />

sabes, los ancianos de nuestra edad no podemos pedirle demasiado a nuestro<br />

reloj biológico, y la falta de sueño nos desequilibra para todo el día, pues<br />

ya hace mucho que perdimos la flexibilidad para reanimarnos. Estamos en<br />

Diciembre, inicio del verano aquí, mientras ahí acabáis de dar la bienvenida<br />

al invierno. En Arrasate, Diciembre es un mes que me trae a la memoria<br />

reuniones familiares, cenas especiales, castañas asadas en el tambor pendido<br />

del llar del fuego bajo... Parece mentira pero deberíamos analizar cada<br />

época según las peculiaridades de cada entorno para poder valorarla en su<br />

totalidad. Ahí, las fiestas de Navidad se caracterizan por las reuniones de<br />

familiares en torno a una mesa, las bromas, tertulias, canciones y altas voces.<br />

En cambio, en estas latitudes la gente se decanta por la práctica frialdad de<br />

116


los restaurantes situados en la cálida costa, donde el baile erótico de bellísimas<br />

mujeres aviva la alegría de los comensales en la mágica noche, símbolo<br />

de paz y amor para la humanidad. Siento muy lejos el eco del triki tiki de la<br />

pandereta triple, así como las risas de las chicas con algún nudo de alpargata<br />

desatado y peinado a lo hor konpon... mezcladas con las risas de las<br />

vendedoras de verdaderas castañas asadas.<br />

Igual alguna vez te he contado por escrito que un día, entre mis papeles,<br />

encontré la foto que le saqué, siendo yo joven, a Guillermo Lasagabaster,<br />

director de la Banda de Música de Arrasate. Te adjunto una copia para que<br />

se la entregues a algún pariente de Guillermo, cuya familia, en aquellos tiempos,<br />

vivía en Iturriotz 23-2º, encima de la panadería de Pío Azkarate. Creo<br />

que les agradará ver el retrato. Guillermo el casamentero, que durante treinta<br />

largos años con su Banda de Música repartió gotas de felicidad a muchos jóvenes.<br />

Pero... ¡oye!, me hace gracia pensar que cuando saqué la foto tú aún<br />

eras un proyecto de futuro. Y yo, en mi pasado florido, celebro la acogida que<br />

te pudieran hacer los descendientes de Guillermo. ¡Inocente de mí!<br />

Llegados hasta aquí, creo que tú también eres merecedor de un premio<br />

por el esfuerzo realizado descifrando mi letra, cada vez más pequeña y rápida.<br />

Estoy seguro de que cada letra te mirará desde el lugar donde la he colocado<br />

en el papel, con el mismo respeto con que mirábamos a la estatua de<br />

D. Pedro Viteri en la celebración anual en su honor. Ahora, en silencio y con<br />

los ojos cerrados, cantaré el Agur Jaunak, más o menos de la misma sutil manera<br />

que nos enseñó Gabriel Olaizola, hermano del autor de la pieza, en el<br />

campo de concentración de Gurs.<br />

Acabo de releer las fotocopias de lo que te he enviado anteriormente con fecha<br />

de hoy mismo y he sentido un poco de vergüenza a causa de mi letra mediocre.<br />

Por eso te escribo esto, a fin de no agotar tu habitual paciencia, y con la esperanza<br />

de que consideres lo anterior como un boceto, aun siendo una carta de<br />

diez páginas. Espero que tu destreza sea merecedora de una calificación superior<br />

al Erdipurdi-On que solía concedernos el maestro Arano en la escuela Viteri.<br />

La confirmación de mi torpeza ha subido varios enteros al apercibirme del avión<br />

que hace nada acaba de pasar por encima de mi casa rumbo a la península. Con<br />

todo, la rabia me ha hecho recordar un hecho que aconteció en mi infancia.<br />

117


Fue algo que, a principios de la década de los años treinta, sucedió en la<br />

familia Letamendi, que ocupaba la casa contigua a la nuestra. El caso es<br />

que la madre de la dueña, Salustiana, vivía también allí con la familia y un<br />

día la sorprendieron subiendo desde el desván al tejado empuñando una escoba<br />

en una mano y la escopeta de su yerno en la otra, después de haber oído<br />

gritos alegres de niños provenientes de la calle dando el aviso de a...reo...planua!<br />

a...reo...planua! Ni qué decir tiene que Salustiana había subido con la<br />

intención de derribar aquel aparato pequeño y ruidoso que cruzaba el cielo.<br />

Tal y como hizo aquella abuela, momentáneamente yo también he estado a<br />

punto de subir al tejado al objeto de obstaculizar la marcha del avión, avergonzado<br />

por haberte escrito una carta con tan mala letra.<br />

En la misiva que viaja en el avión te comentaba, respondiendo a la pregunta<br />

que una vez me hiciste, que el Ferial fue trasladado de enfrente de mi<br />

casa a Uarkape en 1926, tras haberse cubierto un tramo del río Aramaiona<br />

y obtener una hermosa explanada en lo que había sido basurero municipal.<br />

También por aquellas fechas los terrenos colindantes de Kaxo se convirtieron<br />

pocos menos que en minas de oro, pues una vez los hubo vendido pudo<br />

reparar la deuda contraída al quemársele la casa de Zurgin Kale. Todavía recuerdo<br />

perfectamente las grandes llamas que, desde aquel viejo edificio de<br />

madera, se elevaban plácidamente hacia el cielo, casi-casi hasta calentar el<br />

trono de Dios.<br />

Antes de que se me olvide, he de decirte que le estoy sacando brillo al<br />

plano que me enviaste junto a tu última carta. ¡Los límites de nuestro pueblo,<br />

en 1917! Pero a pesar de que lo intento, no encuentro ni rastro de Eulogio<br />

Paigorri Agirre, el alguacil que, siendo yo todavía un mocoso que<br />

jugaba en Goikobalu de Santa Bárbara, me preguntó cómo se llamaban mis<br />

padres. “Pues aitxa y ama”, le contesté orgulloso. ¡Menudas risas echó!<br />

Luego me preguntó dónde trabajaba mi padre, como si pretendiera jugar a<br />

las adivinanzas conmigo.<br />

–Donde Sinfo.<br />

–Entonces ya sé quién es tu padre: Valentín; y tu madre, Ramona,<br />

¿verdad?<br />

118


Llevo 25 años carteándome con quien ha hecho posible este libro. Reconozco que ha sido<br />

una hermosa vía para recorrer desde la memoria los años en que se forjó mi personalidad<br />

mondragonesa. Ojalá que lo que para mi ha sido un agradable ejercicio voluntario valga<br />

para fijar, un poco más, la pequeña historia de nuestro pueblo.<br />

Su sabiduría me dejó asombrado y nada más llegar a casa le conté a mi<br />

madre –mi padre aún no había vuelto de la panadería– toda la historia, confirmando<br />

que Paigorri era un hombre muy inteligente.<br />

Y ahora, pese a buscarlo en el plano, me ha resultado imposible encontrar<br />

algún rastro suyo. Quizás sea él quien me esté observando desde algún<br />

lugar más alto, y si es así, seré yo quien ría, pues difícilmente me encontrará<br />

sentado en el banco de piedra de Santa Bárbara que da hacia San Agustín,<br />

ya que ignora que estoy en Montevideo. ¡Ah! Y aprovechando la mención a<br />

San Agustín, ¿sabes lo que decía un amigo mío nacido en Zarugalde hablando<br />

de los patrones de las calles del pueblo? ¿Pero qué van a hacer Loentxo<br />

de Avenida de Navarra y Bartolo de Uribarri, frente a nuestro gran<br />

San Auxtin? Bonita ocurrencia, ¿no te parece?<br />

119


Un día se me presentó en sueños el txorimalo situado en lo alto de la iglesia<br />

de San Francisco, que me echó una buena reprimenda por haberle acusado,<br />

hace unos años, de dejadez. “Te quivocas –me dijo– si piensas que no<br />

siento dolor por la desaparición definitiva de los hijos del pueblo”. A decir<br />

verdad, no esperaba recibir su visita y creo que me habló con total sinceridad.<br />

Me dejó ver que no estaba en sus manos evitar la muerte de los amigos<br />

y familiares queridos, y le creí.<br />

Ya te he dicho anteriormente que los sucesos de 1934 cambiaron totalmente<br />

mi vida. ¡Quién lo iba a decir! Y he tenido que vivir en Montevideo<br />

desde 1950. <strong>He</strong> vivido aquí más años que en Mondragón. Pero pese a haber<br />

tenido la mente en la principal ciudad de Uruguay, mi corazón se quedó en<br />

mi pueblo natal, enraizado en los años de mi infancia, adolescencia y juventud.<br />

De haber podido, hubiera traído aquí a mis padres, pues de ellos<br />

recibí el toque mágico de mi ser. Pero si los hubiera arrancado de su entorno<br />

natural, es posible que hubiera advertido en ellos la misma resignación que<br />

tan a menudo me afecta a mí, y eso es algo que no podría haberme perdonado.<br />

Dejemos, pues, las cosas tal y como están. Corresponde a cada uno el<br />

hacerse cargo de sus errores y sus virtudes con todas las consecuencias, tanto<br />

buenas como malas.<br />

Pese a que alguien pudiera pensar que soy una especie de hijo desnaturalizado,<br />

me quedé totalmente conmocionado ante la noticia que me hiciste<br />

saber el otro día. ¿Están derribando la Unión Cerrajera? Estoy seguro que<br />

de haberme tocado a mí, no habría sido capaz de dar el primer golpe de<br />

pico, porque para mí habría sido algo así como derribar mi propia casa.<br />

Aquella fábrica, nuestra fábrica, fue capaz de sacar adelante la vida de varias<br />

generaciones. Por tanto, ¡adiós para siempre a la fundición, a la tornillería,<br />

a la cerrajería y a infinidad de hermosos recuerdos! Desde mi nido de<br />

Montevideo me resulta difícil hacerme una idea clara del nuevo aspecto que<br />

tomará el lugar donde se ubicaban los edificios industriales. A fin de poder<br />

comprender la terrible decadencia de la empresa en los últimos años, en tu<br />

carta mencionabas la despreciable postura amarillenta tomada por cierto<br />

sindicato. Yo diría que la historia se repite. ¡Si supieras cómo doblaban la<br />

cerviz algunos delegados de los trabajadores ante nuestros patrones! ¡Había<br />

sindicalistas que vivían a cuenta de los trabajadores! Tal y como sucede<br />

ahora, por lo visto.<br />

120


La Unión Cerrajera ha desaparecido para siempre y se hace difícil pensar<br />

que los vigorosos y poderosos edificios no funcionarán ya por más tiempo.<br />

Quizás el hacerme a la idea me resulta tan duro que prefiero rescatar imágenes<br />

de los anaqueles de mi mente y revivir en mi interior la terrible explosión<br />

que mató al padre de mi amigo Jesús Leibar en la fundición; o volver<br />

a recordar cómo solíamos apagar los habituales incendios de la sección de<br />

temple, bajo la dirección del incapaz ingeniero Paco Maixor Resusta. Pues<br />

éstos son recuerdos vivos, mientras que las tuyas son noticias referidas a la<br />

muerte... y en estos últimos días la muerte me ha asediado en demasía...<br />

Lo último ha sido la pérdida de mi gran amigo Marcos Vitoria. Un compañero<br />

de la infancia y, en verdad, un magnífico apoyo en mi exilio. Desde<br />

que en 1950 partí desde Toulouse rumbo a Uruguay, la relación epistolar<br />

entre Marcos y yo ha servido de soporte para mantener mis ideales de juventud,<br />

por encima de todo tipo de fraudes políticos y profesionales. Ahora<br />

Marcos me estará mirando desde el espacio infinito del cosmos y, como si<br />

quisiera avisarme que espera reunirse pronto conmigo para siempre, me estará<br />

haciendo alguna señal. Seguramente, me anticipará que el hipotético<br />

Dios nos convertirá en flores, añadiendo a continuación que seremos felices<br />

observando nuestro pueblo natal desde la pendiente de Kurtze Txiki.<br />

El otro día me preguntaste por teléfono cuáles serían los recuerdos que<br />

más destacaría yo. Y te respondí que eso era hacer trampa, ya que los recuerdos<br />

pueden convertirse en afiladas espadas de doble filo que se vuelven<br />

contra uno. Al final, junto al premio del dulce viaje a los orígenes, la amarga<br />

certidumbre de la destrucción total resurge en la inevitable comparación<br />

entre las distintas épocas. La mayoría de los compañeros de mis recuerdos<br />

están en el cementerio, por tanto, tendría que acudir allá y hablar con mis<br />

viejos amigos para revivir los momentos en que jugábamos a pelota o lanzábamos<br />

nuestras cometas. Momentos lejanos ya fenecidos.<br />

Me llamaste para comunicarme que habías llegado bien. Te agradezco<br />

mucho que vinieras a visitarme a Montevideo en Abril. Y te comunico que<br />

ya he recibido las fotos que me enviaste por correo urgente. Mi mujer está<br />

sumamente emocionada desde que supo que mi pueblo –el viejo Mondragón–<br />

me quiere dedicar un libro. Ella ignoraba –y yo también– que tuviera<br />

un marido tan importante. Con todo, te repito que, a pesar de que te es-<br />

121


fuerces por conseguirlo, nunca más volveré a mi pueblo natal. Es inútil que<br />

lo intentes.<br />

Si hubiera aceptado tu invitación y me hubiera presentado ahí, me habría<br />

faltado el kiosco de la plaza, así como el alegre pasacalle de los tamborileros.<br />

Loro no habría volcado su carro lleno de maderas y tampoco habría<br />

visto a Errekalde zambulléndose en el pozo de Uarkape. Hace tiempo que<br />

quitaron del Portalón el mojón de Minga y hasta el trazo más diminuto de<br />

la sombra de Periko Gabiña desapareció junto a aquellos borrosos tiempos<br />

pretéritos. También se esfumaron las colas de gente que acudía a por tabaco<br />

a la tienda de Lorenza y los ediles de ahora ya no visten sombrero largo para<br />

ir a la misa mayor.<br />

Y recordando que al final de las películas de nuestra infancia surgían las<br />

letras KOK invitando a irnos a casa hasta la próxima semana, te comunico<br />

que este escrito también ha llegado a su fin. En adelante intentaré seguir<br />

enriqueciendo nuestra correspondencia. Me has dado la oportunidad de explayarme<br />

a gusto y, como hijo de Mondragón que soy, me ha venido muy<br />

bien para exponer mis sentimientos con añoranza. Así pues, Josemari, hasta<br />

pronto. Un gran abrazo.<br />

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