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A José Antonio “Txatillo” Altuna,<br />
y a los que como él gozaron con la<br />
versión original en euskara de este libro.<br />
Jose Antonio “Txatillo” Altunari,<br />
eta bera bezala liburu honen euskarazko<br />
bertsio orijinalarekin gozatu zutenei.
<strong>He</strong> <strong>Vivido</strong><br />
Josemari Velez de Mendizabal<br />
2008
FichaTécnica<br />
VÉLEZ DE MENDIZABAL, Josemari<br />
ISBN 84-921707-7-8<br />
© Josemari Vélez de Mendizabal<br />
ARGAZKI ETA MARRAZKIAK:<br />
Jesus Trincado Baños, Begoña Garcia Trincado, Jose Mari Vélez de Mendizabal,<br />
Eusko Ikaskuntza, Arrasate Press, Giuzkoako Kutxa, Hondarribiko<br />
Udala.<br />
Euskaratik gaztelerara itzulpena: Diego Martiartu Zugasti<br />
Gertu Inprimategia - (Zubillaga - Oñati)
ARGITARALDI HONETARAKO<br />
HITZAURREA<br />
Liburu hau itzulpen baten itzulpena da. Jesús Trincado Baños arrasatearrarekin<br />
urte luzez izandako harremanaren fruitua izan zen “Bizi izan juat” titulatu<br />
nuena, 2000 urtean argitaratua. Jesúsekin pilatutako gutundegian –ale guztiak<br />
gazteleraz, euskarazko aipamen ugarirekin- oinarritu nuen bere biografia, euskaraz<br />
sortua. Jesusek ezagutu egin zuen liburua eta, zailtasunak zailtasun, baita<br />
irakurri ere.<br />
Begien bistako arrazoiak tarteko, liburu hark bere publiko mugatua izan zuen<br />
eta lagun batzuek pentsatu zuten gazteleraz ere argitaratu behar zela. Oraingo<br />
hau da, beraz, iritzi horren ekarpena. Eta horregatik nioen, gutunetan Jesusek<br />
egindako baieztapenei nik egindako interpretazioaren itzulpen batean eraiki dela<br />
irakurlearen eskuetan dagoen liburu berri hau, gazteleraz.<br />
Baina azpimarratu behar dut, poztasunez, bi itzulpenek Jesusen bizitza eta<br />
gogoa ederto mugatzen dituztela. Rosa Salvidek – Jesusen emaztea- jakinarazi<br />
dit bertsio hau irakurri duenean, Jesusek bere ondoan segitzen zuela iruditu<br />
zaiola. Eta horixe da eskergarriena.<br />
Jesús Trincado Baños 2006ko martxoaren 19an hil zen, Montevideon, 98 urterekin.<br />
JOSEMARI VELEZ DE MENDIZABAL<br />
2008ko azaroan
PROLOGO A ESTA EDICION<br />
Este libro es una traducción de otra traducción. En el año 2000 publiqué “Bizi<br />
izan juat”, fruto de una larga correspondencia en número de cartas y en el tiempo<br />
que sostenía con el mondragonés Jesús Trincado Baños. Basé mi biografía, escrita<br />
en euskara, en la citada colección de cartas, la práctica totalidad en español con<br />
anotaciones eusquéricas. Jesús conoció el libro y me consta que, aunque con dificultad,<br />
lo leyó.<br />
Por razones obvias, aquel libro tuvo un público reducido y hubo personas que<br />
pensaron que era interesante pensar en una edición en español. Y esta actual es<br />
el resultado de aquel parecer. Es por ello que digo que este libro que sostiene en<br />
sus manos el lector es una traducción al castellano de otra traducción a la lengua<br />
vasca, que yo había realizado sobre la interpretación de las ideas vertidas por<br />
Jesús en sus misivas.<br />
Pero debo subrayar, con alegría, que las dos traducciones reflejan fielmente la<br />
vida y el espíritu de Jesús. Su esposa, Rosa Salvide, me ha confirmado que sentía<br />
a su lado a Jesús mientras estaba leyendo la versión actual. Y esto es lo más<br />
gratificante.<br />
Jesus Trincado Baños falleció en Montevideo el 19 de marzo de 2006, a los 98 años.<br />
JOSEMARI VELEZ DE MENDIZABAL<br />
Noviembre del 2008
PRÓLOGO<br />
Noventa y tres años ha durado la preparación de este libro. Toda una vida,<br />
una vida larga, que Jesús Trincado Baños nos presenta en las siguientes páginas.<br />
Esa ha sido la razón y el eje de Bizi izan Juat – <strong>He</strong> vivido. Y, por mi<br />
parte, he querido recoger y mostrar al lector las vivencias de este mondragonés<br />
afincado en Montevideo y, de paso, tratar de dar una descripción del Mondragón<br />
familiar de los treinta primeros años del siglo XX. El personaje del<br />
libro es Jesús, de quien en su villa natal pocos son ya los que guardan algún<br />
recuerdo. Tomó el camino del exilio en 1936 y ya nunca más volvió.<br />
Mis contactos con Jesús Trincado comenzaron en 1975 y desde entonces<br />
nos une una gran amistad, alimentada sobre todo a través de una continua<br />
relación epistolar. Jesús lleva en el corazón su Mondragón natal y lo recuerda<br />
con la perspectiva que le ofrece la distancia geográfica. Las experiencias infantiles<br />
y juveniles quedaron grabadas en su memoria, donde también<br />
guarda con claridad los sucesos de Octubre de 1934 y la guerra civil. Es precisamente<br />
en 1936 cuando se produce el doloroso alejamiento entre nuestro<br />
personaje y su pueblo, al que no volverá nunca más, salvo para una brevísima<br />
estancia de tres días en 1981.<br />
Durante veinticinco años nos hemos intercambiado cientos de cartas.<br />
<strong>He</strong>mos hablado por teléfono con cierta frecuencia y nos hemos visto en dos<br />
ocasiones. La primera en Mondragón en 1981 y la última en Abril de este<br />
año 2000, en visita que le hice a su casa de Montevideo. Y si se me pidiera<br />
una definición de Jesús, con la seguridad que me da el trato largo y continuo<br />
con él, diría que es un hombre idealista, bueno y castizo, jatorra, que durante<br />
toda su vida ha procurado ser consecuente con su conciencia solidaria.<br />
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A Jesús, como a todos los que aman la utopía, podríamos encuadrarlo en<br />
el grupo de los perdedores. Pero eso no ha hecho agotar la fuente del idealismo<br />
de nuestro amigo, lo que hubiera supuesto la muerte de su espíritu, y<br />
puedo afirmar que todavía hoy Jesús defiende sus postulados con la misma<br />
firmeza que lo hizo en su juventud, anteponiendo la solidaridad para con el<br />
prójimo a todo tipo de ortodoxia inflexible. Por otro lado, y para completar<br />
la definición, a Jesús le rezuma Mondragón por todo el cuerpo. Las cualidades<br />
innatas de mondragonés impregnan inconscientemente la vida diaria<br />
de Trincado.<br />
En este libro Jesús nos lleva por el Mondragón de los años 1908 a 1936.<br />
Y como si los recuerdos con que nos obsequia fueran poca cosa, se ha atrevido<br />
a dibujar imágenes que permanecen vivas en su memoria. A través de<br />
ellas ha vuelto a demostrar que la técnica pictórica que adquirió de niño en<br />
las Escuelas Viteri con el profesor Armengou le sigue proporcionando momentos<br />
gozosos, ochenta años más tarde.<br />
A través de estas líneas quiero agradecer públicamente a Jesús Trincado,<br />
porque –contestando a mis preguntas y peticiones durante más de un cuarto<br />
de siglo– me ha permitido preparar la historia que recogen estas páginas.<br />
Su historia, porque él es el verdadero protagonista, junto con la sociedad<br />
mondragonesa que nos presenta y que cada día nos es más difícil imaginar.<br />
A mí me ha tocado el honor de transcribir sus pensamientos.<br />
Y no quisiera terminar sin agradecer al Ayuntamiento de Mondragón, en<br />
nombre de Jesús y en el mío propio, la edición de este libro. Creemos que servirá<br />
para fijar los vacíos existentes en la historia doméstica de la villa. Si es<br />
así, habrá valido la pena.<br />
14
DESDE MI BALCÓN<br />
Muchas veces he llegado a pensar, sobre todo cuando mis voces interiores<br />
me transportan a un pasado que respeto sumamente, si no estaré cerrando<br />
el ciclo de mi pequeña historia, en una especie de huída del<br />
voraginoso presente, refugiándome en el regazo de viejos cantos vividos hace<br />
ya mucho tiempo; despierto en la cocina familiar y veo a mi madre arrodillada<br />
ante dos troncos en el fuego, con el fuelle en las manos, con la esperanza<br />
de hacer revivir unas llamas que parece se le resisten. Cuando incluso<br />
el más pequeño de los detalles del espectáculo va ocupando su lugar en mí,<br />
oigo cómo alguien llama desde el portal de nuestra casa de la calle Iturriotz.<br />
Se trata de Margarita, la lechera del caserío Uribe; hoy, además del habitual<br />
pan, también nos trae pan moreno recién hecho.<br />
De vez en cuando, nos llega un murmullo parlanchín desde la casa de enfrente,<br />
la de Mariano Adán de Yarza, señal del trasiego apresurado entre los<br />
sirvientes de dicha mansión. Se conoce que en la tienda les guardan las mejores<br />
verduras y frutas. También en la carnicería bajo nuestra casa, donde<br />
Benita, los mejores trozos son para los Yarza. No alcanzo a entender por qué<br />
mi madre no nos trae a casa comida tan sabrosa. Y nunca he comprendido<br />
por qué en nuestro hogar no contamos con un grifo de agua corriente, como<br />
en el de Dagoberto Resusta.<br />
–¡Ésos son ricos!<br />
–¿Y eso qué es? – le pregunto desde mi inocencia.<br />
–¡Aparta de aquí, cabeza de chorlito!<br />
15
Cada vez mi espíritu está más enojado, ya que mi madre –persona que<br />
todo sabe– se queda tan ancha sabiendo que esa familia –al igual que los Sola<br />
y los Barrena– nada en la abundancia, mientras en nuestra casa seguimos necesitados.<br />
–¿Y cuánto tiempo falta para que nosotros también seamos ricos?<br />
–Aberatsa, infernuko legatza. Pobria, zeruko loria (El rico, merluza infernal.<br />
El pobre, flor celestial) – masculla entre dientes.<br />
Como sucede con ciertas respuestas no convincentes –a los niños no se<br />
les debe hablar claro–, intuyo en mi madre la actitud de los desgraciados que<br />
se han resignado a ceder, y diría que mis padres agachan la cabeza ante los<br />
de Yarza. A pesar de todo, en casa disfrutamos de las ventajas de tener padre<br />
panadero, pues no estamos obligados, como en muchas otras y cada vez que<br />
se cobra la quincena, a liquidar la deuda contraída por los panes a la<br />
muesca 1 adquiridos durante los últimos quince días. No somos ricos, pero<br />
tampoco pobres de solemnidad.<br />
Como ya os he comentado, vivimos encima de la carnicería de Benita.<br />
Son muchos los clientes que acuden al establecimiento, pero el más curioso<br />
de todos ellos es el perro “Shol”. El dueño de “Shol” es Jaime Uriarte Viteri,<br />
portero del Casino y el perro asoma todos los días a la carnicería llevando un<br />
cesto en la boca, en el que porta la lista de compra y el dinero. Abriéndose<br />
paso entre los clientes que guardan cola, “Shol” coloca sus patas delanteras<br />
sobre el mostrador. Benita se hace con el cesto y coge la nota escrita y el dinero,<br />
y el animal, mientras se prepara el pedido, espera diligentemente a<br />
que le señalen cuándo partir hacia casa.<br />
Nuestro balcón da al Ferial. Ahora mismo apoyo mi frente contra el cristal<br />
mirando al exterior, y me asalta la duda de si volverá a hacer buen<br />
tiempo, después de varios días de incesante llovizna. Me encuentro en un<br />
observatorio excepcional. Precisamente aquí fue donde comprobé que los<br />
(1) Ogia koxkara (pan a la muesca). Aún a pesar de ser alimento diario se pagaba por<br />
quincenas. Para ello, por cada pan se hacía una muesca en una barra de madera. Al liquidar<br />
la deuda se marcaba con la navaja otra muesca por encima de las anteriores.<br />
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mayores, incluida mi madre, son bastante mentirosos. Siendo más pequeño,<br />
estaba yo seguro de que mi tío Gabino vivía en el tejado del caserío Altamira.<br />
Por lo menos eso era lo que me decía mi madre, al señalarme aquella joroba<br />
que se apreciaba en el tejado. Decía que era su hermano. Pero un día vino<br />
el tío Gabino a casa y la joroba seguía allí, sin moverse un ápice. Por lo tanto,<br />
ahora ya sé que aquello que yo creía que era mi tío no era más que una chimenea<br />
que nunca estaba encendida.<br />
La corneta del barrendero Ángel Txaleko Madinabeitia acaba de sacarme<br />
de mis pensamientos. El aviso se puede oír desde Kurtze Txiki, Oxiña, San<br />
Josepe e incluso desde Bedoña. Este excelente hombretón camina con su carretilla<br />
Portalón abajo recogiendo, además de la porquería de la calle, los<br />
viejos enseres de las casas, aceptando propinas por los servicios prestados.<br />
El control del agua y las labores de bombero también corresponden a Ángel,<br />
que cumple su trabajo con diligencia. El año pasado perdió a su hermano estando<br />
éste trabajando en la cantera de Etxaluze. Preparaba la dinamita y<br />
Ángel “Txaleko” Madinabeitia era el barrendero municipal en mi infancia, allá por 1910. Además<br />
se encargaba del control del agua en los lavaderos públicos y ayudaba en labores de bombero.<br />
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cuando tenía listos unos tiros avisaba mediante el toque de corneta, como<br />
hace Txaleko. Pero aquella mañana, uno de los barrenos no explotó y el hermano<br />
de Ángel subió al lugar donde había colocado el cartucho, a analizar<br />
el problema. El dispositivo explotó con sólo tocarlo y alcanzó de lleno el<br />
pecho del pobre hombre. Los detalles del accidente se los relató a mi madre<br />
el propio Ángel estando yo presente, por eso sé cómo murió su hermano.<br />
Minga y Gabiña eran dos de los personajes populares que podíamos encontrar en las calles<br />
de Mondragón, a cualquier hora del día. Residentes en el Hospital, puede decirse que<br />
formaban parte del inventario del pueblo.<br />
Txaleko cuenta con un ayudante muy trabajador, Tomás Aldape, y mientras<br />
aquél carga el carro con los trastos de las casas, éste se dedica a limpiar<br />
poco a poco las calles con su escoba. Los lunes se dirigen a los alrededores<br />
de la Plaza de Abastos, donde, provistos de una manguera, limpian la suciedad<br />
acumulada durante la víspera.<br />
Hoy no los he visto, pero seguramente Julián Zeziaga habrá sacado ya los<br />
caballos para hacer su viaje diario de ida y vuelta a Bergara, con sus pasajeros.<br />
Guarda los animales en la cuadra situada frente a Olatxo y en cuanto les<br />
abren la puerta se dirigen directamente a beber al abrevadero existente entre<br />
la casa de Adán de Yarza y la Plaza. Encarna, la esposa de Julián, es gran<br />
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amiga de mi madre y tiene una tienda donde ésta suele comprar hilo de coser<br />
y botones. Un día, el año en que los Reyes Magos se olvidaron de mí, el Rey<br />
Baltasar remitió una carta a mi madre, comunicándole que podía comprarme<br />
un tambor de piel en la tienda de Encarna, y rogándole por favor le perdonara<br />
el lapsus. Fuimos allá y Encarna me entregó un tambor muy bonito.<br />
Comencé a golpearlo y para cuando salimos de la tienda había hecho trizas<br />
la piel del instrumento, dejándolo totalmente inservible. Encarna recomendó<br />
otro tambor a mi madre, no tan bonito, al parecer, pero más resistente, pues<br />
era de chapa. Me lo compró. Es de buen material y ahora lo utiliza mi madre<br />
para guardar la arena que usa cuando frota las escaleras de casa.<br />
Aquel día, una vez hube salido de la tienda con mi nuevo juguete de<br />
chapa, el hijo de Julián Errebaleko kojua Urriategi se burló de mí. Enfurecido,<br />
cogí del suelo una castaña pilonga y se la lancé con todas mis fuerzas,<br />
pero erré y la castaña impactó en el cristal de la farmacia de Jesús Segura...<br />
provocando el segundo destrozo de la mañana. Huí por Zerka Osteta, más<br />
veloz que la propia castaña.<br />
Los muchachotes de Zigarrola se dirigen a la escuela con sus rígidos paraguas,<br />
llevando bajo el brazo panes de cuatro libras, esos que se venden a<br />
12 perras gordas. Enfrente, como todos los días, me encuentro con Evaristo<br />
Minga Arana sentado en el mojón del Portal de Abajo 2 . Es un hombre andrajoso<br />
y vagabundo que vive en el hospital del pueblo y consume jarras de<br />
vino una tras otra para acortar la prolongada monotonía de los días. No obstante,<br />
en el pueblo se comenta que su compañero de hospital Periko Gabiña<br />
le supera en tal quehacer. Salvo Minga y los vendedores de periódicos, no hay<br />
ningún adulto en la calle, pues la mayoría están trabajando en la fábrica. Los<br />
tenderos y las lecheras aparecerán un poco más tarde.<br />
Periko Gabiña es muy famoso debido a sus ocurrencias. En todo el pueblo<br />
se comentó lo acontecido hace unos días. Don Toribio Agirre venía de<br />
Altos Hornos de Bergara en su elegante “Hispano Suiza” cuando se encontró<br />
con Periko en San Prudencio. Don Toribio preguntó al chófer Félix <strong>He</strong>riz:<br />
(2) La denominación de Portalón es muy reciente. Algunos colocan su uso generalizado tras la llegada<br />
de los frailes de San Viator, a principios de la cuarta década del siglo pasado.<br />
19
–Ése que viene por ahí, ¿no es Periko Gabiña?<br />
–Sí señor...<br />
–¡Para! Ese desgraciado se ha perdido...<br />
Detuvieron el coche, y tras bajar la ventanilla el director de Unión Cerrajera<br />
le dijo:<br />
–Periko, ¿A dónde vas?<br />
–¡A Belén!<br />
–Por favor ¡sube!<br />
Que sí, que no, tras un rato de discusión D. Toribio pudo convencer a Periko,<br />
pero con una condición: una vez llegaran al pueblo, Periko bajaría<br />
frente al bar “Monte”, para envidia de todos los que allí se encontraran. Periko<br />
es un fuera de serie, ¡claro que sí!<br />
Como ya he comentado anteriormente, acostumbro a observar los coches<br />
de caballos que parten frente a la tienda de Julián Zeziaga y no pocas veces<br />
he temido que el cochero no pudiera mantener el equilibrio de su medio de<br />
transporte, sobre todo en los casos en que llevaba más gente encima que<br />
dentro. Cuando el coche empieza a centrarse en medio de la calle mi corazón<br />
acelera. Son coches de tres y cinco caballos, que realizan el servicio de<br />
correo y también transportan a invitados de las bodas. Los días festivos importantes,<br />
además del de Julián se utiliza también el carromato de Luciano<br />
Margallo Mercader. El de éste suele volver con una col atada de manera aparente<br />
en la parte delantera, en el lugar donde normalmente se lleva un farol<br />
de una única luz. El cochero se sienta en la parte delantera de la carroza, con<br />
una palanca a su derecha, para poder activar si fuera necesario el freno de<br />
hierro de la rueda posterior.<br />
¿Pero qué hago yo a estas horas sin ir a la escuela? Pues resulta que he estado<br />
medio enfermo y el médico Félix Ortiz de Urbina me indicó que debía permanecer<br />
unos días en cama. Pero de hoy no pasa. Apercibida de que el aspecto<br />
de mi cara ha mejorado, mi madre me ha invitado a acompañarla a por agua a<br />
la fuente de La Concepción. Colocará encima de su cabeza la herrada, recipiente<br />
cónico con asideros de bronce, cubierto con una lámina de madera circular para<br />
que el agua no escape. En cada mano llevará un caldero. Por la mañana ayudaré<br />
a mi madre y por la tarde a la escuela, tal será mi plan para hoy.<br />
20
Antes he mencionado al doctor Urbina y no puedo borrar de mi mente el<br />
primer día en que lo vi en mi casa. Es el médico que suele visitar los caseríos,<br />
siempre acompañado de su noble, brillante y excelente caballo. Recuerdo<br />
como si fuera hoy que mi madre me envió a Zaldibar, a casa de<br />
Purificación Chapasesie Azkoaga, y ésta, por su parte, adonde mi abuela, en<br />
busca de una extraña clase de pimentón. La abuela se tomó con total tranquilidad<br />
el pedido y para cuando llegué a casa –no recuerdo si llevaba el pimentón<br />
o no– me pareció que el doctor Urbina cerraba un trato comercial<br />
por cinco pesetas con mi padre. La Chapasesa estaba en la habitación de mis<br />
padres, sonriendo, y sobre la cama al lado de mi madre, mi nueva hermana,<br />
a la que a partir de aquel día llamaríamos Amparo.<br />
Pero comencé a estrechar mi relación con el doctor Urbina cuando me<br />
mandó acudir a María, del caserío Errotatxo, a tomar baños de agua sulfurosa.<br />
Antes de partir hacia allá, mi madre y yo visitábamos a Periko Arrasate<br />
Mendizábal para que me pesara en una báscula para sacos de harina.<br />
Desde la panadería hacia Gesalibar, pasábamos por el caserío de Ignacio Turrubilon<br />
Eguren. El primer día me encapriché del perro del citado caserío.<br />
Mi madre me prometió que si me portaba bien, a la vuelta el perro sería mío.<br />
Se conoce que no fui lo bastante formal, pues me quedé sin perro. Días más<br />
tarde quise llevarme un ternero a casa, pero en vano. Ni perro ni ternero.<br />
Errotatxo está situado tras la compuerta del cauce del molino, y es allí<br />
donde María, alzándome en brazos como si fuera un perrito, me introduce<br />
en un baño de agua bien caliente. Siempre sonriente, he pensado con frecuencia<br />
que me quiere tanto como mi madre. Y es una idea que me atrae,<br />
ya que María tiene cerdos, patos, un montón de gallinas y un perro con los<br />
que juego después de salir del baño. A pesar de que en la escuela les llamamos<br />
maskelu (torpes), a mí los muchachos de los caseríos me dan envidia.<br />
Visten pantalones hasta media pierna, totalmente arrugada la parte posterior<br />
de la rodilla y unos parches tremendos en las nalgas; pero la mayoría de<br />
ellos se queda en casa sin bajar a la escuela, y además tienen cerezas, y grillos.<br />
Y comen todo el maíz que quieren.<br />
Percatado de que el agua sulfurosa no me curaba del todo, mi padre alquiló<br />
el coche de caballos de Celestino Katutxua Uriarte y me llevaron al médico<br />
de Elgeta. Me dio a beber un jarabe. ¡Estaba buenísimo! En la siguiente<br />
21
visita me desplacé en el burro del caserío Uribe, y durante la consulta hice<br />
todas las fuerzas que pude para endurecer el vientre y así engañar al médico.<br />
¡Quería más jarabe! Aun cuando no cayó en la trampa, el médico me dio otro<br />
par de tragos de aquel dulce milagroso.<br />
La mujer del doctor Urbina, María Urbinesie Agirre, suele encargarse de<br />
organizar grupos de niños para actividades eclesiales, junto con Asunción<br />
Txanbosie Basabe. A mí me han metido en uno de esos grupos, parece que<br />
para que haga la primera comunión, y el primer día me dieron un librillo en<br />
euskera para leerlo en una ceremonia religiosa. Se conoce que lo hice muy<br />
mal, pues enseguida pusieron a otro compañero en mi lugar. Lo que más<br />
nos gusta a los niños del grupo es saltar sobre los aromáticos montones de<br />
hierba que quedan apilados al terminar la procesión del Corpus Christi.<br />
Como comentaba, hoy por la tarde volveré a la escuela de monjas de los kalistros,<br />
tras unos días de permiso. Allí estarán esperándome Sor Delfina y Sor<br />
María Luisa, naturales de Mondragón y Navarra, respectivamente. Y junto a<br />
ellas, todos mis compañeros de clase, niñas y niños. Con frecuencia me he preguntado<br />
para qué valen las niñas, si no es para pegar gritos en sus juegos –<br />
como si les hubieran metido una brocheta– o para gesticular con aires de<br />
grandeza en sus ostentosas conversaciones. Sin embargo, de vez en cuando me<br />
dejan totalmente sorprendido con los bordados que realizan. Yo no sería capaz.<br />
Si he de confesar la verdad, las monjas deben de tener una gran vocación<br />
para aguantar, sin que les duela la cabeza, una actividad tan inquieta como<br />
la nuestra durante todo el día. Vocación y disciplina, si no, no puedo comprender<br />
cómo nos educan en el respeto mutuo, mientras nuestras madres<br />
tienen la oportunidad de hacer las labores domésticas. Sor Delfina se muestra<br />
más ducha que la navarra en el manejo de la vara de avellano.<br />
Hace poco, una mañana en que acababa de comenzar el recreo, nos disponíamos<br />
mis compañeros y yo a subir al retrete cuando, al superar los dos<br />
escalones que allí había, resbalé y pisé en blando. Mis amigos me rescataron<br />
de aquella especie de arenas movedizas y partí hacia casa con un oloroso regalo<br />
para mi madre. A pesar de llevar aquella pinta tan sucia, por un momento<br />
viví la sensación de ser un héroe al que se aclama y admira por alguna<br />
acción, ya que todos lo ojos –por vez primera desde que acudía a las escuela–<br />
22
se volvieron hacia mí, aunque nadie se atrevió a abrazarme. Sospecho que<br />
mi madre, que estaba en el balcón, esperaba la buena nueva, pues bajó rápidamente<br />
a ocuparse de mí y me aupó como si fuera una zanahoria hasta<br />
la fuente de la Plaza de Abastos. Después de los primeros auxilios, me llevó<br />
raudamente a casa, con los pantalones y las alpargatas en la mano.<br />
El otro día, aparecieron en el pueblo dos monjas con medio hábito de<br />
color azul. Me indicaron que se trataba de moja lapurrak (monjas ladronas),<br />
aunque no sé muy bien qué querrá decir eso, quizás sean palabras en<br />
clave. Algo así como la manera de hablar del cura Don Pedro dirigiéndose<br />
a Inés la amallavesa: “Escucha, Inés, tienes que preparar la perdiz... per<br />
omnia secula seculorum”. Eso fue lo que le oí, al pasar delante de ellos. E<br />
Inés se dirigió velozmente a casa, como si hubiera escuchado la voz del cielo.<br />
A pesar de que sólo tengo seis años, pues nací el 19 de Enero de 1908 a<br />
las cinco y media de la mañana, esta escuela es la segunda a la que acudo en<br />
mi trayectoria personal. Hasta cumplir los cuatro años me enviaron a la de<br />
la Calle del Medio, de la que se encargaba la madre de mi gran amigo Félix<br />
Likiniano. La escuela se encuentra frente al Casino Viteri y no puedo decir<br />
que aprendiera mucho allí. Ahora bien, Félix, Sabino Lasaga, Andrés Bidaburu<br />
y yo solíamos pasar largo tiempo jugando, como ahora, que en cuanto<br />
podemos nos reunimos y nos vamos por ahí juntos. El que sí ha demostrado<br />
que nos quiere de verdad es el cura Don José Joaquín Arin. Nos pone su mano<br />
gruesa y cálida sobre la cabeza cada vez que nos topamos con él en la calle y<br />
le saludamos con un “Ave María Purísima”. Con la esperanza de recibir ese<br />
gesto suyo tan amable, solemos permanecer vigilantes a la espera de que salga<br />
de la parroquia para dirigirse a la iglesia de San Francisco. No obstante, si alguna<br />
vez cometemos pecado entre todos y tememos que alguien vaya a contárselo<br />
a Don José Joaquín, le decimos “Picutero Barrabás, en el infierno<br />
pagarás” y así nos aseguramos que todo quedará en secreto.<br />
La enigmática torre de San Francisco, con el gigante Udalaitz al fondo,<br />
anuncia, tras los agradables meses del verano, la llegada del apestoso otoño,<br />
incluida la semana para rezar el rosario. Lo he hecho una vez. Las carcajadas<br />
de las mocosas que acuden a la puerta de la iglesia a saltar a la cuerda<br />
me provocan pensamientos contrarios a la doctrina cristiana y me pregunto<br />
una y otra vez para qué crearía Dios a las niñas. Un domingo, íbamos An-<br />
23
Mi visión del pueblo durante la primera década del siglo XX estuvo condicionada a mi<br />
atalaya particular, sita en el balcón del piso segundo del nº3 de la Calle Iturriotz, justo<br />
encima de la carnicería de Benita<br />
drés Bidaburu y yo por la calle cuando pasó frente a nosotros una de esas<br />
niñas bonitas con su traje nuevo. Al hacer la niña caso omiso al saludo de una<br />
mujer ya entrada en años que caminaba por la misma acera, ésta le espetó<br />
enojada: Desde que ha aparecido con ese vestido nuevo, a esta niña se le<br />
han subido los humos. ¡Abistuste! ¡Y no se equivocaba, caramba!<br />
Con frecuencia, según camino hacia las monjas, pienso en la emoción que<br />
sentiré cuando den las cuatro de la tarde. Con todo, también hay cosas que me<br />
agradan, por ejemplo, el hecho de ser alumno de una escuela que cuenta con<br />
un edificio con escudo o el poder escuchar acontecimientos de la historia sagrada.<br />
Se dice que las monjas son más hospitalarias que maestras como Doña<br />
Manuela, que ejerce al lado. Doña Manuela, al parecer, es bastante bruja, rígida<br />
y seria y dicen que amansa a sus alumnos a base de amedrentarles... No<br />
sé hasta qué punto será eso verdad, pero el otro día pararon a Bishente Bedia<br />
en plena calle, cuando se dirigía hacia la escuela empuñando el martillo que<br />
la Unión Cerrajera había proporcionado a su padre para trabajar en casa:<br />
24
–Bishente, ¿a dónde vas con ese martillo?<br />
–¡A romperle los dientes a esa maestra del demonio!<br />
De todos modos, también en nuestro caso, los momentos más agradables<br />
de la escuela vienen cuando llega la hora de gritar A casa, a casa, a casa...<br />
y nos precipitamos a la libertad. Mi madre me espera a la puerta de la escuela<br />
con media onza de chocolate y un trozo de pan. Ni qué decir tiene que,<br />
como en la de Doña Manuela, también en nuestra escuela existen sitios intrigantes<br />
y secretos, como esos cuartos oscuros para los que se portan mal.<br />
Dicen algunos que antiguamente los tuvieron encerrados en salas llenas de<br />
humo donde colgaban chorizos del techo. Pero a los peores los encierran en<br />
el rincón de los cachoborrachos que, aunque parezca mentira, siempre mantienen<br />
ese rictus terrible, medio vestidos medio desnudos, flagelando a Jesús,<br />
hijo de María, y esperando la próxima procesión de esa curiosa semana santa<br />
de ausencia musical y lluvia fría.<br />
A mí también me tuvieron preso durante una tarde sin dejarme ir a casa.<br />
A través de la ventana pude ver a Fructuoso Kaxo Eraña en su terreno debajo<br />
de Santamaña, sosteniendo un cesto en un brazo mientras con el otro<br />
hacía gestos violentos e incomprensibles. Los hijos de Kaxo son amigos míos<br />
y en aquel momento sentí pena por ellos, pues no sabía que su padre estaba<br />
loco. El cielo de la tarde comenzaba a tornarse sombrío y decidí que lo mejor<br />
sería escapar de allí, puesto que tampoco era descartable que las monjas se<br />
hubieran olvidado completamente de mí. Abrí la ventana aunque temía huir,<br />
di un salto y pasé por encima de la vieja tapia para llegar a casa a toda velocidad.<br />
Tan pronto como tropecé con mi padre, quise dejar lo más lejos de<br />
mí la sombra del pecado, y le indiqué que Kaxo no estaba en su sano juicio,<br />
informándole del espectáculo que acababa de presenciar minutos antes. Mi<br />
padre quitó hierro a mi descubrimiento y quiso hacerme creer que Kaxo estaría<br />
sembrando trigo. ¡Anda ya!<br />
<strong>He</strong> aprendido las primeras letras en la escuela de monjas mediante cartones<br />
colgados de unos soportes metálicos puestos en vertical. Las letras<br />
grandes me han resultado fáciles, pero una vez aprendidas nos han puesto<br />
unas más pequeñas, que aun siendo totalmente diferentes a las grandes expresan<br />
lo mismo. ¡Habrá que aprender todo de nuevo! Memorizamos las letras<br />
pequeñas y las grandes cantando, y por fin empezamos a leer en el<br />
26
catón. A veces Sor Delfina nos explica los misterios del universo y así es<br />
como hemos sabido lo que sucedió en el Paraíso. A Adán le tocó una mujer<br />
mala y debido a una metedura de pata de ésta Dios los echó de aquel hermoso<br />
jardín. Lo que no tengo muy claro, empero, es si el Adán de Yarza<br />
cuya casa veo desde mi balcón es la misma persona. Por lo tanto, el asunto<br />
es que aquella mujer cabreada se comió la manzana que Dios tenía guardada<br />
y de ahí vienen los pecados.<br />
Son escasas las ocasiones en que nos dejan jugar en la escuela y con la<br />
buena intención de que aprendamos un castellano mejor las monjas nos enseñan<br />
hermosas canciones. Al menos eso es lo que nos dicen. Al parecer, si<br />
queremos llegar a ser hombres y mujeres de provecho no hay más remedio<br />
que, por lo menos en la escuela, olvidarnos del euskera y esforzarnos en<br />
aprender castellano. A mí la canción que más me gusta es esa en la que nos<br />
sentamos todos en el suelo y cantamos con las manos sobre la cabeza. “Cri,<br />
cri, cri, yo nací...” Así empieza pero todavía no me la sé bien y no me acuerdo<br />
cómo sigue. También es muy bonito el juego del gato y el ratón: Félix Lasagabaster<br />
es el ratón y José Arkauz el gato. Félix siempre le da esquinazo.<br />
Las primeras referencias que recuerdo sobre mí mismo son vivencias de<br />
cuando tenía unos tres años. Se trata de un suceso que ocurrió en el balcón<br />
de casa, una mañana de domingo en la que, estando mi madre en la Plaza<br />
de Abastos, no se me ocurrió otra cosa que meter mi cuerpo entre los barrotes<br />
de hierro del balcón. Si bien conseguí traspasar con el cuerpo los barrotes,<br />
no pude hacer lo mismo con la cabeza, y allí me quede, ni hacia delante ni<br />
hacia atrás. Los gritos de la gente que pasaba frente a la casa se podían oír<br />
desde Santamaña. ¿Pero dónde están los padres de ese chiquillo? ¡Otro<br />
tanto! Se conoce que mi madre también oyó los alaridos, pues apareció en<br />
la puerta de la feria y subió a casa a toda la velocidad que le permitían sus<br />
ciento cinco kilos para rescatarme de aquella trampa de hierro. Al grave<br />
aprieto le siguió un buen calentón en el culo, mientras los testigos del espectáculo<br />
gratuito volvían a la calma.<br />
Tanto mi madre como mi padre –aunque no lo reconozca en alto– me<br />
quieren mucho. En cuanto a eso no tengo motivos para quejarme. No sé<br />
si he comentado antes que mi padre es panadero y mi madre se dedica a<br />
las tareas de la casa, lo que no le impide, al contar con una habilidad<br />
27
extraordinaria, ocuparse de trabajos que le llegan de fuera, como coser<br />
las blusas a estrenar en días grandes como el de Corpus Christi. Y como<br />
decía antes, muchos días festivos acudimos a Gesalibar, a donde María de<br />
Errotatxo, pues el médico me ha recomendado tomar baños de agua sulfurosa,<br />
y mis padres dicen que me hacen bien. A mí, en cambio, el olor<br />
de ese agua me da asco. De todos modos, creo que mis padres me quieren<br />
de verdad.<br />
Las aulas de la escuela de monjas están ocupadas por unos quinientos o<br />
seiscientos niños. A pesar de que tal montón de niños que yo nunca hubiera<br />
llegado a sospechar hay en el pueblo no entiende de rectitud –yo entre ellos,<br />
por supuesto– esas mujeres raras vestidas de blanco y con la cabeza cubierta<br />
nos obligan a sentarnos más o menos en el mismo sitio en horas de clase.<br />
Sentados e inmóviles, las manos recogidas atrás y los pies bien emparejados:<br />
así es como solemos estar, y las monjas seleccionan vigilantes especiales para<br />
hacer de picuteros cuando ellas se ausentan.<br />
Solamente nos queda el recreo como válvula de escape de toda nuestra<br />
fuerza interior, si bien es un período que puede llegar a ser peligroso, como el<br />
día que Juanito Venantx Vitoria me propinó un tremendo puñetazo en el estómago.<br />
Fue una sensación terrible, como si la respiración no hubiera tenido<br />
prisa alguna por retornar. No sé por qué, pero el dolor me trajo a la mente la<br />
imagen del instrumentista del bombo de la banda de música: yo era el bombo<br />
y Juanito el músico. Si caemos al suelo, miramos alrededor a ver si alguien<br />
nos ha visto, y si oímos risas, respondemos: ¡No me duele, no me duele!<br />
Nuestro espacio de recreo son los kalistros, y nos hemos acostumbrado a<br />
ellos como si de nuestra cárcel particular se tratara. Pero a falta de vigilantes,<br />
nos acercamos hasta el pórtico de la entrada principal y allí nos encontramos,<br />
entre adioses tristes y amargos, con el coche de caballos de Atxa y<br />
las personas que, en dolorosa despedida, están a punto de partir hacia Bilbao.<br />
¿Hasta cuándo? No lo sé, pero para mí Bilbao está en el otro extremo<br />
del mundo. Pienso que la distancia física entre mi pueblo y la capital marca<br />
a su vez una diferencia en cuanto a sensibilidades. De no ser así, no podría<br />
entender por qué se rompió la relación entre mis padres y mi tía viuda que<br />
vive en Bilbao. Un día enviamos a la hermana de mi padre un cesto lleno de<br />
manzanas de una libra y de allí a poco recibimos una carta en la que mi tía,<br />
28
visiblemente enfadada, achacaba a mis padres el querer agravar su ya grave<br />
situación económica, pues tuvo que pagar 0,90 pesetas en concepto de arbitrio,<br />
con la consiguiente merma de su reducida pensión de viudedad. ¡Parece<br />
que no se puede ser demasiado bondadoso!<br />
¿Cuánto dinero tendrán que pagar las monjas por los caramelos de la fiesta<br />
que nos dedican anualmente? Suele celebrarse un día de esos que amanece<br />
más brillante que el propio sol, con la escuela engalanada y una fila de sillas<br />
tras la mesa de Sor Delfina, y sobre la mesa cestas relucientes rebosando bolsitas<br />
de bombones y caramelos. Al parecer, ese día se reconoce que somos<br />
merecedores no ya del caramelo solitario que se nos ofrece de vez en cuando,<br />
sino de un puñado de ellos, y nos los dan además de todos los colores. Nosotros<br />
esperamos sentados en nuestros asientos habituales, y tras el trasiego<br />
apresurado de las monjas, poco a poco van entrando algunas madres de alumnos<br />
disfrazadas de mujeres serias, y después de realizar algunos gestos a modo<br />
de cumplidos graciosos, se van sentando en los asientos situados detrás de la<br />
mesa. Al poco, otra pequeña ceremonia, y aparece el alcalde acompañado de<br />
ciertos señores serios e importantes. Nuestro asombro va acrecentándose ante<br />
tanto lujo. Y el nerviosismo llega a su punto álgido al escuchar nuestro nombre,<br />
y nos acercamos torpemente hasta la mesa a fin de recoger, de uno en<br />
uno, las bolsas de colores, ¡entre los aplausos de todo el mundo! Las madres<br />
que han quedado fuera nos esperan con sus verdaderos trajes. ¿Pero por qué<br />
se preocupan de nosotros, si ya tenemos cinco años?<br />
Otro día memorable en el que casi podemos tocar al alcalde y los ediles<br />
es el Domingo de Resurrección, cuando todos juntos acuden a la arboleda<br />
frente a las oficinas de la Unión Cerrajera. Allí, sobre un cajón de madera con<br />
patas, se coloca la “rana” de hierro fundido y las autoridades comienzan a<br />
jugar delante del numeroso público. El día Viernes Santo, en cambio, juegan<br />
al doke con una onza de oro. ¡Ah! Y algunos días festivos, por la mañana,<br />
vemos cómo las autoridades del ayuntamiento van a misa con sus<br />
capas y sus largos sombreros, acompañados por los txistularis.<br />
Otro espectáculo –si es que se le puede llamar de esa manera– que sigo con<br />
atención desde mi balcón es el traslado del cuerpo del difunto en los funerales.<br />
Mi padre dice que en los pueblos pequeños vivimos la muerte como<br />
algo cercano, destacando que la muerte y la vida van de la mano. No le en-<br />
29
tiendo muy bien, pues pienso que la una niega a la otra, pero como los padres<br />
nos educan en la creencia de que saben más que sus hijos, supongo que<br />
la teoría de mi padre será la correcta. Sea como fuere, en los entierros, bajo<br />
mi balcón transcurre un flujo humano lleno de vida. Ahora bien, no siempre<br />
son entierros del mismo tamaño y la misma categoría. No sé como decirlo...<br />
es como si entre los cortejos fúnebres hubiera diferencias.<br />
A veces son las cruces de plata las que abren el cortejo. Otras veces las cruces<br />
son de madera. En los primeros, ¡a saber por qué!, es mucha más la<br />
gente que sigue al féretro. Y los curas, incontables. Tampoco suelen faltar las<br />
cofradías con sus banderas. A la cruz humilde, en cambio, sólo le siguen<br />
velas sin ningún tipo de ornamento, y dos curas como mucho. Tras el féretro,<br />
en fila de a uno, suelen ir los familiares varones del difunto. Los tres<br />
primeros vestidos de capa y sombrero largo. Alguna que otra vez he visto<br />
desaparecer la cabeza del cortejo subiendo por el Portalón mientras que la<br />
cola ni siquiera se atisbaba en el Arrabal de Maala. Una de esas ocasiones<br />
fue, por ejemplo, el día que sacaron el ataúd de la casa de Adán de Yarza.<br />
Tras el féretro iban los hombres del pueblo. Y por último, las mujeres.<br />
Cuando la cruz está hecha de madera, el cortejo de amigos es mucho más reducido<br />
y nunca he visto a ningún cofrade con sombrero largo sosteniendo<br />
una vela grande y hermosa. Una mañana, estando con mi madre viendo por<br />
la ventana cómo pasaba un cortejo, le escuché decir esto para sus adentros:<br />
¡Ése no era patrón!<br />
Pero volviendo a lo de antes, veinticuatro horas después de la entrega de<br />
regalos en el colegio de monjas llegan los sanjuanes: carreras, visita de los caseros,<br />
alegría... Todos los años llega desde Zigarrola un carro tirado por seis<br />
u ocho caballos, llevando encima a la banda de música de Bergara y a los<br />
txistularis de Rentería. Así es como estalla la alegría en las calles del pueblo,<br />
con los músicos de aquí para allá, primero tocando la marcha de Celedón, y<br />
el concierto de la Plaza como colofón. Los balcones de la casa de Adán suelen<br />
estar engalanados. Desde el campanario nos llega el repique de San Juan,<br />
ecos agradables de un sonido mágico logrado por el sacristán haciendo tañer<br />
diferentes campanas.<br />
San Juan es época de espectáculos de muchos tipos. Al lado del kiosco de<br />
la plaza, por ejemplo, un odre que se utiliza para transportar vino lo llenan<br />
30
hasta la mitad de agua, y la otra mitad la inflan con aire. Se requiere fuerza<br />
y destreza, ya que se trata de alzar el odre al hombro y sostenerlo sin que se<br />
caiga al suelo durante algunos segundos. No creo que nadie lo haya logrado<br />
nunca, pues el movimiento del agua hace perder el equilibrio.<br />
Exceptuando a los viejos inquilinos del hospital, hoy no se ve a ningún<br />
hombre por la calle, ya que todos, o por lo menos todos los que pueden,<br />
están en la fábrica desde primera hora de la mañana. Esta noche, seguramente<br />
porque aún no estoy recuperado del todo de mi enfermedad, la falta<br />
de sosiego me ha mantenido despierto y las voces de los serenos me han traído<br />
a la mente la lentitud de las horas de la madrugada. “Las dos... y lloviendo”,<br />
acostumbra a decir el viejo Juan Olia Markaide al tiempo que<br />
golpea el suelo con su lanza. Otras veces suele ser el chopo Pedro Salturri Berezibar<br />
quien, realizando el servicio nocturno imbuido en su capa con capuchón,<br />
canta con su voz grave las horas y las vicisitudes relacionadas con<br />
el tiempo. Una vez terminada la ronda nocturna completa de Olia, ha lle-<br />
Los entierros eran un acontecimiento que reunían a gran parte de los mondragoneses, si<br />
bien algunos de aquéllos resultaban, al parecer, más atractivos que otros, atendiendo al<br />
número de acompañantes en la conducción del difunto hasta el cementerio de Alday.<br />
31
gado, como de costumbre, la llamada a la fábrica, con los encargados de dar<br />
el aviso tocando la aldaba de puerta en puerta. Son las cinco menos cuarto.<br />
Según mi padre, los avisadores reciben unas perras chicas mensuales de los<br />
“abonados”, por dar el aviso matinal que despierta a éstos.<br />
Sé que hay compañeros míos de clase que antes de ir a la escuela acuden<br />
todas las mañanas a la fábrica de sus padres a llevarles en una pequeña marmita<br />
sopas de café con leche hechas con pan fot 3 seco. Los padres trabajan<br />
a destajo, es decir, a tantas piezas, tantos reales, y no pueden dedicar mucho<br />
tiempo al descanso, ya que si no verían su sueldo reducido.<br />
Si no fuera por la llovizna, mi pueblo seria muy hermoso, sobre todo porque<br />
desde el balcón de mi casa tengo la suerte de poder ver espectáculos del<br />
todo agradables y atractivos. Cuando más disfruto es cuando llegan los titiriteros,<br />
pero eso suele ser principalmente en verano. Tras una ruidosa charanga<br />
desfilan los artistas que actuarán por la noche en la plaza, y casi<br />
siempre presentan a algún que otro mono. Un día trajeron un oso oscuro y<br />
juguetón con bozal y todo. A primera hora de la tarde levantan el suelo de<br />
piedra de la plaza para colocar los tensores y montar el trapecio.<br />
Al anochecer, los candiles de carburo dan comienzo a un espectáculo de<br />
apariencia fantasmagórica pero, al mismo tiempo y según dicen, digno de<br />
ver. Los aplausos de los niños y el murmullo de los adultos se adueñan del<br />
lugar. Al final de la primera parte, sin embargo, la mayoría de los espectadores<br />
han desaparecido, argumentando que se han dejado la leche olvidada<br />
al fuego. Los fugitivos creen haber ahorrado el real que los titiriteros tienen<br />
por bien ganado. Pero no se librarán, pues los comediantes van de balcón en<br />
balcón con sus anchos embudos enroscados en tubos de zinc, para así poder<br />
recoger las monedas lanzadas al aire por los vecinos, tanto los de la plaza<br />
como los que están en sus casas.<br />
Mi padre dice que utilizan al oso para medir la fuerza de los mocetones<br />
locales. Yo no lo he presenciado nunca pero por lo que me ha comentado,<br />
(3) Fota o pampota. Eran panes pequeños, de miga tierna y muy sabrosos para tomarlos<br />
con café con leche. Se vendían a veinte céntimos.<br />
32
La vida social tenía su mayor vistosidad alrededor del Portal de Abajo. Aquel era el<br />
punto de partida y llegada de los coches de viajeros a Bergara, Aramaiona y Elorrio, este<br />
último punto intermedio hacia el lejano y enigmático Bilbao.<br />
suelen colocar al animal guantes gruesos y un bozal y así es como luchó un<br />
día contra Sagasta el barrendero, ambos forcejeando por el suelo sin poder<br />
levantarse, frente al herradero de Julián Olatxo Sagasta. Cuando el animal<br />
enfureció, los gritos y chillidos del público llegaron hasta San Cristóbal.<br />
No hace falta que vengan los comediantes para que surjan líos y enredos en<br />
el espacio enfrente de casa, sin duda una de las zonas más hermosas del pueblo.<br />
Ciertamente, he sido testigo de sucesos de todo tipo. A la izquierda, subiendo<br />
por donde Xagu hacia Ferrerías, los días soleados podemos contemplar<br />
a las mujeres mayores sentadas en sus sillas y banquetas, peinándose y quitándose<br />
los piojos mutuamente. Mi balcón es un lugar excelente para vigilar<br />
el trajín de los burros que bajan de los caseríos. Llegan a primera hora de la<br />
mañana con las marmitas de leche y cada casera tiene su clientela fija. Van de<br />
casa en casa repartiendo la leche “bautizada” antes de salir de cada caserío.<br />
Según oí decir a mis padres hace mucho tiempo, los caseros suelen tener siempre<br />
una vaca más de las que necesitan y ésta se encuentra atada ocultamente<br />
en la fuente de la parte trasera del caserío. No sé si esa afirmación estará relacionada<br />
o no con el palillo alargado similar a un tubo de cristal que los alguaciles,<br />
a veces, introducen en las marmitas. También he podido observar a<br />
aquellos, haciendo caso omiso a los gritos de las caseras, vaciando las marmitas<br />
en las acequias. A veces el reguero de leche baja, pasando junto a la alhóndiga,<br />
hasta el arrabal de Maala. Día negro para las lecheras.<br />
33
Las caseras se enfadan con nosotros, sobre todo los meses de verano,<br />
cuando, tras bajar a la calle y a pesar de haber dejado atado el burro, se encuentran<br />
con que el animal ha desaparecido al haberlo soltado nosotros de<br />
la argolla de hierro. Para hacerlo, procuramos mantenernos lejos del campo<br />
de visión de alguaciles como Eulogio Paigorri Agirre, Gabriel Talo Unamuno,<br />
Francisco Plazero Olazagoitia, Luis Cánovas Arana, Simón Arriaran<br />
y demás. Creo que el que menos me aprecia es Simón. El otro día, en hora<br />
de asistir a vísperas y estando yo solo en el frontón de Zaldibar jugando a la<br />
pelota, lanzó su bastón contra mí. Lo recogí del suelo y huí a toda velocidad,<br />
dejando a Simón boquiabierto y sin bastón. ¿Qué se creía, pues? Todavía me<br />
estoy riendo de la que le hicimos en agosto del año pasado. Iba yo descendiendo<br />
por la Calle del Medio con el patinete que Andrés Bidaburu y yo teníamos<br />
a medias cuando, justo cuando menos me lo esperaba, Simón me<br />
hizo parar y me quitó el patín. Lo guardó en el desván del Ayuntamiento,<br />
precisamente en un cuarto junto a la vivienda de Andrés: por la noche accedimos<br />
a la habitación y recuperamos el patín.<br />
Con todo, se conoce que los caseros también tienen bastante habilidad para<br />
hacer tremendas fechorías. Según cuenta mi madre, los comerciantes de Vitoria<br />
acuden a los caseríos de aquí a comprar pollos y no dejan nada para los vecinos<br />
del pueblo. Por eso, el Ayuntamiento ha establecido normas estrictas a fin<br />
de que, por lo menos hasta las diez de la mañana, los pollos estén a la venta en<br />
la Plaza de Abastos. Pero por lo visto los comerciantes y los caseros tienen acordado<br />
el precio con antelación y los vitorianos llegan aquí a las diez de la mañana<br />
y adquieren los pollos con el dinero que los pobres vecinos no han podido pagar.<br />
Así pues, me quedo un poco más tranquilo al saber este proceder de los caseros,<br />
al que contrapongo el haber librado yo algún burro que otro de su argolla.<br />
Uarkape, Zerkaosteta y la estrada posterior al frontón son los sitios que<br />
menos peligro entrañan a la hora de emprender aventuras asnales. Por el<br />
contrario, nunca aparecemos por la panadería de Sinfo, pues siempre hay<br />
algún municipal al acecho. Además, mi padre trabaja allá, y tengo prohibido<br />
hacer barrabasadas por la zona de Iturriotz. Por otra parte, mi madrina Sinforosa<br />
Isasmendi es la que me regala el karapaixo todos los años.<br />
Sin embargo, por lo que he oído decir a mis padres, también existe en<br />
este pueblo gente que ha realizado obras caritativas extraordinarias, gente<br />
34
que trata de satisfacer las necesidades de los pobres, y así deben clasificarse<br />
las tres damas elegantes que el otro día acudieron a casa del vendedor de perros<br />
Pascasio. Llegaron y le ofrecieron un colchón a cambio de su voto. Todavía<br />
nadie me ha explicado lo que es un voto, pero debe ser algo<br />
importante, si no, Urbinesie, Txanbosie y la hermana de Don Paco no estarían<br />
metidas en el asunto.<br />
Antes he traído a colación los candiles de carburo. Y he de confesar que<br />
nosotros también usamos el carburo para otros menesteres, como provocar<br />
estallidos. Compramos o robamos el carburo, vamos a Uarkape, nos hacemos<br />
con algún bote cerca del río, hacemos un agujero en la base del bote, lo<br />
colocamos en el suelo rodeado de barro, llevamos un poco de agua en la boca<br />
para dejarla en el bote y el carburo empiece a hervir, tapamos el bote con un<br />
papel y le damos fuego. El resultado está asegurado: el bote sube hacia el<br />
cielo a una velocidad tremenda. Los mayores dicen que es peligroso. No creo;<br />
además, prefiero eso a jugar al harri-lagun, es decir, a intentar arrimar al<br />
máximo una piedra a la pared. No me hace gracia. Y jugar a las tabas como<br />
las chicas, ¿acaso tiene algún mérito?<br />
Si de los mayores dependiera, fuera de la escuela también estaríamos estudiando.<br />
¡No hay más que ver cómo se ponen cuando nos sorprenden jugando<br />
con los cuentos de “Calleja”! ¿Acaso no es más lógico, por ejemplo,<br />
utilizar los volúmenes de cuentos como premio en nuestras competiciones<br />
que guardarlos para completar una bonita colección? A menudo pienso que<br />
los padres se pasan en su afán de tenernos bien atados.<br />
Menos mal que también tenemos otros juegos que nos ayudan a olvidarnos<br />
de la tozudez de nuestros padres. Jugando al txirikiketan, por ejemplo,<br />
soy un artista, a pesar de que hay quien dice que es un juego de chicas. No<br />
pocas veces he propinado buenos golpes en toda la crisma –sin querer, eso<br />
sí– a muchachos que jugaban a canicas cerca de mí, al lanzar yo mi palo<br />
hacia arriba y caer de lleno sobre alguna de sus testas.<br />
La otra vez, dejé llorando a un chaval de la calle más joven que yo y la carnicera<br />
Benita, al oír sus lamentos, salió como queriendo exculparme, diciendo:<br />
¡Tranquilo niño, que no ha sido nada! Semeikotxo baten pupua eta txakur<br />
haundi baten trapua! (¡Deja de quejarte, que tampoco es para tanto!).<br />
35
Sin embargo, temo que, cuando menos me lo espere, ese chaval me va a<br />
recibir a pedradas, en pago de lo que yo le hice.<br />
Otro de los juegos que más me gusta es el de las chapas, utilizando las<br />
tapas, bien pisadas, de los botes de producto para dar brillo a los zapatos.<br />
Los lanzamos contra la pared, y el que más se acerca, ¡campeón! Las<br />
chicas, en cambio, juegan a las tabas. Las más apreciadas son las de carnero,<br />
ya que valen cuatro veces más que las de oveja. Usan bolsitas de<br />
tela para guardarlas, pero muchas veces, en lugar de tabas, llevan harriloradunak,<br />
piedras encontradas cerca del puente de la Concepción, y luego<br />
pintadas. Los chicos recaudamos suculentos beneficios con las cajetillas de<br />
cerillas –caso de ganar en el juego, por supuesto–, pues intercambiamos<br />
cajas de lujo de entre cinco y quince céntimos. Además, las que llevan<br />
imágenes de los futbolistas famosos pueden cotizarse hasta dieciséis veces<br />
más que las corrientes.<br />
Otras veces nos dedicamos a atrapar murciélagos. A las seis de la tarde encienden<br />
la luz de la calle. Una hora más tarde todo está oscuro y sólo se<br />
puede ver algo en el pequeño espacio de debajo de la bombilla que cuelga<br />
del cable que cruza la calle. Ahí solemos estar nosotros, con la blusa de la escuela<br />
en la mano esperando a que aparezcan los murciélagos, para a continuación<br />
lanzarla al aire y paralizar así el vuelo del animal. En dicho esfuerzo,<br />
los días otoñales de bochorno ofrecemos un espectáculo digno de ver, ¡pero<br />
cuidado!, el juego puede resultar peligroso caso de que el murciélago muerda<br />
a alguien.<br />
A pesar de que a mí, por ser demasiado joven, aún no me dejan, sé que<br />
los mayores de diez años juegan a guerras. Los de Txorta luchan contra los<br />
de la Escuela Vieja, éstos bajo el mando de Bittor Errekalde Berezibar, mientras<br />
que a aquellos los dirige Lorenzo Eperra Uribetxebarria. El campo de<br />
batalla está situado en Santa Bárbara, concretamente en Goikobalu, y unos<br />
acuden allá subiendo por el Paseo Arrasate, mientras que otros lo hacen por<br />
San Agustín. Luchan lanzándose piedras unos a otros, hasta que los más débiles<br />
huyan. En un principio, limpian sus heridas en las fuentes del lavadero<br />
situado en el regazo de Santa Bárbara, y luego cada uno trata de curarse<br />
en su casa, alguna vez con una venda mojada con vinagre y sal... y, casi<br />
siempre, con la ayuda de una buena azotaina del padre.<br />
36
El Arrabal de Zarugalde conformaba en su extremo noroeste un microcosmos popular específico,<br />
con su convento, panadería, lavadero público y la taberna de <strong>He</strong>rrarte. El crimen cometido<br />
en los alrededores de Barrenatxo nos conmovió y asustó a todos los mondragoneses.<br />
Los amigos a veces vamos a casa de Nicolás Txanton Arregi porque la<br />
madre de su mujer sabe canciones y cuentos muy hermosos, y encima nos los<br />
enseña con un cariño del que las monjas carecen. Behin juan nintzan merkatura...<br />
ikusi neban txarri txiki bat... txarri txiki horrek fru, fru, fru... ekarri<br />
neban etxera. Podría cantar muchísimas canciones parecidas, pero me da<br />
vergüenza.<br />
El balcón es un observatorio magnífico que me aproxima a todo lo que sucede<br />
en el pueblo. Así, me doy cuenta de que los únicos forasteros que recorren<br />
las calles del pueblo son mendigos que llevan un saco de pan seco al<br />
hombro y van visitando las casas piso a piso, excepto las de los ricos y los as-<br />
37
pirantes a ricos. Las puertas de entrada de las casas de estos últimos suelen<br />
estar cerradas día y noche, como si se tratara de una especie de rechazo hacia<br />
todo espíritu de hermandad. Al menos, por lo que he oído en mi casa desde<br />
siempre, con esa gente no se puede contar en caso de necesidad.<br />
La solidaridad se demuestra de diversas maneras; en los incendios, por<br />
ejemplo, tanto los curiosos como los que están dispuestos a echar una mano<br />
aparecen enseguida deseosos de ayudar directamente a la familia que ha sufrido<br />
la adversidad. Los accidentes causan honda impresión entre los vecinos<br />
del pueblo, como cuando Francisco Txumeta Zumaeta perdió un brazo<br />
en un accidente, o cuando la sierra cortó el del joven de Barrenatxo, a la altura<br />
del codo. Creo que también se puede demostrar el apoyo a los demás<br />
mediante las campanas. Por ejemplo, las campanadas de muerte no son<br />
como las demás; las mujeres salen a las ventanas para saber quién es el difunto.<br />
A menudo veo a los curas pasar delante de mi casa camino del domicilio<br />
de algún moribundo para administrarle los últimos sacramentos.<br />
A la mayoría de los vecinos del pueblo, nada más nacer, se nos incorpora<br />
a una cofradía creada al objeto de aliviar los gastos que acarrea un fallecimiento.<br />
Es como si la muerte nos pasara una factura de forma inmediata;<br />
como si quisiera demostrar su autoridad al mismo tiempo que recibimos el<br />
salvoconducto para venir al mundo.<br />
Pero voy a dejar ese camino antes de que la tristeza se apodere de mí. Voy<br />
de nuevo a mi balcón, a esa atalaya incomparable que me acerca a todo lo<br />
que en el pueblo acontece. Ayer, por ejemplo, me convertí en testigo directo de<br />
un hermoso suceso. Son las ventajas, sin duda, de quedarse enfermo en casa.<br />
Frente a la Plaza de Abastos, en lugar del coche de caballos de correos,<br />
apareció un automóvil con ruedas de goma. Tenía las ruedas cosidas con<br />
clavos, se conoce que al objeto de conservar mejor la goma interior del neumático.<br />
Las carreteras y calles del pueblo acondicionadas por la apisonadora<br />
se llenaron del ruido de un nuevo animal con motor. Los que lo vieron<br />
decían que fue un bonito espectáculo presenciar cómo tras dejar la curva de<br />
Takolo subía camino al pueblo desprendiendo una juguetona nube de polvo.<br />
Venía de Vitoria, ¡ahí es nada! En el pueblo lo acogieron como si fuera un<br />
asteroide de otro mundo, y un grupo de mujeres lo siguió hasta el centro, a<br />
la espera de ver qué salía de la barriga de aquel armatoste con ruedas. La<br />
38
maestra de la Escuela Vieja dio fiesta a sus alumnos y, por lo tanto, no fui<br />
el único testigo de la aparición, pero gracias a la situación privilegiada de mi<br />
balcón pude seguir mejor toda la operación.<br />
Oí comentar a ciertos seudo-ilustrados que quedarse atrapado bajo las<br />
ruedas del automóvil no reviste mayor gravedad, porque las gomas interiores<br />
están llenas de aire. Según aseguraba una viejita a otras dos, las suelas<br />
de las botas del doctor Ubago también son de goma pura, y si así lo deseara,<br />
el médico podría saltar desde su ventana a la calle sin sufrir daño alguno. En<br />
los casos de urgencia parece que las botas le vienen de perlas al galeno, pues<br />
no tiene por qué bajar escaleras y así puede llegar antes a casa de los pacientes.<br />
¡Son los avances de la ciencia!<br />
Con todo, no pudimos saber si realmente las ruedas del automóvil se<br />
adaptan a la forma del cuerpo humano sin causar el más mínimo daño, pues<br />
nadie se atrevió siquiera a poner su pie debajo. Y estando el público enzarzado<br />
en tamaña discusión, el auto de correos desapareció por la curva de la<br />
casa de Don Toribio Agirre. Además, justo en aquel momento apareció el<br />
fornido muchachote del caserío Loro subiendo por la calle Magdalena con su<br />
carro de bueyes cargado de madera.<br />
Todos los años vivo el día de “San Nicólas” a pie de calle, no desde el balcón.<br />
Es la fiesta que más gusta a los niños y niñas y vamos de casa en casa<br />
pidiendo nueces, manzanas y dulces. San Nicólas coronado, arzobispo Mariandrés...<br />
Tras recoger y meter en la blusa los regalos lanzados sobre nuestras<br />
cabezas desde la primera planta de la casa de Adán de Yarza, el<br />
murmullo de los cantores nos va desplazando hacia el palacete del historiador<br />
Juan Carlos Guerra; y de allí, al domicilio de Don Toribio. Así, vamos visitando<br />
los portales de las casas más importantes del pueblo, antes de<br />
proceder al recuento del botín recogido por cada uno.<br />
Un espectáculo hermoso es, qué duda cabe, el de Santo Tomás, el día de<br />
la feria. Los caseros vienen vestidos con la blusa festiva, boina y abarcas<br />
nuevas y calcetines blancos confeccionados en casa y, sinceramente, creo<br />
que con su presencia elevan la categoría del pueblo. Los que no vienen a<br />
pie, se acercan en coche de caballos: Los carros son los de Zeziaga, provistos<br />
de faroles de luz brillante, o los de Luciano Margallo Mercader, que<br />
39
llevan coles en vez de faroles. Con sus idas y venidas unen Bergara, Oñati,<br />
Zumarraga y Aramaio.<br />
No suelen faltar los acordeonistas ruidosos que en compañía del panderetero<br />
vienen sobre el techo de los coches de caballos, dando alegre bienvenida<br />
a las fiestas previas a Navidades. Desde el Portalón a la curva de<br />
Zerkaosteta acuden los vendedores bullangueros golpeando sartenes y guadañas,<br />
metiendo el mayor ruido posible. Camino a Uarkape, en cambio, se<br />
venden burros, gallinas, capones, gansos y patos.<br />
La acera del Ferial, desde la peluquería de Olia hasta la casa vieja de los<br />
Resusta, se convierte en avenida de jóvenes sudorosos que bailan al son de<br />
los trikitilaris. Más allá, si subimos a las paredes de Kale Barri 4 escucharemos<br />
a algún dulzainero. Y frente a la escuela de niñas de Viteri, una mano<br />
anónima no deja de hacer girar a la manivela del pianillo de Las Columnas,<br />
como todos los años.<br />
Debajo de mi balcón hay un sacamuelas gritando las maravillas de un líquido<br />
rojo que supuestamente hace milagros para quitar el dolor de muelas,<br />
y asegurando que vende dicho líquido a veinticinco céntimos el frasco. A su<br />
lado, otro charlatán presenta una fórmula mágica de los indios americanos;<br />
se trata de grasa de serpiente, según él, apropiada tanto para picaduras y<br />
mordiscos venenosos como para el reuma. Lo veo rodeado de hombres y mujeres<br />
ansiosos por hacerse con una cajita. Los fuertes contrastes climatológicos<br />
que padecemos por estos pagos deben de tener influencia directa en<br />
nuestra salud y, al parecer, mi padre también padece de reuma, ya que el año<br />
pasado adquirió una de esas cajitas. Aquella misma tarde me pareció que mi<br />
progenitor había montado en cólera, como si lo hubieran engañado, y por lo<br />
que decía entre dientes a mi madre, el contenido de la caja no era más que<br />
viruta de madera.<br />
El sacamuelas, como su nombre indica, también ejerce su oficio habitual<br />
arrancándolas de raíz, siempre que el sufridor le compre un botecito de grasa<br />
de serpiente. En el momento de la operación se puede oír el estruendo de cha-<br />
(4) Ahora Calle Garibay.<br />
40
pas, bombos y bombardinos. Aun así, un día los terribles gritos y puñetazos<br />
de una casera lograron imponerse a la resistencia del médico y a la potencia<br />
de los músicos, que se quedaron solos ante la estampida colectiva del público.<br />
Justo al lado del cartel situado en la esquina derecha del arco del Portal<br />
de Abajo se escucha unas campanillas. Es el famoso charlatán León Salvador,<br />
vendiendo algunas joyas de brillantes relucientes, un reloj y una moneda<br />
oculta en la mano... por un duro. Más abajo, justo frente al portal de Adán<br />
de Yarza se encuentra un vendedor muy parlanchín, Kerexeta, con su oferta<br />
especial de cada año. La churrería de Mancebo y el puesto de quien clama<br />
“Al rico pirulí de Bergara” son los que más nos gustan a los niños.<br />
A pesar de que con la vista me es imposible seguirlo, el espectáculo continúa<br />
calle arriba hasta la Plaza, llena de chabolas de madera, totalmente<br />
transformada, sobre todo con vendedores de zapatos. El cojo vitoriano que<br />
vende zapatos negros de piel fina y la caseta de José Catalán Fernández,<br />
con sus ásperas botas de monte, son los puestos con más compradores. El posible<br />
cliente hace cantidad de preguntas antes de decidirse, pues sabe de<br />
sobra que el zapato barato, si es malo, sale caro. Las paredes del Kontzejupe<br />
están adornadas con artículos de todo tipo: mantas, chales de lana sin mangas<br />
para la cocina, pañuelos para la cabeza negros y de colores claros. En el<br />
suelo hay tambores para asar castañas y herramientas que ayudan a realizar<br />
los duros trabajos del caserío: hachas, hoces, guadañas, muelas de afilar<br />
y muchas más.<br />
Al castañero que grita “Txakur txiki batian, txakur txiki batian...” (¡A<br />
una perra chica, a una perra chica...!) no le faltan niños alrededor pero, no<br />
obstante, nuestros ojos están clavados en el escaparate de la tienda de Lorenza,<br />
seducidos por una grande y tentadora serpiente de mazapán. No sé<br />
cuántas veces al año, con la nariz pegada al cristal, leo el papelito que dice<br />
“Se RIFA por AÑO NUEVO”, sin poder quitar el ojo a los bombones multicolor<br />
que rodean la caja del dulce animal. Me da a mí que esos dulces de mazapán<br />
y membrillo han tenido influencia directa en el crecimiento de<br />
nuestros dientes y muelas, sin necesidad de dar masaje a las encías.<br />
Al final de la fiesta los coches de caballos ofrecen un espectáculo extraordinario,<br />
cada uno de ellos preparado con cinco o seis animales. Primero<br />
41
se llenan de viajeros los espacios interiores, antes de pasar a los dos bancos<br />
dobles con respaldo situados sobre el techo, y por fin se invita a sentarse al<br />
lado del conductor trotamundos. El frío invernal no presagia un feliz retorno<br />
a los que ya tienen elegido ese medio de transporte para la vuelta a casa.<br />
Ser testigo de su partida me produce un escalofrío que me recorre la espina<br />
dorsal. Pero más temibles son los vaivenes de los coches de caballos una vez<br />
puestos en marcha y a través de las calles y estradas, pues da la sensación<br />
de que en cualquier momento pueden venirse al suelo. La resaca de Santo<br />
Tomás la llevan mejor los que se quedan a pasar la Noche Buena y la Natividad<br />
en casa de algún pariente del pueblo, sin tener que retornar a sus lugares<br />
de origen.<br />
Cuando muchos niños y niñas de mi edad aún no han salido del pueblo,<br />
yo ya he estado en La Rioja alavesa. Fue el año pasado, en una excursión inolvidable<br />
que hice con mi tío. Él es propietario de un hermoso carro de mulos<br />
que trae vino a Gipuzkoa y así es como hice este viaje de alrededor de cien<br />
kilómetros. Nos alojamos en un hostal de carretera y mi tío se levantó a las<br />
cuatro de la mañana para lavar y dar de comer a los animales. Una vez hubimos<br />
llegado a la casa de mi familia, el hermano de mi madre unció los<br />
bueyes y me llevó a conocer el Ebro. Vi las gabarras que cruzan el río de<br />
una orilla a otra, así como las enormes poleas utilizadas para que aquéllas<br />
pasen de un lado a otro. El lenguaje de la gente del lugar nada tenía que ver<br />
con el nuestro. Sólo hablaban español, con una entonación y una pronunciación<br />
limpias. De los balcones de las casas colgaban ristras de guindillas<br />
verdes y rojizas, junto a higos y frutos de muchos tipos.<br />
42
HE VUELTO PARA TRES DÍAS<br />
Han pasado los años y la transformación habida en el pueblo desde mi infancia<br />
está bien a la vista. Dicen que la memoria es la base del carácter de<br />
los hombres, mientras que la tradición sería la base del de los pueblos. A<br />
decir verdad, la definición me parece correcta, aunque a veces me cuesta<br />
admitirlo. Me estoy haciendo viejo y mi espíritu querría recorrer caminos de<br />
libertad; me gustaría vivir cielos más amplios. A menudo me siento como un<br />
pájaro deseoso de volar, como si las calles y rincones se hubieran vuelto demasiado<br />
estrechos. Pero hay momentos de silencio en los que, al sentir la<br />
sangre caliente de mis venas llegando al corazón, el temblor de las raíces me<br />
indica que soy de aquí, que no debo dejar la casa de mi madre. Y surge en<br />
mí el conflicto, como si lo local y lo universal fueran enemigos acérrimos. Son<br />
incontables las ocasiones en las que he recordado a mi padre diciendo refranes<br />
tan plenos de significado como Auzoko beixak esne geixau –La vaca<br />
del vecino siempre da más leche– o Urriñeko ederra baño, inguruko eskasa<br />
obe –Mejor que lo hermoso lejano es lo escaso cercano.<br />
Aquí estoy de nuevo. Han pasado cincuenta años desde aquel duro día en<br />
que tuve que dejar atrás mi lugar de origen. Y mi mente, como si de un radar<br />
de giro lento se tratara, me dice que está preparada para captar incluso los<br />
detalles más nimios, para marcar, en cada movimiento, aquellos antiguos<br />
edificios, para recuperar a las personas que allí vivían con sus circunstancias,<br />
y después, si fuera posible, valorar todo eso al objeto de saber si he ido pro-<br />
43
gresando o retrocediendo. Pero creo que no merece la pena, pues ese ejercicio<br />
no nos llevaría a nada. ¿Guardan acaso los hermosos edificios de cemento,<br />
aquellos valores intocables del ayer? Sin duda, nuestra vida de<br />
entonces era mucho más dura que la de ahora, y la comodidad de hoy supera<br />
con creces a la que disfrutaban los ricos de aquella época. De no ser así,<br />
los Resusta hubieran comprado muebles nuevos cuando se mudaron de casa,<br />
tal y como haría en la actualidad cualquier trabajador. Pero el caso es que<br />
no fue así, ya que como se pudo comprobar años más tarde al ser asaltada<br />
aquella mansión, los muebles que se lanzaron por la ventana a la calle eran<br />
los mismos que yo conocí en la edificación anterior. Mas, perdonen, pues ése<br />
es un ejemplo pequeño y nimio. Como decía, el ambiente, las costumbres, los<br />
amigos... ¡Todo ha cambiado! El vacío es de por sí insustituible.<br />
Pero he vuelto. <strong>He</strong> vuelto a las calles que vieron cómo pasé de los pantalones<br />
cortos a los largos, tras conocer infinidad de paisajes a lo largo y ancho<br />
del mundo. Sin embargo, poca gente de aquí se acuerda de que un día tuve<br />
que salir del pueblo y olvidar por mucho tiempo a mis padres, a mi hermana<br />
y a mis amigos. Y me pregunto si el precio pagado ha merecido la pena, a<br />
sabiendas de que está claro que nunca llegará la respuesta. Y pese a que mi<br />
memoria sigue viva, el solo hecho de pensar que alguna vez pude traicionar<br />
a la tradición hace revivir en mí el fantasma del pecado mortal.<br />
De todos modos, dudo de que después de los siete años haya tenido conciencia<br />
de ser pecador –desde que me sacaron de la escuela de monjas, concretamente–<br />
y menos aún una vez mis padres hubieron hablado con el<br />
alcalde e hice mi nido en la llamada Escuela Vieja, pues allí no había mucho<br />
ambiente religioso. Teníamos que formar grupos, para que, de esa manera,<br />
cumpliéramos el programa marcado por el ayuntamiento. Corría el año 1915<br />
y el asistente del maestro, Marcelino Uribesalgo, hacía lo indecible para grabar<br />
en nuestras mentes la interminable letanía de la doctrina. Sólo con el<br />
paso del tiempo acerté a ordenar aquellos nombres y largas series de palabras.<br />
Ahora bien, atrás quedaron los refranes que ni el propio cura que venía<br />
a visitarnos los sábados era capaz de explicar bien. Es más, al parecer, ni siquiera<br />
mi padre se veía capaz de dar con la explicación correcta. ¡Y mira que<br />
mi padre sabía sobre religión! Es por lo que durante unos años pensé que en<br />
el sistema de enseñanza se utilizaban palabras y expresiones extranjeras. Por<br />
ejemplo, “No fornicar” o “No hurtar”. ¡Menudas palabrejas!<br />
44
Así me retrataron cuando volví por tres<br />
días a mi pueblo natal, después de más de<br />
cuarenta años sin haber pisado sus calles.<br />
45<br />
Conforme avanzaba en los estudios,<br />
fueron surgiendo complicaciones<br />
tan difíciles que me llevaron a<br />
compadecerme de mí mismo e incluso<br />
llegué a pensar que podría<br />
estar condenándome al fuego<br />
eterno del infierno. Por ejemplo, yo<br />
nunca sentí el “dolor de contrición”.<br />
Entre otras cosas, porque<br />
nadie se encargó de enseñarnos en<br />
qué parte del cuerpo se encontraba<br />
la “contrición”, si bien yo sospechaba<br />
que se trataba de un órgano<br />
al lado del estómago. Sor Delfina,<br />
por su parte, me enseñó a rezar “Jesusito<br />
de mi vida...” y cosas así. La<br />
encantadora monjita decía que al<br />
poco de cerrar los ojos podríamos<br />
ver al niñito Jesús. Yo no notaba<br />
nada, a pesar de cerrar los ojos. Por<br />
el contrario, tres compañeros de clase confesaron un día que a ellos sí que se<br />
les aparecía la criatura celestial, para envidia de todos los demás. Pero no se<br />
puede dar por seguro que algo así ocurriera, ya que los tres alumnos hicieron<br />
una descripción del milagro totalmente diferente. Así, mientras a uno de ellos<br />
Jesús se le apareció descalzo, a los otros dos lo hizo en alpargatas.<br />
Cierta tarde, Sor Delfina nos explicó otro misterio: los niños sin bautizar<br />
van al limbo. Y eso no me pareció nada justo. Pero peor me parecía aún la<br />
creación de la mujer, pues para moldear a la mujer Dios tuvo que arrancarle<br />
una costilla al hombre, y soplar para, finalmente, darle vida. Yo no comprendía<br />
cómo el Gran Arquitecto podía pasar tanto tiempo soplando, ya que<br />
tanto en Mondragón como en los pueblos y caseríos cercanos nacía un montón<br />
de niños a diario.<br />
De todos modos, con dudas o sin ellas, me tocó hacer la primera comunión<br />
con siete años, y después de la ceremonia mi madre me envió a casa de<br />
Dagoberto Dago Resusta. Me recibió francamente bien y me dijo que le gus-
taba mucho el traje que llevaba puesto, con cuello firme y almidonado, bolas<br />
doradas en las mangas y sosteniendo un libro con tapas hechas de piel de<br />
algún animal digno de lástima. Me hizo una foto.<br />
De pequeño pasé momentos muy duros debido a mi dolor de muelas crónico.<br />
Todos los viernes venía a Mondragón desde Bergara el famoso dentista<br />
Peña y a menudo me enviaban a su consulta. No obstante, mis muelas no entendían<br />
de calendarios y una tarde que tenía dolores horribles mi madre me<br />
mandó a dar un paseo con una prima mía. Tras caminar por la fuente de<br />
agua ferruginosa de Santamaña llegamos hasta la iglesia de Uribarri y<br />
cuando nos dirigíamos a visitar a la Virgen de Santutxu nos encontramos<br />
con un mocoso con aspecto de ser de caserío que, utilizando una vara larga,<br />
se hacía con las perras chicas que la gente había arrojado frente al altar, sin<br />
que nadie le reprendiera por ello. La propia Virgen no se inmutó: ni una sonrisa,<br />
ni una mueca de enfado. Más tarde, en casa, y con el dolor de muelas<br />
ya olvidado, me pregunté cómo era posible que la Virgen tuviera que pasar<br />
día y noche tras la red metálica de Santutxu, a cambio de unas monedas que<br />
por lo visto le importaban bien poco. Es más, ¿para qué desearía el dinero<br />
si en el cielo podía comerse todos los pasteles que quisiera sin pagar nada?<br />
En la escuela estábamos sujetos a una disciplina tremenda y ni siquiera<br />
podíamos esperar que nuestros padres nos ayudaran, pues ellos mismos habían<br />
sido educados bajo métodos aún más terribles. Yo tuve un poco de<br />
suerte, ya que, tal y como ocurre con los reclutas de cuota, todas las mañanas,<br />
hacia las diez, el maestro Don Máximo de Nicolás me enviaba a comprar<br />
el diario “La Gaceta del Norte”. Aunque el pueblo no era muy grande,<br />
a veces “oía” bastante tarde las voces del vendedor, y esa sordera mía me<br />
permitía vagabundear tranquilo, sobre todo cuando hacía buen tiempo. Así<br />
me enteré de que a mi maestro, que vivía en la pensión “Las Columnas”, se<br />
le disparó la pistola que escondía bajo la almohada y eso le causó una grave<br />
herida en la pierna. Cuando dicho maestro se fue, Lucio Portillo se incorporó<br />
como guía del centro escolar.<br />
De la Escuela Vieja pasamos a la de Txorta, la escuela dirigida por Elías<br />
Txorta Aspiazu, pero para cuando yo ingresé el nuevo responsable era Francisco<br />
Urrutia. No parece que hice ningún progreso notable, pues mi padre<br />
habló con D. Félix Arano, de la Escuela Viteri, para que me admitiera en su<br />
46
En los jardines de Viteri, a los que acudíamos en los<br />
ratos de recreo en la escuela, se erigió en 1911 el monumento<br />
en honor al filántropo mondragonés. Pero el<br />
gran maestro por aquel entonces en nuestra villa era<br />
D. Felix Arano, alavés de Salvatierra, que dejo huella<br />
en nosotros por sus adelantados métodos docentes<br />
47<br />
centro. Don Félix era,<br />
sin duda, el profesor<br />
más célebre. Nos hacía<br />
leer el Quijote de Cervantes,<br />
así como las fábulas<br />
de Samaniego e<br />
Iriarte. Y él se sentaba<br />
entre nosotros, como si<br />
fuera uno más, al objeto<br />
de que todos juntos<br />
reflexionáramos<br />
sobre las moralejas de<br />
aquellas historias. “La<br />
zorra y las uvas”, “El<br />
burro y el tesoro”,<br />
“Los animales con<br />
peste”... De todas ellas<br />
extraíamos algo positivo,<br />
como cuando<br />
acusaron al pobre<br />
burro de haber extendido<br />
la peste, sin haber<br />
realizado el interrogatorio<br />
indispensable y<br />
decisivo al león y la<br />
pantera. “¿Vosotros<br />
creéis que a los poderosos<br />
se les acusa de<br />
algo?” preguntaba el<br />
agudo Don Félix. Supongo<br />
que, a fin de<br />
evitar disgustos, éste<br />
actuaría con prudencia<br />
a la hora de utilizar<br />
tales métodos de enseñanza, pues los ojos de numerosos vecinos estaban puestos<br />
en el maestro liberal, esperando a que algún día diera un patinazo. Tampoco<br />
mi padre estaba muy de acuerdo con la metodología de Arano, ya que
para él lo mejor era prolongar al máximo mi inocencia respecto al lado oculto<br />
de la vida, sabedor de que siempre me quedaría tiempo para hacer fechorías.<br />
Quizás por eso, o porque los verbos en pasado o en pluscuamperfecto no<br />
me tiraban demasiado, hice la solicitud para entrar en la fábrica. Siempre he<br />
tenido la duda respecto al tipo de verbo irregular que surgiría de mezclar el<br />
pretérito imperfecto, el pretérito perfecto y el pluscuamperfecto. ¿Qué función<br />
tendría? Y si en vez de escribir “verbo” escribiéramos “berbo”, ¿alteraría<br />
eso el tono del significado? Se puede coger manía a cualquier<br />
gramática, como aquel día en que, en la taberna que abrieron los hermanos<br />
Modesto y Casimiro Leibar por San Juan, justo en el punto donde confluyen<br />
las calles Iturriotz y del Medio, vimos un cartel que rezaba: “Benta de villetes,<br />
para la corrida de esta tarde”. ¿Se podía hacer negocio a pesar de propinarle<br />
una patada infame a la gramática? Menos mal que el maestro D.<br />
Félix, una mañana que nos llevaba a Misa Mayor, se plantó frente al bar y,<br />
visiblemente enojado, exigió a Casimiro que corrigiera lo escrito en el cartel,<br />
por respeto hacia la escuela. Pero creo que el bar habría recaudado el mismo<br />
dineral, independientemente de que el cartel estuviera bien o mal escrito.<br />
En la escuela de Arano, solíamos tener fiesta el jueves de la primera semana<br />
en que llegaban las golondrinas. El maestro nos decía que era una<br />
razón para estar contentos y dicho día recitábamos cantos y poesías para<br />
honrar a la naturaleza. En mi opinión, aquel señor sabio abrió una ventana<br />
a la sensibilidad en nuestro interior.<br />
Siempre he pensado que aquellos momentos fueron decisivos para mi futuro.<br />
Toda la libertad que había disfrutado hasta entonces, la pelota, la cometa,<br />
el monte, los amigos... habría de olvidarlos, pues me disponía a<br />
incorporarme al mundo de los adultos. Empecé a estudiar solfeo con Guillermo<br />
Lasagabaster, aunque yo no estaba dotado de ningún tipo de habilidad<br />
para ello.<br />
Mi padre tenía un grueso libro de música lleno de pentagramas, y yo estaba<br />
convencido de que la Banda de Música de Vitoria tocaba en sanjuanes<br />
gracias a dichos pentagramas. Mi madre, por su parte, me apuntó en<br />
la escuela de Artes y Oficios, al objeto de que aprendiera a dibujar con<br />
Don Luis Armengou. Me decanté por la especialidad artística, para deses-<br />
48
Desde aquel casi olvidado Ferial, trasladado en 1926 a un nuevo emplazamiento, partía<br />
la Avenida Viteri que nos conducía hasta la Unión Cerrajera. Aquel tramo se poblaba de<br />
manera espectacular a las horas de entrada y salida de fábrica. Desde 1921 fue también<br />
el tren el que reguló el tránsito de personas y mercancias.<br />
peración de mis padres, ya que ellos pensaban que los temas relacionados<br />
con la delineación me vendrían mucho mejor para poder comenzar a trabajar<br />
inmediatamente.<br />
En dibujo hice progresos espectaculares. Mi profesor me presentó como<br />
alumno modelo en diversos círculos locales y eso, tanto a mí como a mis padres,<br />
nos llevó a pensar que también podría realizar avances en mis estudios<br />
normales. Cuando murió Don Luis tuve como profesor a su hijo Antonio.<br />
Este último fue el que impulsó mi candidatura para un Concurso de Trabajos<br />
en Bilbao, con un dibujo que mostraba las caracterizaciones de noventa<br />
personas, titulado “La guerra consagrando la supremacía de las arte industriales”.<br />
Con dicha obra logré el primer premio del Concurso. Pero sobre<br />
esto ya hablaré más adelante.<br />
49
Así pues, cuando con dieciocho años partí a Bilbao a recoger aquel premio<br />
de dibujo, supe que los niños no los traía el doctor Urbina ni de París ni<br />
de Vitoria. Los razonamientos “absurdos” escuchados a mis amigos hasta entonces<br />
tenían más visos de ser verdad que las explicaciones de curas, frailes<br />
y monjas. Y éstos tampoco se libraban de orinar alzándose el hábito o la sotana,<br />
tal y como hacía el carbonero Nicolás Kamiñero Altuna.<br />
No sé si la inocencia y el desarrollo prudente deben de ir de la mano, ni<br />
si alguna vez llegaron a ser sinónimos. Pero el acercamiento a la ciencia provocaba<br />
un significativo gesto de rechazo en mi difunto padre, así como en la<br />
mayoría de la gente de su edad. Nacido en el último cuarto del siglo XIX,<br />
consideraban una maldad diabólica la loca osadía por favorecer el progreso<br />
de hombres y mujeres, como si la sociedad que ha olvidado los consejos religiosos<br />
estuviera abocada a la perdición. Mi padre –a las madres se les suponía<br />
sumisión– pregonaba el rechazo al cientificismo, por el daño que éste<br />
podía causar en el alma.<br />
Así las cosas, recuerdo que una vez, siendo yo aún muy joven, ocurrió<br />
algo que, con la ayuda de los periódicos de la época, vino a consolidar la fe<br />
ciega de mi padre en su base supersticiosa. Ocurrió que un aviador llamado<br />
“El berlinés” desapareció con su avión para siempre dentro de una vorágine<br />
de nubes negras. Mi padre decía que Dios creó al hombre para vivir en la tierra<br />
y no para estar continuamente hostigando al creador con la magia de la<br />
brujería. Manteniendo el respeto debido a mis padres, el miedo hacia dioses<br />
conocidos esculpió la totalidad de mis vivencias de aquellos tiernos años.<br />
No obstante, tampoco faltaban los que despreciaban olímpicamente la ira<br />
de Dios y el respeto hacia el prójimo, o por lo menos eso era lo que recalcaba<br />
mi padre; ahora bien, aquellos nunca adolecieron de falta de humor y abierto<br />
espíritu bromista. Con el paso de los años he podido comprender que su actitud<br />
osada tampoco era de tanta gravedad, si bien hay que aceptar que a<br />
menudo se pasaban de la raya. Valga como ejemplo lo acaecido una mañana<br />
de domingo a una señora elegantemente vestida que se disponía a entrar en<br />
la Plaza de Abastos. Resulta que un amigo mío se acercó a esta señora gorda<br />
y de culo inmenso y, con gran disimulo, le pegó un cartón en la parte inferior<br />
de la espalda, que decía: “Se alquila el cuarto trasero”. ¡Menudo jaleo<br />
se armó en las inmediaciones del Portalón!<br />
50
Desde muy joven me atrajo la fotografía y una muestra de ello es este retrato que le hice<br />
a Guillermo Lasagabaster en pleno esfuerzo dirigiendo la banda de música municipal, a<br />
mediados de los años 20.<br />
Acostumbrábamos a gastar muchas bromas en la Unión Cerrajera, sobre<br />
todo dirigidas a los principiantes, e incluso los oficiales más serios participaban<br />
con entusiasmo en estos juegos. Alguien de nosotros se acercaba al<br />
pobre joven y lo mandaba a otra Sección, diciéndole: Vete a donde Juan<br />
Txantxote y dile que te dé la plantilla del fuelle. ¡Aquel embrollo era el precio<br />
que el nuevo trabajador debía pagar por su inocencia!<br />
Con frecuencia veía el coche de Atxa a punto de partir hacia Elorrio, preparándose<br />
para subir hasta lo alto de Kanpanzar tirado por cinco caballos.<br />
Al parecer, se trataba de una enorme aventura, ya que en la estación de Elorrio<br />
había que coger el tren para llegar hasta Bilbao. Nunca olvidaré los<br />
abrazos interminables entre los viajeros y los que se quedaban en el pueblo.<br />
¡Era como si se despidieran para siempre! Pocos mencionaban la alternativa<br />
de enviar cartas... pues no todos sabían escribir. Bilbao era un gran vacío,<br />
un gran fantasma ciego e inimaginable. Decían que los tranvías recorrían<br />
51
las calles a cualquier hora. No había ni “Ángelus”, ni repique de campanas<br />
que delimitara las horas del día según la doctrina. Se comentaba que a las<br />
fiestas nocturnas asistían bailarinas mostrando la parte superior de la rodilla...<br />
Y todo eso, para mi difunto padre, era pecado mortal, provocado por<br />
la subordinación al desarrollo, algo que en un pueblo pequeño como el nuestro<br />
todavía se podía evitar.<br />
Bilbao estaba lejos, y no eran pocos los que, en vez de ir allá, esperaban<br />
algo especial en el pueblo. Calentaron los cascos al paisano Cristóbal Bedia,<br />
a fin de que llenara su cine con mujeres alegres. Cristóbal, que era prudente<br />
en sus decisiones, primeramente trajo malabaristas. Se conoce que quería<br />
tantear el ambiente. Y aquel primer intento abrió las puertas a la contratación<br />
de un pequeño grupo de bailarinas, que nada más salir al escenario cosechó<br />
un éxito abrumador. Todas eran hermosas, vestidas con medias negras<br />
y faldas en abanico que salpicaban el baile de artística magia. Charlestón,<br />
can-can... Un espectáculo maravilloso para aquellos espectadores ruidosos,<br />
para los que Bilbao quedaba demasiado lejos.<br />
A Cristóbal Bedia no tardó en salirle un competidor en el trinquete de<br />
Maalako Errebala. Y se organizó un segundo acto, esta vez con entradas<br />
que daban derecho a un refresco. El trinquete se llenó hasta la bandera. Sin<br />
embargo, al alcalde Goñi no le hizo ninguna gracia tanta alegría y tanta lascivia,<br />
por lo que envió a Simón el alguacil, provisto de un sombrero sucio tipo<br />
carcelero y un grueso bastón, con la orden de cerrar el frontón caso de que<br />
las bailarinas levantaran sus faldas más allá de la parte superior de la rodilla.<br />
Allí permaneció Simón, tratando de medir la emoción que provocaba el<br />
baile en el público; emoción producida por un tipo de baile desconocido para<br />
el noventa y nueve y medio por ciento de los habitantes de un pueblo formal<br />
y católico. Simón aguantó el tipo, Dios mediante, hasta el final del espectáculo,<br />
y el pobre municipal no fue aplastado por la juventud enloquecida y<br />
tampoco el alcalde Goñi presentó su dimisión. Pero allí terminaron las representaciones<br />
públicas de los pecadores... aunque tuvieron su continuación<br />
en privado, por ejemplo, en las exhibiciones del Casino Viteri.<br />
Aun siendo un pueblo religioso, algunos sólo acudían a la iglesia una vez<br />
al año, y había quien no entraba a la iglesia para nada. Recuerdo lo que le<br />
dijo mi madre a una amiga suya sobre un vecino que a duras penas cumplía<br />
52
con sus obligaciones cristianas: “Ahí va con el ternero del año. Si algún día<br />
la iglesia se cae, difícilmente atrapará a ése debajo”.<br />
Los carnavales eran fiestas bonitas. Para adentrarse en la seriedad de la<br />
Cuaresma, cada uno debía de cargar con su mochila como fuera y se lanzaba<br />
a la juerga con los excesos propios de la tradición. El martes solíamos tener<br />
fiesta el día entero. Mañana y tarde salía el toro ensogado recorriendo el<br />
pueblo calle a calle. Y al mediodía solía haber bailes en la Plaza, primero<br />
para los niños –que bailaban la dantza txikixa– y a continuación el aurresku<br />
de los mayores. Para entonces mucha gente vestía ya de Kukumarru. Cuando<br />
la Banda de Música no era todavía municipal, actuaban grupos de aficionados<br />
y el sistema de financiación de gastos consistía en hacer una recolecta de<br />
dinero entre los oyentes. Para ello, todavía recuerdo una pieza alegre que<br />
tocaban una y otra vez y que todo el pueblo sabía cantar:<br />
Emongo boizu emoizu<br />
bestela ezetz esaizu<br />
aizia ere otza dago ta<br />
nere lagunak irritu.<br />
Atso zahar begi urdiña<br />
sutan erre da sorgiña<br />
beinguan etxonau jango<br />
ik emondako sardiña<br />
Bekoki illun balendriña<br />
Ziztriñ, erkiñ ta sorgiña<br />
beinguan etxonau jango<br />
ik emondako sardiña.<br />
Camino por las casas edificadas en el antiguo jardín de Sola y oigo gritos<br />
de niños provenientes del frontón de Zaldibar. Juegan al fútbol, y siento en<br />
mi interior un dolor sordo, como si el hecho de que practiquen ese deporte<br />
viniera a confirmar la pérdida sintomática de ciertas costumbres. ¿Dónde<br />
han quedado aquellos magníficos pelotaris como Bixente Ale Uribe, Eustasio<br />
Olia Markaide, Tomás Ezkerra Balanzategi, Ricardo Napoleón I Etxebarria,<br />
Faustino Vivillo Velez de Mendizábal, Juan Bautista Mondragonés<br />
53
La plaza del Ayuntamiento con su kiosco fue nuestro lugar de cita, tanto en los años infantiles<br />
para jugar a chorro-morro, chiriquilas, canicas o tabas, como una vez despertado<br />
en nostros el deseo de acercamiento hacia el sexo opuesto. Allí bailábamos al son<br />
impuesto por la batuta de Guillermo Lasagabaster a su Banda de Música.<br />
Azkarate, Juan Juanillo Arenaza, Venancio Venanch Vitoria, Dámaso Garbantso<br />
Azkoaga, Ricardo Axal Azkoaga y tantos otros? Me he quedado un<br />
rato bastante largo mirando al txorimalo situado sobre la iglesia de San<br />
Francisco intentando saber si estará llorando por la desaparición para<br />
siempre de tanta gente. Pero parece que no, yo diría que sigue tan frío<br />
como siempre.<br />
El reencuentro con mis convecinos, además de una sensación emocionante,<br />
me ha producido también cierto desasosiego. Mis conocidos han envejecido,<br />
y la mayoría ya no está aquí. Llevaron sus cuerpos a la tierra santa<br />
del enterrador Lasa y ya no me queda más que su recuerdo, como la imagen<br />
borrosa de las fiestas que se celebraban en los aledaños del pueblo. Desaparecieron<br />
para siempre las romerías a pie de carretera, como la de San<br />
Prudencio o la de Santa Águeda, entre otras, arrinconadas por un despreciable<br />
real decreto. La vuelta a casa era digna de ver, largas hileras de jóve-<br />
54
nes y no tan jóvenes, con el bastón al hombro ensartado en dulces rosquillas.<br />
¡Sabrosas rosquillas que se vendían en cestos elegantes!<br />
<strong>He</strong> llegado a la plaza y ni rastro del kiosco. Ha desaparecido aquel kiosco<br />
que nos posibilitó acercarnos a las chiquillas que antaño, en sus juegos de infancia,<br />
nos agasajaban con unos gritos aborrecibles. Los gusanos se convirtieron<br />
en mariposas y nosotros, fanfarrones tramposos, comenzamos a<br />
acercarnos a disfrutar de su hermosura y amabilidad, aunque la música no<br />
nos dijera gran cosa. No pocas veces me pregunté qué podían ver de atractivo<br />
aquellas chicas esbeltas en estar torpemente atadas a unos tipos desgarbados<br />
que en vez de manos poseían grandes tenazas, como si quisieran<br />
enseñarles a bailar. ¿De qué podían hablar con aquellos chicos que sólo sabían<br />
decir gansadas de taberna? ¿Y yo? ¿Qué era yo dentro de aquel alboroto<br />
chirriante? ¿Mejor? ¡Ni por asomo!<br />
Ante Dios guardábamos un comportamiento falso, y gracias a la confesión<br />
anual –la época de Pascua era la más propicia–, con sesenta credos y cien<br />
avemarías nos daban el beneplácito celestial para seguir siendo sucios pecadores.<br />
A pesar de que perdí mi fe en Dios, creía que unas criaturas tan<br />
preciosas como las chicas sólo podían ser obra de aquél. El kiosco guardaba<br />
muchas promesas de amor, cantidad de acuerdos de matrimonio que provocaron<br />
la evolución milagrosa de numerosos toros bravos a mansos. Muchas<br />
parejas debían su felicidad al kiosco, que nos convirtió en niñeros dóciles<br />
con aspecto de grandes gorilas.<br />
Pasamos, vaya que sí pasamos, del txorro morro, alebi, pote-pote y las tabas<br />
de las niñas al descubrimiento de nuevas estrellas y galaxias. Las lanzadoras<br />
de carburo se convirtieron en experimentos para el futuro. Después de la guerra,<br />
cuando salimos de los campos de concentración, utilizamos esas ciencias<br />
para construir candiles de cocina, con sus leyes de tolerancia inclusive. Marcos<br />
Vitoria pagó caro su valor, pues olvidó las reglas básicas –como la que dice<br />
que el tubo de salida del gas debe ser estrecho y largo– aprendidas en los lugares<br />
secretos del pueblo. El candil le estalló y perdió parte de la vista.<br />
En primavera las calles se vestían de diferentes colores y los jardines de<br />
Viteri estaban realmente hermosos. Los trabajadores del Ayuntamiento estarían<br />
cerca, intentando cubrir los agujeros de la carretera con brea y guija-<br />
55
os. Era impresionante ver las salidas de los bomberos –Pedro Arotza Bidaburu,<br />
Patxi Yarza y el jefe de barrenderos Ángel Txaleko Madinabeitia–<br />
, con sus mangueras multirriego a cuyas bocas a menudo ni siquiera llegaba<br />
el agua, debido a los múltiples agujeros que tenían en todo su largo. Sin embargo,<br />
las mangueras cortas daban mejor resultado y Txaleko era todo un<br />
artista a la hora de refrescar los alrededores de la Plaza de Abastos. Los<br />
niños más rápidos y hábiles solían estar cerca, tentando al barrendero con<br />
sus provocadores O...na!, O...na!<br />
Eso ocurría si algún alguacil no nos echaba de allí, por supuesto. No andaría<br />
lejos el diligente guardia municipal Luis Cánovas Arana, intentando<br />
demostrar su autoridad con gestos ridículos. En aquella época sufrimos una<br />
epidemia de viruela y fumigaban a todos los visitantes que venían de fuera,<br />
después de desnudarlos. Aquel trabajo correspondía a los municipales. Un<br />
día, Cánovas tuvo que acudir a la casa de Hierro de Zigarrola, donde tenían<br />
un enfermo, y lo hizo sin tomar las precauciones que requería la visita, pero<br />
eso sí, cumpliendo con el deber que correspondía a su cargo. El caso es que<br />
se contagió y de allí en adelante el rostro del alguacil quedó adornado por<br />
unos agujeros del tamaño del que abrigaba el arco del Portalón.<br />
De todos modos, lo que a la sazón yo más apreciaba era el cine. Tendría<br />
tres años, cuando mi padre me llevó en brazos a mi primera sesión de cinematógrafo.<br />
Fue en la calle del Medio, en la bajera de la casa de Macario Zabarte,<br />
que luego se convertiría en el Círculo Tradicionalista, junto al estanco<br />
de Lorenza. Y ya que he mencionado a Lorenza, añadiré que entre nosotros<br />
era más conocida que el propio alcalde, mayormente por poseer botes llenos<br />
de caramelos. Lo único que puedo recordar de aquel día cinematográfico es<br />
el silencio del gentío allí reunido. Aquella emoción quedó grabada en mi<br />
mente. Por lo que pude saber años más tarde, Luis Txomin Txiki Ibáñez fue<br />
el encargado, como acostumbraba a hacer siempre que se proyectaba una película<br />
en el salón de actos municipal, de comentarnos los pormenores de la<br />
película antes de iniciarse su proyección.<br />
Más adelante, tuve ocasión de presenciar una sesión de cine más seria.<br />
La película se proyectó sobre un telón colgado en una pared de la Plaza de<br />
Abastos. Seguimos la sesión sentados, después de poner de costado los bancos<br />
de madera que se utilizaban para colocar las cestas de verduras a la<br />
56
El Mondragón de mi niñez ya nos permitía gozar de espectáculos circenses, cenematográficos<br />
y teatrales, atractivo singular para una sociedad anclada aún en usos y costumbres rurales.<br />
venta. Esperamos ardiendo en deseos de que todo se hiciera oscuro, y cuando<br />
el silencio se adueñó del lugar, un foco de luz hizo emerger en la pantalla las<br />
imágenes rígidas de los personajes de aventuras.<br />
Al poco, se abrió el cine de Benito Mardo Abarrategi en la calle Olarte. La<br />
sala de Mardo era muy pequeña, por lo que la proyección se realizaba desde<br />
el otro lado del telón, metiendo la cinta del revés, para que la imagen apareciera<br />
correctamente sobre la tela transparente. Para ello, se construyó una<br />
columna de piedra sobre el río Aramaio, unida a la parte posterior de la sala<br />
mediante un puente de madera. Colocaron una caseta en la columna y desde<br />
allí Mardo proyectaba las películas. Un día, una inundación se llevó por delante<br />
la columna y posteriormente no hubo más sesiones cinematográficas.<br />
En primer lugar proyectaban dos películas cómicas y a continuación comenzaba<br />
el programa serio. Uno de los organizadores se esforzaba en presentarnos<br />
adecuadamente el guión de lo que estábamos viendo. Así mismo,<br />
en su esfuerzo por seducir nuestras sensaciones, nos ofrecía oportunamente<br />
sus comentarios más sabrosos. Y doy fe de que lo conseguía. Valga como<br />
57
ejemplo, aquella película en la que un hombre malvado dio fuego al puente<br />
del pueblo valiéndose de una gran lupa; aquel individuo se ganó todo nuestro<br />
odio. Al ver aquella escena me di cuenta de lo terrible que podía llegar a<br />
ser el mundo caso de toparse uno con malhechores de la talla de “Puñales”<br />
o “Veneno”. Para la mayoría de los que nos encontrábamos allí, no cabía<br />
duda de que era mejor vivir en las calles estrechas pero seguras cercanas a<br />
nuestra parroquia que en cualquier lugar abierto y lleno de desconocidos.<br />
La primera vez que vi moverse a los actores y actrices fue el día de San<br />
Luis Gonzaga; yo tendría unos diez años. Fue en el Centro Católico. Dos<br />
horas antes de comenzar la proyección yo ya estaba allí, lo más cerca posible<br />
del telón, por derecho propio. Una vez la sala se hubo llenado de espectadores,<br />
el cura Don Paco se situó tras el proyector. Al apagarse la bombilla,<br />
aparecieron las imágenes. ¡Menudo espectáculo! Se veían prados soleados<br />
llenos de rosas. Aquellas llanuras se contraponían a nuestros valles montañosos.<br />
Luego aparecieron los rostros alegres de unas muchachas. De repente<br />
una de ellas dejó el grupo y se dirigió a un chico que acababa de aparecer<br />
por primera vez. Pensé que serían parientes, ya que el chico empezó a acariciar<br />
con la mano la cara de la chica. A continuación nos quedamos a oscuras.<br />
Y, debido a aquella avería inesperada, se oyeron pitidos en la sala.<br />
Para cuando retornaron las imágenes, los dos jóvenes que habíamos visto<br />
segundos atrás habían desaparecido. Nos quedamos sin luz en dos ocasiones.<br />
Al terminar la proyección algunos decían que Don Paco era el único culpable<br />
de los dos cortes y achacaban la razón a un beso que no se vio entre los<br />
dos jóvenes. Yo no di crédito a lo que decían, porque, ¿cómo rayos iban a empezar<br />
a besarse dos personas que se acababan de ver por vez primera?<br />
Las películas se anunciaban mediante fotos expuestas en el arco del Portal<br />
de Abajo. El cine nos acercó el mundo y así conocimos los trenes inmensos<br />
de Bilbao o Barcelona. Vivimos los dramas misteriosos de la línea<br />
Paris-Lyon-Mediterranée casi en directo, a través de artistas que nos emocionaban<br />
sumamente. Las entradas de a perra gorda daban derecho a sentarse<br />
en los bancos. Los novios, por su parte, pagaban un real por las sillas.<br />
Las películas constaban de dieciséis episodios proyectados en cuatro domingos,<br />
y en la última parte de cada bloque los malvados dejaban atado al<br />
pobre protagonista en las vías del tren, mientras el tren se acercaba. “Fin del<br />
4º episodio. ¿Se salvará William Duncan? No dejen de ver el 5º episodio”.<br />
58
Y nos quedábamos esperando la llegada del siguiente domingo, haciendo<br />
todo tipo de predicciones sobre la suerte que correrían Duncan y su prometida<br />
Bárbara. Más de una vez llegamos a cuestionar la aportación pasiva de<br />
Dios, pues parecía que éste estaba aliado con los malos, ya que no entendíamos<br />
cómo podía dejar al protagonista atado a la vía del tren y abandonado<br />
a su suerte durante otros siete días. Al cabo de la semana allí estábamos todos<br />
de nuevo mirando a la pantalla atentamente. Con sólo aparecer la maquina<br />
del tren humeante se nos hacía un nudo en la garganta..., mientras el conductor<br />
frenaba la gran máquina a un metro escaso de William. ¡Aplausos!<br />
Como el cine era de pago, el público tenía la opción de demostrar su enfado<br />
a través de pitadas, y así es como se logró –sin llegar a pataleos y<br />
demás– que Usabiaga tocara el piano en películas como “La bolas de Karlague”,<br />
“Las dos huerfanitas de París” y alguna que otra más. Pensábamos<br />
que ni en el cielo podía haber tanto nivel, porque allí, al parecer, no echan<br />
películas de cabaret ni de malhechores. Según los que saben del tema, en el<br />
cielo los santos de capa larga cumplen los roles de protagonista... y como<br />
son entes espirituales, en las salas de cine de allá no se distribuyen ni gaseosa<br />
ni cacahuetes. Debo confesar, empero, que todavía conservo vivas las<br />
emociones de los momentos de peligro que nos ofrecían las películas del más<br />
acá del cielo, y lo hago un poco avergonzado, pues creo que debería ser un<br />
poco más serio, quizás manteniendo el nivel de seriedad que se suponía a los<br />
viejos que, mientras nosotros asistíamos al cine, se sentaban en los bancos<br />
del Ferial y nunca asistían a los espectáculos de titiriteros, bajo candiles de<br />
carburo más potentes que la lámpara eléctrica de Argi Errota.<br />
El teatro, en cambio, no me gustaba tanto, aunque acudía puntualmente,<br />
si no había nada mejor. De todos modos, me dejó un buen recuerdo el representado<br />
por el hijo del doctor Urbina, el matrimonio Krisis y otros participantes<br />
en el Centro Católico. A pesar de que intenté que no ocurriera,<br />
también aquella tarde salí de la sala con las tablas del escenario clavadas en<br />
el pecho, pues permanecí de pie en primera fila durante toda la función. El<br />
porqué es el siguiente: Rosa Aranburu, la que sería esposa del hojalatero de<br />
la Calle del Medio Victor Arriaran y que desempeñaba el papel de Garbiñe,<br />
me causó una impresión inenarrable. Su semblante pálido, pañuelo elegante<br />
y hermoso, falda de casera roja y bien planchada y, sobre todo, aquellos gestos<br />
sutiles suyos que sobresalían sobre los majaderos que tenía al lado, fue-<br />
59
¿Hay algo más entrañable para un mondragonés<br />
qie la visión de su magnífico ayuntamiento? Desde<br />
Montevideo no dejo de contemplarlo, en mi recuerdo.<br />
60<br />
ron demasiado para mi espíritu<br />
infantil. Y me pareció<br />
haber vivido la<br />
sensación de la felicidad<br />
personificada. Quizás algo<br />
similar a lo que sintió Sancho<br />
Panza cuando dijo a<br />
Don Quijote que allá donde<br />
esté la música no habrá<br />
lugar ni para la tristeza ni<br />
para la desgracia.<br />
Ya que he mencionado al<br />
sacristán Eugenio Krisis<br />
Elorza, no he olvidado que<br />
cierto día, estando Eugenio<br />
con el cura Don Lorenzo en<br />
la sacristía, éste le hizo la siguiente<br />
apuesta al sacristán<br />
con fama de charlatán: ¡A<br />
ver si era capaz de estar<br />
quince minutos sin decir<br />
nada a nadie! Apostaron un<br />
duro. La única condición<br />
era que Krisis debía caminar<br />
sin parar de un lado a<br />
otro de la sacristía, repitiendo<br />
esta frase: “<strong>He</strong>mendik<br />
hara eta handik hona”<br />
(De allá a acá y de acá a<br />
allá). El sacristán inició la<br />
prueba y el cura se fue en<br />
busca de Krisisesia para<br />
anunciarle que a su marido<br />
le había pasado algo y se encontraba en la sacristía murmurando cosas incomprensibles<br />
y caminando de un lado a otro; dicho lo cual, suplicó a Krisisesia<br />
que fuera a la sacristía cuanto antes. La mujer acudió y nada más verlo
se plantó frente a su marido y, sujetándolo del brazo con el propósito de interrumpir<br />
aquel extraño ir y venir, le dijo: Pero Eugenio, ¿qué te pasa? El enfado<br />
del sacristán fue en aumento debido a la actitud de su esposa, mientras<br />
D. Lorenzo, en una esquina, no podía aguantar la risa. Eugenio no podía perder<br />
las cinco pesetas de la apuesta... pero su mujer no le dejaba ni respirar.<br />
Al final el pobre Krisis explotó: “¡Mierda...! ¡Has hecho que pierda cinco pesetas...!<br />
¡Fuera de mi vista... he perdido por tu culpa, sí, por tu culpa!” Al ver<br />
el jaleo que se montó, el cura perdonó la deuda al pobre Eugenio.<br />
Pero un poco más arriba he hablado sobre Garbiñe, y recuerdo que muchos<br />
años más tarde, un mediodía que me dirigía a casa con un compañero<br />
de trabajo, que también era grabador, le hice parar frente a la tienda de Víctor<br />
Arriaran y proyecté las excelencias de la ex-actriz teatral en la que podía<br />
ser la mitificación de Garbiñe. Mi compañero me miró asombrado, con la<br />
misma rara sensación con la que se mira a un loco. La marea humana que<br />
nos seguía nos empujó calle arriba y aquel poeta frustrado en que me había<br />
convertido por un momento se prometió a sí mismo que en las venideras<br />
fiestas de Santo Tomás bailaría con alguien del estilo de aquel ángel. Como<br />
decía mi padre, para perder una cosa no hay nada mejor que tener demasiado<br />
interés por ella. Y eso mismo fue lo que me sucedió a mí, pues aquella<br />
en quien personifiqué el ideal de Garbiñe no demostró ningún interés por<br />
mí, y aunque lo intenté durante años, nunca conseguí arrancarle ni el más<br />
mínimo signo amable. Era como si Mondragón me estuviera vedado a toda<br />
aventura amorosa.<br />
Diez años más tarde conocí en Toulouse a una chica que tenía un aire a<br />
Garbiñe. Viendo que la fortuna arremetía con fuerza en mi corazón, no quise<br />
dejar pasar la oportunidad y le pedí que fuera mi esposa. Desde entonces vivimos<br />
juntos y felices, en la medida en que uno puede ser feliz habiendo sido<br />
un trabajador durante toda su vida. En Toulose, sin embargo, no hubo ceremonia<br />
del carro para los recién casados, como solía producirse en nuestros<br />
caseríos. En la zona de Mondragón, fui varias veces testigo de dicho acto: un<br />
carro que va camino de la casa del nuevo matrimonio, anunciando su paso<br />
con el ruido seco y chirriante de los ejes, llevando, entre otras cosas, grandes<br />
armarios de castaño para la habitación, espejos, sillas, escaños hermosos<br />
y calderas de cobre para la cocina. El chirrido del carro siempre<br />
provocaba la envidia de alguna chica vieja. ¡Asombroso! ¡En las nalgas del<br />
61
par de bueyes no había ni rastro de estiércol! Tanta limpieza sólo era concebible<br />
en este tipo de ceremonias. Cuando nacía el primer hijo, padre y<br />
abuelo se dirigían al monte en busca del mejor árbol, y sería el tronco central<br />
del mismo el que se utilizaría como madera de la viga principal de la casa<br />
a construir para la boda del vástago recién nacido.<br />
Las calles de aquel lejano Arrasate ejercían una atracción especial en nosotros,<br />
pues era allí donde pasábamos infinidad de horas, de un lado para<br />
otro, jugando y haciendo todo tipo de fechorías. En el número 12 de la calle<br />
Magdalena estaba el herradero de Olatxo y a menudo íbamos allá a ver cómo<br />
ponían zapatos nuevos a las vacas, después de colgarlas de las tripas. Más<br />
arriba, de derecha a izquierda, teníamos el negocio de Nicolás Kamiñero Altuna,<br />
que subía el carbón vegetal hasta los camarotes, la tienda de Domingo<br />
Txomin Azkargorta, la taberna de Txosa y la peluquería de Julián Errabaleko<br />
Kojua Urriategi, y justo enfrente de mi casa estaba la tienda de telas de<br />
Julián Zeziaga, que criaba los caballos que iban a beber agua al abrevadero<br />
cercano a la casa de Adán de Yarza y la Plaza de Abastos.<br />
Junto al Portalón se encontraba la tienda de Fermín Katutxua Eguren,<br />
que luego se trasladaría a la calle Olarte, concretamente a donde Mardo.<br />
Subiendo por la calle del Medio estaban el establecimiento del vendedor de<br />
metales Casimiro Calderero Pradera, el de Víctor Hojalatero Arriaran y el<br />
estanco, y frente a éste, la zapatería de Ramón Catalán Fernández. También<br />
existía una tienda de alpargatas regentada por Antonio Goiru Ugarte y, por<br />
último, antes de llegar a la Alhóndiga teníamos Txikisena –Francisco González–<br />
una de las tiendas más famosas del pueblo. Por los alrededores solían<br />
estar Isidro <strong>He</strong>riz y Andrés Tonto Viteri, que trabajaban bajo el mando de<br />
Cruz Madinabeitia, sosteniendo odres de cien kilos e incluso más bajo el<br />
brazo y sobre los hombros para cargarlos al carro tirado por los mulos de Isidro,<br />
antes de distribuir el vino por los bares.<br />
Antes de llegar a los bajos del Ayuntamiento, en el mismo lado de la Alhóndiga,<br />
abrieron la Oficina de Correos, y posteriormente la inspección de<br />
los municipales, bajo el mando de un ex guardia civil. Al otro lado, siguiendo<br />
calle arriba, aparecía la taberna de Benito Txotxo Riviere, un hombre de<br />
mucho genio y muy bromista. Ya en el cantón de la plaza estaba el Café Universal,<br />
sin duda el más famoso del pueblo. Después nos encontrábamos con<br />
62
El Jurado del Concurso de Pintura de Bilbao de<br />
1927 otorgó el primer premio a mi obra “La guerra<br />
consagrando la supremacia de las artes industriales”.<br />
Había dedicado dos años a su preparación,<br />
trabajando a plumilla y con tinta china.<br />
la casa de Mendia. El siguiente establecimiento era el que nosotros, de niños,<br />
más apreciábamos, es decir, la tienda de dulces y golosinas de Lorenza. Al<br />
lado, la zapatería de Murgoitio.<br />
A continuación estaban la peluquería bajo el Círculo Tradicionalista y la<br />
cooperativa de los carlistas. En esta última se vendía el pan más delicioso que<br />
hacían donde Concon, en la calle Zarugalde. Justamente allí estuvo escondido,<br />
los primeros días nada más estallar la guerra, el famoso Alberto Perder<br />
Aranburuzabala. Más arriba, a la derecha, teníamos el establecimiento<br />
de telas de Luko, y una vez pasado el cantón, frente al pórtico de la iglesia,<br />
la tienda de comestibles de la Unión Cerrajera. Un poco más arriba, la hermosa<br />
ferretería de Cipriano Karrikiri Resusta, que colocó las vidrieras de<br />
colores de la parroquia. A la izquierda teníamos el hostal-bar de Cayo. Al<br />
final de la calle, a la derecha, el Casino Viteri, la perfumería de Zarraoa y<br />
la casa del cochero Margallo y, en lo más alto de la cuesta, la casa de Inés<br />
Txantxote Mercader.<br />
63
En la parte alta, en los números 56, 58, 60 y 62 de la calle Ferrerías,<br />
había unas casas que pertenecieron a la familia Sola. El ayuntamiento las derruyó<br />
y construyó un centro escolar en el solar. Aunque el proyecto era de<br />
1928, no pudieron llevarlo a cabo hasta 1932, justo en la época de la República.<br />
El alcalde del pueblo era Eugenio Karrikiri Resusta y creyó que lo<br />
más apropiado sería dar a aquel complejo escolar el nombre de algún mondragonés<br />
reputado. Una vez hecha la consulta a Juan Carlos Guerra y tras<br />
conocer su opinión, el Ayuntamiento tramitó el expediente por el que se solicitaba<br />
al Ministerio permiso para poner a la nueva escuela el nombre “<br />
Doctor Zaraa Bolibar”, personaje del siglo XVI, afamado rector de Salamanca.<br />
Al parecer, Juan Carlos Guerra no dio a conocer a los miembros de<br />
la corporación que el mondragonés Zaraa Bolibar había sido teólogo dominico<br />
y al percatarse de ello las autoridades del pueblo, decidieron no ponerle<br />
ningún nombre al complejo escolar. Cuando los Viatoristas llegaron a Arrasate,<br />
dieron al centro el nombre de San José.<br />
Bajando de Gazteluondo hacia Zurgin Kale pero sin dejar la zona alta, nos<br />
encontrábamos con el cuartel de la Guardia Civil. Allí vivía un guardia al que<br />
yo consideraba como a un tío. Al tener gran amistad con mi padre, me acogía<br />
cariñosamente siempre que iba a visitarlo. Aunque estaba casado, no<br />
tenía hijos. En aquella época se conoce que había en el cuartel un comandante<br />
de carácter muy violento y cierta tarde se produjo un altercado entre<br />
mi tío y su superior. Aquél le pegó al comandante con su fusil, por lo que fue<br />
arrestado. Fue condenado a muerte pero mi padre logró la intermediación<br />
de D. Félix Arano y le conmutaron la pena capital por 20 años de presidio.<br />
Cumplió la pena en las cárceles de Cercedilla y Ocaña. Lo dejaron en libertad<br />
en 1935 y se fue a vivir a Vitoria. Al producirse el alzamiento de 1936,<br />
el comandante interpuso una falsa acusación en contra del guardia, y éste<br />
tuvo que hacer frente a un nuevo juicio. Tuvo mala suerte y lo ajusticiaron<br />
mediante garrote vil. ¡Sólo de pensarlo me entran escalofríos!<br />
Subiendo por la calle Iturriotz, el primer establecimiento con el que nos encontrábamos<br />
era el de Olia, de los Markaide, y luego la zapatería de Fidel<br />
Txoroka Azkonaga. En el portal situado entre estos dos establecimientos vivía<br />
nuestra familia, justo encima de la carnicería de Benita. Más arriba estaba la<br />
casa de Fermín Maixor Resusta. Uno de los Resusta 5 fue el que luego dio<br />
nombre a la calle, pero no llegué a conocer a dicho personaje. Los edificios<br />
64
de al lado eran la casa de Manolo Kafekua Otaduy, la farmacia y el Batzo ki.<br />
Una vez pasado el portal de Cruz Madinabeitia nos topábamos con el del alcalde<br />
Juan Goñi y a continuación estaban la tienda de Pío Azkarate y la panadería<br />
donde mi difunto padre trabajó durante más de treinta años. Después<br />
venían la casa de Arkauz y la del doctor Urbina, y tras pasar el cantón de la<br />
Concepción, se accedía a los bajos donde vivía el párroco D. José Joaquín<br />
Arin. Encima lo hacia la familia Errasti. Una frente a la otra se encontraban<br />
la tienda de dulces de Antonio Bixkai Eizaguirre, hombre de mucho genio, y<br />
el portal de Melkiades Jauregibarria, que años más tarde llegaría a ser alcalde.<br />
La esposa de éste último, Rosario Lopardixena Etxebarria, fue durante<br />
muchos años la amortajadora de la localidad. Frente al Centro Católico<br />
vivía Evaristo Gixau Axpe.<br />
En el lugar donde confluyen la calle Iturriotz y la cuesta de Arrasate estaba<br />
el herradero de Otaduy, que posteriormente Eusebio Kapelatxo Pagalday<br />
transformaría en carpintería. Un día, el anciano de Takolo hizo una<br />
apuesta a ciertas personas de la calle. La apuesta consistía en que para<br />
cuando un corredor –fuera quien fuera–, partiendo desde la acequia del otro<br />
lado de la cuesta del Paseo Arrasate, llegara al herradero, él ya se habría comido<br />
dos kilos de pan y bebido dos litros de leche. La apuesta fue aceptada.<br />
El casero hizo sopas de pan con uno de dos kilos y antes de que el corredor<br />
hubiera llegado a Etxetxo el de Takolo ya se había tragado todo.<br />
Tan pronto como he indicado que la mujer de Melkiades Jauregibarria era<br />
la amortajadora local, me ha venido a la memoria el misterio y el rito que<br />
guardábamos ante la muerte. Antes de vestirlo, aquella mujer debía lavar el<br />
cuerpo del finado. ¡Y de qué manera! Los hombres debían ser vestidos con el<br />
hábito de San Francisco de Asís y las mujeres, en cambio, de negro, como lo<br />
estaba la Virgen del Calvario. Una vez vestido el difunto, se llamaba al rosario<br />
y la gente acudía a casa del fallecido. <strong>He</strong> tenido que velar cuerpos y rezar<br />
rosarios en muchas casas vecinas y en numerosas ocasiones, mientras mi padre<br />
estaba trabajando en la panadería y, a menudo, estando mi madre medio enferma.<br />
(5) José María Resusta Altuna, uno de los fundadores de UCEM.<br />
65
Y al día siguiente, entierro. Entierros de primera, segunda y tercera categoría.<br />
Las diferencias en vida también eran evidentes a la hora de la<br />
muerte, tal y como sucede hoy día. Se celebraban por la mañana. Los de los<br />
más pobres a primera hora. Los de primera y segunda, a media mañana<br />
para, nada más enterrar al muerto, poder celebrar las honras, es decir, la comida<br />
con los familiares y amigos lejanos. En aquella época se comentaba<br />
que estando a punto de morir el viejo abuelo de un caserío, mataron un ternero<br />
para poder dar de comer a los asistentes a las honras. Aunque el abuelo<br />
del caserío yacía moribundo, su nuera le dio en presencia del hijo una taza<br />
de caldo de carne del ternero. Al anciano le sentó magníficamente aquello y<br />
después de suspirar profundamente dijo:<br />
–¡Si hubiera tomado yo este caldo a tiempo, no estaría tan enfermo!<br />
–¡Pues mire, padre, ahora que ya hemos hecho el gasto se tendrá que<br />
morir! –le contestó el hijo.<br />
¿Costumbres de otro tipo de sociedad? Quizás. Cierto es que el progreso<br />
ha aportado grandes ventajas al pueblo, ventajas que ni siquiera llegamos a<br />
sospechar en nuestra infancia. Todavía recuerdo perfectamente que en las<br />
tiendas los panes de dos kilos se medían mediante una muesca realizada encima<br />
de un listón. Y las telas se medían por codos y por palmos. En dicha<br />
empresa, el tendero bracicorto conseguía mayores beneficios. Junto a los sistemas<br />
de medida de la época, me vienen a la memoria los humildes recursos<br />
técnicos de que disponíamos en mi juventud, por ejemplo, los que utilicé<br />
en las clases de dibujo de Viteri para realizar los trabajos titulados “Jesucristo<br />
curando al paralítico” y “La guerra consagrando la primacía de las artes industriales”.<br />
Tardé en terminarlos dos y tres años respectivamente, trabajando<br />
con plumilla y tinta china, con una dedicación de hora y media diaria.<br />
¡Con los recursos gráficos que hay hoy, hubiera sido suficiente con la décima<br />
parte del tiempo!<br />
Como ya he señalado, presenté mi trabajo al Concurso de Dibujo de Bilbao<br />
el 22 de Junio de 1927. Fue entonces cuando conocí la capital de Bizkaia.<br />
El inmenso movimiento tanto de día como de noche me dejó<br />
maravillado. Incluso contando con días de cuarenta y ocho horas no habría<br />
podido llegar a saborear todo lo que yo hubiera deseado. La primera tarde<br />
fuimos a ver una obra de teatro cómica. No conseguí reírme, ya que el sueño<br />
me arrancó de raíz la capacidad de prestar atención. Por fin, una vez acos-<br />
66
tado en casa de mi tía, las picaduras de millones de chinches me invitaron a<br />
vestir la indumentaria de Adán y salí al balcón medio desnudo. Desde allí<br />
tuve oportunidad de escuchar, prolongada y nítidamente y con una emoción<br />
propia de un niño, el ruido transparente de los tranvías, característica de la<br />
modernidad de las grandes capitales.<br />
Me encontraba en Bilbao y se estaba transformando en realidad aquel<br />
mundo onírico e irreal que comenzaba a tomar cuerpo en mí tan pronto<br />
como el coche de caballos de Atxa acometía la subida a Kanpanzar. Allí estaban<br />
las calles anchas y bulliciosas. En uno de aquellos tranvías llegué hasta<br />
Algorta. ¡Vi carteles multicolores de cabaret! Ya tenía qué contar a mis compañeros<br />
de trabajo y amigos, a pesar de que hubiera preferido comprobar las<br />
cualidades de aquellas bailarinas en directo, aun a riesgo de que en el pueblo<br />
mi osadía hubiera sido considerada pecaminosa. Pero decían que en Bilbao<br />
la libertad era total.<br />
Volví al pueblo intentando ahuyentar el sueño acumulado en la macrociudad<br />
y, sobre todo, con la esperanza de volver al buen camino, sin caer en<br />
tentación alguna. Ya conocía Bilbao y eso no era moco de pavo en mi breve<br />
curriculum. Entonces comprendí a la perfección la reacción del hijo más<br />
joven del caserío Txaeta que, dirigiéndose a cumplir el servicio militar,<br />
cuando el tren pasaba por Deba comenzó a gritar que entre los árboles se vislumbraba<br />
un río inmenso.<br />
Transcurridos unos días desde que llegué de Bilbao, Don Ricardo Axal<br />
Azkoaga me llamó a su oficina y me enseñó recortes de prensa de ciertos periódicos<br />
bilbaínos. En aquellos papeles se podía leer mi nombre, informando<br />
de que había recibido el primer premio del concurso. En aquel instante me<br />
vino a la mente la imagen de Don Félix Arano, preguntándose en alto cómo<br />
era posible que yo, siendo un alumno tan malo en su escuela, me hubiera desenvuelto<br />
tan bien en un trabajo de dibujo. Dicha imagen borrosa del pasado<br />
me animó a tomarme más en serio los estudios, sobre todo porque sentía la<br />
necesidad de dar un soporte teórico a mi práctica fabril.<br />
El dibujo presentado en el Concurso de Bilbao, así como otros más de la<br />
época, me los trajo mi madre en su único viaje a Montevideo. Fue una sorpresa<br />
para mí y no me hizo mucha gracia, ya que me pareció que el templo<br />
67
familiar dejado atrás en mi huida se empezaba a resquebrajar con el salto<br />
de los dibujos al otro lado del océano.<br />
–¡Pues, hijo mío... el dibujo es tuyo y he pensado que debería estar en tu casa!<br />
–Mi casa siempre estará donde estés tú...<br />
A decir verdad, nunca dejé de pensar que mi aventura del exilio sería pasajera.<br />
Cuando falleció mi madre me di cuenta que la situación se podría<br />
prolongar por siempre.<br />
El éxito cosechado en Bilbao me facilitó el camino en la fábrica. El jefe<br />
de personal José Añibarro me llamó a su despacho y me preguntó por el oficio<br />
que yo más desearía. Existía la posibilidad de trabajar con madera, y<br />
eso fue lo que le pedí: había que tener a punto la estructura de las máquinas<br />
para luego poder preparar los moldes. Como ejercicio, me encargaron realizar<br />
la unión de unas flores de fantasía. Los años dedicados al dibujo me<br />
aportaron un resultado semejante al que hubiera logrado siendo profesional.<br />
Vistas mis habilidades, me pusieron a grabar sellos de acero. Los preparaba<br />
en escayola y a partir de ahí lograba hacer moldes de bronce.<br />
Disponía de dos ayudantes que cobraban 10´50 pesetas al día. Yo cobraba<br />
5´50. Transcurridos unos meses, Bonifacio Potaje Maidagan me persuadió de<br />
que podía aspirar a un sueldo mejor y presenté una reclamación, pero Paco<br />
Maixor Resusta impidió que cobrara la quincena argumentando que mi trabajo<br />
lo podía hacer una mujer. “¿Y qué? –le contesté– ¿Acaso las mujeres tienen<br />
menos derechos que los hombres?”. Don Paco, que tenía el título de<br />
ingeniero que le compró su padre, me echó de su despacho. Ante eso, no<br />
tuve más remedio que presentar una denuncia en el sindicato. Así comenzó<br />
mi calvario en la Unión Cerrajera, pues en la fábrica no querían trabajadores<br />
revoltosos. Y mi dignidad tampoco estaba en venta. Al menos creía que<br />
podía luchar.<br />
Los sueldos de los trabajadores eran bajos, reducidos, y el cabeza de familia<br />
tenía que trabajar a destajo para sacar su familia adelante, incluso llevándose<br />
trabajo a casa una vez terminada la jornada en la fábrica, a fin de<br />
conseguir el dinero necesario para pasar el mes. Y si algún día enfermaba,<br />
era bastante normal verlo a la puerta del bar de Cristóbal, con una silla y una<br />
68
andeja sacadas del mismo bar, rogando a sus compañeros de trabajo la<br />
“voluntad” de la liquidación de la quincena.<br />
El pueblo ha progresado en muchos aspectos. Pero dentro del peaje pagado<br />
por ello está el haber dejado en el camino, para siempre, numerosos<br />
matices humanos. Me viene a la mente Teodoro Larrañaga, un heladero encantador<br />
que no representa un pasado tan lejano. Cuando nevaba, iba desde<br />
su casa de la calle del Medio a Kurtze Txiki, concretamente hasta la Nevera.<br />
Una vez allí, introducía toda la nieve que podía en un profundo agujero,<br />
antes de cubrirlo de helecho. Y le estábamos sumamente agradecidos por el<br />
trabajo del invierno cuando, en los días de bochorno de verano, aparecía en<br />
la plaza del pueblo con su carrito de mano ofreciendo, para nuestro deleite,<br />
los excelentes helados creados con ayuda de aquella nieve o el agua fresca<br />
sin kezka preparada con medio limón y un porrón de agua. ¡Qué momentos<br />
más entrañables!<br />
“De chavales, los amigos de siempre de la calle, casi todas los días al<br />
anochecer nos metíamos en algún portal a contar cuentos” escribía hace<br />
mucho tiempo a un amigo mío, intentando resaltar las diferencias entre<br />
aquella época y la actual. Hoy en día es muy difícil, por no decir imposible,<br />
detectar afición alguna a narrar cuentos dentro de los juegos de niños, como<br />
ocurría en nuestros tiempos. Recuerdo lo que, según contaban, acaeció a un<br />
casero andrajoso y tacaño y a su mujer, quien, incluso después de morir su<br />
marido seguía aterrorizada, pues no podía olvidar los azotes que aquél, en<br />
vida, le propinaba con una vara fina. Cuatro hombres sacaron a hombros el<br />
ataúd del caserío cuando, al parecer, golpearon involuntariamente una rama<br />
del avellano situado frente a la casa, lo que produjo un pequeño enredo, teniendo<br />
que dejar la caja de nuevo en el suelo. ¡Tened cuidado! ¡Y lleváoslo<br />
cuanto antes, por Dios... que incluso ahora está buscando ése el látigo...! –<br />
rogó la viuda del difunto a los que transportaban el féretro, incapaz de ahuyentar<br />
su miedo.<br />
El sucedido histórico protagonizado por Agustín Tambor Aranzabal lo escuché<br />
también por primera vez en una de aquellas tertulias, en una conversación<br />
habitual en la que la alegría y la tristeza pueden ir unidas de la mano.<br />
Correría el año 1906 cuando Aranzabal regresó de Cuba enriquecido, con ese<br />
aspecto tremendamente extraño que le daba el dinero. Vistiendo ropa blanca,<br />
69
sombrero de paja y sosteniendo un bastón, gustaba de observar la entrada<br />
de los trabajadores de la Unión Cerrajera, y disfrutaba con las carreras de<br />
los que se apresuraban para llegar justo antes de que el portero Patxi Yarza,<br />
haciendo caso a la sirena de la fábrica, cerrara la puerta. Una mañana de domingo,<br />
Tambor entró en una taberna donde se encontraba un grupo de amigos<br />
y con gesto ostentoso dijo al tabernero que él pagaría toda la<br />
consumición. Los allá reunidos tributaron un gran aplauso al fanfarrón, pero<br />
Venancio Sandios Aranburu, que estaba sentado en una mesa, se fue incorporando<br />
poco a poco para acercarse a Tambor:<br />
–¡Chico, cómete el huevo de la gallina, pero jamás te comas la gallina!<br />
–¿Qué pues?<br />
–¡Ya lo verás!<br />
Tras aquella breve conversación y habiéndose hecho un silencio sepulcral,<br />
Venancio le dirigió a Tambor unas rotundas palabras que todos pudieron oír:<br />
–Agustín, te voy a echar una maldición... ¡Ojalá vivas muchos años!<br />
En aquel momento pocos pudieron comprender la amargura que encerraban<br />
tanto el serio consejo como la ridícula maldición proferida por Venancio.<br />
A los pocos años a Tambor se le acabó la gallina de los huevos de oro<br />
y tuvo que presentarse en la Unión Cerrajera para poder ganar unas pesetas.<br />
Lo colocaron de portero en la zona de la Concepción.<br />
A mi juicio, el seudo-progreso ha aflorado el mal. En mi viaje de vuelta<br />
no he encontrado la estación de tren ya que, en nombre de la modernidad,<br />
el servicio quedó suspendido hace unos quince años, tras ofrecer a los vecinos<br />
del pueblo falsas explicaciones sobre rentabilidad. Excusas baratas. Las<br />
razones que llevaron a la desaparición de los coches de caballos y las que provocaron<br />
el fin del ferrocarril son harina de diferentes costales, por mucho que<br />
se diga. Por otro lado, el tren no podía hacernos olvidar el peligro que entrañaban<br />
las carreteras modernas. En la zona de Muxibar, una bicicleta<br />
acabó con la vida de Diego Maala Txiki Lizarralde, que venía de Aretxabaleta<br />
caminando con unos amigos. Aquel día se cumplieron los más oscuros<br />
augurios de la modernidad. Recuerdo que la primera aparición pública del<br />
automóvil también se dio en aquella época. Fue entonces cuando, contando<br />
70
yo con unos cuatro años de edad, vi el primer modelo de marca Ford, cuyo<br />
propietario era el ex cochero Milikua. Y fue este mismo quien, convertido en<br />
mi maestro a pie de calle, me inició en la tecnología del automóvil, una tarde<br />
que, saliendo nosotros de los kalistros, esparció las piezas más importantes<br />
del automóvil en la acera frente a la tienda de Zigarrero, se conoce que con<br />
intención de limpiarlas.<br />
El tren trajo prosperidad al pueblo. Y nosotros nos convertimos en testigos<br />
asombrados de la pesada infraestructura organizativa. ¿Cómo diablos<br />
podía aquel cacharro de tremendas ruedas circular sobre dos raíles sin salirse,<br />
incluso de noche? Una tras otra, llegaron cuatro locomotoras, denominadas<br />
Guipúzcoa, Mondragón, Vitoria y Laurak Bat. El eco profundo del<br />
pitido de la primera aún se mantiene vivo en mi mente. Su cubierta de latón<br />
le daba el aspecto de una tarta de cerezas.<br />
Vivimos un suceso inolvidable relacionado con la locomotora “Mondragón”.<br />
Mientras construían la estación, ese servicio estaba situado en la casa<br />
del listero de la fábrica. Este tenía un gran perro al que llamábamos “Lup”,<br />
y el maquinista de la locomotora y “Lup” se hicieron grandes amigos. Una<br />
mañana, el perro estaba acostado en la entrada de la fábrica y a pesar de que<br />
el maquinista le dirigió prolongados pitidos el animal permaneció tranquilamente<br />
sobre la vía, como diciendo: “Este sitio es mío”. Los trabajadores situados<br />
al lado de las ventanas que daban a la vía se quedaron mirando,<br />
atentos al enorme trasto de hierro sobre ruedas que parecía iba a atropellar<br />
a “Lup”. Mas el conductor pisó el freno y paró a un metro del can. Bajó del<br />
tren y, armado de gran paciencia, pudo convencer al amigo dormilón y testarudo<br />
para que dejara libre la vía.<br />
Antes de que el tren se convirtiera en una realidad gloriosa, los domingos<br />
por la mañana y una vez cumplido el deber de asistir a misa, las familias partían<br />
hacia los prados, montes y bosques próximos en busca de soledad y silencio.<br />
Sin embargo, al llegar el tren los objetivos se tornaron más<br />
ambiciosos, pues el hecho de volver a casa montado en un vagón era señal<br />
de un mejor modo de vida. El tren era algo así como un moderno héroe mecanizado,<br />
que no disminuía su velocidad ni para entrar en la boca negra de<br />
un túnel. Por fin, aquellos trenes de magnífica factura que sólo conocíamos<br />
por los libros de escuela también pasaban por nuestra localidad.<br />
71
El tren nos traía a la Banda de Música militar de Vitoria por sanjuanes,<br />
con el director-capitán Genaro Rey a la cabeza. Un músico con dones especiales<br />
que consiguió la dirección de la Banda de Alabarderos de Madrid...<br />
pero que, debido a un problema físico, tuvo que renunciar al cargo obtenido<br />
por meritos propios. El concierto dirigido por Genaro Rey era uno de los<br />
platos fuertes de la festividad patronal. Mas no parece que San Juan se portara<br />
tan bien con él, pues no creo que nuestro patrón realizara ningún tipo<br />
de intermediación para que Don Genaro ocupara la dirección en Madrid, si<br />
bien tanto el susodicho como su banda interpretaban todos los años el conmovedor<br />
himno Ez dau inun... con gran emoción.<br />
En tren nos desplazábamos a las fiestas de los pueblos de alrededor, aunque<br />
podía resultar peligroso, pues el gallo del lugar no gusta de la competencia<br />
externa a su territorio. A menudo sufrimos trampas nocturnas<br />
tendidas por bergareses y atxabaltarras que nos atacaban a pedradas. Pero<br />
eso no era inconveniente para que, un año sí y el siguiente también, acudiéramos<br />
a la estación elegantemente vestidos como extranjeros y nos desplazáramos<br />
hasta Bergara, Aretxabaleta, Oñati o Eskoriatza con la esperanza<br />
de conocer alguna chica. No eran pocos los que, en la estación, percatados<br />
de nuestras escapadas, nos dedicaban flores como “Sólo Dios sabe en busca<br />
de quién saldrán del pueblo... No tiene el aspecto de dar mucha leche...”<br />
En uno de aquellos viajes León Telón Mendizabal se cayó del tren. Apoyó<br />
su cuerpo contra el balcón de hierro de la plataforma del coche y aquél se<br />
soltó, con lo que León se precipitó a la vía. Se dio la alarma nada más llegar<br />
a la estación de Arrasate. Justo en el momento en que la locomotora partía<br />
hacia Bergara en busca de Telón, vieron en la curva a lo lejos al pobre<br />
hombre caminando por la vía, ¡trayendo el balcón a hombros!<br />
El tren hizo que olvidáramos los heroicos viajes en el autobús “Titanic”.<br />
A los niños mondragoneses de hoy en día seguro que no les resulta sorprendente<br />
que sus padres vayan a comer a Bilbao, San Sebastián o Madrid. En<br />
nuestra época eso era impensable y el nombre que más fascinación causaba<br />
entre los niños era el de Deba. El Ayuntamiento organizaba excursiones para<br />
los niños elegidos por el médico, y los metían a todos en el “Titanic” para<br />
pasar siete días en aquella localidad costera. La tarde del regreso, se veía un<br />
gran gentío en Legargain esperando asomara el autobús, para acompañarlo<br />
72
Cuántas veces he soñado con aterrizar algún día en los alrededores de Uribarri, y llegar<br />
hasta el casrío Uribe y preguntar por Margarita, quien, cuando yo era un chaval, nos<br />
traía cada día a casa la leche y aquel pan tan rico, que llamábamos pasallora.<br />
hasta el Portalón entre vítores y sonoros aplausos, como si de una marcha<br />
triunfal se tratara. En nuestra infancia Deba era el símbolo del bienestar y<br />
según un fraile que dirigía los ejercicios espirituales de los obreros de la<br />
Unión Cerrajera, en una de sus terroríficas homilías desde el púlpito de la parroquia,<br />
mejor habrían hecho los trabajadores en olvidar el lujo de los viajes<br />
a Deba en vez de convocar huelgas.<br />
El tren facilitó los desplazamientos, y tanto el “Titanic” como los coches<br />
de caballos fueron desapareciendo poco a poco. Con todo, yo he podido disponer,<br />
alguna que otra vez, de medios de transporte más sofisticados, como<br />
el día que, junto con mi amigo Luis Arrieta, realizamos una excursión de<br />
ensueño subidos a una alfombra mágica que nos regalaron en Bagdad. Gracias<br />
a la máquina del tiempo, retornamos al hermoso Mondragón de 1915<br />
bajo el aspecto de unos chiquillos. Tomando Udalaitz como punto de referencia,<br />
sobrevolamos Santutxu, en Uribarri, y la carretera de Santa Águeda,<br />
antes de tomar tierra en las plantaciones de nabos del caserío Uribe. Quise<br />
abrazar a la señora de la casa, Margarita, pero Luis no me dejó, pues según<br />
él, nos encontrábamos a las puertas de numerosos descubrimientos. En opi-<br />
73
nión de mi compañero de viaje, no estábamos como para perder el tiempo<br />
en exhibiciones emocionales. Por lo tanto, hicimos una rápida visita a la Virgen<br />
de Santutxu al objeto de darle las gracias por la diligencia que siempre<br />
había demostrado, desde el otro lado de la red metálica de su pequeña ermita,<br />
respecto al cuidado de la seguridad del barrio. Y subiéndonos de nuevo<br />
a la alfombra, partimos hacia el pueblo.<br />
El silencio era total. Íbamos asidos de la mano, como queriendo darnos<br />
mutuamente seguridad, observando los parajes que discurrían bajo la alfombra.<br />
Una vez dejamos atrás el caserío Turrubilon, a un lado podíamos ver<br />
el camino que conducía al barrio de Udala, y al otro el de Muru. Allí comenzaba<br />
la vereda hasta la taberna de <strong>He</strong>rrarte, tramo que atravesaba el río<br />
Aramaiona. En la puerta roja de la taberna brillaba tenuemente una pequeña<br />
luz, justo en el punto donde comienza el camino de subida a Kanpanzar.<br />
Luis y yo dirigimos la mirada hacia Barrenatxo intentando<br />
seguramente encontrar algún rastro del asesinato que se produjo en la zona<br />
tres o cuatro años atrás. Pero la alfombra siguió adelante y dejamos el puente<br />
de San Agustín sobre nosotros, ya que atravesamos bajo la pasarela que unía<br />
la casa del capellán y el convento.<br />
Una vez llegados al caminito de San Cristóbal, vimos la panadería de<br />
Concon. Estaban trabajando, preparando el sabroso pan del día que comenzaba<br />
a despuntar. ¡Un pan delicioso! Tal y como le conté a Luis unos<br />
años más tarde, al acometer mis primeros intentos de emancipación, uno de<br />
los primeros guiños que hice a mi padre fue el hecho de poder comer el pan<br />
de Concon que se vendía en la cooperativa San José, sita en los bajos del<br />
Círculo Tradicionalista, en lugar del que preparaba él donde Sinfo. Luis se<br />
rió y me apretó la mano. A la derecha, nos topamos con una casa vieja de la<br />
cual no recordaba que estuviera allá. En aquel edificio vivía un hombre harapiento<br />
y sin fundamento llamado Pascasio, cabeza de una familia bastante<br />
más numerosa de lo que él era capaz de alimentar, y que no dudaba en criar<br />
perros y venderlos si eso le procuraba algún dinero.<br />
Desde la parroquia recibimos el aviso de cuatro campanadas. Lloviznaba.<br />
El sereno cantó “Las cuatro y lloviendo” desde alguna esquina. Para entonces<br />
nos encontrábamos en Kondekua, tras pasar por el sendero del río. A<br />
la izquierda, una luz débil destacaba el perfil de la alta red metálica situada<br />
frente al palacio del conde de Monterrón. Oímos un ladrido que posible-<br />
74
La calle Zarugalde vista desde Kondekua, nos<br />
ofrecía en primer plano la casa de Pascasio,<br />
un pobre hombre sin arte ni oficio, que criaba<br />
perros para poder venderlos y dar de comer a<br />
su familia. Más tarde Pascasio caería en<br />
manos de las catequistas, que le prometieron<br />
solucionar su problema.<br />
75<br />
mente provenía del jardín y a<br />
continuación se abrió la<br />
puerta y apareció el guarda<br />
Luis Artetatxo <strong>He</strong>riz 6 , en<br />
busca de algún extraño.<br />
Nunca podría imaginar que<br />
nosotros estábamos allá<br />
arriba, en nuestra alfombra<br />
mágica. Al no ver nada raro,<br />
cerró de nuevo la pesada y<br />
chirriante puerta. El perro de<br />
Artetatxo murió cuando su<br />
dueño tenía los noventa años<br />
cumplidos, y Artetatxo compró<br />
otro. Informó esperanzado<br />
a sus amigos sobre la<br />
adquisición recién hecha: ¡A<br />
ver si el nuevo me da tan<br />
buen juego durante otros<br />
veinte años!<br />
Al otro lado del puente divisamos<br />
el cantón que va<br />
desde la taberna de Canuto<br />
hasta Kanpantorpe. En el espacio<br />
entre Zurgin Kale y<br />
Kondekua atisbamos la chocolatería<br />
de José Azkoaga, aún<br />
cerrada, igual que la peluquería<br />
adyacente de Artorotz. No<br />
había nadie, ni siquiera en el<br />
(6) En esta nota parece que Trincado no acierta ya que los Artetatxo tenían por apellido<br />
Erzilla. De todos modos, es la única referencia que he encontrado que puede estar equivocada.
camino de Santa Bárbara. Sin embargo, de repente una tenue luz proyectó<br />
una sombra aún más débil sobre el suelo mojado. Alguien cruzaba el puente.<br />
Agucé la vista y me di cuenta de que se trataba de Askin, el hombre que<br />
vivía en la primera casa del camino de Santamaña. Seguramente vendría de<br />
la fábrica “La Cucharera”, situada al borde del río. Recuerdo perfectamente<br />
cómo, siendo yo todavía un chiquillo, encontré, en un hoyo lleno de restos<br />
oxidados junto a la fábrica, el modelo-desarrollo troquelado de una cuchara<br />
que posteriormente utilizaría para fabricar cucharas de arcilla en mis juegos.<br />
Tras pasar junto al palacio de Hierro, condujimos nuestra alfombra en<br />
dirección a la taberna Las Columnas, justamente hasta la casa donde vivió<br />
mi primer maestro. Si bien todavía faltaba un poco para las cinco de la mañana,<br />
había luz en el bar. A continuación sobrevolamos la casa de Gomix y<br />
la de Mardo, en cuyos bajos se ofrecían sesiones de cine cada domingo. En<br />
frente, el cantón que daba a Zurgin Kale. Y un poco más adelante el edificio<br />
de Erregetxo, con acceso directo al río. Como siempre, el dueño del lugar<br />
era uno de los vecinos más tempraneros, pues también aquel día ya estaba<br />
en la acera frente a la casa de Don Toribio, sacudiendo gavillas de trigo. Inmediatamente<br />
me di cuenta de que el pueblo comenzaba a despertar: el reloj<br />
de la parroquia señaló las cinco de la mañana, el gallo de Florentino Potxo<br />
Arana cantó y los miembros de la Cofradía de la Adoración Nocturna salieron<br />
de la iglesia de San Francisco, después de pasar las últimas horas rezando.<br />
Ataviados con sus habituales capas largas y negras de cuello ancho,<br />
se dirigían a sus casas, al objeto de poder estar en el trabajo para las seis de<br />
la mañana.<br />
Nos encontrábamos frente a la Plaza de Abastos, que es, sin duda alguna,<br />
una de las zonas predilectas del pueblo. La Plaza de Abastos fue para nosotros<br />
testigo directo de muchísimos momentos gozosos e innumerables sucesos,<br />
un lugar insustituible que los mondragoneses llevamos en lo más<br />
profundo de nuestro corazón. ¡Allá, al frente, el balcón de mi casa! Una atalaya<br />
sin parangón. Estaban abriendo el bar Monte. Muchos sentían la necesidad<br />
de calentarse por dentro antes de acometer la jornada de trabajo diaria,<br />
como si ésta los fuera a dejar hechos polvo. Cada cual a su estilo y como si<br />
fueran competidores en tratar la salud, justo al lado de la taberna estaba situada<br />
la farmacia de Segura. Y tras la farmacia, la Caja de Ahorros. Un trío<br />
mágico, se mire por donde se mire. ¿Recuerdas cómo jugábamos en aquel<br />
76
La plaza de Abastos, de magnífica arquitectura,<br />
se utilizaba también para proyecciones<br />
cinematográficas. Alli, podíamos ver películas<br />
de cristal, con un operador que pasaba los<br />
cuadros y un narrador que explicaba el argumento.<br />
Los únicos problemas del incómodo<br />
local eran las corrientes de aire.<br />
77<br />
hierro?, me preguntó mi compañero<br />
de viaje señalando un<br />
tubo largo horizontal en el Ferial,<br />
bajo mi antigua casa.<br />
¡Claro que lo recordaba! Joaquín,<br />
el hijo de Errebaleko<br />
Kojua, era capaz de dar más de<br />
quince vueltas utilizando el<br />
tubo bajo el brazo como eje, y<br />
colgándose del mismo.<br />
Pero la alfombra seguía<br />
adelante y llegamos a la Escuela<br />
Viteri. El perro del<br />
maestro, “Zeinek”, estaba a la<br />
puerta, dispuesto a saltar a los<br />
pies de los obreros que se dirigían<br />
a la fábrica. También<br />
apareció por la estrada el carnicero<br />
Eusebio Olatxo Sagasta,<br />
bromeando con un tra -<br />
ba jador del matadero acerca<br />
del becerro que se le escapó al<br />
matarife Juan Bolante Arozena<br />
la semana anterior. Me<br />
acordé de la hija de Olatxo,<br />
una chica que, si Dios se hubiera<br />
dado cuenta a tiempo,<br />
hubiera regalado a Adán en<br />
lugar de Eva en el paraíso.<br />
¡Era realmente hermosa! Oímos<br />
la sirena de la fábrica. Eso<br />
me trajo a la mente la llamada de las campanas que la modernidad había<br />
arrinconado y, prueba de que la cadena no se rompe, igualmente podríamos<br />
considerar como algo comple mentario a las campanas la tarea matutina<br />
de las personas que, a cambio de algunos céntimos, iban despertando<br />
a los vecinos de portal en portal.
En casa mi madre cosía para poder aportar un poco de ayuda a la exigua economía familiar.<br />
Y en Mondragón se hacía lo propio en muchos otros hogares, exisitiendo centros<br />
de aprendizaje de confección. De vez en cuando se organizaban pequeñas fiestas a las<br />
que me gustaba asistir.<br />
Con el día despuntado, atravesamos el caserío Ale, tras el frontón, para<br />
así llegar al matadero. Y volando por encima del puente de madera de Urbixa,<br />
nuestro medio de transporte mágico nos condujo al camino de Maala.<br />
Allí, en la huerta bajo el camposanto, vimos a Severiano Samperio trabajando<br />
al parecer en los preparativos de la cosecha de verano. Siendo niños,<br />
los nísperos, moras... ¡y las peras de una libra! de Samperio eran para nosotros<br />
tentaciones del paraíso.<br />
A la izquierda está Villa Amparo, la casa de Dagoberto Resusta. Y antes<br />
de llegar al palacio de Sola, dejamos allá abajo la presa de Maala, llena hasta<br />
arriba gracias al agua del río Aramaiona, sobre todo en la curva donde empieza<br />
el canal cubierto que conduce al molino de Ale. En ese lugar se podía<br />
ver de vez en cuando al tabernero Errekalde lanzándose al agua en busca de<br />
cangrejos. Ciertas noches templadas de verano, sus prolongadas desapariciones<br />
bajo el agua dejaban a más de uno sin aliento.<br />
78
En la boca de Errebal, oímos claramente el golpeteo sobre el yunque de<br />
Olatxo, el herrero. Y un poco más adelante, el carbonero Kamiñero sacó su<br />
carretilla repleta de sacos para iniciar el reparto casa por casa. Así mismo,<br />
el chatarrero Madina llegó con unas canaleras. Y observando desde nuestra<br />
privilegiada atalaya aquel conjunto de diferentes profesiones, nos dieron las<br />
ocho y media de la mañana sin haber caído en cuenta de ello. Vimos a muchos<br />
niños por la calle; algunos iban a la escuela; otros, en cambio, llevaban<br />
pequeñas marmitas que contenían el almuerzo de sus padres, quienes trabajaban<br />
a destajo o estaban en la fábrica desde las seis de la mañana. Frente<br />
a la tienda de Zeziaga, el pregonero se preparaba para iniciar su ronda diaria.<br />
Por lo que pudimos escuchar, aquella mañana se vendían sardinas y bonito<br />
donde Ines Txantxote.<br />
También entonces, como hoy, existía una gran perspicacia a la hora de<br />
identificar personas y sucedidos. Ya he comentado alguna vez, hablando<br />
sobre los apodos del pueblo, que nuestra generación fue harto fecunda en la<br />
invención de motes. En aquellos tiempos el carácter del caserío era el que<br />
predominaba y, a falta del influjo de medios como la televisión, se daban las<br />
condiciones óptimas para que la chispa popular se encendiera a todos los<br />
niveles. Y de eso sí que sé algo, pues podría hablar sobre el origen de cientos<br />
de motes del pueblo, siendo éste un pasatiempos que siempre me ha complacido.<br />
Tanto mérito tiene la frase “El que caga y mea fuerte, vivirá hasta<br />
la muerte”, aparecida en los servicios del taller de cerrajería de la Unión Cerrajera,<br />
como la ocurrencia del profesor de la Escuela Viteri el día que, tras<br />
advertir que alguien había cagado fuera de sitio, hizo a los alumnos que volvían<br />
a clase la celebre pregunta: ¿Quién de aquí tiene el agujero de atrás<br />
torcido? Dos estilos diferentes, pero dotados de una agudeza similar. Y, sin<br />
darnos cuenta, convivíamos con ambos estilos.<br />
En todo caso, también existen aspectos en los que la transformación ha<br />
sido total. Por ejemplo, ¿se viven igual el Viernes Santo de entonces y el de<br />
ahora? En aquella época, tan pronto como la Banda de Música entonaba la<br />
Marcha Fúnebre, los curas provocaban en nosotros una sensación terrorífica.<br />
Las principales características del fervor que causaba en nosotros aquel<br />
himno eran el escalofrío y la carne de gallina. Para que en aquel tétrico escenario<br />
no nos faltara de nada, contábamos también con guardias civiles<br />
sosteniendo sus tricornios entre las manos, contagiados de aquella ridícula<br />
79
solemnidad marcial. Desde el punto de vista actual, aquel conjunto parece<br />
una mezcla de arroz con leche con petróleo, si bien los cachoborrachos continúan<br />
presos. Los guardias civiles –protectores de nuestros explotadores– así<br />
como las procesiones multitudinarias, son páginas de la historia.<br />
No puedo decir que la vida me haya premiado en demasía. Tuve que dejar<br />
mi pueblo natal y al volver al cabo de medio siglo tampoco puedo decir que<br />
mi corazón salta rebosante de emoción. Cierto es que he venido con un poco<br />
de ilusión, pero más que nada por tener la oportunidad de destruir los últimos<br />
rescoldos de algún mito que todavía queda en pie dentro de mí. <strong>He</strong> vivido<br />
la historia de la manera que puede vivirla un sencillo trabajador, con<br />
más interés que capacidad. Desde 1931 he vivido como perdido en una vorágine<br />
de locura, con poca calma y menos ayuda. Mandamos al exilio a Alfonso<br />
XIII y creímos que teníamos el mundo en nuestras manos. Salimos<br />
vencedores de la dictadura de Primo de Rivera y creímos en el liderazgo de<br />
los partidos políticos y los sindicatos. ¡Pobres hombres!<br />
Anarquistas y católicos, socialistas y ateos, a todos nos unía la esperanza de<br />
que el mundo se iba a arreglar, o eso era lo que, por lo menos yo, creía. Convocatoria<br />
de huelga de la UGT. Fracaso. Llegó octubre de 1934 y fuimos llamados<br />
a coger las armas para hacer frente a la nueva dictadura proclamada<br />
por la derecha. Desastre. Marcelino Oreja, Dagoberto Resusta y los demás.<br />
80<br />
Todavía estoy viendo al ingeniero<br />
Lafitte menospreciado por Oreja y<br />
Chacón, por apostar por los nuevos<br />
ingenieros de la Unión Cerrajera. Lo<br />
echaron de la fábrica como si fuera<br />
un perro sarnoso, por haber querido<br />
ensalzar el espíritu humano por encima<br />
de cualquier otro valor. Pero<br />
aparte del desprecio de los de arriba,<br />
también tuvo que sufrir el desdén de<br />
técnicos que él había preparado tan<br />
magníficamente. Sólo Marcos Vitoria<br />
y yo solicitamos un sencillo gesto de<br />
agradecimiento para Lafitte. Fuimos
Como consecuencia de la revuelta de octubre de 1934<br />
conocí la cárcel, primero en el Fuerte de Guadalupe y<br />
más tarde en Ondarreta. La guerra de 1936 me abrió la<br />
puerta, no deseada, del exilio, del que no he vuelto más.<br />
Como todos los exilios, ha supuesto un quebranto físico<br />
y espiritual.<br />
81<br />
a su casa a entregarle<br />
unas pocas firmas recogidas<br />
entre sus ex<br />
alumnos y a presentarle<br />
nuestro respeto<br />
de corazón. Era Abril<br />
de 1934. Lo despedimos<br />
con un “Vendrán<br />
tiempos mejores”. Al<br />
salir de allí, según nos<br />
confesó el profesor de<br />
dibujo Antonio Armengou,<br />
que fue testigo<br />
de nuestra visita,<br />
él y la propia madre<br />
de Lafitte escondieron<br />
la pistola del ingeniero<br />
por miedo a<br />
que éste se suicidara.<br />
Era una tarde de jueves<br />
y la banda de mú-<br />
sica tocaba, en la plaza del pueblo, una melodía que aún no he olvidado. El<br />
drama de aquella casa era ajeno a los danzantes.<br />
Seis meses más tarde, el 5 de Octubre, ciento diez jóvenes del pueblo fuimos<br />
detenidos y llevados al penal de Guadalupe, acusados de tentativa de revolución.<br />
El movimiento se veía venir desde la víspera. Yo volvía del cine<br />
acompañando a la chica a la que quería convencer para que fuera mi novia.<br />
En el camino nos cruzamos con mi ayudante de la fábrica y otros miembros<br />
de UGT. A las seis de la mañana del día siguiente oí las primeras explosiones.<br />
Estaban lanzando artefactos hechos a mano desde el tejado de una casa<br />
cercana al cuartel de la guardia civil. Fui a la Casa del Pueblo. Para entonces<br />
tenían presos a un montón de carlistas a fin de que no cogieran las armas.<br />
Antes de llegar a la sede socialista oí un tiro y nada más entrar me encontré<br />
con Celestino Uriarte hablando con un compañero acerca de que se le había<br />
disparado la escopeta por no saber manejarla. Uriarte puso la escopeta en<br />
mis manos y me envió a la Plaza del Pueblo.
Yo no tenía enemigos, o por lo menos eso era lo que creía. Estando en la<br />
Plaza, vi a un amigo de los tiempos de la escuela de Txorta, Pedro Azkarraga,<br />
dirigiéndose al Círculo, siendo carlista como era. Me acerqué a él y le<br />
informé en el portal de la situación del momento. Le aconsejé que se fuera<br />
a casa. Y eso fue lo que mi amigo hizo, después de despedirnos con un<br />
abrazo. Cuando a las ocho de la mañana enviaron el relevo, me dirigí a la<br />
Casa del Pueblo y una vez allí me remitieron junto a otros a detener a Marcelino<br />
Oreja, el “jabalí”.<br />
Fui con precaución, pues pensaba que estaría con sus guardaespaldas.<br />
Semanas atrás, Oreja había dicho que los de UGT íbamos a comer hierba,<br />
y desde entonces las cosas no pintaban muy bien para él. Pero cuál fue nuestra<br />
sorpresa cuando lo vimos bajar por las escaleras con su mujer... y casi nos<br />
convenció de que era un ángel gordo y sin ningún peligro.<br />
Poco más tarde supe que, junto a Oreja también se encontraban en la secretaría<br />
Dagoberto Resusta y Ricardo Azkoaga. El hecho de mezclar a estos<br />
dos últimos con el director de la fábrica me causó estupor, pues allí podía<br />
ocurrir cualquier cosa. Hablé con Celestino Uriarte y le di razones para no<br />
mantener a los tres juntos. Tras escuchar mis palabras Uriarte me ordenó que<br />
trasladara a Dagoberto y Ricardo a otro lugar. Justamente iba a hacerlo<br />
cuando apareció Juanito Sanverde avisando que desde Vitoria se acercaban<br />
tres camiones de soldados.<br />
Alborotados por tal aviso, en la puerta del Trinquete se organizó una especie<br />
de representación teatral de resistencia disparatada, y entre algunos<br />
volcaron un camión para escudarse tras él y organizar la defensa de la Casa<br />
de Pueblo. No se dieron cuenta de que con aquella acción estaban construyendo<br />
una ratonera para todos nosotros. Entonces apareció el peligroso fanático,<br />
trayéndose con él a los tres detenidos, y preguntó a Celestino:<br />
–¿Qué vamos a hacer con éstos?<br />
–Llévalos de nuevo y...<br />
Celes no sabía nada de estrategia militar, ni siquiera había hecho el servicio<br />
militar.<br />
82
Ante el repugnante crimen, quedé sumido en la desesperación, sin palabras,<br />
pues la ola me había pillado en medio de la intervención armada y a<br />
pesar de que quise actuar como un hombre, mi esfuerzo no sirvió de nada.<br />
Sentí profundamente la muerte de Dagoberto; el recuerdo de Dago me transportaba<br />
al día de mi primera comunión, pues fue el autor de la única foto<br />
que me hicieron en la celebración. La muerte de Oreja no me resultó tan<br />
dura, ya que siempre había arremetido contra los trabajadores y yo, desde<br />
mi afiliación a UGT, no podía aceptar una actitud tan despreciable. El despido<br />
de Lafitte había que achacárselo a Oreja. En cambio, al saber que Ricardo<br />
Azkoaga había podido escapar, me embargó la alegría. Creo que<br />
Azkoaga me apreciaba y, si mal no recuerdo, fue él quien habló bien de mí<br />
en el Consejo de Administración diciendo que tenía capacidad para desempeñar<br />
nuevas y mejores tareas. Dos muertes y, ante todo, una frustración: estaba<br />
claro que el camino de la violencia no nos llevaría a ninguna parte.<br />
Al parecer, aquel desgraciado día de Octubre, y mientras yo hacía guardia,<br />
estuvieron vigilándome desde las ventanas y balcones de Erdiko Kale e<br />
Iturriotz. Tres personas presentaron denuncia contra mí, diciendo haberme<br />
visto armado con un fusil. Uno de ellos, cuyo nombre no voy a citar pero sí<br />
diré que quedó exento del servicio militar por ser el único soporte familiar,<br />
no sabía distinguir entre un fusil y una escopeta de caza de dos cañones del<br />
calibre 12. El segundo, que por entonces era un muchacho, confundió un<br />
Mauser y una escopeta.<br />
El tercero era Ignacio Chacón, ingeniero de la fábrica. Era católico y apostólico<br />
y nunca hubiera pensado que podría reaccionar tan ciegamente en mi<br />
contra. Vino a la cárcel de Guadalupe a preguntarme si cierto plano que habían<br />
requisado a alguien del pueblo era obra mía. Al parecer, según el profesor<br />
de dibujo, exceptuándome a mí, en el pueblo no había nadie capaz de<br />
hacer un plano tan exacto, y eso era lo que quería comprobar. Así las cosas,<br />
debido a mi paternidad sobre un plano, algo que nunca pudieron demostrar,<br />
me clasificaron entre las nueve personas más peligrosas del pueblo.<br />
Después de aquella descabellada acción del 5 de Octubre, huimos al<br />
monte, temerosos de los soldados que llegaban desde Vitoria. Pero al día siguiente,<br />
al no contar con infraestructura alguna para resistir, nos entregamos,<br />
pues los incidentes se habían desbordado repentinamente. Antes de<br />
83
De la cárcel de Ondarreta salimos el 17 de febrero de 1936, justo al día siguiente del<br />
triunfo en las elecciones del Frente Popular. En la cárcel había preparado una radio de<br />
galena, que durante el tiempo que estuve encarcelado supe mantenerla oculta, y que nos<br />
trajo la noticia del triunfo de la izquierda.<br />
enviarnos al fuerte de Guadalupe, nos retuvieron unos días en la cárcel del<br />
pueblo. Al mismo tiempo, llevaron al fuerte desde Bilbao a un buen número<br />
de presos comunes, con la intención de mezclarlos entre nosotros y hacernos<br />
la estancia lo más dura posible.<br />
El interrogatorio fue iniciado bajo la dirección del general Amorós, jefe de<br />
la Sexta División del Ejército de Burgos, y nos responsabilizaron de una larga<br />
lista de delitos. Ante tal abundancia de acusaciones, el propio juez confesó<br />
que nunca hubiera sospechado que en un pueblo pequeño como el nuestro<br />
pudiera brotar tanto odio. Todos quisieron distinguirse por su actitud acusadora<br />
y como consecuencia de aquel terrible ambiente nos tuvieron encarcelados<br />
durante dieciocho meses, primero en Guadalupe y por último en<br />
Ondarreta, San Sebastián.<br />
Los primeros días éramos bastante optimistas en cuanto a nuestro futuro.<br />
Pero la política giró hacia la derecha y la situación se deterioró. El sistema<br />
84
sanitario en la cárcel en nada ayudaba a mantener el ánimo y, además, parecía<br />
que a los presos de Mondragón nos querían dar una lección especial,<br />
pues la sentencia no hacía sino demorarse. Los domingos, las visitas del exterior<br />
nos traían el contacto fresco con la vida allende los muros. Un día pudimos<br />
leer en un periódico que según las declaraciones de cierto reputado<br />
astrólogo, la izquierda ganaría por una pequeña diferencia pero al poco<br />
tiempo la derecha tomaría de nuevo el poder para gobernar durante más de<br />
veinte años.<br />
Poco a poco, la disciplina del fuerte fue relajándose y de vez en cuando<br />
nos sacaban a caminar por el monte. Es más, incluso me ofrecieron trabajar<br />
a través de una manera un tanto peculiar. Antes del 5 de Octubre yo estaba<br />
preparando una pequeña máquina semiautomática que habría servido<br />
para fabricar las pinzas que utilizaba la mujer del mondragonés Bedia en su<br />
peluquería. Quién sabe cómo y por qué medios, Bedia posibilitó que la máquina<br />
acabara en la cárcel, y me trajeron limas y otras herramientas. Por otra<br />
parte, el hecho de cohabitar con presos tan “profesionales” nos facilitó la<br />
formación en ciertos trabajos manuales. Así, me especialicé en la confección<br />
de estuches de papel lacado, cinturones trenzados y flores de miga de pan coloreadas<br />
con anilina, entre otros artículos.<br />
Nuestra vida estaba organizada al son del toque militar. Entre nosotros fuimos<br />
formando grupos, para que, el que así lo quisiera, pudiera adentrase en el<br />
aprendizaje de las asignaturas básicas. De vez en cuando cometíamos también<br />
alguna travesura o se descubría un cantante tenor que nos dejaba con sus interpretaciones<br />
el corazón y el espíritu completamente tocados. Había demasiado<br />
tiempo para acordarse de los padres, novias, esposas y amigos lejanos.<br />
Una mañana vinieron unos camiones y nos llevaron a la cárcel de Ondarreta.<br />
Nos metieron en las celdas de cuatro en cuatro. Entre los presos también<br />
había personalidades de alto nivel, como Torrijos, ex alcalde de<br />
Donostia, y varios ediles. Torrijos me dejó un grueso libro sobre Historia del<br />
Arte para que realizara el diseño de una caja de lujo a elaborar en madera<br />
que quería regalar a mi novia de Mondragón. A la hora de trabajar la tapa,<br />
tomé como modelo las imágenes existentes en el techo de la Ópera de París.<br />
Torrijos fue gran amigo mío e hizo gestiones con las autoridades carcelarias<br />
para que yo pudiera comenzar a trabajar.<br />
85
La dirección que había tomado la política en nada favorecía nuestros intereses.<br />
La derecha marcaba un círculo cada vez más estrecho en torno a la<br />
izquierda. Las noticias que nos llegaban a la cárcel eran bastante confusas<br />
y día a día nuestro nerviosismo iba en aumento. Los últimos detenidos trataban<br />
de explicar el ambiente de fuera y por lo que decían los recortes de<br />
prensa que de vez en cuando algún familiar nos hacía llegar dentro de una<br />
tarta, había motivos de sobra para estar preocupados.<br />
Así pues, nos quedaba la vía clandestina, y empecé a pensar que, al igual<br />
que recortes de prensa, también podíamos pasar algo más. Así fue cómo fui<br />
recopilando material de interés. Me enviaron unos finos hilos de cobre dentro<br />
de un pastel. En un envío posterior obtuve trozos de piedra galena. Con<br />
dichos componentes y una caja de puros vacía ya tenía preparado un aparato<br />
receptor de radio. En un nuevo envío de mercancía, me pasaron tres<br />
auriculares camuflados en cazuelas llenas de morcillas y con ellos pude escuchar<br />
con claridad los programas de radio del Monte Igeldo.<br />
Por lo visto, escondí correctamente aquel aparato que, por lo menos, valía<br />
para ponerme en contacto con el exterior, si bien sólo actuaba como receptor.<br />
A pesar de haber sufrido varios registros, jamás dieron con mi radio.<br />
Animado por el éxito tecnológico, me pareció que podía tratar de mantener<br />
por la noche la bombilla de nuestra celda encendida y urdí un plan. Una<br />
mañana de limpieza general, logré introducir a través de las rendijas del<br />
suelo del corredor interior unos hilos de cobre hasta mi celda y apliqué el<br />
polo negativo a las tuberías del agua. El polo positivo lo sujeté en la lámpara<br />
situada sobre la puerta de la celda y de allí deslicé el cable de la electricidad<br />
hasta mi cama. Gracias a la luz podía permanecer más horas escribiendo o<br />
dibujando. Por si acaso, al objeto de que el vigilante no me pillara con la luz<br />
encendida, preparé un puente de corriente, con una aguja sujeta a la puerta<br />
mediante hilo negro de coser. Si alguien abría la puerta la luz se apagaba automáticamente<br />
y el responsable de la vigilancia me pillaba escribiendo o leyendo...<br />
¡a oscuras!<br />
En el recinto donde estábamos nos custodiaban cuatro carceleros y a uno<br />
de ellos yo le llamaba “Tuntún”, por su parecido con Nicolás Tuntun Madinabeitia,<br />
compañero mío de Sección en la Unión Cerrajera. Aquel carcelero<br />
era tremendamente desconfiado y severo. Un día vio mis dibujos y me pidió<br />
86
que le grabara sus iniciales... ¡en la pistola! Lo hice. A partir de entonces se<br />
llevó mejor conmigo. Sucedió también que unos compañeros de la cárcel me<br />
pidieron que preparara algún tipo de cartel publicitario solicitando nuestra<br />
amnistía y me puse manos a la obra. A los dos días acabé de diseñar un panfleto<br />
que decía: “Ayudad a la liberación de vuestros padres, hermanos, novios<br />
y amigos que arriesgaron su libertad”. Acompañando a la frase se podía<br />
ver dibujada una gran masa de gente, representando un largo brazo estirado<br />
y con la mano arrancando de raíz las rejas de una ventana del presidio,<br />
desde donde asomaban rostros delgados y pálidos. Nuestro abogado<br />
sacó de la cárcel el cartel y pronto aparecieron copias en numerosos lugares<br />
de Gipuzkoa.<br />
Tan pronto como supo de la existencia del cartel, “Tuntun” el carcelero<br />
no albergó ninguna duda sobre la autoría del mismo y vino a mí raudo y<br />
veloz, afirmando que estaba jugando con su autoridad y criticando mi actitud<br />
demasiado confiada. “Aunque lo hubiera hecho yo, ¿no habrías procedido<br />
de la misma manera si se tratara de conseguir tu libertad?” le contesté.<br />
La radio me procuró gran ayuda para mantener el ánimo, pese a que las<br />
noticias del exterior no nos eran favorables. Por lo que parecía, la derecha<br />
española dominaba el espectro político y nuestra esperanza de libertad era<br />
cada vez menor. Así, llegaron las elecciones del 16 de Febrero de 1936.<br />
Aquella tarde muchos amigos en la cárcel esperaban recibir una señal desde<br />
mi celda. Habíamos acordado que tres golpes pausados en la tubería metálica<br />
del baño anunciarían el triunfo de la derecha. Por el contrario, tres golpes<br />
rápidos significarían el triunfo de la izquierda y, con ello, nuestra<br />
inmediata puesta en libertad.<br />
A las diez de la noche la derecha vencía con holgada ventaja. Pero a las<br />
doce, una vez computados los votos de las principales ciudades, el triunfo<br />
era, sin ninguna duda, del llamado Frente Popular. Di los golpes acordados.<br />
¡Vaya jaleo se armó! Los carceleros se escondieron, se conoce que de miedo.<br />
Y los guardias de asalto no estaban a aquellas horas preparados para hacernos<br />
frente de ninguna manera. Seguramente estarían cumplimentando<br />
los papeles para solicitar nuevo destino en alguna gran ciudad donde no les<br />
conocieran. Aquella noche nadie de nosotros durmió y a la mañana siguiente<br />
estábamos reclamando nuestra libertad ante los representantes del Gobierno<br />
87
Llegué –o me llevaron– al campo de concentración de Gürs, en Francia, donde trabajé a<br />
las órdenes de Julián Etxebarria, antiguo director de la Escuela de Armería de Eibar. Mi<br />
labor consistía en examinar la capacidad técnica de miles de prisioneros que iban a ser<br />
utilizados en la industria de guerra francesa.<br />
Civil. Se nos pidió paciencia. Pero se puede decir que a primera hora de<br />
aquella mañana todo San Sebastián se agolpaba a la entrada de nuestra cárcel.<br />
Banderas, bandas de música, dirigentes de partidos políticos... y un montón<br />
de taxis esperándonos.<br />
Primeramente, dieron la orden de ponernos en libertad a los que aún no<br />
habíamos sido juzgados. ¡Qué gritos de emoción! Pero antes de salir me<br />
acerqué a “Tuntun” y le invité a subir a mi celda, en el segundo piso, para<br />
hacerle partícipe de mi secreto. Así, le mostré las comodidades del cubículo<br />
que estaba a punto de abandonar para siempre: mi electricidad particular y<br />
mi radio. Nos dimos la mano. En la calle predominaba la alegría y la algarabía.<br />
Nos llevaron a comer a la Parte Vieja y para el anochecer yo ya estaba<br />
rendido, sumamente cansado, y me dirigí al Paseo Nuevo en busca de un<br />
poco de tranquilidad. Una mujer se me acercó desde la oscuridad. Cuando<br />
me di cuenta a qué venía, le informé, sonriendo, de dónde había salido y del<br />
estado lastimoso de mis bolsillos. Me deseó buena suerte.<br />
88
Partí hacia Mondragón al día siguiente. El hecho de encontrarme de<br />
nuevo con los lugares y paisajes que dejé atrás año y medio antes no me producía<br />
una sensación tan agradable como el de poder abrazar a mis padres<br />
y, quizás antes, a mi novia. Sin embargo, cuando me encontré delante de la<br />
chica que había estado conmigo en el cine aquel 4 de Octubre de 1934, me<br />
preguntó con metálica frialdad: ¿A qué has venido?.<br />
Uno de los primeros a los que visité con mi libertad recién recuperada fue<br />
al ingeniero Chacón. Fui a verlo a la fábrica y le confesé que no le guardaba<br />
rencor, aunque él pensara lo contrario. “Ah!... Aquel plano lo hice yo, sí<br />
señor, pero sin ningún detalle alusivo” le remarqué, queriendo dejar claro<br />
que el producto surgido de mis manos no era más que un croquis.<br />
El sistema democráticamente elegido duró cinco meses. Recordé con<br />
miedo lo presagiado por el astrólogo estando yo en el fuerte de Guadalupe.<br />
Creamos las milicias y nos enviaron a vigilar los alrededores del pueblo provistos<br />
de escopetas de caza, al objeto de que las tropas que pudieran venir<br />
de Vitoria no nos sorprendieran en la cama. Más tarde me destinaron a la<br />
central telefónica. Mientras tanto reunieron a los carlistas en la escuela de<br />
niñas de Viteri. Pero la victoria de los franquistas en Vitoria trajo el frente<br />
hasta Arlaban y desde el 19 de Julio Mondragón se convirtió en el cuartel de<br />
los “rojos”.<br />
¿Qué hizo entonces el “izquierdista desalmado” Jesús Trincado? ¡Aja!<br />
Leí en los periódicos artículos sobre la heroica resistencia de los asturianos,<br />
explicando que los cartuchos de dinamita lanzados mediante honda podían<br />
llegar a veinte o treinta metros de distancia. Tomando como base esa idea,<br />
comuniqué a los que estaban al mando de la defensa del pueblo que yo estaba<br />
dispuesto a preparar un lanzabombas que arrojaría artefactos manuales<br />
a cien metros de distancia. Cuando me dieron su aprobación, inicié el<br />
estudio técnico y de allí a poco tiempo diseñé unos morteros que, por lo<br />
menos en teoría, podían alcanzar los 60, 80, 120 e incluso 230 metros. Llevaron<br />
los planos a Babcok Wilcox de Bilbao. Mas jamás supe si les hicieron<br />
algún caso o no.<br />
Perdimos Mondragón y partimos hacia Elorrio. Pero no quisiera hacer<br />
mención de los recuerdos clasificados en los distintos anaqueles de mi me-<br />
89
moria, pues los abusos de las dos partes ya se han remarcado en muchas<br />
ocasiones, aunque creo que las palabras nunca tendrán la capacidad suficiente<br />
como para exponer la crudeza de lo acontecido.<br />
Cuando cayó el norte de España algunos pudimos huir a Francia en<br />
barca. En el puerto de Santander nos encontrábamos miles de personas esperando<br />
a unos pequeños botes que apenas podían moverse con nuestro peso.<br />
La gente estaba nerviosa, ya que el puerto era objetivo de la artillería franquista.<br />
Un chofer que iba conmigo pudo arreglar el motor de una chalupa<br />
abandonada y subimos a ella nueve personas, la mayoría mondragoneses.<br />
Pasamos la noche en el mar, mientras el motor, que se paraba a menudo, nos<br />
empujaba a Francia. Los gendarmes ordenaron parar nuestra embarcación<br />
y tras permanecer un par de días sin permiso para descender a tierra, pude<br />
tomar rumbo a Barcelona. De allí me enviaron a Alicante a trabajar en la empresa<br />
Hispano Suiza, en el diseño de aviones. Permanecí en ese trabajo durante<br />
un año, hasta que supe que mis padres estaban refugiados en La<br />
Escala, un pueblo cercano a Barcelona.<br />
El enemigo avanzaba por doquier y ante aquella situación decidí que no<br />
tenía mucho sentido seguir trabajando en la aviación. Así las cosas, solicité<br />
un destino en el frente. Sin embargo, estando en una situación tan mala poco<br />
podíamos hacer para poner freno al incesante empuje de los fascistas. Y regresamos<br />
a Francia atravesando un paso cercano a Andorra. Una vez más<br />
tuvimos que ser objeto de las zarpas de aquellos gendarmes odiosos que nos<br />
quitaban toda pertenencia de valor que lleváramos encima. Ni siquiera nos<br />
permitían coger agua. Por si acaso, preferí aplastar la pistola que llevaba<br />
conmigo bajo una gran piedra, antes de dejarla en manos de alguno de aquellos<br />
gorilas.<br />
Llegué al campo de concentración el 9 de Febrero de 1939. Enseguida me<br />
percaté de lo terrible que era la vida en aquel lugar. ¡Cuánta gente! Y nadie<br />
podía esperar un buen trato por parte de nadie. La propaganda que en contra<br />
nuestra llegaba desde España no hacía sino empeorar la situación, pues los<br />
delitos que nos imputaban a los fugitivos recién llegados a la Francia católica<br />
eran indescriptibles. E imperdonables, por supuesto, a los ojos de la mayoría<br />
de los franceses. El viento frío que enviaban las montañas del entorno se metía<br />
hasta los huesos, a pesar de que habíamos preparado tiendas de campaña uti-<br />
90
lizando mantas de escasa calidad. Miles de personas deambulábamos de acá<br />
para allá sin saber muy bien en busca de qué. Y al objeto de que la enorme<br />
oleada humana no se les fuera de las manos, los franceses cercaron el gigantesco<br />
campo con red metálica. No obstante, por primera vez en mucho tiempo<br />
pudimos dormir a salvo de los ataques de los aviones fascistas.<br />
Estábamos bajo la vigilancia de los terroríficos “swai”, miembros de la<br />
tropa africana al servicio de Francia, que nos cuidaban con sus espadas y sus<br />
látigos; gente despiadada, capaz de propinar palizas a mujeres o a niños,<br />
sólo por el hecho de estar buscando un trozo de leña para hacer fuego. Para<br />
la quinta noche pudimos organizar mejor nuestra nueva casa. Y cierto anochecer,<br />
como queriéndonos transmitir energía los unos a los otros, organizamos<br />
una enorme y sonora tamborrada, provistos de botes y cazuelas viejas.<br />
En la estación de tren cercana al pueblo habían adecuado un lugar para<br />
atender a heridos y enfermos, pero la paja que cubría el suelo provocó una<br />
eclosión de piojos que inmediatamente propagó la epidemia por todo el<br />
campo. Trajeron ataúdes a un almacén de la estación, ya que diariamente<br />
había necesidad para siete u ocho cadáveres.<br />
En los gélidos amaneceres, como bestias de la selva profunda, ocupábamos<br />
todos los rincones del campamento, pero no con el objetivo de cazar<br />
presas, sino a fin de realizar nuestras necesidades fisiológicas. Era algo que<br />
había de hacerse en algún momento y parecía que, con la complicidad de la<br />
oscuridad, las idas y venidas de los refugiados eran más veloces. Está claro<br />
que la sabia naturaleza facilita los mecanismos adecuados para la adaptación<br />
de las especies a cada lugar y a cada momento.<br />
Sin embargo, los momentos más agradables –¡si es que se puede hablar<br />
de momentos agradables!– eran aquellos en los que el sol nos acariciaba con<br />
sus rayos dorados. Es más, en aquellos instantes parecía que, incluso, éramos<br />
capaces de pensar y percibíamos las sonrisas en nuestros semblantes,<br />
como si al huir del infierno al otro lado de los Pirineos hubiéramos alcanzado<br />
la gloria celestial. Uno de los primeros días de mi estancia allá, perdí una maleta<br />
fabricada por mí en una carpintería, cuando en tiempo de guerra me hirieron<br />
en el tobillo. La cerradura de letras de madera tenía más de cuatro mil<br />
combinaciones, fruto de la aplicación directa de la tecnología aprendida en<br />
la Unión Cerrajera.<br />
91
En Toulouse era normal que nos reuniéramos un grupo de mondragoneses, exiliados<br />
como yo, que intentaban rehacer sus vidas, aunque todos manteníamos la esperanza de<br />
regresar en breve a nuestro pueblo. Contemplando esta foto me doy cuenta de lo impredecible<br />
que resulta la vida de los hombres…<br />
Tras permanecer dos meses en aquella situación, nos condujeron a Carbere,<br />
una localidad a dos kilómetros en dirección a Perpignan y se nos comunicó<br />
que algunos de nosotros tendríamos la oportunidad de pasar la noche<br />
en los vagones de la estación. ¡Eran dignas de ver las carreras hasta aquellos<br />
vagones vacíos, tan pronto partía el último tren de las seis de la tarde!<br />
Cierto día, unos españoles franquistas que viajaban en el primer vagón de<br />
un tren que pasaba por allá arrojaron monedas al lugar donde nos encontrábamos<br />
esperando. Al momento se desató una cerrada disputa entre varios<br />
refugiados por hacerse con las monedas del suelo, mientras fotógrafos que<br />
venían en el último vagón nos retrataban. En fechas posteriores, las imágenes<br />
fueron publicadas por el diario ABC.<br />
Cada vez que se abría la barrera era impresionante ver aquella marea humana<br />
compitiendo por alcanzar los vagones. Los jóvenes se afanaban por ser<br />
los primeros por encima de los viejos y un nutrido grupo de gendarmes inten-<br />
92
taba poner orden. Todas las noches sacaban a alguna persona de debajo de los<br />
vagones, escondido entre ruedas y ejes e inmerso en el lícito sueño de escapar<br />
en pos de un futuro mejor a partir de la mañana siguiente. Ahora sólo nos<br />
queda reírnos de todo aquello, reírnos de los inolvidables recuerdos que perduran<br />
como brasas candentes bajo la ceniza gris del tiempo transcurrido.<br />
Nuestra próxima meta, el nuevo campo de concentración, se situaba al<br />
lado de Oloron Sainte Marie. Tras viajar en tren durante aproximadamente<br />
tres horas, nos trasladaron a un pueblo donde nos miraban como si fuéramos<br />
raros personajes de circo. Pasamos frente a una panadería y los panes<br />
de Sinfo resucitaron dentro de mí. No podría asegurar si el panadero que<br />
salió a la calle con un montón de panes de flauta bajo el brazo me proporcionó<br />
alguno. No estoy seguro y puede que desde entonces la recurrente aparición<br />
de aquellos panes en mis recuerdos provoque en mí una idea falsa,<br />
hasta el punto de creer que me comí alguno.<br />
Recorrimos a pie alrededor de ocho kilómetros, cada uno con nuestras pertenencias.<br />
Al borde del camino quedaron abandonados utensilios y herramientas<br />
de todo tipo, motivado por la extrema debilidad de sus dueños.<br />
Seguro que a los gendarmes y africanos que vigilaban nuestra penosa caminata<br />
les vinieron de perlas todos aquellos bienes. Por fin llegamos a un amplio<br />
espacio rodeado con red metálica. Allí no había nada. Puro campo y<br />
barro. Me eché a dormir en una ciénaga de diez centímetros de espesor, cubierto<br />
con una manta. Se trataba del campamento de Judés. Días más tarde<br />
trajeron tablas para que construyéramos barracones. Pero la paja para el suelo<br />
hizo que los piojos se multiplicaran, lo cual supuso la sarna. En el barracón,<br />
cada uno de nosotros disponía de unos treinta y nueve centímetros para dormir.<br />
¡Estábamos hacinados! Dicha estrechez nos obligaba por la noche a tumbarnos<br />
todos sobre el mismo lado y, claro, era imposible salir de allí.<br />
Una mañana, un oficial militar pidió voluntarios para trabajar en la recién<br />
iniciada industrialización de Méjico. Si bien quise apuntarme, me informaron<br />
de que, por otro lado, iban a necesitar expertos en temas industriales para el<br />
nuevo campo de concentración que estaban preparando en Gurs, y firmé la<br />
solicitud para que me trasladaran allá. En las fábricas de guerra seríamos los<br />
sustitutos de los jóvenes soldados franceses que se disponían a luchar contra<br />
los alemanes. Mi solicitud fue aceptada y me trasladé a Gurs inmediatamente.<br />
93
Me nombraron asistente del responsable de preparar las pruebas de capacitación<br />
para la industria. El responsable era Julián Etxebarria, ex director de<br />
la Escuela de Armería, un mecánico excelente al que conocía de un viaje de<br />
estudios que habíamos hecho de Mondragón a Eibar.<br />
Mi labor consistía en medir la capacidad de los dibujantes, para lo cual<br />
tuve que inventarme una fórmula, a fin de que la subjetividad del momento<br />
no me jugara malas pasadas. El hecho de disponer de un sistema tan metódico<br />
me libró de aprietos comprometedores, pues los que no conseguían la<br />
calificación mínima eran enviados al Tercio Extranjero o, en el peor de los<br />
casos, a las cárceles de España. Entre Mayo y Noviembre de 1939, unas diez<br />
mil personas sufrieron aquellos exámenes. Cuando terminamos nuestro cometido,<br />
me dieron trabajo en la fábrica de aviones de Toulouse. Para entonces<br />
mis padres estaban en un campo de concentración al norte de Burdeos.<br />
La tranquilidad y la felicidad relativa desaparecieron al poco, ya que al<br />
decidir los alemanes invadir Francia entera, la velocidad de penetración del<br />
ejército nazi fue de veinte kilómetros al día. Querían acabar con Francia<br />
cuanto antes, para a continuación ensanchar las fronteras del imperio alemán.<br />
Por lo que veía en la fábrica de Toulouse, estaba claro que la defensa<br />
francesa era débil, siendo muy notoria la diferencia entre el armamento de<br />
los dos ejércitos. El ser extranjeros no beneficiaba en nada nuestra situación.<br />
Al contrario, nos vigilaban estrechamente y cada vez nos ponían más<br />
dificultades para renovar los permisos de residencia en Francia. Con todo,<br />
aquella libertad relativa y el poder ir de vez en cuando al cine o a bailar eran<br />
regalos nada despreciables.<br />
En Abril de 1940, hacíamos números a diario sobre el mapa de Francia,<br />
con el fin de calcular lo que tardarían los alemanes en llegar a Toulouse. Al<br />
mismo tiempo, solicitamos entrevistarnos con ciertos miembros del Estado<br />
Mayor de aquella ciudad, pues temíamos que los nazis nos enviaran de vuelta<br />
a España y nos urgía conseguir el permiso para poder marchar de Francia.<br />
Los franceses nos concedieron la oportunidad de salir de allí.<br />
Me despedí de mis padres, a los que había llevado conmigo a Toulouse<br />
desde Burdeos, y a las 8 de la tarde del 23 de Junio –un día muy significativo<br />
para un mondragonés, ¿verdad?– nos condujeron en tren a la costa de<br />
94
En Toulouse recibí la visita de mi familia, que me animaba a no desfallecer en un ambiente<br />
diferente y contrario a nuestros ideales de libertad. A los que por cierto nunca he<br />
renunciado.<br />
Argeles sur Mer, para embarcar rumbo a Argelia. No obstante, el día 25<br />
entró en vigor el armisticio firmado en aquel famoso vagón. El gobierno<br />
francés cedió ante los alemanes y, por orden de éstos, todo permiso para salir<br />
a cualquier parte quedó invalidado.<br />
Nos internaron en el campo de concentración de Argeles sur Mer, el cual<br />
había llegado a acoger a doscientas mil personas. Allí topamos nuevamente<br />
con nuestros custodios africanos que, en consonancia con los nuevos tiempos,<br />
estaban al servicio de alemanes y franceses. De vez en cuando, apremiados<br />
por la necesidad, venían hacia nosotros en tropel, en busca de algo que<br />
les pudiéramos vender, pues ellos eran los beneficiados de nuestra desgracia.<br />
Los odiábamos. Una mañana, uno de los “swai” adquirió un objeto metálico<br />
que, aun siendo militar, le resultó sumamente extraño. A la tarde escuchamos<br />
una gran explosión y corrió el rumor de que el comprador y dos compañeros<br />
suyos habían fallecido en accidente, al tirar de la anilla de un extraño y frío<br />
artefacto. Aquella bomba de mano supuso una especie de liquidación de la<br />
deuda que aquellos desalmados tenían contraída con nosotros.<br />
95
El tiempo cálido de Junio y Julio avivó en todos nosotros el sueño de darnos<br />
un chapuzón en el mar, pero las autoridades del campo no estaban dispuestas<br />
a concedernos el permiso para ello, pese a que sólo una red metálica<br />
nos separaba de la playa. Aun así, los miembros de la Brigada Internacional<br />
presentaron reclamaciones una y otra vez ante la jefatura del campo. Como<br />
no les hacían caso, una mañana provocaron una enorme trifulca en la que<br />
incluso hubo tiros, y los franceses tuvieron que desplazar una unidad de guerra<br />
flotante para vigilarnos. Como consecuencia de todo ello, a la mañana siguiente<br />
quitaron la red metálica y nos pudimos bañar en el mar.<br />
Los miembros de la Brigada Internacional eran idealistas y, en muchas<br />
ocasiones, tanto su audacia como su habilidad para organizarse nos resultaron<br />
de gran ayuda. Por ejemplo, estando en Gurs, los franceses quisieron extraditarnos<br />
a España e incluso prepararon camiones para hacerlo. Pero los<br />
brigadistas hicieron frente a gendarmes y soldados y lograron hacerles desistir.<br />
Los brigadistas organizaron escuelas en el campo de concentración de Argeles<br />
sur Mer y muchos de nosotros tuvimos la oportunidad de asistir a las<br />
clases. ¡Sí señor, los brigadistas se portaron fenomenalmente con nosotros!<br />
Los meses sin esperanza alguna resultaban demasiado largos para los que<br />
no podíamos dejar de pensar que quizás algún día seríamos abandonados en<br />
la frontera con España. Dentro de aquel ambiente angustioso, recibí una<br />
carta de unos amigos de Toulouse en la que me pedían que guardara calma,<br />
pues estaban tramitando mi traslado a un cuartel cercano a Marsella. Sin<br />
embargo, en una nueva misiva que recibí días después, me hicieron saber que<br />
habían fracasado en su propósito. No obstante, mis amigos también explicaban<br />
que estaban planeando una fuga para mí, y que sería un visitante dominical<br />
quien me informaría sobre el asunto.<br />
Aquella misma semana infligieron terrible castigo a algunos que habían<br />
tratado de huir. Un gitano fue atado a la red metálica y sus guardianes lo estuvieron<br />
golpeando durante toda una noche. Los gritos de aquel pobre hombre<br />
me llegaron a lo más profundo del corazón. Eso ocurrió un jueves y,<br />
según el plan, mi fuga sería tres días más tarde.<br />
El domingo por la mañana un hombre vino a buscarme y me proporcionó<br />
un falso pasaporte. Salí del campo a las diez y media. Los vigilantes a ca-<br />
96
allo me hicieron parar y me pidieron los papeles. “¿Nombre?”, me preguntó<br />
uno de ellos. “Messeguer Mondragón” le respondí en lo que fue el estreno<br />
público de mi nueva identidad. Me dejaron ir, y tras recorrer unos<br />
kilómetros a pie llegué hasta un bar. Mientras esperaba que llegara el tren<br />
de Toulouse pude comer algo, gracias a unas palabras en francés aprendidas<br />
en las clases de los brigadistas. Aunque el moreno que me propició la estancia<br />
de cinco largos meses en Argeles sur Mer me delataba, parece que mi<br />
actitud decidida y seria no dio lugar a duda y me dejaron en paz.<br />
Gracias al recuento de juntas de vía que avanzábamos por minuto, no me<br />
resultó difícil calcular la velocidad del tren: 108 kilómetros por hora. El convoy<br />
iba lleno hasta los topes, mis compañeros de viaje eran campesinos y llegué<br />
a Toulouse sin sufrir percance alguno. En esa ciudad volví a tener<br />
problemas, ya que no era fácil encontrar trabajo, sobre todo para alguien sin<br />
papeles como yo. Sólo una cédula de apellido catalán validaba mi identidad.<br />
Podía caer preso en cualquier momento, en cualquier registro de los gendarmes<br />
en la calle u otro lugar público. Por si acaso, compré una de esas cuerdas<br />
gruesas utilizadas en albañilería, con su gancho incorporado, y durante varios<br />
meses por la noche la tuve preparada, pues podían venir a por mí cuando<br />
menos me lo esperara, y en ese caso la cuerda me habría sido de gran ayuda<br />
para una hipotética fuga desde mi ventana, que daba al río Garona.<br />
Mientras permanecí en el campo de concentración de Argeles sur Mer, al<br />
que denominábamos “El Arca de Noé”, mis padres regresaron a Mondragón.<br />
Por lo tanto, al no conocer a nadie en Toulouse, mi situación fue empeorando<br />
día a día. Tenía que hacer algo, inventar algo, y aprovechando mi habilidad<br />
para el dibujo artístico, comencé en labores de retoque de fotografías,<br />
en mi habitación de la casa que tenía alquilada. Me puse a trabajar apoyado<br />
en la publicidad “boca a boca” y enseguida empezaron los encargos. Así fue<br />
como me convertí en un verdadero maestro en arreglos de negativos fotográficos.<br />
Gracias a la blusa de trabajo y a una pequeña boina adquirí aspecto<br />
francés. Eso y el llevar conmigo a todas partes una carpeta de cartón hicieron<br />
que nunca levantara sospechas ante la policía, por lo que pude dedicarme<br />
a aquel seudo-oficio con tranquilidad.<br />
Con todo, no logré dar la vuelta a mi situación calamitosa. A finales de<br />
mes las solía pasar canutas para conseguir bonos alimenticios... ¿Dónde?...<br />
97
En el mercado negro, por supuesto. Un día, en un registro, los gendarmes nos<br />
llevaron con ellos a mí y a todos los que habitaban la casa. Mi situación se<br />
complicó aún más, pues yo era el único extranjero en todo el edificio y pensé<br />
que en adelante recibiría la visita de la policía cada vez con más frecuencia.<br />
Por temor a eso, me trasladé a casa de un compañero de la época de la fábrica<br />
de aviones. Pero mi compañero tuvo que desplazarse a Burdeos por<br />
razones laborales y me llevó con él. Viví con su familia hasta el desembarco<br />
de los aliados.<br />
Las guerras ofrecen la ocasión de contemplar el horror provocado por las<br />
explosiones con más frecuencia de lo deseado. Cada uno se aferra a la lógica<br />
del momento y afronta la desgracia con energía, de la mejor manera que<br />
puede y como las circunstancias aconsejan hacerlo. No obstante, la energía<br />
del hombre tiembla ante el sufrimiento cercano. Y eso es así porque la persona,<br />
al fin y al cabo, es algo más que un trozo de carne. A mí también me<br />
tocó vivir de cerca el dolor, cuando las bombas de los americanos –como<br />
siempre, efecto colateral de los objetivos militares– destruyeron nuestra casa.<br />
Mi amigo resultó herido gravemente en dos ocasiones, a su hija le tuvieron<br />
que amputar una pierna y su mujer apareció muerta.<br />
De pequeño los cuentos de miedo me aterrorizaban. Siempre había alguien<br />
que, en nuestros juegos nocturnos, contaba historias sobre cementerios<br />
y, camino a casa, yo llamaba a mi madre a gritos, al objeto de que abriera<br />
la puerta y pudiera subir las escaleras con la luz de la cocina. Además, al ascender<br />
solía decirle algo en voz más alta de lo normal, para que pusiera atención,<br />
intentando ocultar con ello que mi verdadero propósito era llegar hasta<br />
ella protegido por la luz, sin que se me apareciera ningún muerto de los<br />
cuentos. Pero, como ya he comentado, las circunstancias de cada momento<br />
pueden llegar a transformar totalmente la energía de las personas.<br />
Ocurrió que tras el bombardeo tuvieron que enterrar una gran cantidad<br />
de cuerpos sin haber sido previamente identificados. Eso fue lo que sucedió<br />
con la esposa de mi amigo quien, desde el hospital donde se encontraba, me<br />
rogó buscase el cadáver. ¡Llevaba un mes entero enterrado! Pero no podía<br />
negarme a ayudar a mi amigo y llegué a un acuerdo con el enterrador del cementerio<br />
para revisar ataúdes. Los registros los efectuaba desde las tres de<br />
la madrugada hasta el amanecer. A la tercera noche reconocí los restos de la<br />
98
Me casé el 17 de abril de 1948, con la donostiarra Rosa Salvide, exiliada en Inglaterra y<br />
fotógrafa de profesión. Dos años más tarde, y en vista de que la dictadura franquista se<br />
consolidaba, decidimos dar el salto a América y nos establecimos en Montevideo.<br />
esposa de mi amigo por el pelo y las ropas que llevaba. La lógica ahuyentó<br />
de mí el miedo pero desde aquel día me viene a menudo a la mente la imagen<br />
de Lasa, el enterrador del cementerio de Mondragón, sacando huesos<br />
de las tumbas y, como en los cuentos de aquellos tiempos, tengo la sensación<br />
de que una mano me agarra del tobillo. “Opera enim illorum sequuntur<br />
illos” se puede leer a la entrada del camposanto de nuestro pueblo, dando a<br />
entender que de allí sólo pasan las obras. Muchas veces, sobre todo en tiempos<br />
de guerra, diría que eso no es cierto, ya que ¡Cualquiera sabe dónde<br />
quedan los cuerpos y las obras!<br />
Después de la guerra había que sacar la vida adelante de alguna manera<br />
y seguí trabajando por mi cuenta en la recuperación de fotos antiguas. Si<br />
bien aún no tenía legalizada mi situación de refugiado, tres o cuatro tiendas<br />
de fotografía contrataron mis servicios e hice algún dinero. Al poco conocí a<br />
la que sería mi esposa, que se dedicaba a la fotografía y había estudiado en<br />
99
Glasgow. Era natural de Donostia y después de un noviazgo de un par de<br />
años nos prometimos, y cumplimos nuestra promesa el 17 de Abril de 1948.<br />
Por tanto, he vuelto al pueblo de mi infancia y de mi juventud. La lucha<br />
frustrada contra el sistema de desigualdades me llevó al exilio. Me alcé en<br />
contra de la subordinación asfixiante porque creía en la hermandad. Arriesgamos<br />
nuestras vidas en numerosas ocasiones pero no sé si se nos comprendía.<br />
Y recuerdo las atroces imágenes de la guerra con la misma claridad con<br />
que recuerdo el sonido del chistu y el tamboril de la plaza de Eibar mientras<br />
nos machacaban a golpes en la cárcel del pueblo, como si el espectro de los<br />
jóvenes detenidos importara un bledo a la mayor parte de la ciudadanía.<br />
Nos posicionamos en contra de una normativa legal equivocada y a favor de<br />
otros ciudadanos en peor situación que la nuestra, y –contradicciones amargas<br />
de la vida– en la plaza de Eibar no sabían nada de nosotros; estábamos<br />
olvidados en la desgracia, mientras de nuestros cuerpos destrozados manaba<br />
sangre roja. Pero había que seguir adelante. Se trataba de una misión digna<br />
y honorable, reservada sobre todo a los solteros, a menudo dispuestos a cumplir<br />
adecuadamente las injusticias provocadas por el clero. Soy de los que<br />
piensan que los soldados de aquella misión tenían mayor mérito que los de<br />
cualquier congregación contemplativa.<br />
La guerra me alejó de mis raíces, y desde entonces he vivido como hoja<br />
llevada por el viento, de acá para allá, sin construir nada estable en ninguna<br />
parte. Desde 1934 hasta 1945; fueron demasiados años dedicados a unos<br />
intereses que no prometían nada. Tras otros cinco años de pelea, deseando<br />
ya olvidar todo tipo de carencias y restricciones, emprendí una nueva vida<br />
con mi esposa, Rosa Salvide Beratarbide. La Asociación Internacional IRO<br />
se encargó de pagarnos el viaje a Montevideo, en el barco “Protea”. Atrás<br />
quedaba mi estancia francesa. Corría Mayo de 1950.<br />
100
DESDE LA LEJANA ATALAYA<br />
No voy a ocultarte la escalofriante emoción que sentí el otro día cuando<br />
me hablaste de un hipotético viaje a mi pueblo natal. De repente, todo tipo<br />
de imágenes de ensueño –mis más hermosos recuerdos– afloraron en este<br />
viejo de noventa y dos años, y he de confesarte sin sonrojo que estuve a punto<br />
de caer en la absurda tentación. Las referencias del pasado eclipsaban el<br />
mandato de la razón y el conflicto interno desencadenó la crisis. Con la<br />
mente semi-nublada, pregunté a mi viejo espíritu si tendría capacidad suficiente<br />
para deshacer semejante enredo. Le rogué que me ayudara.<br />
Mi afable espíritu estudió el problema en todas sus dimensiones. Y, se conoce<br />
que basando su decisión en la prudencia, en principio me recomendó<br />
realizar un viaje onírico. Regresaría a Mondragón como si nada hubiera sucedido.<br />
Lo hice, y una noche, de repente, me encontré en el Portalón, caminando<br />
de un lado a otro deseoso de topar con algún conocido. Perdida la<br />
esperanza, fui a casa de Amparo pero allí sólo encontré caras extrañas. Mi<br />
101
sobrina Begoña, por lo que me comentaron, vivía en un barrio que yo ni siquiera<br />
sabía dónde estaba. Salí de nuevo a la calle y, caminando sin rumbo<br />
y desengañado, llegué hasta el cementerio. Una vez allí, comencé a gritar<br />
desde el otro lado de la valla metálica, sollozando, rogando estar entre todos<br />
mis amigos que allá reposaban.<br />
Alguien debió llamar a los municipales, pues estando yo llorando se aproximaron<br />
dos uniformados que me preguntaron qué hacía allí y quién era. Me<br />
sentí sorprendido en aquella rara operación, totalmente avergonzado, y les<br />
dije que era el acreedor de una persona allá enterrada, la cual murió debiéndome<br />
mucho dinero y dejándome en la indigencia más absoluta. Uno de<br />
los guardias le susurró al otro algo sobre Santa Águeda. Y, por si acaso, decidí<br />
alejarme. Pregunté a los municipales por el paradero del taxista Fermín<br />
Bidaburu y me respondieron que entre los taxistas no había nadie con aquel<br />
nombre. ¡Tampoco sabían nada sobre el coche de caballos para ir a Aramaiona!<br />
¿Pero dónde me encontraba? Nervioso... desperté en mi casa de<br />
Montevideo, y aparté de mí la tentación de regresar a mi pueblo natal.<br />
Nunca volveré, por tanto, al sitio que un día dejé atrás para escapar hacia<br />
Bizkaia. En la huida fui testigo directo del bombardeo de Gernika, desde el<br />
mismo lugar de la masacre, ya que me encontraba visitando la fábrica de<br />
armas “Astra”. Los aviones comenzaron a soltar bombas, y según éstas iban<br />
cogiendo velocidad, daba la impresión de tratarse de panfletos de papel.<br />
Luego el infierno surgió ante nosotros. Por lo que había podido escuchar a<br />
alguien durante la visita matinal a la fábrica, los fascistas no se iban a atrever<br />
a bombardear la villa, ya que, al parecer, en Gernika vivían muchos carcas.<br />
Los adivinos se equivocaron. Una demoledora bomba cayó en una calle<br />
a la altura del Árbol de Gernika e hizo un agujero de ocho metros de diámetro.<br />
La casa de al lado se desplomó completamente. La gente corría hacia<br />
el refugio situado junto a la fábrica de armas, pensando que así estarían<br />
mejor protegidos.<br />
Pero no, prefiero hacer un viaje en sueños desde mi cálida cama de Montevideo<br />
y, tras arribar al puerto de Bilbo, caminar a pie hasta mi lejano y extraño<br />
Mondragón. Quizás subiré hasta la campa de San Cristóbal para<br />
sosegadamente degustar el pueblo entero desde allí. Y recrearé en mi interior<br />
aquellas órdenes de la época de Primo de Rivera, por las cuales en caso<br />
102
La guerra me alejó de mis raíces, pero no he olvidado Mondragón. En mi casa de Montevideo<br />
vivo rodeado de recuerdos de aquel pueblo pequeño, recoleto, donde nos conocíamos<br />
por los apodos, de los que recuerdo más de cien.<br />
de avistarse en el horizonte una inesperada tempestad, era necesario avisar<br />
a tiempo a los vecinos. Y como, generalmente, para cuando el responsable<br />
de San Cristóbal se percataba de la tempestad las calles ya solían estar blancas<br />
de granizo, se extendía toda suerte de rumores y bromas acerca del campanero<br />
dormilón.<br />
¿O quizás debería retrotraerme hasta el catorce de Abril de la época de<br />
la República, al objeto de revivir los momentos en que, una vez terminada<br />
la manifestación, izadas las banderas en el balcón del Ayuntamiento e iniciado<br />
el concierto de la banda de música, nos dirigíamos a requisar las boinas<br />
de los carlistas del Círculo? Se las encasquetaban hasta las orejas para<br />
demostrar así su desacuerdo político. ¡Qué jaleo se montaba! La República<br />
fomentó la asistencia de los vecinos a las juntas municipales. En una de<br />
aquellas reuniones, el concejal Isidoro Gil Robles Etxeberria solicitó colocar<br />
el cuadro de Santiago en la sala y el alcalde, Eugenio Karrikiri Resusta, le<br />
preguntó si en dicho cuadro Santiago debería aparecer de pie o a caballo.<br />
¡Otro lío! ¡Vaya bulla! ¡Qué gritos!<br />
103
No me negarás que toda guerra estalla en torno al dinero y las ansias<br />
de poder. La riqueza desmesurada ha complicado sumamente la vida. En<br />
una época, el término “caja de bienes” podía dejar mudo a todo interlocutor,<br />
al igual que lo podía hacer la lectura notarial sobre una herencia<br />
paterna. Ahora, el hijo de cualquier desaliñado puede ser escribano. Y<br />
desde la atalaya de mis noventa y dos años, resulta más interesante mirar<br />
hacia atrás que a la televisión, sumergirme en el pasado para revivir las<br />
experiencias lejanas.<br />
Despierto en la punta de Udalaitz y desde aquí puedo ver el pequeño núcleo<br />
del Portalón, llevando en mi mochila todo tipo de pormenores ligados<br />
a las experiencias vividas. En la cumbre me he topado con una enorme estatua,<br />
concretamente la imagen que todo el mundo ya conoce del humano<br />
sentado, con la cabeza apoyada en el puño del fuerte brazo que parte de su<br />
rodilla. Es, por tanto, la estatua que lleva marcado en el rostro ese ceño que<br />
sólo está reservado a los hombres y mujeres que han disfrutado profundamente<br />
de las interioridades de la vida.<br />
Tengo claro que a mi edad sólo puedo ser dueño del vacío dejado por mis<br />
padres así como del derivado de la falta de ayuda de mis amigos, que entre<br />
todos dieron forma a mi personalidad y, a su vez, valor a la vida, además de<br />
proveer de sinceridad a mi evolución vital dentro de un intervalo generacional<br />
tan breve. Tal y como, al menos a primera vista, parece indicar su<br />
gesto, la estatua pensativa gusta de oír el chirrido de las ruedas del carro<br />
transportando a la casa nueva los muebles que constituyen la aportación de<br />
los padres a la dote de sus hijos recién casados.<br />
Desde el magnífico observatorio de Udalaitz, el imaginario hombre pensativo<br />
también divisa un carro tirado por unos bueyes de fuerza extraordinaria<br />
portando flejes de chapa laminada desde Altos Hornos de Bergara a los<br />
talleres de la Unión Cerrajera. Y la estatua ha reconocido la cara de algunas<br />
personas que tras salir de la fábrica se dirigen hacia sus casas subiendo por<br />
la Avenida Viteri. Si bien algunos tejados obstaculizan la visión, no le cuesta<br />
mucho adivinar la vestimenta humilde de los trabajadores que caminan con<br />
la chaqueta al hombro. Los propietarios de ligeras alpargatas recosidas mil<br />
veces son el contrapunto de los oficinistas de cuello blanco. Pero todos sirven<br />
al mismo dueño.<br />
104
Han sido años de duro trabajo, no siempre compensados<br />
por un bienestar material. Aunque no me puedo quejar. Y,<br />
he de confesarlo, mi preparación técnica se la debo, en gran<br />
medida, a lo que aprendí en la Unión Cerrajera. Empresa<br />
que me dio la formación y trabajo, y en la que despertaron<br />
en mis sentimientos de solidaridad internacionalsita<br />
105<br />
¿Te he dicho en<br />
alguna ocasión<br />
que he llegado a<br />
soñar que estaba<br />
al otro lado del<br />
mundo en compañía<br />
de otras almas<br />
cándidas como yo,<br />
y que nos preguntábamos<br />
unos a<br />
otros por qué<br />
razón tuvimos que<br />
nacer tan egoístas?<br />
¿Acaso era<br />
imposible construir<br />
el verdadero<br />
reino de la hermandad<br />
en lugar<br />
de tanta calamidad<br />
y tanta inflexibilidad?<br />
¿Acaso<br />
no se podía superar<br />
el distanciamiento<br />
que<br />
provoca la riqueza<br />
desmedida? Y,<br />
como si de una película<br />
se tratara,<br />
en el techo celeste<br />
se me aparecieron<br />
imágenes de nuestra<br />
época. En primer<br />
lugar, divisé a<br />
Santos Txaparro<br />
Altuna, con el<br />
brazo apoyado en el hombro de D. Toribio Agirre. Mientras paseaban, Txaparro<br />
le explicaba a su acompañante el origen del mundo. Disertaba sobre
la influencia del polvo cósmico y las partículas electromagnéticas, argumentando<br />
que una vez alcanzada una enorme densidad se produjo una gran<br />
explosión, y aquellos repentinos y pequeños mundos se convirtieron en tremendas<br />
e incontroladas bolas de fuego que cada vez se van alejando más en<br />
el espacio infinito.<br />
Don Toribio, mirando a su amigo Txaparro a los ojos, le respondió que<br />
siempre solucionaba los problemas ocultos a base de explosiones, y que él<br />
más se inclinaba por la versión de Etxaurre, según la cual el mundo se creó<br />
en siete días. Altuna, por fin, percatado de que aquella conversación no les<br />
llevaría a ninguna parte, contestó: ¡Allá cuidados! Será lo que tenga que ser.<br />
¿Tampoco estamos tan mal, verdad? Tenemos casa y no nos falta de comer...<br />
No estaban de acuerdo, pero ambos mostraron voluntad de querer entenderse<br />
y seguir en calma.<br />
No obstante, y aunque podría parecer que no guarda relación alguna con<br />
lo anterior, querría subrayar que lo que le hizo D. Toribio a tu bisabuelo Nicolás<br />
no tiene perdón. Cuando en 1923 tu abuelo Román y su hermano dejaron<br />
la Unión Cerrajera para fundar Elma, la dirección cerrajera echó de la<br />
fábrica al padre de éstos, un anciano de 67 años. En la reacción de D. Toribio<br />
no se apreció ni rastro del liberalismo que se le suponía. Al contrario,<br />
mostró su verdadero rostro. Desde siempre, el poderoso ha cargado el peso<br />
de la desesperación sobre el trabajador. Y si observas la historia de nuestro<br />
pueblo en aquellos años, apreciarás mucha confusión, ya que los ricos podían<br />
llegar a ser insoportables y, así y todo, nosotros –los pobres desgraciados–<br />
no nos quejábamos ni una pizca. Nos enseñaron que la vida era un<br />
regalo de Dios y el único consuelo que nos quedaba era el premio eterno de<br />
la vida sobrenatural. Y como decían los parientes riojanos de mi difunto<br />
padre, “la misa y el pimiento, poco alimento”.<br />
El pasado 19 de Enero fueron 92. No existe testigo directo alguno que<br />
certifique que tal día me trajeron al mundo. Y aunque la dama de la guadaña<br />
me ha visitado en numerosas ocasiones, hasta ahora he podido esquivarla,<br />
demostrando una habilidad encomiable. La última vez, por cierto, le<br />
pedí otra prorroga por estar esperando tu carta. “Si es por eso, ¡está bien!”,<br />
me respondió, y nos despedimos hasta la próxima. Siempre había pensado<br />
que los mayores de sesenta estaban de sobra, pues opinan que todo está mal<br />
106
Cuando en 1954 mi madre vino a Montevideo a visitarnos<br />
comprendí por primera vez que aquel exilio<br />
provisional iba a convertirse en definitivo. No se<br />
puede describir con palabras la angustia que se<br />
siente en esos momentos.<br />
107<br />
y, además, no paran de<br />
quejarse. ¿Y ahora?<br />
¿Por qué tanta prisa<br />
para llegar al otro lado?<br />
¿De hecho, para qué me<br />
quieren a mí en el cielo?<br />
No me sorprendería<br />
nada el comprobar que<br />
al otro lado no saben<br />
nada de mí. Y fácilmente<br />
podría encontrarme<br />
en medio de una<br />
enorme romería de millones<br />
de almas, quizás<br />
en compañía de Inés<br />
Txantxote Mercader, la<br />
chica más atractiva, y<br />
podría ser que nadie supiera<br />
nada sobre el último<br />
y más importante<br />
veredicto a fallar por el<br />
Arquitecto Mayor. El<br />
miedo se apodera de mí<br />
cada vez que miro hacia<br />
atrás y veo a mis seres<br />
queridos mezclados con<br />
políticos mentirosos que<br />
nos quieren vender gaseosa<br />
sin gas. Yo mismo,<br />
en este rincón de Monte-<br />
video desde donde te escribo, estoy a punto de romper a llorar, al revivir el<br />
recuerdo de varios amigos desaparecidos mientras jugábamos a la guerra...<br />
y aunque parezca mentira, querría unirlos a todos en un mismo abrazo: Camilo<br />
Basterretxea, José Añibarro, Paco Maixor Resusta, Gregorio Ayala, Manuel<br />
Sopas Agirre, mis familiares, Bonifacio Maidagan, el sordo de La<br />
Concepción, Ramón Artorotz Erguin, José Gorosabel...
108
Previo a atravesar el puente de los noventa y dos años, celebré las fiestas<br />
de Noche Buena y Natividad en lejana soledad, en el solsticio de verano de<br />
estos parajes, y quise hacer un esfuerzo especial, dando un salto de ochenta<br />
años, para disfrutar de los días memorables con los familiares del pueblo de<br />
aquella época. El humo oloroso de la cazuela llena de manzanas con arándanos<br />
llenaba la cocina. Resguardados del frío ambiente de las nieves de<br />
Udalaitz y Anboto, el calor invitaba a la dulce placidez, para deleite de sabañones<br />
y oídos.<br />
Quise charlar contigo, pero mi abuela Ramona –Ramona Ayastuy, madre<br />
de mi madre– apercibida de mi preocupación, me miró a los ojos y me dijo:<br />
Pero Jesús... Josemari está de camino... Aparecerá dentro de unos años... Y<br />
tú no estarás en casa... Y al objeto de aliviar mi tristeza, me contó sobre los<br />
gritos y el estrépito de aquella familia que recibió una serpiente descomunal<br />
de mazapán de casa Lorenza. Una vez terminados los postres, los más jóvenes<br />
se dirigieron a misa de gallo. Yo estaba seguro de que nada más salir de<br />
casa tomarían caminos diferentes, ¡quién sabe hacia dónde!<br />
Ya sabes que de joven perdí la fe. En mi caso, los consejos y lecciones de<br />
Sor Delfina fueron baldíos. Mi mente no podía comprender lo que dictaba<br />
el corazón. Tampoco he sido creyente en otros ámbitos, como, por ejemplo,<br />
el de la lengua, y nunca entenderé por qué te empeñas tanto en escribir en<br />
euskera. En mi opinión, tu esfuerzo es un paso hacia atrás. El resultado no<br />
justifica el esfuerzo. La velocidad del mundo exige diferentes dimensiones.<br />
¿No deberíamos dirigirnos todos hacia un único idioma? ¿Qué ocurrió en<br />
Babel? ¿Acaso la vanidad del hombre fue la que nos llevó a la eterna penitencia?<br />
¡Quién sabe!<br />
Con todo, si trasladáramos polémicas como ésa a un escenario, frente al<br />
público, creo que haríamos el ridículo, pues no sabemos nada ni sobre el género<br />
humano ni sobre la naturaleza. Nos creemos los reyes de la creación.<br />
¡Pobres de nosotros! Todos los días tenemos que transformar historias que<br />
alguna vez se inventaron; debemos actualizarlas, porque nos avergonzamos<br />
el escuchar una y otra vez que Dios creó el mundo en seis días: Y al séptimo<br />
–digo yo– ¡se fue a la romería de San Prudencio! Mi difunto abuelo murió<br />
entre terribles lamentos por el mal funcionamiento de su próstata. Cuando<br />
vinieron a administrarle la extremaunción, salí al balcón con intención de pe-<br />
109
dirles que se marcharan, pero me detuvo el posible disgusto que aquella reacción<br />
podía acarrear a mis padres. ¿Dónde estaba la recompensa para el<br />
que un día rezó “ Una palabra tuya bastará para sanarme”? El personaje<br />
más destacable entre todos los que hicieron mal a Jesucristo fue Judas, pues<br />
se ahorcó por sinceridad consigo mismo. Hoy en día un buen abogado lo habría<br />
salvado y pondría en aprietos a Pilatos, por haber hecho caso de los gritos<br />
de los judíos para liberar a Barrabás. Me parece que Dios me tiene un<br />
poco de miedo, porque considero mis amigos tanto a Jesús como a Judas, a<br />
pesar de ser tan diferentes.<br />
Antes te he hablado de Sor Delfina. ¿Sabes cómo recuerdo a la hermana<br />
de tu abuelo? ¡Metida en un montón de ropa! ¿Y quién iba a decir que aquella<br />
monja que usaba tan hábilmente la vara de avellano no era más que una<br />
chiquilla de dieciséis o dieciocho años? Setenta años más tarde le confesé<br />
que a duras penas podía yo creer en el mundo que ella había intentado descubrirme.<br />
Le dije que el Ser Supremo –yo podría incluso creer en su existencia–<br />
no puede ser el dibujado desde la mente humana. Le argumenté que<br />
con el paso de los años los errores de hombres y mujeres van saliendo a la<br />
superficie y las equivocaciones habidas desde la Inquisición hasta las primeras<br />
manifestaciones del universo y el origen de la vida han quedado al<br />
descubierto. Sor Delfina no hizo ademán de desdén ante mi confesión pecaminosa.<br />
Incluso en eso demostró su categoría, pese a que pudiera estar sufriendo<br />
en su interior, al ver que aquel alumno suyo que consideraba como<br />
modélico le estaba decepcionando en las postrimerías de su trayectoria vital.<br />
Dios cedió al ver que unos insustanciales iban a matar a su hijo; aceptó su<br />
muerte de la misma manera que miró hacia otro lado 1936 años más tarde,<br />
cuando los derechistas fusilaron a nuestro querido párroco D. José Joaquín<br />
Arin, Don Leonardo Guridi, Don José Markiegi y otros treinta inocentes,<br />
entre ellos cuatro mujeres.<br />
En tu última carta me reprendías por considerar que en algunas palabras<br />
mías notabas cierto pesimismo. Quizás sea cierto. Han pasado muchos<br />
años desde que me trajeron al mundo y mi escepticismo tocó techo hace<br />
tiempo. Pero no pienses que dicha actitud mía es de ayer. No sé si te he<br />
contado alguna vez lo que me ocurrió siendo un mocoso de once años. Yo<br />
era amigo de Andrés Bidaburu y Félix Likiniano, que solían hacer las veces<br />
de monaguillo. Un día Andrés no pudo presentarse y Félix me pidió acom-<br />
110
pañarle en una urgencia. De allí a poco tiempo iba yo bajando por Erdiko<br />
Kale vestido de mariquita roja, sosteniendo un gran farol en la mano,<br />
mientras mi amigo, a través del sonido anunciador de una campanilla,<br />
pedía a los transeúntes una oración por un enfermo. Yo sentía vergüenza<br />
dentro de aquel traje de colores. Los niños que se encontraban en la calle<br />
salían huyendo nada más vernos y los mayores, en cambio, se arrodillaban<br />
a nuestro paso.<br />
Nunca antes se había arrodillado nadie ante mí, y aquella emocionante<br />
sensación me trajo a la mente la fábula del burro altivo que pensaba que los<br />
pétalos de rosa y suaves alfombras que pisaba los habían colocado en su<br />
honor, olvidando totalmente al caballero que llevaba encima. Sin tener una<br />
idea clara del lugar adonde nos dirigíamos y con el sonoro tañido de la campana<br />
de Félix, confundido con la devoción de la gente y la imagen fantasmal<br />
del burro, llevé muy mal el tramo que quedaba hasta nuestro destino.<br />
Una vez pasado por delante de mi casa, entramos en el portal contiguo a<br />
la peluquería de Errabaleko Kojua y subiendo por unas escaleras empinadas<br />
y torcidas llegamos con el viático hasta la cama del difunto dulzainero<br />
Gregorio Pitt Etxebarria. Vimos al paciente jadeando. Frente a él se encontraba<br />
Don Paco, rezando en latín. Nos arrodillamos. Al terminar las oraciones,<br />
el cura quiso administrar la comunión a Pitt, pero era evidente que el<br />
hábil músico no podía tragar nada. Me quedé mirándolos a la luz del farol,<br />
nervioso por ver en qué quedaría el esfuerzo de Don Paco y, a su vez, con la<br />
esperanza de que se produjera un milagro. Estaba como clavado al suelo, sin<br />
poder moverme, alzando el farol tan alto como alcanzaba la longitud de mi<br />
brazo. Mas no sucedió nada. El intento de Don Paco para introducir la hostia<br />
en la boca del paciente resultó baldío.<br />
¿Dónde estaba Dios –me preguntaba– en los momentos en que podía ofrecer<br />
ayuda a su hijo que probablemente se encontraba al borde de la muerte?<br />
¿Cómo pudo olvidarlo? En eso, recibimos la orden de Don Paco: ¡Vamos!<br />
Y a falta de la luz de mi farol, se hizo la oscuridad total en la habitación. Después<br />
de lo sucedido, tuve sentimientos contrapuestos y camino a la iglesia me<br />
entraron ganas de ir a los que se arrodillaban al vernos y decirles que todo<br />
aquello no era más que una gran farsa, en la que nosotros éramos unos extraordinarios<br />
actores y que el resultado no valía la pena.<br />
111
Aquel Jesusito de la época de mi maestra Sor Delfina ha vivido muchísimas<br />
aventuras, y dudo que ella me pudiese reconocer ahora, pues me he<br />
convertido en un agnóstico práctico de los pies a la cabeza, aunque una vez,<br />
hace unos veinticinco años, le escribí una carta al objeto de exponerle mis<br />
dudas respecto a la fe. Le expliqué con sentimiento mi fuego interior, no<br />
para que me aclarara las dudas, por supuesto, sino para que comparara la<br />
imagen que tenía de mí con la del verdadero Jesús. Me desnudé ante su fe.<br />
“Si Jesucristo nació hace unos 2000 años –le decía en la carta–, ¿quién protegió<br />
a los que vivieron con anterioridad? Mis opiniones sobre Dios podrían<br />
poner en cuestión su sabiduría y su poder si tuviera que rezarle para que hiciera<br />
las cosas tal y como nosotros queremos. Dios nos tendría que gobernar<br />
por encima de eso... pero, entonces, ¿para qué nacimos?”.<br />
Pero mira, Josemari, ¿sabes qué estoy pensando? Como diríamos en el<br />
pueblo, ¡Venga hombre! ¡Ya vale de cuentos! En cualquier caso, recuerdo<br />
que un día me tiraste de la lengua cuando hablábamos sobre mis ideales.<br />
Ocurrió cuando regresé al pueblo por tres días, en 1981. José Letona fue<br />
testigo de ello, mientras cenábamos en el bar de Agustín Bueno Arregi. No<br />
estoy muy seguro pero aquella noche noté que los cimientos de nuestra amistad<br />
se tambaleaban de manera preocupante, como si nuestra relación hasta<br />
entonces hubiera comenzado a resquebrajarse. Los hombres nos complicamos<br />
la vida demasiado, ¿no crees? Por fortuna, han transcurrido varios años<br />
desde entonces y el eclipse momentáneo se tornó en luz.<br />
Acabo de mencionar a José Letona. ¿Te he contado alguna vez que hicimos<br />
juntos la mili en el cuartel de Loyola en 1929? Recuerdo que le envié<br />
una carta desde el exilio, pero nunca recibí contestación alguna. Por lo visto,<br />
tenía miedo a la censura. No me sorprendería. En cambio, el otro gran historiador<br />
de Mondragón, José Mari Uranga, me envió su libro. Tendría yo<br />
unos 15 años cuando conocí a José Mari en la Unión Cerrajera, pues solía<br />
venir por la mañana a la fábrica a traer la pequeña marmita a su padre.<br />
Trabajaron conmigo éste, sus dos tíos, José y Ángel, y su abuelo Eusebio.<br />
Un día el padre de José Mari se hizo daño en los dedos de la mano y yo me<br />
quedé mirándole, sin saber cómo debía reaccionar. Se conoce que el hombre<br />
–a la sazón tendría unos treinta años– me vio sonreír y acercándose a mí, me<br />
espetó: ¿De qué te ríes?... ¡Ándate con cuidado que tengo mal genio, eh! Por<br />
fortuna, el enfado no llegó a más.<br />
112
Siempre he tratado de mantener en pie mis sueños e ideales de cuando era<br />
joven. En general, y especialmente en los pueblos pequeños, la gente está<br />
dividida conforme a sus ideas políticas y, casi siempre, las posturas intermedias<br />
no suelen valer de mucho. A algunos les mueve el convencimiento y<br />
los ideales. A otros, en cambio, los amigos. Dentro de la clasificación principal<br />
tenemos a los políticos, subordinados a los intereses económicos; luego<br />
están los empresarios, los patrones, que constituyen el apoyo necesario de los<br />
políticos. El tercer grupo, el más numeroso, es el más utilizado por parte de<br />
unos y otros. El último grupo lo conformamos los que ponemos el bienestar<br />
del ser humano a la cabeza de los ideales. Para nosotros, las patrias son la<br />
negación de la solidaridad; a nuestro entender, la distribución de los beneficios<br />
ha de hacerse entre todos los agentes sociales; reivindicamos la libertad<br />
de las personas a través de la cultura que le es sistemáticamente negada;<br />
nos parece que las lenguas acentúan las diferencias entre los hombres; denunciamos<br />
que los ejércitos destruyen la hermandad; y proclamamos bien<br />
alto que el último objetivo de la vida es el propio hombre.<br />
La República prendió una antorcha de esperanza en mucha gente. Una legislación<br />
más humana mejoró las condiciones en las fábricas y el número de<br />
militares decreció. Parecía que aquel mundo soñado se estaba materializando.<br />
Pero era una imagen falsa, pues el enemigo se movía a escondidas.<br />
El odio afloró en pueblos pequeños como el nuestro. Asimismo, el clero evidenció<br />
su postura. Cuando las fuentes de ingresos y prebendas del Estado comenzaron<br />
a disminuir, no tuvieron ningún escrúpulo para, por ejemplo, sacar<br />
a votar a las monjas de clausura de La Concepción, tal y como hicieron en<br />
las escuelas de Viteri para las elecciones de Febrero de 1936.<br />
¿Y cómo olvidar el juego sucio de aquellas señoras que, bajo la excusa de<br />
la caridad, acudían a casa de los pobres en busca del voto político, a cambio<br />
de un colchón o un hipotético trabajo? Las tres elegantes damas salían<br />
de una casa contigua a la panadería del Paseo Arrasate, sin sentir vergüenza<br />
alguna, a comprar la voluntad de los que vivían en la más absoluta miseria.<br />
Desde siempre, iglesia y política han ido de la mano. Recuerdo bien aquel<br />
3 de Septiembre de 1919 en que el Jefe de Estado Eduardo Dato vino a inaugurar<br />
el ferrocarril. Nos llevaron a darle la bienvenida, cada uno con su<br />
banderita, cantando “Salve bandera...”, acompañados por la banda de mú-<br />
113
sica y rebosantes de la emoción que nos producía el alegre repique de campanas.<br />
Años más tarde, en 1927, saludamos a Primo de Rivera. En aquella<br />
ocasión, el pueblo entero se reunió en Zaldibar mientras, desde el balcón de<br />
la Unión Cerrajera, las autoridades civiles y religiosas alababan la dócil subordinación<br />
de los ciudadanos trabajadores. Asimismo, en época de somatén,<br />
el Padre Basabe aplaudió desde el balcón del Ayuntamiento la Entronización<br />
de la Figura del Sagrado Corazón, al tiempo que nos pedía mantener a salvo<br />
la fe cristiana para que dicha figura nunca fuera sacada de allí. ¡Antes la<br />
muerte!, exclamaron muchos de los cientos de mondragoneses que estaban<br />
conmigo en la Plaza.<br />
Me invitaste a regresar al pueblo y te agradecí de corazón el detalle. Pero<br />
no me sentí capaz. ¿Me creerás si te digo que durante años mi único apoyo<br />
en la vida fue la esperanza de reunirme de nuevo con mi novia los domingos<br />
por la tarde? Así es, pues yo tenía mis sentimientos puestos en aquella<br />
chica que, al volver a Mondragón desde la cárcel de Ondarreta, me recibió<br />
con un incisivo y frío ¿A qué has venido? ¡Tonto de mí! ¡Ni en el frente de<br />
guerra ni en los duros años de Francia pude deshacerme del dulce sueño de<br />
la época en que paseaba con ella por la arboleda de la estación del tren! Y<br />
a esa hora de la tarde la tristeza se apoderaba de mí, pues cada vez veía más<br />
lejano que el sueño se pudiera convertir en realidad. Sin embargo, estuviera<br />
donde estuviera, imaginaba en el espacio la dirección a mi pueblo natal y,<br />
como si estuviera en soledad y rezando el Ángelus, me sumergía en mis reflexiones<br />
intentando calcular cuántas horas me harían falta para llegar a<br />
Mondragón a pie. En aquellas horas de impotencia nostálgica, un día, después<br />
de comer, me sorprendió un sueño en el que yo estaba muerto y la música<br />
fúnebre proveniente del kiosco de la plaza me hacía temblar. Traté de<br />
liberarme de la pesadilla y una vez hube despertado me dirigí raudo a mi<br />
cita mental de las tardes dominicales. Desde entonces, los muertos no me<br />
producen miedo sino compasión, ya que ningún partido político les ha podido<br />
ofrecer esperanza de amnistía.<br />
Pues mira por dónde, Josemari, incluso aquel recuerdo nostálgico es ya<br />
pasado. A menudo, aunque intento divisar el camino a Goikobalu o San<br />
Cristóbal, el ejercicio se vuelve baldío. ¡Mi cielo interior está tan nublado!<br />
Por eso, ahora que ya he cumplido los noventa y dos, me embarcaré en un<br />
viaje de vuelta onírico y recuperaré mis recuerdos, como si volviera con mis<br />
114
padres y amigos, pese a que ni siquiera me quedan fuerzas para entonar el<br />
“Hor konpon...”. Luego ya veremos lo que pasa... pues el otro día leí a un<br />
cura que decía que el diablo no existe. Por otro lado... Pero... ¡Basta ya!<br />
Con todo, no me sorprendería saber que en el otro mundo existan conflictos<br />
entre españoles, vascos, norteamericanos o chinos. Pero será agradable<br />
encontrarse con un tamborilero como Nicolás Polico Pol. ¿Sabías que<br />
era de Aramaiona, como tú? Tocaba el tamboril magníficamente. Aparte de<br />
la música, supongo que podremos ir al cine; sin embargo, pienso que pasar<br />
la eternidad entre santones de barba larga y paso lento puede resultar bastante<br />
aburrido. Pero es casi seguro que los acordeonistas que tocaban en San<br />
Prudencio y Kale Barrixa no acudirán a la cita.<br />
Entretanto, mientras no dé el salto eterno al otro lado de la línea, seguiré<br />
aquí, a pesar de que no volveré a ver la brillante imagen de Lázaro Churrero<br />
Mancebo en la cuesta de Gazteluondo, ni podré saborear los helados de Teodoro<br />
Larrañaga en Erdiko Kale, ni las tartas de Biskai ni las enormes serpientes<br />
de mazapán de Lorenza. Hablando en términos doctrinales, estos<br />
personajes iluminaban más que el propio sol en aquel Mondragón pequeño<br />
y encantador. Fue una época que no volverá, una infancia golosa sin muchos<br />
medios pero con una pasión total por la vida, en la que, los domingos por la<br />
tarde, a falta de una cometa para despertar la curiosidad de nuestros amigos<br />
del cielo, satisfacíamos esa necesidad mediante la amistad mutua.<br />
Cambiando de tema, te informo de que recibí el libro sobre las costumbres<br />
medicinales de nuestros antepasados, para que no pienses que se perdió<br />
en el vasto océano. ¿Te he comentado alguna vez que en 1950 nos costó<br />
veintiún días llegar desde Génova hasta aquí en barco? El libro tardó cinco<br />
días desde Mondragón a Montevideo. O “De Mon a Mon”, como dice la expresión<br />
que solemos utilizar bromeando en nuestras cartas. Sobre todo me<br />
ha gustado el capítulo dedicado al velatorio mortuorio, pues me ha recordado<br />
la costumbre que conocí en el pueblo, con las mujeres respondiendo a las letanías<br />
–¿A qué se debe tanto ora pro nobis... acaso Dios está sordo?– mientras<br />
los hombres jugaban a cartas en la cocina. El libro me ha hecho recordar<br />
a los médicos de mis tiempos, entre otros a Labajos, que supuestamente estaba<br />
medio loco. Loco o no, en opinión de todo el mundo era el médico más<br />
hábil de todos los que había en el pueblo. Un día le llamaron de un caserío<br />
115
de Zigarrola, porque al parecer la señora de la casa se encontraba enferma.<br />
Labajos se presentó raudo y, tras quitar con su bastón la figura de un santo<br />
barbudo que colgaba de una pared, apagó todas las velas de cera que había<br />
en la habitación de la paciente y abrió de par en par las ventanas, a fin de<br />
que la pobre mujer respirara aire fresco. Al objeto de que los ignorantes como<br />
nosotros aprendiéramos, Labajos solía exponer en el escaparate de cierta<br />
tienda de comestibles de la Calle del Medio, en frascos de cristal, los quistes<br />
que extirpaba en las operaciones que realizaba.<br />
Ya que acabo de mencionar a un barbudo, he de informarte que el pasado<br />
jueves apareciste en el programa “Ventana al mundo” de la televisión uruguaya.<br />
Hablaste sobre la industria de Mondragón. Te vi cierto parecido con<br />
Sabino Arana, concretamente con un retrato suyo que aparecía en el libro<br />
“Euskal <strong>He</strong>rriko Historia”, que obtuve cuando tendría unos ocho años en el<br />
Batzoki frente a la fuente de la Plaza. No te lo tomes a mal, por favor, pero<br />
por si acaso te envío una pequeña lista con mis apellidos, para que me aclares<br />
si dispondré de alguna opción de acceso a la gloria celestial. Mira, por<br />
parte paterna, son apellidos alaveses: Trincado, Fernández, Gainzarain,<br />
Guza. Y éstos son los correspondientes a mi madre: Baños, Ayastuy, Orobengoa,<br />
Lasagabaster. El escudo de buen linaje lo teníamos en el caserío<br />
Artzubi. ¿Crees que es suficiente, o me tendréis que ofrecer una misa para<br />
poder pasar el fielato?<br />
Anoche, a punto de despuntar el amanecer, mi mujer se quejaba en la<br />
cama por el ruido que producían los gorriones en los árboles de afuera. Ya<br />
sabes, los ancianos de nuestra edad no podemos pedirle demasiado a nuestro<br />
reloj biológico, y la falta de sueño nos desequilibra para todo el día, pues<br />
ya hace mucho que perdimos la flexibilidad para reanimarnos. Estamos en<br />
Diciembre, inicio del verano aquí, mientras ahí acabáis de dar la bienvenida<br />
al invierno. En Arrasate, Diciembre es un mes que me trae a la memoria<br />
reuniones familiares, cenas especiales, castañas asadas en el tambor pendido<br />
del llar del fuego bajo... Parece mentira pero deberíamos analizar cada<br />
época según las peculiaridades de cada entorno para poder valorarla en su<br />
totalidad. Ahí, las fiestas de Navidad se caracterizan por las reuniones de<br />
familiares en torno a una mesa, las bromas, tertulias, canciones y altas voces.<br />
En cambio, en estas latitudes la gente se decanta por la práctica frialdad de<br />
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los restaurantes situados en la cálida costa, donde el baile erótico de bellísimas<br />
mujeres aviva la alegría de los comensales en la mágica noche, símbolo<br />
de paz y amor para la humanidad. Siento muy lejos el eco del triki tiki de la<br />
pandereta triple, así como las risas de las chicas con algún nudo de alpargata<br />
desatado y peinado a lo hor konpon... mezcladas con las risas de las<br />
vendedoras de verdaderas castañas asadas.<br />
Igual alguna vez te he contado por escrito que un día, entre mis papeles,<br />
encontré la foto que le saqué, siendo yo joven, a Guillermo Lasagabaster,<br />
director de la Banda de Música de Arrasate. Te adjunto una copia para que<br />
se la entregues a algún pariente de Guillermo, cuya familia, en aquellos tiempos,<br />
vivía en Iturriotz 23-2º, encima de la panadería de Pío Azkarate. Creo<br />
que les agradará ver el retrato. Guillermo el casamentero, que durante treinta<br />
largos años con su Banda de Música repartió gotas de felicidad a muchos jóvenes.<br />
Pero... ¡oye!, me hace gracia pensar que cuando saqué la foto tú aún<br />
eras un proyecto de futuro. Y yo, en mi pasado florido, celebro la acogida que<br />
te pudieran hacer los descendientes de Guillermo. ¡Inocente de mí!<br />
Llegados hasta aquí, creo que tú también eres merecedor de un premio<br />
por el esfuerzo realizado descifrando mi letra, cada vez más pequeña y rápida.<br />
Estoy seguro de que cada letra te mirará desde el lugar donde la he colocado<br />
en el papel, con el mismo respeto con que mirábamos a la estatua de<br />
D. Pedro Viteri en la celebración anual en su honor. Ahora, en silencio y con<br />
los ojos cerrados, cantaré el Agur Jaunak, más o menos de la misma sutil manera<br />
que nos enseñó Gabriel Olaizola, hermano del autor de la pieza, en el<br />
campo de concentración de Gurs.<br />
Acabo de releer las fotocopias de lo que te he enviado anteriormente con fecha<br />
de hoy mismo y he sentido un poco de vergüenza a causa de mi letra mediocre.<br />
Por eso te escribo esto, a fin de no agotar tu habitual paciencia, y con la esperanza<br />
de que consideres lo anterior como un boceto, aun siendo una carta de<br />
diez páginas. Espero que tu destreza sea merecedora de una calificación superior<br />
al Erdipurdi-On que solía concedernos el maestro Arano en la escuela Viteri.<br />
La confirmación de mi torpeza ha subido varios enteros al apercibirme del avión<br />
que hace nada acaba de pasar por encima de mi casa rumbo a la península. Con<br />
todo, la rabia me ha hecho recordar un hecho que aconteció en mi infancia.<br />
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Fue algo que, a principios de la década de los años treinta, sucedió en la<br />
familia Letamendi, que ocupaba la casa contigua a la nuestra. El caso es<br />
que la madre de la dueña, Salustiana, vivía también allí con la familia y un<br />
día la sorprendieron subiendo desde el desván al tejado empuñando una escoba<br />
en una mano y la escopeta de su yerno en la otra, después de haber oído<br />
gritos alegres de niños provenientes de la calle dando el aviso de a...reo...planua!<br />
a...reo...planua! Ni qué decir tiene que Salustiana había subido con la<br />
intención de derribar aquel aparato pequeño y ruidoso que cruzaba el cielo.<br />
Tal y como hizo aquella abuela, momentáneamente yo también he estado a<br />
punto de subir al tejado al objeto de obstaculizar la marcha del avión, avergonzado<br />
por haberte escrito una carta con tan mala letra.<br />
En la misiva que viaja en el avión te comentaba, respondiendo a la pregunta<br />
que una vez me hiciste, que el Ferial fue trasladado de enfrente de mi<br />
casa a Uarkape en 1926, tras haberse cubierto un tramo del río Aramaiona<br />
y obtener una hermosa explanada en lo que había sido basurero municipal.<br />
También por aquellas fechas los terrenos colindantes de Kaxo se convirtieron<br />
pocos menos que en minas de oro, pues una vez los hubo vendido pudo<br />
reparar la deuda contraída al quemársele la casa de Zurgin Kale. Todavía recuerdo<br />
perfectamente las grandes llamas que, desde aquel viejo edificio de<br />
madera, se elevaban plácidamente hacia el cielo, casi-casi hasta calentar el<br />
trono de Dios.<br />
Antes de que se me olvide, he de decirte que le estoy sacando brillo al<br />
plano que me enviaste junto a tu última carta. ¡Los límites de nuestro pueblo,<br />
en 1917! Pero a pesar de que lo intento, no encuentro ni rastro de Eulogio<br />
Paigorri Agirre, el alguacil que, siendo yo todavía un mocoso que<br />
jugaba en Goikobalu de Santa Bárbara, me preguntó cómo se llamaban mis<br />
padres. “Pues aitxa y ama”, le contesté orgulloso. ¡Menudas risas echó!<br />
Luego me preguntó dónde trabajaba mi padre, como si pretendiera jugar a<br />
las adivinanzas conmigo.<br />
–Donde Sinfo.<br />
–Entonces ya sé quién es tu padre: Valentín; y tu madre, Ramona,<br />
¿verdad?<br />
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Llevo 25 años carteándome con quien ha hecho posible este libro. Reconozco que ha sido<br />
una hermosa vía para recorrer desde la memoria los años en que se forjó mi personalidad<br />
mondragonesa. Ojalá que lo que para mi ha sido un agradable ejercicio voluntario valga<br />
para fijar, un poco más, la pequeña historia de nuestro pueblo.<br />
Su sabiduría me dejó asombrado y nada más llegar a casa le conté a mi<br />
madre –mi padre aún no había vuelto de la panadería– toda la historia, confirmando<br />
que Paigorri era un hombre muy inteligente.<br />
Y ahora, pese a buscarlo en el plano, me ha resultado imposible encontrar<br />
algún rastro suyo. Quizás sea él quien me esté observando desde algún<br />
lugar más alto, y si es así, seré yo quien ría, pues difícilmente me encontrará<br />
sentado en el banco de piedra de Santa Bárbara que da hacia San Agustín,<br />
ya que ignora que estoy en Montevideo. ¡Ah! Y aprovechando la mención a<br />
San Agustín, ¿sabes lo que decía un amigo mío nacido en Zarugalde hablando<br />
de los patrones de las calles del pueblo? ¿Pero qué van a hacer Loentxo<br />
de Avenida de Navarra y Bartolo de Uribarri, frente a nuestro gran<br />
San Auxtin? Bonita ocurrencia, ¿no te parece?<br />
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Un día se me presentó en sueños el txorimalo situado en lo alto de la iglesia<br />
de San Francisco, que me echó una buena reprimenda por haberle acusado,<br />
hace unos años, de dejadez. “Te quivocas –me dijo– si piensas que no<br />
siento dolor por la desaparición definitiva de los hijos del pueblo”. A decir<br />
verdad, no esperaba recibir su visita y creo que me habló con total sinceridad.<br />
Me dejó ver que no estaba en sus manos evitar la muerte de los amigos<br />
y familiares queridos, y le creí.<br />
Ya te he dicho anteriormente que los sucesos de 1934 cambiaron totalmente<br />
mi vida. ¡Quién lo iba a decir! Y he tenido que vivir en Montevideo<br />
desde 1950. <strong>He</strong> vivido aquí más años que en Mondragón. Pero pese a haber<br />
tenido la mente en la principal ciudad de Uruguay, mi corazón se quedó en<br />
mi pueblo natal, enraizado en los años de mi infancia, adolescencia y juventud.<br />
De haber podido, hubiera traído aquí a mis padres, pues de ellos<br />
recibí el toque mágico de mi ser. Pero si los hubiera arrancado de su entorno<br />
natural, es posible que hubiera advertido en ellos la misma resignación que<br />
tan a menudo me afecta a mí, y eso es algo que no podría haberme perdonado.<br />
Dejemos, pues, las cosas tal y como están. Corresponde a cada uno el<br />
hacerse cargo de sus errores y sus virtudes con todas las consecuencias, tanto<br />
buenas como malas.<br />
Pese a que alguien pudiera pensar que soy una especie de hijo desnaturalizado,<br />
me quedé totalmente conmocionado ante la noticia que me hiciste<br />
saber el otro día. ¿Están derribando la Unión Cerrajera? Estoy seguro que<br />
de haberme tocado a mí, no habría sido capaz de dar el primer golpe de<br />
pico, porque para mí habría sido algo así como derribar mi propia casa.<br />
Aquella fábrica, nuestra fábrica, fue capaz de sacar adelante la vida de varias<br />
generaciones. Por tanto, ¡adiós para siempre a la fundición, a la tornillería,<br />
a la cerrajería y a infinidad de hermosos recuerdos! Desde mi nido de<br />
Montevideo me resulta difícil hacerme una idea clara del nuevo aspecto que<br />
tomará el lugar donde se ubicaban los edificios industriales. A fin de poder<br />
comprender la terrible decadencia de la empresa en los últimos años, en tu<br />
carta mencionabas la despreciable postura amarillenta tomada por cierto<br />
sindicato. Yo diría que la historia se repite. ¡Si supieras cómo doblaban la<br />
cerviz algunos delegados de los trabajadores ante nuestros patrones! ¡Había<br />
sindicalistas que vivían a cuenta de los trabajadores! Tal y como sucede<br />
ahora, por lo visto.<br />
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La Unión Cerrajera ha desaparecido para siempre y se hace difícil pensar<br />
que los vigorosos y poderosos edificios no funcionarán ya por más tiempo.<br />
Quizás el hacerme a la idea me resulta tan duro que prefiero rescatar imágenes<br />
de los anaqueles de mi mente y revivir en mi interior la terrible explosión<br />
que mató al padre de mi amigo Jesús Leibar en la fundición; o volver<br />
a recordar cómo solíamos apagar los habituales incendios de la sección de<br />
temple, bajo la dirección del incapaz ingeniero Paco Maixor Resusta. Pues<br />
éstos son recuerdos vivos, mientras que las tuyas son noticias referidas a la<br />
muerte... y en estos últimos días la muerte me ha asediado en demasía...<br />
Lo último ha sido la pérdida de mi gran amigo Marcos Vitoria. Un compañero<br />
de la infancia y, en verdad, un magnífico apoyo en mi exilio. Desde<br />
que en 1950 partí desde Toulouse rumbo a Uruguay, la relación epistolar<br />
entre Marcos y yo ha servido de soporte para mantener mis ideales de juventud,<br />
por encima de todo tipo de fraudes políticos y profesionales. Ahora<br />
Marcos me estará mirando desde el espacio infinito del cosmos y, como si<br />
quisiera avisarme que espera reunirse pronto conmigo para siempre, me estará<br />
haciendo alguna señal. Seguramente, me anticipará que el hipotético<br />
Dios nos convertirá en flores, añadiendo a continuación que seremos felices<br />
observando nuestro pueblo natal desde la pendiente de Kurtze Txiki.<br />
El otro día me preguntaste por teléfono cuáles serían los recuerdos que<br />
más destacaría yo. Y te respondí que eso era hacer trampa, ya que los recuerdos<br />
pueden convertirse en afiladas espadas de doble filo que se vuelven<br />
contra uno. Al final, junto al premio del dulce viaje a los orígenes, la amarga<br />
certidumbre de la destrucción total resurge en la inevitable comparación<br />
entre las distintas épocas. La mayoría de los compañeros de mis recuerdos<br />
están en el cementerio, por tanto, tendría que acudir allá y hablar con mis<br />
viejos amigos para revivir los momentos en que jugábamos a pelota o lanzábamos<br />
nuestras cometas. Momentos lejanos ya fenecidos.<br />
Me llamaste para comunicarme que habías llegado bien. Te agradezco<br />
mucho que vinieras a visitarme a Montevideo en Abril. Y te comunico que<br />
ya he recibido las fotos que me enviaste por correo urgente. Mi mujer está<br />
sumamente emocionada desde que supo que mi pueblo –el viejo Mondragón–<br />
me quiere dedicar un libro. Ella ignoraba –y yo también– que tuviera<br />
un marido tan importante. Con todo, te repito que, a pesar de que te es-<br />
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fuerces por conseguirlo, nunca más volveré a mi pueblo natal. Es inútil que<br />
lo intentes.<br />
Si hubiera aceptado tu invitación y me hubiera presentado ahí, me habría<br />
faltado el kiosco de la plaza, así como el alegre pasacalle de los tamborileros.<br />
Loro no habría volcado su carro lleno de maderas y tampoco habría<br />
visto a Errekalde zambulléndose en el pozo de Uarkape. Hace tiempo que<br />
quitaron del Portalón el mojón de Minga y hasta el trazo más diminuto de<br />
la sombra de Periko Gabiña desapareció junto a aquellos borrosos tiempos<br />
pretéritos. También se esfumaron las colas de gente que acudía a por tabaco<br />
a la tienda de Lorenza y los ediles de ahora ya no visten sombrero largo para<br />
ir a la misa mayor.<br />
Y recordando que al final de las películas de nuestra infancia surgían las<br />
letras KOK invitando a irnos a casa hasta la próxima semana, te comunico<br />
que este escrito también ha llegado a su fin. En adelante intentaré seguir<br />
enriqueciendo nuestra correspondencia. Me has dado la oportunidad de explayarme<br />
a gusto y, como hijo de Mondragón que soy, me ha venido muy<br />
bien para exponer mis sentimientos con añoranza. Así pues, Josemari, hasta<br />
pronto. Un gran abrazo.<br />
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