No digas que fue un sueño - Terenci Moix
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No digas que fue un sueño 91 Terenci Moix -Te queremos -decía-. Te queremos. Y Adonis avanzó unos pasos y apoyó una mano en el hombro del amigo, cual si quisiera protegerle de todos los males. -Perdónale, noble Octavia. Es su forma de expresar lo que yo intentaba decirte con más adornos. Que nadie se ha portado con nosotros como tú lo has hecho durante los últimos años. -¿Nadie, Adonis? -Fedro sólo tiene a sus útiles de jardinería y a mí. Yo sólo tengo a mi pobre cítara y a Fedro. En cierta ocasión tuvimos un perro blanco con manchas negras, pero murió de viejo y volvimos a quedarnos solos. Lo que no logró el cuerpo de su amado esposo ardiendo en la pira funeraria, lo que no consiguieron sus hijos al nacer, lo obtuvieron dos muchachos griegos, arrodillados a sus pies. Lloró, sí, la noble Octavia. Su reconocida autoridad, su fama y su prestigio se derrumbaron ante una pareja dispar y acaso extraordinaria. Un efebo rubio y hermoso, de modales refinados, y un joven rústico, igualmente hermoso, pero con una belleza que recordaba la tosquedad de las montañas. Y cuando la emoción hubo pasado, Octavia decidió que se los llevaba a Roma, y los dos jóvenes se abrazaron y, sin el menor recato, se pusieron a saltar, enloquecidos, sobre el mármol exquisito de aquel palacio que pronto quedaría lejos. Tal vez avergonzada de sus propias emociones, tal vez intentando recuperar su prestigio, bromeó Octavia: -No os faltará trabajo, con seis niños en mi casa. Esto si no se sirve hacerme otros seis mi señor, cuando vuelva de sus conquistas... -No ha de haber niños mejor cuidados. En cuanto a vuestro jardín de Roma, Fedro hará que sea tan hermoso como el mismísimo hogar de la diosa Flora. Así transcurrieron las últimas horas de Octavia en el palacio que había confiscado Marco Antonio, procónsul de Roma en Atenas. Transcurrieron, sí, repartidas en lentas miradas sobre los rincones que podían avivar algún sentimiento; la hornacina de las diosas tutelares, las elegantes columnas del atrio, los triclinios, siempre vacíos, de la sala de los banquetes. Y las criadas empezaron a apagar las lámparas de aceite y pronto se hizo la oscuridad en los vastos salones. Cuando ya terminaba la noche, cuando empezaban a cantar los gallos de la madrugada, se dispuso la salida. Mientras Octavia y las mujeres preparaban a los niños para el largo viaje, Fedro y Adonis se ocuparon de empaquetar cuidadosamente sus pertenencias: unos cuantos útiles de jardinería y una cítara envejecida. Y también un hueso de madera que había tallado con seis propias manos el hábil Fedro para que jugase el perro blanco con manchas negras. Cuando ya en el viaje Adonis mostró el hueso a su señora, ésta se extrañó. -Conviene guardar siempre algún recuerdo de lo que hemos amado, noble Octavia. Pues dicen que la memoria es traicionera y; si se hace cómplice del tiempo, todo lo borra. Fueron a buscar a Fedro al jardín. El joven había manifestado su deseo de llevarse ciertas semillas griegas para que floreciesen en el jardín de los Octavios, bajo el benigno cielo de Roma. Y le vieron cabizbajo, sosteniendo un pequeño saco y llorando de nuevo, porque ya no vería florecer aquella primavera las flores que él mismo había plantado. También se emocionó Adonis al despedirse de la cabaña miserable que habían compartido con el perro. Y así supo por primera vez que el hombre va dejando
No digas que fue un sueño 92 Terenci Moix fragmentos dispersos de su existencia a lo largo de caminos inesperados. Y que sólo la memoria es capaz de restituirlos al final, en el supremo balance de los amores. Pero Octavia no miró atrás. Para ella el jardín estaba lleno de muerte, el palacio plagado de vacíos, Atenas inmersa en la nada. Sólo quedaban con vida sus tres hijos, sus dos amigos, las mujeres y los soldados que Marco Antonio le dejaba corno escolta. Sólo quedaba con vida ella misma y los seres que se llevaba a Roma. Cuando todavía estaban en el pórtico, esperando la llegada de los carros y las literas, Adonis descubrió que su señora miraba a Fedro con una extraña luz en la mirada. Al interesarse el efebo por sus pensamientos, contestó ella: -Fui educada en el culto a la perfección y hay ciertas cosas que no alcanzo a entender... -¿Cuáles son esas cosas, noble Octavia? -No sé expresarlo. Además no quisiera parecer brusca... ¿tú amas realmente a Fedro? -Más que a mi propia vida. -Pero él es tartamudo. -Si no fuese tartamudo no sería Fedro. -Entonces el secreto del amor consistiría en amar a un ser a pesar de su defecto... -En cualquier caso, el mérito de Fedro no reside en su tartamudez. ¿Comprendes, noble Octavia? Los carros partieron de Atenas y el sol suave del invierno griego los sorprendió en lasagrestes montañas que conducen a Corinto. Faltaban muchas jornadas, muchas piedras, muchos cambios de la luna allá en la noche para llegar a casa. Y los caminos pusieron polvo en sus rostros y las posadas piojos en sus ropas. Sin embargo, nunca se vio sonreír con tanta frecuencia a la noble Octavia ni hablar con mayor fluidez al rústico Fedro ni sonar más afinada la cítara de Adonis. Y fluyeron a lo largo del viaje sus palabras, recuperando las que, en otros tiempos, habían forjado la grandeza de aquella tierra y ennoblecido los insignes caminos de su arte... Si has visto a Amor errando por los altos caminos, detenle: es el esclavo que se me escapó... ¡Palabras inmortales de Grecia! Las resucitaba Adonis para solaz y ensoñación de la más noble entre todas las señoras. Se llamaba Octavia. Y era romana.
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<strong>No</strong> <strong>digas</strong> <strong>que</strong> <strong>fue</strong> <strong>un</strong> <strong>sueño</strong><br />
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<strong>Terenci</strong> <strong>Moix</strong><br />
-Te <strong>que</strong>remos -decía-. Te <strong>que</strong>remos.<br />
Y Adonis avanzó <strong>un</strong>os pasos y apoyó <strong>un</strong>a mano en el hombro del amigo, cual si<br />
quisiera protegerle de todos los males.<br />
-Perdónale, noble Octavia. Es su forma de expresar lo <strong>que</strong> yo intentaba decirte con<br />
más adornos. Que nadie se ha portado con nosotros como tú lo has hecho durante los<br />
últimos años.<br />
-¿Nadie, Adonis?<br />
-Fedro sólo tiene a sus útiles de jardinería y a mí. Yo sólo tengo a mi pobre cítara y a<br />
Fedro. En cierta ocasión tuvimos <strong>un</strong> perro blanco con manchas negras, pero murió de<br />
viejo y volvimos a <strong>que</strong>darnos solos.<br />
Lo <strong>que</strong> no logró el cuerpo de su amado esposo ardiendo en la pira f<strong>un</strong>eraria, lo <strong>que</strong> no<br />
consiguieron sus hijos al nacer, lo obtuvieron dos muchachos griegos, arrodillados a sus<br />
pies. Lloró, sí, la noble Octavia. Su reconocida autoridad, su fama y su prestigio se<br />
derrumbaron ante <strong>un</strong>a pareja dispar y acaso extraordinaria. Un efebo rubio y hermoso,<br />
de modales refinados, y <strong>un</strong> joven rústico, igualmente hermoso, pero con <strong>un</strong>a belleza <strong>que</strong><br />
recordaba la tos<strong>que</strong>dad de las montañas.<br />
Y cuando la emoción hubo pasado, Octavia decidió <strong>que</strong> se los llevaba a Roma, y los<br />
dos jóvenes se abrazaron y, sin el menor recato, se pusieron a saltar, enlo<strong>que</strong>cidos,<br />
sobre el mármol exquisito de a<strong>que</strong>l palacio <strong>que</strong> pronto <strong>que</strong>daría lejos.<br />
Tal vez avergonzada de sus propias emociones, tal vez intentando recuperar su<br />
prestigio, bromeó Octavia:<br />
-<strong>No</strong> os faltará trabajo, con seis niños en mi casa. Esto si no se sirve hacerme otros<br />
seis mi señor, cuando vuelva de sus conquistas...<br />
-<strong>No</strong> ha de haber niños mejor cuidados. En cuanto a vuestro jardín de Roma, Fedro<br />
hará <strong>que</strong> sea tan hermoso como el mismísimo hogar de la diosa Flora.<br />
Así transcurrieron las últimas horas de Octavia en el palacio <strong>que</strong> había confiscado<br />
Marco Antonio, procónsul de Roma en Atenas. Transcurrieron, sí, repartidas en lentas<br />
miradas sobre los rincones <strong>que</strong> podían avivar algún sentimiento; la hornacina de las<br />
diosas tutelares, las elegantes columnas del atrio, los triclinios, siempre vacíos, de la<br />
sala de los ban<strong>que</strong>tes. Y las criadas empezaron a apagar las lámparas de aceite y pronto<br />
se hizo la oscuridad en los vastos salones.<br />
Cuando ya terminaba la noche, cuando empezaban a cantar los gallos de la<br />
madrugada, se dispuso la salida.<br />
Mientras Octavia y las mujeres preparaban a los niños para el largo viaje, Fedro y<br />
Adonis se ocuparon de empa<strong>que</strong>tar cuidadosamente sus pertenencias: <strong>un</strong>os cuantos<br />
útiles de jardinería y <strong>un</strong>a cítara envejecida. Y también <strong>un</strong> hueso de madera <strong>que</strong> había<br />
tallado con seis propias manos el hábil Fedro para <strong>que</strong> jugase el perro blanco con<br />
manchas negras.<br />
Cuando ya en el viaje Adonis mostró el hueso a su señora, ésta se extrañó.<br />
-Conviene guardar siempre algún recuerdo de lo <strong>que</strong> hemos amado, noble Octavia.<br />
Pues dicen <strong>que</strong> la memoria es traicionera y; si se hace cómplice del tiempo, todo lo<br />
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Fueron a buscar a Fedro al jardín. El joven había manifestado su deseo de llevarse<br />
ciertas semillas griegas para <strong>que</strong> floreciesen en el jardín de los Octavios, bajo el benigno<br />
cielo de Roma. Y le vieron cabizbajo, sosteniendo <strong>un</strong> pe<strong>que</strong>ño saco y llorando de nuevo,<br />
por<strong>que</strong> ya no vería florecer a<strong>que</strong>lla primavera las flores <strong>que</strong> él mismo había plantado.<br />
También se emocionó Adonis al despedirse de la cabaña miserable <strong>que</strong> habían<br />
compartido con el perro. Y así supo por primera vez <strong>que</strong> el hombre va dejando