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No digas que fue un sueño - Terenci Moix

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<strong>No</strong> <strong>digas</strong> <strong>que</strong> <strong>fue</strong> <strong>un</strong> <strong>sueño</strong><br />

82<br />

<strong>Terenci</strong> <strong>Moix</strong><br />

<strong>No</strong> comía, no bebía, no tenía la menor necesidad. Era tan austera <strong>que</strong> llevó a Octavia<br />

a la mortificación más absoluta. Se complacía en las cosas <strong>que</strong> Octavia negaba, n<strong>un</strong>ca<br />

en las <strong>que</strong> hacía. Era <strong>un</strong>a alcahueta de las negaciones. Al igual <strong>que</strong> la muerte, se<br />

deleitaba en los días negros de su anfitriona. Y éstos eran casi todos.<br />

Obligó a Octavia a detestar la música, la lectura, las flores e incluso su propia hija.<br />

Sólo aspiraba a tenerla sentada delante de ella, las dos calladas, mirando únicamente al<br />

techo por<strong>que</strong> mirarse <strong>un</strong>a a otra ya hubiera implicado <strong>un</strong>a elección, <strong>un</strong> acto, <strong>un</strong> juicio. Le<br />

gustaba verla así, hora tras hora, de manera <strong>que</strong> cuando Octavia cerraba los ojos ya ni<br />

siquiera tenía el consuelo de ver ante sí el negro abismo de la nada absoluta, sino<br />

todavía el color cremoso de a<strong>que</strong>l techo <strong>que</strong>, a <strong>fue</strong>rza de mirarlo, se le <strong>que</strong>dó clavado en<br />

la retina.<br />

Y para no ofender a su invitada, Octavia convirtió sus días en a<strong>que</strong>lla cabalgara de<br />

negaciones <strong>que</strong> tanto complacía a sus sentidos atrofiados. Libros <strong>que</strong> no leda, melodías<br />

<strong>que</strong> se negaba a escuchar, paisajes <strong>que</strong> se resistía a vivir, amigos desatendidos, mares<br />

cuyo color iba olvidando...<br />

Era cierto. La dama gris llevaba directamente al reino de los muertos. Y al saberlo,<br />

Octavia se echó a llorar amargamente. Pues no era difícil intuir <strong>que</strong> incluso allí se<br />

encontraría sola.<br />

Las primeras nieves coronaron el Parnaso. A los pocos días, deslizábanse ya por las<br />

laderas. Un viento helado azotó persistentemente los santuarios de Apolo. Entonces<br />

Marco Antonio decidió <strong>que</strong> sus meditaciones habían concluido y regresó a Atenas.<br />

Octavia se encontraba impartiendo instrucciones a sus siervas cuando entró el efébico<br />

Adonis, presa de excitación, jadeante, con los brazos en alto y toda su exuberancia<br />

natural puesta al servicio de la noticia. Que la cuádriga de Marco Antonio acababa de<br />

llegar a los establos. Acto seguido, se apresuró a buscar la estola de lana de Octavia y<br />

ella agradeció su anticipación con <strong>un</strong>a sonrisa.<br />

Salieron ambos al pórtico principal. Marco Antonio despedía a su escolta cerca de la<br />

rosaleda. Desde la posición de Octavia todavía era <strong>un</strong> hermoso guerrero <strong>que</strong> paseaba<br />

sobre la desolación sembrada por <strong>un</strong> ejército descontrolado. El jardín lloraba los rigores<br />

del invierno. Los rosales habían <strong>que</strong>dado reducidos a sus espinas. Las viñas a sus<br />

nervios. Las yedras a troncos escuetos, semejantes a sierpes <strong>que</strong> se enroscaban por las<br />

columnas del Belvedere.<br />

Sólo los cipreses tri<strong>un</strong>faban por encima de la muerte. Probablemente por<strong>que</strong> la<br />

cantaban.<br />

Y el gentil Adonis, <strong>que</strong> comprendía la congoja de Octavia y percibía violencia en el<br />

recién llegado, señaló a <strong>un</strong>o de a<strong>que</strong>llos árboles y dijo:<br />

-¿Sabes, mi señora, <strong>que</strong> en Grecia debemos los cipreses a <strong>un</strong> devaneo amoroso del<br />

dios Apolo?<br />

-Será <strong>un</strong>a de tus mentiras... -musitó la dama, sin dejar de vigilar, a lo lejos, la llegada<br />

de Antonio.<br />

-<strong>No</strong> lo es, mi señora, no lo es. Que esta divinidad sublime era muy dada al pendoneo<br />

con los efebos, si me permites la expresión. Y tuvo tal sofoco de amor al ver <strong>un</strong> día al<br />

gentil Kipresos, <strong>que</strong> le tomó vol<strong>un</strong>tad y quiso ser correspondido. Y al darle él desplantes,<br />

le convirtió en este árbol <strong>que</strong> aquí ves.<br />

Octavia seguía distraída. Y en el rostro de Antonio supo leer, sin <strong>que</strong> mediasen<br />

traductores, la incertidumbre de su futuro.

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