No digas que fue un sueño - Terenci Moix

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No digas que fue un sueño 79 Terenci Moix Entusiasmado por la corriente de vitalidad que de nuevo le arrastraba, Antonio tomó la lanza de uno de los reclutas y la arrojó en dirección a Oriente. Fue un tiro memorable que mereció la admiración de los jóvenes y le ayudó a sentirse uno de ellos. -¿En cuanto a Cleopatra...? -preguntó Enobarbo, con cautela. -¡Cleopatra! -susurró Antonio-. Mi sueño nunca la excluyó, Enobarbo. A pesar de que la moneda no la favorezca, sigue siendo divina. Antes de partir hacia Delfos, Marco Antonio reconoció a la pequeña Antonia, cogiéndola en brazos y levantándola hacia el cielo como es costumbre dentro de la legalidad. Y citando el cuerpo de Octavia estuvo recuperado y el color volvía a poner salud en sus mejillas, la tomó de nuevo y ella aceptó el regalo de su potencia, de manera que quedó encinta otra vez. ¡Gran tema de conversación para el viaje! Pues Antonio disfrutaba vanagloriándose ante sus soldados de las hazañas que su miembro viril podía realizar cuando recibía la inspiración de Hércules, su otra divinidad tutelar y, además, su antepasado directo. De modo que los soldados disfrutaron más que nunca conociendo los detalles íntimos de la vida sexual de los patricios. Y todos estuvieron de acuerdo en admitir que no había otro general como Marco Antonio, tan sencillo y humano que era capaz de compartir a su esposa con la soldadesca. Lógicamente, le adoraron. En el palacio expropiado, Octavia dejaba pasar las semanas sin prestar atención a los dones que los días pudieran ofrecerle. El anuncio de otro hijo no llevó a su corazón ninguna de las distintas variaciones con que suele manifestarse la alegría. Por el contrario, su semblante se ensombreció, su mirada se fue a vagar por la Nada y las manos adquirieron una extraña palidez que atribuyeron a los primeros fríos. Pero fue inútil que arrimasen los braseros a su silla preferida. O que alimentasen con más leña la caldera del sótano. Ningún rescoldo era capaz de calmar el frío del alma. Ningún paisaje servía para avivar la mirada. Ésta se limitaba a errar por el jardín, desnudo ya en las postrimerías de aquel otoño. A falta de otro aliciente la mirada deambulaba por la espesa alfombra de hojarasca que cada día intentaba limpiar en vano el jardinero Fedro, joven amigo del esclavo Adonis. Y cuando los dos iban a saludarla con un ramo de crisantemos, último homenaje floral del año, Octavia se esforzaba para sonreírles. Su sonrisa era sincera, pero conseguirla exigía un esfuerzo demasiado arduo: se había olvidado de sonreír. A veces recibía cartas de Roma. Entonces su imaginación volaba hacia los rincones de la infancia, hacia los edenes de la primera juventud o a las fiestas que solía frecuentar después cuando, esposa ya de Cayo Marcelo, se debía a una intensa vida social. Su amiga Clodia solucionó las parcelas menos favorables de su otoño ateniense gracias a una correspondencia habitual y de carácter ameno. Pero la última misiva acababa de trascender la simple amenidad, el vulgar juego de indiscreciones. Llegaba para recordarle un suceso del que fue protagonista Marco Antonio. Un suceso que a ella no le gustaba guardar en la memoria. Y mucho menos, resucitarlo. Clodia empezaba su carta refiriéndose, como de costumbre, a la vida ciudadana. Algún banquete organizado por personajes de cierto crédito, los juegos de circo, el encuentro con alguna amiga común en el templo de las vestales y lo lucido que había resultado el cortejo nupcial de otra amiga o, simplemente, de cualquier conocida. Las acostumbradas habladurías de la buena sociedad, en resumen. Pero aquel día, la carta de Clodia fue más lejos en sus intenciones. Y, después de los preámbulos citados, entraba abiertamente en el tema.

No digas que fue un sueño 80 Terenci Moix Si Clodia fuese la esposa de Marco Antonio en lugar de serlo Octavia, Clndia no dudaría en decirle: «Borracho, parlanchín, engreído, holgazán, inútil Tienes el amor de Roma a tus pies y en lugar de tomarlo lo pisoteas. Pues por mucho que haga Octavio para ser amado por el pueblo, tú eres el preferido. De modo que si te dignases sentar la cabeza, tendrías a todo el mundo de tu lado». Así le diría, amiga mía, y aquí tengo que pedirte disculpas por desmerecer la fama de tu hermano. Considero innecesario decirte que no era mi intención. Pero tú conoces mejor que yo sus defectos y sus virtudes. Y también las conoce el pueblo. Le consideran excesivamente severo, riguroso y duro. Algunos piensan que podría ser implacable si se presentase la ocasión. En cuanto a Agripa, que al parecer se irá muy pronto a gobernar las Galias; no es un enemigo a quien tu esposo deba temer. Es demasiado feo, y esto es importante para las almas sencillas, aunque pueda parecerte increíble porque nosotras fuimos educadas en esferas más elevadas, gracias a la diosa Vesta. Pero en estas esferas, paradójicamente, es donde Octavio tiene sus adeptos. Es respetado y se le escucha. Y aunque Antonio es amado, yo me pregunto .si en la batalla por el poder es más importante el amor que uno despierta o el respeto y el temor que sabe inspirar. ¿Qué le ha pasado a tu marido? Todos le recuerdan como el más valeroso de los guerreros. Aunque dicho sea de paso, hay algunos que guardan de él peor recuerdo. Y aquí me veo obligada a hablar de la muerte de Cicerón, que fue un golpe muy duro para todos y muy especialmente para los que queremos a Antonio. Sin duda, cuando mandó asesinarle tendría motivos que los demás desconocemos, pero aun así aquella muerte no se ha borrado de la mente de los intelectuales. Y, huelga decirlo, de la viuda de Cicerón, la pulquérrima Terencia, a quien vi anteayer. (Algunas mujeres, dicho sea de paso, no escarmientan. Cicerón la repudió después de treinta y cinco años de matrimonio. Ella, en cambio, le guarda la viudedad. Con lo cual pienso que o bien Terencia es muy grande o muy tonta.) Me dirigía yo a los mercados nuevos, pues supe por Pomponia que acababan de llegar unas deliciosas sedas de las que confeccionan los nómadas de Mauritania, cuando al pasar por el foro descubrí a la noble Terencia, envuelta en un luto que algunos consideran excesivo, pero que yo, al venerar el recuerdo de Cicerón, encuentro oportuno. Me contaron que acude cada día a hacer sus oraciones ante la tribuna de la vergüenza pública, porque fue allí donde Marco Antonio mandó exponer la cabeza del gran filósofo. Ysiempre que alguien me cuenta este hecho luctuoso, otro añade que tu esposo se excedió. Cierto que Cicerón le criticaba abiertamente en sus textos ¡y todos nos divertimos al leerlos. pero ordenar que le matasen a causa de una crítica, por dura que fuese, sigue resultando excesivo para muchos. Sobre todo cuando entre los romanos inteligentes prospera el respeto a las ideas ajenas y la necesidad de imponer las propias mediante la polémica, nunca con la espada. (Aunque todavía fue peor cuando la odiosa Fulvia traspasó la lengua de Cicerón con su aguja, tanto la odiaba a causa de las críticas contra el marido.) Como te decía encontré a la pulquérrima Terencia. El respeto que aún me inspiran los escritos de Cicerón -aunque él, reconozcámoslo, fuese tan pedante y engreido- me llevó a rendirle un homenaje en la persona de su viuda. Y me acerqué a ella, cubriéndome la cabeza con la estola, pues la sabiduría constituye para mí un bien sagrado. Ydespués de cumplimentar a la noble Terencia e invitarla a cenar para cualquier día de la próxima semana -la cual habrá transcurrido con creces cuando esta carta llegue a tus manos-, después de tantos cumplidos, como te he dicho, me preguntó por ti. Yle hablé yo de tus últimas cartas sin hacer mención a la tristeza que noto en ellas (no soy de esa clase de amigas).

<strong>No</strong> <strong>digas</strong> <strong>que</strong> <strong>fue</strong> <strong>un</strong> <strong>sueño</strong><br />

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<strong>Terenci</strong> <strong>Moix</strong><br />

Entusiasmado por la corriente de vitalidad <strong>que</strong> de nuevo le arrastraba, Antonio tomó<br />

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<strong>que</strong> mereció la admiración de los jóvenes y le ayudó a sentirse <strong>un</strong>o de ellos.<br />

-¿En cuanto a Cleopatra...? -preg<strong>un</strong>tó Enobarbo, con cautela.<br />

-¡Cleopatra! -susurró Antonio-. Mi <strong>sueño</strong> n<strong>un</strong>ca la excluyó, Enobarbo. A pesar de <strong>que</strong><br />

la moneda no la favorezca, sigue siendo divina.<br />

Antes de partir hacia Delfos, Marco Antonio reconoció a la pe<strong>que</strong>ña Antonia,<br />

cogiéndola en brazos y levantándola hacia el cielo como es costumbre dentro de la<br />

legalidad. Y citando el cuerpo de Octavia estuvo recuperado y el color volvía a poner<br />

salud en sus mejillas, la tomó de nuevo y ella aceptó el regalo de su potencia, de<br />

manera <strong>que</strong> <strong>que</strong>dó encinta otra vez.<br />

¡Gran tema de conversación para el viaje! Pues Antonio disfrutaba vanagloriándose<br />

ante sus soldados de las hazañas <strong>que</strong> su miembro viril podía realizar cuando recibía la<br />

inspiración de Hércules, su otra divinidad tutelar y, además, su antepasado directo. De<br />

modo <strong>que</strong> los soldados disfrutaron más <strong>que</strong> n<strong>un</strong>ca conociendo los detalles íntimos de la<br />

vida sexual de los patricios. Y todos estuvieron de acuerdo en admitir <strong>que</strong> no había otro<br />

general como Marco Antonio, tan sencillo y humano <strong>que</strong> era capaz de compartir a su<br />

esposa con la soldadesca. Lógicamente, le adoraron.<br />

En el palacio expropiado, Octavia dejaba pasar las semanas sin prestar atención a los<br />

dones <strong>que</strong> los días pudieran ofrecerle. El an<strong>un</strong>cio de otro hijo no llevó a su corazón<br />

ning<strong>un</strong>a de las distintas variaciones con <strong>que</strong> suele manifestarse la alegría. Por el<br />

contrario, su semblante se ensombreció, su mirada se <strong>fue</strong> a vagar por la Nada y las<br />

manos adquirieron <strong>un</strong>a extraña palidez <strong>que</strong> atribuyeron a los primeros fríos.<br />

Pero <strong>fue</strong> inútil <strong>que</strong> arrimasen los braseros a su silla preferida. O <strong>que</strong> alimentasen con<br />

más leña la caldera del sótano. Ningún rescoldo era capaz de calmar el frío del alma.<br />

Ningún paisaje servía para avivar la mirada. Ésta se limitaba a errar por el jardín,<br />

desnudo ya en las postrimerías de a<strong>que</strong>l otoño. A falta de otro aliciente la mirada<br />

deambulaba por la espesa alfombra de hojarasca <strong>que</strong> cada día intentaba limpiar en vano<br />

el jardinero Fedro, joven amigo del esclavo Adonis.<br />

Y cuando los dos iban a saludarla con <strong>un</strong> ramo de crisantemos, último homenaje floral<br />

del año, Octavia se esforzaba para sonreírles. Su sonrisa era sincera, pero conseguirla<br />

exigía <strong>un</strong> es<strong>fue</strong>rzo demasiado arduo: se había olvidado de sonreír.<br />

A veces recibía cartas de Roma. Entonces su imaginación volaba hacia los rincones de<br />

la infancia, hacia los edenes de la primera juventud o a las fiestas <strong>que</strong> solía frecuentar<br />

después cuando, esposa ya de Cayo Marcelo, se debía a <strong>un</strong>a intensa vida social.<br />

Su amiga Clodia solucionó las parcelas menos favorables de su otoño ateniense<br />

gracias a <strong>un</strong>a correspondencia habitual y de carácter ameno. Pero la última misiva<br />

acababa de trascender la simple amenidad, el vulgar juego de indiscreciones. Llegaba<br />

para recordarle <strong>un</strong> suceso del <strong>que</strong> <strong>fue</strong> protagonista Marco Antonio. Un suceso <strong>que</strong> a ella<br />

no le gustaba guardar en la memoria. Y mucho menos, resucitarlo.<br />

Clodia empezaba su carta refiriéndose, como de costumbre, a la vida ciudadana.<br />

Algún ban<strong>que</strong>te organizado por personajes de cierto crédito, los juegos de circo, el<br />

encuentro con alg<strong>un</strong>a amiga común en el templo de las vestales y lo lucido <strong>que</strong> había<br />

resultado el cortejo nupcial de otra amiga o, simplemente, de cualquier conocida. Las<br />

acostumbradas habladurías de la buena sociedad, en resumen.<br />

Pero a<strong>que</strong>l día, la carta de Clodia <strong>fue</strong> más lejos en sus intenciones. Y, después de los<br />

preámbulos citados, entraba abiertamente en el tema.

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