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No digas que fue un sueño - Terenci Moix

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<strong>No</strong> <strong>digas</strong> <strong>que</strong> <strong>fue</strong> <strong>un</strong> <strong>sueño</strong><br />

74<br />

<strong>Terenci</strong> <strong>Moix</strong><br />

-¡Cuán traidora es la memoria, <strong>que</strong> sabe presentarse en momentos tan alevosos!<br />

-exclamó el soldado Sixto-. Así jugaban los dos amantes en Alejandría. La divina le<br />

vestía de dama de la corte, os lo aseguro. Y le pintaba los labios y los ojos con la ciencia<br />

del maquillaje, <strong>que</strong> sólo ella posee. Y así, como <strong>un</strong>a ninfa, sólo <strong>que</strong> barbuda, salía mi<br />

general a mezclarse con la multitud, sin escolta, ni protección ni espada <strong>que</strong> le<br />

defendiese. Sólo Cleopatra, vestida a su vez de soldado. Así se divertían. Así de locos<br />

son los amantes en Alejandría.<br />

Alejandría-exclamó Antonio, de súbito-. ¿<strong>No</strong> es allí donde tuve mi imperio?<br />

-Menudo imperio, <strong>que</strong> tiene los limites de <strong>un</strong> burdel -exclamó el soldado joven-. Y<br />

vaya reina con sexo de macho y vaya macho con melindres de doncella.<br />

Al cerrar los ojos, al apretarlos con todas las <strong>fue</strong>rzas de <strong>un</strong> recuerdo incomparable,<br />

Antonio pareció presentir la dirección del mar. ¡De los mares más allá de los muros!<br />

Pues levantó el brazo con la segura autoridad de <strong>un</strong> argonauta y señaló hacia la cortina<br />

raída, hacia el vestíbulo, hacia el exterior de la casa, donde rugían las olas grasientas del<br />

puerto.<br />

-¡Alejandría! -exclamó-. Ella <strong>fue</strong> mi ciudad. Ella <strong>fue</strong> mi <strong>sueño</strong>.<br />

<strong>No</strong> consiguieron detenerle. Con los brazos abiertos en forma de cruz, Antonio corrió<br />

hacia el exterior. Ni siquiera se detuvo al dar con la cabeza contra el dintel de la puerta.<br />

Gritaba el nombre mágico de a<strong>que</strong>l <strong>sueño</strong> <strong>que</strong> el delirio del vino le restituía.<br />

-¡Ciudad divina! -exclamó-. ¡Capital del Oriente <strong>que</strong> casi <strong>fue</strong> mío!<br />

Los soldados corrieron tras él, pero sin alcanzarle. Su carrera desafiaba a los<br />

elementos. Contra su cuerpo desnudo, contra su sucia piel, contra su pringosa<br />

pelambrera batía el granizo, golpeaban las gotas, contemplábase la luz de los<br />

relámpagos. ¡El divino Dionisos tomaba prestadas las sandalias aladas de Mercurio para<br />

atravesar la tempestad, para cruzar los océanos, para instalarse como divinidad tutelar<br />

de Alejandría, la ciudad soñada!<br />

Saltó por encima de las rocas, h<strong>un</strong>dió sus pies desnudos en la arena, sintió por fin <strong>que</strong><br />

las olas batían contra su pecho y entonces, sólo entonces, la memoria tri<strong>un</strong>fó sobre el<br />

presente.<br />

¡La incalculable memoria de Alejandría!<br />

La ciudad, Cleopatra, el Tiempo ...<br />

... retazos de amor disperso, de amor repartido entre elementos <strong>que</strong>, por fin, se <strong>un</strong>ían<br />

en la configuración única de su <strong>sueño</strong>. ¡Cleopatra, el Tiempo, Alejandría! Todo cuanto<br />

soñó entre los brazos de la reina dorada, todo cuanto pensaba entregar a la ciudad<br />

divina, todo cuanto el Tiempo arrastró sin remedio hacia los yermos no del olvido sino de<br />

la resignación. La. piel ardiente de Cleopatra, el fastuoso armiño <strong>que</strong> forraba su sexo, la<br />

sublime armonía de su voz al despertarle a media noche, buscando el abrazo, solicitando<br />

su cuerpo como <strong>un</strong>a gata amorosa. Las calles variopíntas de la ciudad, el abigarrado<br />

tropel de sus perfumes, la embriagadora voluptuosidad <strong>que</strong> an<strong>un</strong>ciaba los crímenes de<br />

Oriente. ¡La ciudad y Cleopatra! El amor y su cúspide en la tierra, el amor y los secretos<br />

infran<strong>que</strong>ables de su culto, el amor y sus delirios inimitables. «¡Cleopatra! -gritó-. ¡El<br />

amor organizado contra el tiempo! ¡El placer acorazado contra los años! ¡La eterna<br />

juventud de los sentidos!»<br />

Los sentidos regresaban. Habían permanecido aletargados bajo estímulos ajenos,<br />

habían permanecido ocultos bajo el vino, bajo el reposo <strong>que</strong> abotarga, bajo el letargo de<br />

<strong>un</strong>a felicidad cotidiana. Y todo era mentira. Los sentidos despertaban ahora: se agitaban<br />

con sólo oír <strong>un</strong>a invocación a Alejandría.

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