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No digas que fue un sueño - Terenci Moix

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<strong>No</strong> <strong>digas</strong> <strong>que</strong> <strong>fue</strong> <strong>un</strong> <strong>sueño</strong><br />

69<br />

<strong>Terenci</strong> <strong>Moix</strong><br />

César, por supuesto. De sus manías, eso es. ¿Sabes <strong>que</strong> se depilaba todo el cuerpo y<br />

<strong>que</strong> cuando volvía a salirle el vello se ponía como <strong>un</strong>a vieja l<strong>un</strong>ática? -rió con la<br />

malignidad de <strong>un</strong>a arpía-. ¡Si llega a saberse en el Senado! Y esto no era nada<br />

comparado con su obsesión por la calvicie. ¡Qué raros son los hombres, por más <strong>que</strong> se<br />

llamen César y se las den de dueños del m<strong>un</strong>do! Tanta aversión por el vello del cuerpo<br />

y, después, se obsesionaba por<strong>que</strong> perdía el de la cabeza.<br />

-¡Calpurnia, Calpurnia! Los años te han vuelto irreverente.<br />

-A mi edad, te lo repito, <strong>un</strong>a piensa: ni más respeto ni más nada. Así te digo <strong>que</strong> dos<br />

cosas obsesionaban a mi esposo: <strong>que</strong> le coronasen rey de Roma, y por ello recibió la<br />

muerte de manos de los conspiradores, y curarse la caída del cabello, con lo cual hizo<br />

ricos a no sé cuántos curanderos y charlatanes. ¡Todos los jóvenes sofisticados de Roma<br />

imitando su peinado y no sabían <strong>que</strong> el gran César se peinaba hacia delante para<br />

disimular su calvicie! Y si te dicen <strong>que</strong> tenía horror al viento por<strong>que</strong> veía en él presagios<br />

f<strong>un</strong>estos, no lo creas. Calpurnia y todos sus íntimos saben <strong>que</strong> si evitaba el viento era<br />

por<strong>que</strong> le dejaba la calvicie al descubierto.<br />

Octavia comprendió <strong>que</strong> las enseñanzas de la gran Calpurnia encerraban <strong>un</strong> porfiado<br />

intento por distraerla de sus cuitas. Y tomando entre las suyas a<strong>que</strong>lla noble mano, le<br />

sonrió con extrema dulzura:<br />

-Adivino <strong>que</strong> tu visita no ha sido únicamente para interesarte por mi hija. Ni siquiera<br />

por mi salud. Y ya <strong>que</strong> lo sé, te agradezco el motivo.<br />

-Querida, la indiscreción, <strong>un</strong>a vez disparada, es como las flechas de Cupido: sólo<br />

puede detenerlas el pecho <strong>que</strong> las recibe. Por haber sido mujer de César, adivino lo <strong>que</strong><br />

es ser esposa de Antonio, pero lo mismo sería serlo de Octavio, de Lépido o de Agripa.<br />

¿Qué más voy a decirte? Tu Antonio es el marido de todos los soldados y el amante de<br />

todas las meretrices. En peores trances no tenga <strong>que</strong> verse tu orgullo. <strong>No</strong> tengas <strong>que</strong><br />

sufrir la humillación de la pobre Pompeya, cuando escuchaba las coplillas <strong>que</strong> corrían<br />

respecto a los amoríos de César con a<strong>que</strong>l rey bárbaro, Nicomedes creo <strong>que</strong> se llamaba.<br />

Y es <strong>que</strong> a cada <strong>un</strong>a de sus esposas nos reservó César alg<strong>un</strong>a sorpresa... <strong>No</strong> diré <strong>que</strong> la<br />

<strong>que</strong> me correspondió <strong>fue</strong>se minúscula... pero puedo asegurar con orgullo <strong>que</strong>, mientras<br />

<strong>fue</strong> mi esposo, no agachó su divino cuerpo para <strong>que</strong> <strong>un</strong> oriental le diese placer por la<br />

espalda. Respondió como <strong>un</strong> hombre con <strong>un</strong>a ramera egipcia. Y como <strong>un</strong> dios le hizo <strong>un</strong><br />

hijo. Sólo <strong>un</strong>a <strong>que</strong>ja, Octavia, sólo <strong>un</strong>a <strong>que</strong>ja. Ya <strong>que</strong> fui incapaz de darle hijos, y no dar<br />

hijos a César es no dárselos a Roma, pudo haberme herido menos engendrando a su<br />

príncipe en <strong>un</strong>a romana...<br />

-Entonces no habría sido <strong>un</strong> príncipe... -musitó Octavia con sumo tacto, pues entendía<br />

<strong>que</strong> estaban rozando alg<strong>un</strong>a herida <strong>que</strong> ni siquiera el tiempo había conseguido cicatrizar.<br />

-Cierto. Tenía <strong>que</strong> ser en <strong>un</strong>a reina. Y esta clase de arbitrariedades ya sólo se dan en<br />

Oriente, donde los pueblos están tan atrasados <strong>que</strong> aceptan hasta el yugo de <strong>un</strong>a<br />

ramera.<br />

¡Oriente! Otra vez a<strong>que</strong>lla palabra <strong>que</strong> llenaba las conversaciones, proponiendo<br />

singulares visiones de esplendor, barbarie y decadencia. Tierras ignotas cuyos orígenes<br />

se perdían en el principio mismo del tiempo. Ceremonias extrañas, hechicerías<br />

fascinantes, arcanos indescifrables. ¡Oriente! Telas s<strong>un</strong>tuosas, perfumes embriagadores,<br />

metales preciosos. Todo cuanto <strong>un</strong>a romana podía considerar exótico pero también<br />

prohibido. Excesos de grandes reyes <strong>que</strong> edificaban sus lujosas cortes sobre la<br />

superstición de su pueblo. Sexualidades pervertidas, sexualidades incestuosas,<br />

sexualidades criminales. Oriente. Siempre Oriente.<br />

Pero dijo Octavia:<br />

-<strong>No</strong> es justo <strong>que</strong> hables así de Cleopatra.<br />

-Así habla Roma.

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