No digas que fue un sueño - Terenci Moix

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No digas que fue un sueño 61 Terenci Moix Vio que sus palabras habían quebrantado las defensas de Octavia. Y quiso rectificar. Pero sin éxito, ya que ella dijo en un lamento: -Cuanto más alto es el honor que se dispensa a su casa más bajo es el placer que busca Antonio. Pero la verdad que siempre sospeché no ha de doler más, por comprobada. Sea así. -No vas a mandarme a esos antros, ¿verdad? Mi amigo me dará de bastonazos si intuye que he estado con esas mujerzuelas. -Entonces dejaré de protegerle, porque no querré a un verdugo como jardinero. Pero estoy fatigada, Adonis. Te ruego que me dejes. Cabalga hasta el Pireo e informa a mi señor de que tiene una hija. Dile que se llama Antonia, como él dispuso si llegaba la ocasión -calló por un instante. Tuvo que esforzarse para reprimir una lágrima-. Dile también que mi hija y yo no queremos interponernos en su albedrío. Que venga cuando le plazca. El esclavo supo descubrir en su fatiga la máscara que ocultaba algún pesar más profundo. Y al ver cómo se incorporaba para recibir a su hija, la admiró. -Salgo al momento -exclamó-. Pero antes quiero decirte que eres la madre más hermosa que vieron mis ojos, divina Octavia. «Humana, simplemente humana. Ya es bastante carga», pensó ella. Cuando quedó a solas con las criadas griegas, Octavia sintió que la tempestad que asolaba al mundo se había introducido en lo más profundo de su alma. En sus brazos, la pequeña Antonia efectuaba mil acciones incontroladas en las que creyó ver gestos de rechazo. La devolvió a una de las mujeres, mientras otra le arreglaba el lecho. Pero Octavia pidió que la dejasen sentada en él, y así permaneció largo rato con la mirada fija en la tempestad que proyectaba sombras monstruosas sobre los tejados de Atenas. Pero las tormentas, aquélla o cualquier otra, tenían que vérselas con toda la integridad que a lo largo del tiempo había convertido a la matrona romana en una institución. La mejor para mantener las formas hasta en el descalabro de la muerte. Para mostrar serenidad ante cualquier tormento. Serena se mostró en la escuela, en los juegos con las muchachas de su edad, en las labores del hogar y en los primeros pasos de aquella experiencia única, adorada todavía en la distancia, que los poetas dieron en llamar primer amor. Con una serenidad teñida de radiante dicha, aceptó la proposición de Cayo Claudio Marcelo, el agradable cónsul que supo conducirla por los cansinos de una felicidad cómoda, sin sobresaltos, tenue y sutil como la virginidad que ella depositaba en sus manos, a guisa de dote más preciada aún que la material. Y toda su serenidad arropó el nacimiento del pequeño Marco Claudio y la ayudó a dirigir sus primeros pasos por los senderos de la dignidad y la entereza que corresponde al heredero de dos nobles familias. Serena supo estar en todo y para todos. Y llevó su serenidad hasta los límites de sus propias fuerzas cuando compareció ante la pira funeraria de su esposo y asistió sin una sola lágrima a la rápida ascensión de las llamas que devoraban el cuerpo amado, la mente respetada, el rostro que nunca la miró sin una sonrisa, los miembros que jamás se dirigieron a ella sin un gesto de deferencia. Pero aquella noche en que dio a luz a la hija de Antonio toda la serenidad de Octavia se convirtió en resignación. Consiguió dominar, los dolores del parto, pero no la apatía que la encarcelaba. Y sus ojos, completamente inexpresivos, recorrían la estancia, asimilando todos los objetos sin posarse en ninguno. Se encontraba sola en medio de un museo de fantasmas convertido en cárcel de oro y belleza. Esculturas griegas, de distintas épocas, que Antonio había ido expropiando de los palacios de Atenas, de los templos de Delfos y Olimpia, y de los cementerios de las islas.

No digas que fue un sueño 62 Terenci Moix ¡Aquel coleccionista exagerado convertía una alcoba en un muestrario de la cultura que le fascinaba, la de los grandes mitos de quienes decía descender! Y Octavia, acostumbrada a la austeridad doméstica que presidió su primer matrimonio, sentía que todas aquellas esculturas la miraban con ironía, burlándose de su alumbramiento. El Olimpo, trasladado a los más exquisitos materiales, le arrojaba una risotada unánime, como si se tomara venganza de cuantas injurias le había infligido el dominio de Roma. Venus, Baco, Juno, Júpiter, acompañados por bulliciosos cortejos de faunos, ninfas, sátiros y amorcillos le escupían el nombre del burdel donde se regocijaba su esposo. Y desde su poderío olímpico, llegaban a despreciar a la recién nacida, pues no había tenido la fuerza de arrancar a su padre de los brazos de sus meretrices, del delirio de sus fuentes de vino. Pero ella resistió la afrenta de sus dioses y, lentamente, fue adoptando una postura más cómoda, como si la obligación de reincorporarse a la vida fuese más importante que su dependencia de Antonio, que su dependencia de cualquier hombre. Al fin y al cabo, la noche había sido suya. Durante nueve meses, cada palpitación, cada íntima vibración de aquella criatura le había pertenecido por entero. Sólo ella la oía moverse en su interior. Sólo ella sentía el infierno en sus entrañas cuando aquella cosa aún increada decidía erguirse en guerrera precoz. Y sólo ella abrió sus carnes para dejar camino a la vida, expulsándola de sí para que fuese propiedad del mundo. Pero no de Antonio, decidió. ¡No de Antonio y sus meretrices! No de ese padre que se conformó con depositar un día la semilla y abandonarla después a su suerte, sin acudir siquiera a la gentil cosecha. Se hallaba ya sentada cuando los esclavos le anunciaron una visita que no era Marco Antonio. Y sonrió ella con desprecio al pensar que cualquier visitante, por ajeno que fuese, podía llegar antes que su esposo: el hombre que al desposarla la había convertido en la mujer más envidiada de Roma, cuando ya era la más respetada. Y resultaba por demás irónico que en el trance de dar a luz a una hija de ambos -«pero sólo la he sufrido yo», repetía en su interior-, que en aquel momento solemne, le hubiese inspirado grandes fuerzas el respeto que el pueblo le otorgaba y ninguna aquel amor que los demás imaginaran poderoso. Una singular combinación de resplandores iluminó la entrada de su visitante. Y diríáse que los rayos caían tan cerca sólo para realzar aquel privilegio. Pues al levantar el manto que la protegía de los elementos, apareció, debidamente realzado, el rostro todavía hermoso de la viuda de Calpurnia Pisón. La viuda de Julio César. -¡Pude ser rey de Oriente! -aullaba el general borracho, en el interior del burdel. Bajo la tormenta, la casa parecía más decrépita aún que en otras noches. Un edificio de una sola planta, con una portezuela de madera podrida. Muros gastados a lo largo de los años a causa del salitre del mar y los orines de mil perros vagabundos. Olor a pescado podrido. Acumulación de desperdicios en la esquina. Y toda la miseria del puerto en su interior. Cuando Adonis entró en el vestíbulo a toda prisa, sacudiéndose la lluvia que le había dejado empapado, oyó la voz inconfundible de su señor que seguía gritando en una de las salas interiores: -¡Estuve a punto de ser rey de Oriente! ¡Creedme, cerdas! ¡Tuve Oriente en mis manos! Su voz se interrumpía con los eructos provocados por el vino. Su angustia traspasaba los muros. Y Adonis, que había temblado de miedo al cabalgar hasta el Pireo entre los rayos, tembló ahora de indignación. Pensaba en la soledad de su señora Octavia y en las

<strong>No</strong> <strong>digas</strong> <strong>que</strong> <strong>fue</strong> <strong>un</strong> <strong>sueño</strong><br />

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<strong>Terenci</strong> <strong>Moix</strong><br />

Vio <strong>que</strong> sus palabras habían <strong>que</strong>brantado las defensas de Octavia. Y quiso rectificar.<br />

Pero sin éxito, ya <strong>que</strong> ella dijo en <strong>un</strong> lamento:<br />

-Cuanto más alto es el honor <strong>que</strong> se dispensa a su casa más bajo es el placer <strong>que</strong><br />

busca Antonio. Pero la verdad <strong>que</strong> siempre sospeché no ha de doler más, por<br />

comprobada. Sea así.<br />

-<strong>No</strong> vas a mandarme a esos antros, ¿verdad? Mi amigo me dará de bastonazos si<br />

intuye <strong>que</strong> he estado con esas mujerzuelas.<br />

-Entonces dejaré de protegerle, por<strong>que</strong> no <strong>que</strong>rré a <strong>un</strong> verdugo como jardinero. Pero<br />

estoy fatigada, Adonis. Te ruego <strong>que</strong> me dejes. Cabalga hasta el Pireo e informa a mi<br />

señor de <strong>que</strong> tiene <strong>un</strong>a hija. Dile <strong>que</strong> se llama Antonia, como él dispuso si llegaba la<br />

ocasión -calló por <strong>un</strong> instante. Tuvo <strong>que</strong> esforzarse para reprimir <strong>un</strong>a lágrima-. Dile<br />

también <strong>que</strong> mi hija y yo no <strong>que</strong>remos interponernos en su albedrío. Que venga cuando<br />

le plazca.<br />

El esclavo supo descubrir en su fatiga la máscara <strong>que</strong> ocultaba algún pesar más<br />

prof<strong>un</strong>do. Y al ver cómo se incorporaba para recibir a su hija, la admiró.<br />

-Salgo al momento -exclamó-. Pero antes quiero decirte <strong>que</strong> eres la madre más<br />

hermosa <strong>que</strong> vieron mis ojos, divina Octavia.<br />

«Humana, simplemente humana. Ya es bastante carga», pensó ella.<br />

Cuando <strong>que</strong>dó a solas con las criadas griegas, Octavia sintió <strong>que</strong> la tempestad <strong>que</strong><br />

asolaba al m<strong>un</strong>do se había introducido en lo más prof<strong>un</strong>do de su alma. En sus brazos, la<br />

pe<strong>que</strong>ña Antonia efectuaba mil acciones incontroladas en las <strong>que</strong> creyó ver gestos de<br />

rechazo. La devolvió a <strong>un</strong>a de las mujeres, mientras otra le arreglaba el lecho. Pero<br />

Octavia pidió <strong>que</strong> la dejasen sentada en él, y así permaneció largo rato con la mirada fija<br />

en la tempestad <strong>que</strong> proyectaba sombras monstruosas sobre los tejados de Atenas.<br />

Pero las tormentas, aquélla o cualquier otra, tenían <strong>que</strong> vérselas con toda la<br />

integridad <strong>que</strong> a lo largo del tiempo había convertido a la matrona romana en <strong>un</strong>a<br />

institución. La mejor para mantener las formas hasta en el descalabro de la muerte. Para<br />

mostrar serenidad ante cualquier tormento.<br />

Serena se mostró en la escuela, en los juegos con las muchachas de su edad, en las<br />

labores del hogar y en los primeros pasos de a<strong>que</strong>lla experiencia única, adorada todavía<br />

en la distancia, <strong>que</strong> los poetas dieron en llamar primer amor. Con <strong>un</strong>a serenidad teñida<br />

de radiante dicha, aceptó la proposición de Cayo Claudio Marcelo, el agradable cónsul<br />

<strong>que</strong> supo conducirla por los cansinos de <strong>un</strong>a felicidad cómoda, sin sobresaltos, tenue y<br />

sutil como la virginidad <strong>que</strong> ella depositaba en sus manos, a guisa de dote más preciada<br />

aún <strong>que</strong> la material. Y toda su serenidad arropó el nacimiento del pe<strong>que</strong>ño Marco Claudio<br />

y la ayudó a dirigir sus primeros pasos por los senderos de la dignidad y la entereza <strong>que</strong><br />

corresponde al heredero de dos nobles familias.<br />

Serena supo estar en todo y para todos. Y llevó su serenidad hasta los límites de sus<br />

propias <strong>fue</strong>rzas cuando compareció ante la pira f<strong>un</strong>eraria de su esposo y asistió sin <strong>un</strong>a<br />

sola lágrima a la rápida ascensión de las llamas <strong>que</strong> devoraban el cuerpo amado, la<br />

mente respetada, el rostro <strong>que</strong> n<strong>un</strong>ca la miró sin <strong>un</strong>a sonrisa, los miembros <strong>que</strong> jamás<br />

se dirigieron a ella sin <strong>un</strong> gesto de deferencia.<br />

Pero a<strong>que</strong>lla noche en <strong>que</strong> dio a luz a la hija de Antonio toda la serenidad de Octavia<br />

se convirtió en resignación. Consiguió dominar, los dolores del parto, pero no la apatía<br />

<strong>que</strong> la encarcelaba. Y sus ojos, completamente inexpresivos, recorrían la estancia,<br />

asimilando todos los objetos sin posarse en ning<strong>un</strong>o. Se encontraba sola en medio de <strong>un</strong><br />

museo de fantasmas convertido en cárcel de oro y belleza. Esculturas griegas, de<br />

distintas épocas, <strong>que</strong> Antonio había ido expropiando de los palacios de Atenas, de los<br />

templos de Delfos y Olimpia, y de los cementerios de las islas.

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