No digas que fue un sueño - Terenci Moix

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No digas que fue un sueño 55 Terenci Moix de todas las reinas de Egipto que alguna vez buscaron su eternidad en las tumbas de la Sede de la Belleza. De regreso a Alejandría, la reina ordenó que se reuniese la corte a fin de conocer sus decisiones. Mucho tuvieron que esforzarse los chambelanes para localizar a todos los ministros, todas las damas, todos los oficiales. La placidez de la tarde propiciaba las salidas, cuando no algún exceso. Y más allá del dolor de su reina, más allá de la ausencia de su bacante oficial -el romano Antonio-, Alejandría continuaba extendiendo sus tentáculos, irresistibles para los amantes del placer. Por fin fueron localizados los servidores de Cleopatra y cuantos tenían acceso a su gobierno o a su intimidad. Y al conocerse la noticia de que la reina aliviaba su luto, la corte sacó sus mejores galas y en el gran salón del trono desfiló el esplendor de Oriente cual una cabalgata que celebrase el regreso de la alegría... Lujosas túnicas, mantos de oro, abanicos de suntuosas plumas, bastones de plata, collares de esmeraldas, pelucas adornadas con todo tipo de joyería, nada faltó en una recepción que se proclamaba sencilla e íntima... ¡a su pesar! Vieron aparecer a la reina en lo alto de la gran escalinata. Para quienes conocieron sus días de luto, su presencia tuvo el efecto de un milagro. Enteramente vestida de oro, con los brazos cruzados sobre el pecho y en sus manos los cetros del poder, no parecía la encarnación de lo majestuoso, sino la representación de la divinidad. Aparecía bajo los rasgos de Isis y anunció que en adelante aquél sería su uniforme para las audiencias y fiestas de solemnidad. La seguían sus consejeros -Sosígenes y Epistemo en primer lugar- y a corta distancia su capitán, el apuesto Apolodoro. Más allá, sus damas, vestidas de lino blanco como las vírgenes o las sacerdotisas. Y culminando el séquito, las dos nodrizas reales, que llevaban en brazos a los dos hijos de Antonio, a los gemelos Alejandro Helios y Cleopatra Selene, príncipes de Egipto. Todos los ojos estaban fijos en Cleopatra. Avanzaba hacia el trono dorado, con paso severo pero rítmico. Era como si obedeciese a los sones de varios arpistas a quienes dirigía el ciego Ramose. Nunca apareció tan serena la voz de Cleopatra Séptima. Nunca quedó tan clara su ascendencia y sus derechos. -El rey de Egipto a su corte. El rey de Egipto a sus amigos. Reanudamos la vida después de haber viajado hasta el fondo de la muerte. Levantamos un luto que nunca debió celebrarse. ¡Que regresen los colores a Alejandría! Que se anuncie su resurrección de un confín a otro de la tierra. Desde las remotas costas de Hispania, donde habitan los monstruos marinos, hasta las montañas de la China, donde nacen los ríos color de jade. El rey ya no teme a la muerte. Ni a la muerte, ni a los monstruos que asustan a los romanos, ni a los ríos con colores extravagantes. La razón del rey es una sola: que empieza a partir de hoy, bajo la placidez del mes de Atir, la época más gloriosa de la historia de Alejandría. Llamó entonces a Apolodoro. El capitán se arrodilló ante ella. Y más de una dama suspiraba, tal era su apostura. -Creo recordar que en mi delirio di al fiel Apolodoro una orden excesivamente drástica. -Me ordenaste que mis hombres destruyesen todas las estatuas que representan a Marco Antonio. Y que su nombre fuese borrado de todas las inscripciones. -Esta orden queda revocada. -¡Mi reina! -exclamó Apolodoro, tan azorado que incluso equivocaba el tratamiento.

No digas que fue un sueño 56 Terenci Moix -No seria digno de este título si permitiese que se convierta en decreto público la furia de una mujer abandonada. Si el pueblo no ha de verme llorar, para no tener a su monarca por un ser débil, menos ha de conocer su afán de destrucción, pues podrían tomarlo por bárbaro. Los romanos trastocan la historia, la manipulan de acuerdo a sus intereses. ¡Sabemos demasiado poco de la historia de Egipto como para que su rey borre la más inmediata! Si el nombre de Marco Antonio tiene que desaparecer será por sus propios pecados. No ha de contribuir a ello el despecho del rey. No será éste el legado que dejará a los príncipes de Egipto. -¿Recibirán los hijos de Antonio el mismo tratamiento que el del César? -preguntó Sosígenes, inclinándose ante el trono. -¿Acaso no son hijos de Cleopatra? No necesitó añadir una palabra más. Con su decisión legitimaba a dos niños que, para muchos, eran el símbolo de la vergüenza. -¡Hembra divina! -exclamó Epistemo por lo bajo. Pero no tanto como para que Cleopatra, desde lo más elevado de su majestad, no percibiera el movimiento de sus labios. -Esta noche celebraremos un banquete en tu honor, Epistemo. No será con los excesos de otros tiempos, pues éstos ya han pasado. Pero sí constituirá una noble despedida para quien va a dejarnos mucho antes de lo que nos mismo desearíamos. Epistemo se adelantó unos pasos, con gesto de sorpresa. Cleopatra cortó la posibilidad de cualquier palabra: ya de acatamiento, ya de rechazo. -Partirás mañana mismo para Judea. El viaje es largo y hace demasiadas semanas que las intrigas de Herodes no cuentan con un adepto al trono egipcio que las neutralice. Partirás, pues, en buena hora. La sesión fue larga. Desfilaron los gobernadores de las provincias, los embajadores extranjeros, los mercaderes ansiosos de obtener permisos, los funcionarios agradeciendo alguna prebenda. Y cuando todos hubieron pasado, y la fatiga aún se resistía a aparecer en el rostro de la reina, llegó el momento de hablar con Roma. ¡La primera en el mundo y la última ante el trono de Egipto! El general Marcio se inclinó como habían hecho todos los demás. Y expuso los problemas inherentes al tratado entre Roma y Egipto. -Comprendo que Roma quiera más -dijo Cleopatra-, pero también deberías comprender que Egipto aspire a dar menos. El actual tratado se firmó en unas condiciones que me atrevería a calificar de privilegiadas. -Marcio asintió, comprendiendo-. Las circunstancias personales del rey de Egipto pudieron favorecer que el triunviro Marco Antonio accediese a hacer algunas concesiones que el senado de aquel noble pueblo puede considerar excesivas. Ha llegado a decirse que Egipto obtuvo sus ventajas gracias al lecho de Cleopatra. Surgió un murmullo de indignación en los asistentes. Y hasta el rudo Marcio se avergonzó. -En modo alguno quise decir esto, mi señor. -Los tiempos han cambiado, Matcio. Con lecho o sin él, Roma no puede pretender más ventajas de Egipto. El tratado se ha convertido en un saqueo constante. Se lleva más de la mitad de la cosecha de nuestros campesinos. Los barcos romanos surcan los mares cargados de trigo egipcio. Es lógico que aspiremos a retener un poco más del que nos dejan como limosna... -Me permito recordarte, gran señor, que tu padre... -Mi padre solicitó la intervención de Roma, y Roma está muy acostumbrada a intervenir en los países extranjeros. Demasiado acostumbrada, diría yo. En cualquier

<strong>No</strong> <strong>digas</strong> <strong>que</strong> <strong>fue</strong> <strong>un</strong> <strong>sueño</strong><br />

56<br />

<strong>Terenci</strong> <strong>Moix</strong><br />

-<strong>No</strong> seria digno de este título si permitiese <strong>que</strong> se convierta en decreto público la furia<br />

de <strong>un</strong>a mujer abandonada. Si el pueblo no ha de verme llorar, para no tener a su<br />

monarca por <strong>un</strong> ser débil, menos ha de conocer su afán de destrucción, pues podrían<br />

tomarlo por bárbaro. Los romanos trastocan la historia, la manipulan de acuerdo a sus<br />

intereses. ¡Sabemos demasiado poco de la historia de Egipto como para <strong>que</strong> su rey borre<br />

la más inmediata! Si el nombre de Marco Antonio tiene <strong>que</strong> desaparecer será por sus<br />

propios pecados. <strong>No</strong> ha de contribuir a ello el despecho del rey. <strong>No</strong> será éste el legado<br />

<strong>que</strong> dejará a los príncipes de Egipto.<br />

-¿Recibirán los hijos de Antonio el mismo tratamiento <strong>que</strong> el del César? -preg<strong>un</strong>tó<br />

Sosígenes, inclinándose ante el trono.<br />

-¿Acaso no son hijos de Cleopatra?<br />

<strong>No</strong> necesitó añadir <strong>un</strong>a palabra más. Con su decisión legitimaba a dos niños <strong>que</strong>, para<br />

muchos, eran el símbolo de la vergüenza.<br />

-¡Hembra divina! -exclamó Epistemo por lo bajo. Pero no tanto como para <strong>que</strong><br />

Cleopatra, desde lo más elevado de su majestad, no percibiera el movimiento de sus<br />

labios.<br />

-Esta noche celebraremos <strong>un</strong> ban<strong>que</strong>te en tu honor, Epistemo. <strong>No</strong> será con los<br />

excesos de otros tiempos, pues éstos ya han pasado. Pero sí constituirá <strong>un</strong>a noble<br />

despedida para quien va a dejarnos mucho antes de lo <strong>que</strong> nos mismo desearíamos.<br />

Epistemo se adelantó <strong>un</strong>os pasos, con gesto de sorpresa. Cleopatra cortó la<br />

posibilidad de cualquier palabra: ya de acatamiento, ya de rechazo.<br />

-Partirás mañana mismo para Judea. El viaje es largo y hace demasiadas semanas<br />

<strong>que</strong> las intrigas de Herodes no cuentan con <strong>un</strong> adepto al trono egipcio <strong>que</strong> las neutralice.<br />

Partirás, pues, en buena hora.<br />

La sesión <strong>fue</strong> larga. Desfilaron los gobernadores de las provincias, los embajadores<br />

extranjeros, los mercaderes ansiosos de obtener permisos, los f<strong>un</strong>cionarios agradeciendo<br />

alg<strong>un</strong>a prebenda. Y cuando todos hubieron pasado, y la fatiga aún se resistía a aparecer<br />

en el rostro de la reina, llegó el momento de hablar con Roma. ¡La primera en el m<strong>un</strong>do<br />

y la última ante el trono de Egipto!<br />

El general Marcio se inclinó como habían hecho todos los demás. Y expuso los<br />

problemas inherentes al tratado entre Roma y Egipto.<br />

-Comprendo <strong>que</strong> Roma quiera más -dijo Cleopatra-, pero también deberías<br />

comprender <strong>que</strong> Egipto aspire a dar menos. El actual tratado se firmó en <strong>un</strong>as<br />

condiciones <strong>que</strong> me atrevería a calificar de privilegiadas. -Marcio asintió,<br />

comprendiendo-. Las circ<strong>un</strong>stancias personales del rey de Egipto pudieron favorecer <strong>que</strong><br />

el tri<strong>un</strong>viro Marco Antonio accediese a hacer alg<strong>un</strong>as concesiones <strong>que</strong> el senado de a<strong>que</strong>l<br />

noble pueblo puede considerar excesivas. Ha llegado a decirse <strong>que</strong> Egipto obtuvo sus<br />

ventajas gracias al lecho de Cleopatra.<br />

Surgió <strong>un</strong> murmullo de indignación en los asistentes. Y hasta el rudo Marcio se<br />

avergonzó.<br />

-En modo alg<strong>un</strong>o quise decir esto, mi señor.<br />

-Los tiempos han cambiado, Matcio. Con lecho o sin él, Roma no puede pretender más<br />

ventajas de Egipto. El tratado se ha convertido en <strong>un</strong> sa<strong>que</strong>o constante. Se lleva más de<br />

la mitad de la cosecha de nuestros campesinos. Los barcos romanos surcan los mares<br />

cargados de trigo egipcio. Es lógico <strong>que</strong> aspiremos a retener <strong>un</strong> poco más del <strong>que</strong> nos<br />

dejan como limosna...<br />

-Me permito recordarte, gran señor, <strong>que</strong> tu padre...<br />

-Mi padre solicitó la intervención de Roma, y Roma está muy acostumbrada a<br />

intervenir en los países extranjeros. Demasiado acostumbrada, diría yo. En cualquier

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