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<strong>No</strong> <strong>digas</strong> <strong>que</strong> <strong>fue</strong> <strong>un</strong> <strong>sueño</strong><br />
51<br />
<strong>Terenci</strong> <strong>Moix</strong><br />
griega, apareció en lo alto de su barco vestida a la usanza de los faraones guerreros <strong>que</strong><br />
pusieron su <strong>fue</strong>rza al servicio de Amón.<br />
Vestía la coraza de oro y el casco azul <strong>que</strong> el pueblo ya sólo podía ver en los relieves<br />
de los antiguos templos. Era <strong>un</strong>a reencarnación de a<strong>que</strong>llos grandes dominadores <strong>que</strong><br />
aplastaban con su poderoso puño a pueblos <strong>que</strong> la historia habla olvidado. Pues los<br />
muros sagrados de Tebas demostraban a los hijos del presente <strong>que</strong> el tiempo también<br />
arrastró consigo a naciones poderosas <strong>que</strong> <strong>un</strong> día se creyeron invencibles. Ya no existían<br />
Babilonia, Mitanni o P<strong>un</strong>t. Otros pueblos reinaban en los solares de los hititas, los<br />
mitamies o los khabiri. La vida <strong>que</strong> conocieron, las victorias de <strong>que</strong> se vanagloriaron sólo<br />
eran palabras sin vida inscritas en muros gigantescos, destinados también al olvido.<br />
«Sólo somos olvido colocado en manos de <strong>un</strong>a vol<strong>un</strong>tad más <strong>fue</strong>rte <strong>que</strong> los <strong>sueño</strong>s del<br />
m<strong>un</strong>do», había dicho el joven sacerdote de Isis el día anterior. Y ahora Tebas se lo<br />
confirmaba mientras Cleopatra, la reina obcecada en <strong>un</strong> luto de amor, pugnaba<br />
desesperadamente por deshacer la maldición de los siglos, devolviendo al pueblo el<br />
espejismo de la gloria.<br />
Aumentaban los vítores de la multitud. Cleopatra montó en su carro de oro, copiado<br />
también de los faraones, y el pueblo creyó ver en ella <strong>un</strong>a reproducción del gran<br />
Ramsés. Enarbolando el bastón de su autoridad, profirió varios gritos en dialecto tebano.<br />
La plebe enlo<strong>que</strong>ció; desde hacía tres siglos, se había acostumbrado a <strong>que</strong> la familia real<br />
de Alejandría se dirigiese a ella utilizando el idioma griego. ¡Hoy regresaba <strong>un</strong>a auténtica<br />
hija del Nilo! Acaso <strong>un</strong>a misteriosa descendiente de a<strong>que</strong>llos reyes sepultados en los<br />
valles de las montañas rosadas. Tal vez la reencarnación de a<strong>que</strong>lla otra reina<br />
legendaria, cuyos obeliscos se levantaban todavía en los maltrechos santuarios de<br />
Amón.<br />
Pero la nueva faraona, la guerrera de oro, no ap<strong>un</strong>taba hacia el dios. Su cetro se<br />
dirigía en dirección contraria: hacia la orilla opuesta del Nilo, hacia las tumbas reales. Y<br />
cuando tomó las bridas de manos de <strong>un</strong> soldado negro, cuando arrancó a sus caballos <strong>un</strong><br />
trote de centauros, todo su séquito la siguió en a<strong>que</strong>lla dirección.<br />
Envuelta en <strong>un</strong>a nube de polvo <strong>que</strong> la plebe tomó por <strong>un</strong> nuevo prodigio, Cleopatra<br />
Séptima dirigió su veloz carrera hacia el más allá de la vida. Cruzó las fértiles veredas<br />
<strong>que</strong> crecen j<strong>un</strong>to al río y al llegar ante los dos enormes colosos de piedra <strong>que</strong> los<br />
viajeros griegos consideran <strong>un</strong>a representación del hijo de la Aurora, volvió a levantar el<br />
bastón real, como lejano homenaje de <strong>un</strong> soberano a otro. Pues ella sabía <strong>que</strong>, a pesar<br />
de las fabulaciones de sus contemporáneos, a<strong>que</strong>llos dos colosos pertenecían a <strong>un</strong> gran<br />
rey cuyo templo se h<strong>un</strong>dió con el paso de los siglos.<br />
Dejaron atrás la necrópolis de los nobles y las ruinas calcinadas de la ciudad de los<br />
obreros <strong>que</strong>, durante dos milenios, trabajaron en a<strong>que</strong>lla zona para conseguir <strong>que</strong> el<br />
esplendor y la felicidad de las noches de Tebas se prolongasen en la gran noche de la<br />
Eternidad. Y por fin, Cleopatra detuvo su carrera a la entrada de <strong>un</strong> angosto sendero,<br />
abierto en la montaña como <strong>un</strong>a herida.<br />
-¿Habrá llegado ya el príncipe Cesarión?<br />
Apolodoro, <strong>que</strong> cabalgaba j<strong>un</strong>to al carro real, se apresuró a señalar la cima en forma<br />
de pirámide <strong>que</strong> presidía otro de los valles de la montaña. El sol se ocultaba tras ella, el<br />
imperio del día estaba a p<strong>un</strong>to de concluir. Y el capitán recordó a la reina <strong>que</strong> los<br />
sacerdotes habían puesto como condición <strong>que</strong> el encuentro entre Totmés y el príncipe<br />
ocurriese cuando el sol h<strong>un</strong>de su barca en los dominios de la noche. Ni antes ni después.<br />
Totmés sentíase conmocionado ante el prof<strong>un</strong>do misterio <strong>que</strong> emanaba del lugar y la<br />
intensa sublimidad implícita en el crepúsculo. Compartía con Epistemo <strong>un</strong>o de los carros<br />
reales. Y de habérselo permitido sus emociones, le hubiera extrañado <strong>que</strong> <strong>un</strong> diplomático<br />
pudiese conducir el carro de guerra con <strong>un</strong>a marcialidad, con <strong>un</strong> dominio <strong>que</strong><br />
sobrepasaban a la simple pericia.