No digas que fue un sueño - Terenci Moix

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No digas que fue un sueño 37 Terenci Moix templo mi educación de príncipe. Mis amantes romanos se reían cuando les decía que se me concede este tratamiento. Príncipe fui, que no princesa; del mismo modo que soy rey, no soberana. ¡El último soberano de la estirpe de Alejandro! ¿Habría temblado él, en esta oscuridad? La leyenda de su valor guiaba mi aprendizaje de la valentía. Me entrenaba enfrentándome a los vientos. Al pasar sus aullidos a través de las ventanillas de la sala sagrada, al deslizarse entre las altas columnas, era como si todos los muertos del pasado viniesen a amenazarme en mi retiro. Esa niña que fue Cleopatra tuvo que crecer combatiendo el miedo. Y tan experta llegó a ser en el combate y obtuvo tantas victorias sobre sí misma, que ni siquiera tembló ante el gran Julio. Yo entré en Roma presidiendo un triunfo que no precisó de guerra alguna. Fui coronela de un ejército que arrasó el foro sin disparar una sola flecha. Y fue aquí, en esta estancia, donde busqué mis fuerzas. Aquí, combatiendo a los espectros que el viento me llevaba cada noche. Una vez conseguí triunfar, supe que jamás volvería a rendirme. Y sin embargo hoy he vuelto a sentir miedo. Pero no me has protegido contra él como hiciste en otros tiempos. No me has inspirado la seguridad que comunicaste a mi niñez cuando llegabas entre las columnas, tocada con las sacras insignias, fingiéndote la encarnación de la gran diosa. Hoy he visto que no puedes curar mis terrores, porque sólo eres una pobre mujer, tan indefensa como aquella niña. -Ya ves que el amor que puedo comunicarte es como el de los demás. Sólo agonía. Pero no volverás a conocerla. Si la niña que fue Cleopatra pudo vencer al terror en este templo, la mujer que hay en ti ha de ser guardiana de todos los terrores. Recuerda que así llama la plebe a la gran esfinge. Ella es mil años más vieja que nosotros, y todavía se mantiene en pie. Tu fuerza ha de ser digna de la suya. Velarás esta noche en el altar de Hator, y antes de que salga el sol te será revelado el gran misterio que sólo los iniciados pueden conocer. -¿Dónde estarás tú, Dictias? -No volverás a ver a la mujer. Cuando nos encontremos, después de tu reposo, seré la voz de Hator. Y el martillo de su ira, si se tercia. ¿Fue un milagro inesperado lo que le devolvió su dignidad perdida? ¿Fue acaso la altivez desesperada de un excelente perdedor? En cualquier caso, todo su cuerpo iba enderezándose hasta adquirir una realeza que Cleopatra envidió. Pues la suya había quedado humillada por la desnudez y aun por la sensación de haberse visto rechazada. Y mientras Dictias batía palmas solicitando la presencia de sus sacerdotisas se atrevió a preguntar: -¿Me traerá la diosa visiones de Antonio? ¡Quiero verle! Quiero saber qué hace en este instante. Si todavía me ama, renegaré de mí misma por haberle insultado. Si le veo sufrir en la distancia, sabré perdonarle. Sólo la autoridad que acababa de renacer dio fuerzas a Dictias para arrojar una mirada de desprecio a la que un día fuese su pupila. -¡Hembra estúpida! ¿Pretendes comprometer a los grandes misterios de la Creación en tus ardores de gata insatisfecha? Antes te dije que estabas en tu templo, no en tu prostíbulo. Pero tú caes más bajo todavía al confundirlo con un mercado. Allí se encuentran las mujerucas tuertas que leen la mano a las matronas y preparan mejunjes para las doncellas y hacen aparecer en bolas de cristal la efigie de los maridos que están de viaje. Todo esto y muchas otras magias encontrarás en los mercados y hasta en las ágoras, pero no en los recintos sagrados donde se veneran los misterios del cielo. La reina de Egipto se arrodilló, avergonzada, y fueron necesarias dos sacerdotisas para ayudarla a levantarse. Así la condujeron por una intrincada serie de pasadizos que llegaron a formar un dédalo retorcido, un juego de gargantas impenetrables. Era como adentrarse en las profundidades del mundo. Era un ovillo de piedra que se iba enredando progresivamente y daba paso a escaleras que descendían a criptas

No digas que fue un sueño 38 Terenci Moix subterráneas para, después, remontarla de nuevo hacia el cielo por peldaños tan estrechos que se veía obligada a apoyarse en los muros a fin de no resbalar. Y sólo las antorchas que portaban las sacerdotisas iluminaban por un breve instante la infinita acumulación de jeroglíficos que la rodeaban. Invocaciones a la diosa, a los miembros de su familia y a ella misma. La dejaron en una pequeña estancia de paredes completamente desnudas. Y quedó sumida en la oscuridad mientras el aire se llenaba de un vaho insólito, profundo y dulce a la vez. Y en esta nebulosa irreconocible, quedó dormida la soberana de las Dos Tierras. En el exterior del templo, en el gran patio, Epistemo seguía los pasos del joven sacerdote de Isis. Sonreía al pensar que, una vez más, los papeles habían cambiado. Pues si bien fue el mancebo quien se unió a él en un principio, desvió al poco sus pasos para iniciar un paseo en solitario, absorto ante las imágenes que sus ojos contemplaban por vez primera. Y al complacerse en aquella figura inmaculada que avanzaba lentamente entre las nuevas construcciones del templo, pensó que dos mundos se enfrentaban y que él, Epistemo, era testigo excepcional del gran combate. Porque en el aspecto de Totmés revivía por entero la tradición mientras el templo revelaba lo más actual de las nuevas tendencias. Allí, en el corazón del Alto Nilo, la familia de Cleopatra quiso perpetuar unos mitos que en su condición de extranjeros no les pertenecían. Pero la misma voluntad de perpetuarlos, de hacerlos vivos, implicaba la necesidad de reconocer que existía en Egipto una voz más profunda aún que todas sus innovaciones. Una voz que seguía resonando en los templos más antiguos, en las canciones de los campesinos, en los barrios populares de Tebas. Era una voz que no había conseguido acallar la elegante influencia de los griegos, dictadores de la moda y la cultura en Alejandría. Aquella noche, la voz del pasado parecía surgir de labios de Totmés. Pero convertida en un gemido más doloroso aún que el luto de amor de Cleopatra. Epistemo le alcanzó cuando se encontraba acariciando unos relieves que representaban a la diosa del amor consagrando a su divino hijo. Eran de ejecución reciente, y aun cuando seguían los dictados de la tradición, su estilo delataba la influencia extranjera. De modo que Totmés cambió su caricia por un puñetazo lleno de furia. -¿Qué será de mi pueblo cuando incluso las plegarias a los dioses están mal escritas? Y leyó en voz alta las inscripciones del muro. Pero no con la piadosa actitud de una invocación, sino más bien con la severidad del maestro que en cada palabra del discípulo descubre un atentado a las normas. Y Epistemo le admiró, porque muy pocos hombres en Egipto estaban capacitados para comprender los antiguos jeroglíficos. . -Esta ciencia que me han enseñado se convierte en una ciencia de la muerte -murmuró el sacerdote-. Sólo me sirve para comprobar que ya no tiene cabida en el mundo. Subieron a la terraza del templo. Y como sea que Totmés continuaba con su tristeza, Epistemo dejó sonar de nuevo sus monedas fenicias, anunciando que estaba dispuesto a volver a la frivolidad. -Dulce Totmés, tus meditaciones evocan tanta ruina que me haces sentir en el final de los tiempos... -¿Y no lo es el tiempo que nos ha tocado vivir? -musitó el mancebo, absorto en la contemplación de las dunas-. Me han educado para amar a un Egipto poblado de sombras prestigiosas. Y cada vez que abandono mi retiro y observo a mi alrededor, me siento más defraudado, porque las sombras ya ni siquiera se atreven a salir del fondo de los templos.

<strong>No</strong> <strong>digas</strong> <strong>que</strong> <strong>fue</strong> <strong>un</strong> <strong>sueño</strong><br />

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<strong>Terenci</strong> <strong>Moix</strong><br />

templo mi educación de príncipe. Mis amantes romanos se reían cuando les decía <strong>que</strong> se<br />

me concede este tratamiento. Príncipe fui, <strong>que</strong> no princesa; del mismo modo <strong>que</strong> soy<br />

rey, no soberana. ¡El último soberano de la estirpe de Alejandro! ¿Habría temblado él, en<br />

esta oscuridad? La leyenda de su valor guiaba mi aprendizaje de la valentía. Me<br />

entrenaba enfrentándome a los vientos. Al pasar sus aullidos a través de las ventanillas<br />

de la sala sagrada, al deslizarse entre las altas columnas, era como si todos los muertos<br />

del pasado viniesen a amenazarme en mi retiro. Esa niña <strong>que</strong> <strong>fue</strong> Cleopatra tuvo <strong>que</strong><br />

crecer combatiendo el miedo. Y tan experta llegó a ser en el combate y obtuvo tantas<br />

victorias sobre sí misma, <strong>que</strong> ni siquiera tembló ante el gran Julio. Yo entré en Roma<br />

presidiendo <strong>un</strong> tri<strong>un</strong>fo <strong>que</strong> no precisó de guerra alg<strong>un</strong>a. Fui coronela de <strong>un</strong> ejército <strong>que</strong><br />

arrasó el foro sin disparar <strong>un</strong>a sola flecha. Y <strong>fue</strong> aquí, en esta estancia, donde busqué<br />

mis <strong>fue</strong>rzas. Aquí, combatiendo a los espectros <strong>que</strong> el viento me llevaba cada noche.<br />

Una vez conseguí tri<strong>un</strong>far, supe <strong>que</strong> jamás volvería a rendirme. Y sin embargo hoy he<br />

vuelto a sentir miedo. Pero no me has protegido contra él como hiciste en otros tiempos.<br />

<strong>No</strong> me has inspirado la seguridad <strong>que</strong> com<strong>un</strong>icaste a mi niñez cuando llegabas entre las<br />

columnas, tocada con las sacras insignias, fingiéndote la encarnación de la gran diosa.<br />

Hoy he visto <strong>que</strong> no puedes curar mis terrores, por<strong>que</strong> sólo eres <strong>un</strong>a pobre mujer, tan<br />

indefensa como a<strong>que</strong>lla niña.<br />

-Ya ves <strong>que</strong> el amor <strong>que</strong> puedo com<strong>un</strong>icarte es como el de los demás. Sólo agonía.<br />

Pero no volverás a conocerla. Si la niña <strong>que</strong> <strong>fue</strong> Cleopatra pudo vencer al terror en este<br />

templo, la mujer <strong>que</strong> hay en ti ha de ser guardiana de todos los terrores. Recuerda <strong>que</strong><br />

así llama la plebe a la gran esfinge. Ella es mil años más vieja <strong>que</strong> nosotros, y todavía se<br />

mantiene en pie. Tu <strong>fue</strong>rza ha de ser digna de la suya. Velarás esta noche en el altar de<br />

Hator, y antes de <strong>que</strong> salga el sol te será revelado el gran misterio <strong>que</strong> sólo los iniciados<br />

pueden conocer.<br />

-¿Dónde estarás tú, Dictias?<br />

-<strong>No</strong> volverás a ver a la mujer. Cuando nos encontremos, después de tu reposo, seré<br />

la voz de Hator. Y el martillo de su ira, si se tercia.<br />

¿Fue <strong>un</strong> milagro inesperado lo <strong>que</strong> le devolvió su dignidad perdida? ¿Fue acaso la<br />

altivez desesperada de <strong>un</strong> excelente perdedor? En cualquier caso, todo su cuerpo iba<br />

enderezándose hasta adquirir <strong>un</strong>a realeza <strong>que</strong> Cleopatra envidió. Pues la suya había<br />

<strong>que</strong>dado humillada por la desnudez y a<strong>un</strong> por la sensación de haberse visto rechazada. Y<br />

mientras Dictias batía palmas solicitando la presencia de sus sacerdotisas se atrevió a<br />

preg<strong>un</strong>tar:<br />

-¿Me traerá la diosa visiones de Antonio? ¡Quiero verle! Quiero saber qué hace en este<br />

instante. Si todavía me ama, renegaré de mí misma por haberle insultado. Si le veo<br />

sufrir en la distancia, sabré perdonarle.<br />

Sólo la autoridad <strong>que</strong> acababa de renacer dio <strong>fue</strong>rzas a Dictias para arrojar <strong>un</strong>a<br />

mirada de desprecio a la <strong>que</strong> <strong>un</strong> día <strong>fue</strong>se su pupila.<br />

-¡Hembra estúpida! ¿Pretendes comprometer a los grandes misterios de la Creación<br />

en tus ardores de gata insatisfecha? Antes te dije <strong>que</strong> estabas en tu templo, no en tu<br />

prostíbulo. Pero tú caes más bajo todavía al conf<strong>un</strong>dirlo con <strong>un</strong> mercado. Allí se<br />

encuentran las mujerucas tuertas <strong>que</strong> leen la mano a las matronas y preparan mej<strong>un</strong>jes<br />

para las doncellas y hacen aparecer en bolas de cristal la efigie de los maridos <strong>que</strong> están<br />

de viaje. Todo esto y muchas otras magias encontrarás en los mercados y hasta en las<br />

ágoras, pero no en los recintos sagrados donde se veneran los misterios del cielo.<br />

La reina de Egipto se arrodilló, avergonzada, y <strong>fue</strong>ron necesarias dos sacerdotisas<br />

para ayudarla a levantarse. Así la condujeron por <strong>un</strong>a intrincada serie de pasadizos <strong>que</strong><br />

llegaron a formar <strong>un</strong> dédalo retorcido, <strong>un</strong> juego de gargantas impenetrables. Era como<br />

adentrarse en las prof<strong>un</strong>didades del m<strong>un</strong>do. Era <strong>un</strong> ovillo de piedra <strong>que</strong> se iba<br />

enredando progresivamente y daba paso a escaleras <strong>que</strong> descendían a criptas

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