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No digas que fue un sueño - Terenci Moix

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<strong>No</strong> <strong>digas</strong> <strong>que</strong> <strong>fue</strong> <strong>un</strong> <strong>sueño</strong><br />

34<br />

<strong>Terenci</strong> <strong>Moix</strong><br />

Tendió su mano hacia ella. Dictas la besó con fervor. Sus labios llegaron hasta el<br />

brazo, pero se interrumpieron ante las ajorcas de oro en forma de serpiente.<br />

-<strong>No</strong> quiero <strong>que</strong> veas mi rostro, Cleopatra. Es como enfrentarse a la vejez. -Se apartó<br />

rápidamente-. ¡<strong>No</strong> me mires! Eres perversa. Eres cruel. Me matabas cuando eras el<br />

fantasma <strong>que</strong> aterroriza mis noches y hoy llegas desde lo más prof<strong>un</strong>do de mi delirio<br />

para matarme doblemente.<br />

-Si me quieres como siempre dijiste, ayúdame.<br />

-¿Cómo podría yo, si necesito más ayuda <strong>que</strong> todas las criaturas <strong>que</strong> agonizan en el<br />

m<strong>un</strong>do? Vivo aterrorizada por tu fantasma asesino. Cuando se apodera de mí durante el<br />

día, me consumo esperando <strong>que</strong> llegue la noche, pues pienso <strong>que</strong> el <strong>sueño</strong> se lo llevará,<br />

<strong>que</strong> me dará consuelo portándome visiones más serenas. Pero llega el <strong>sueño</strong> y es aún<br />

peor, por<strong>que</strong> vuelve la criatura del delirio. Y contra ella no hay defensa. Y eres siempre<br />

tú, puta imperial. Haces de mí la más dócil, la más indigna de todas las perras de Egipto.<br />

¿Cómo quieres entonces <strong>que</strong> te ayude? ¿Cómo podría la <strong>que</strong> a nada aspira?<br />

Dirigió <strong>un</strong>a señal a los rincones más oscuros. Fue como si los jeroglíficos <strong>que</strong> se<br />

escondían entre las tinieblas cobrasen vida y se le acercasen, portando las ánforas del<br />

vino. Eran ninfas solícitas, casi niñas Cumplían el servicio con <strong>un</strong>a sonrisa parecida al<br />

deseo, <strong>que</strong> íbanse intercambiando entre ellas mismas. Y en la culminación de sus<br />

excesos, la gran sacerdotisa dejó de lado la crátera <strong>que</strong> <strong>un</strong>a de las ninfas le llenaba y se<br />

aferró a sus piernas, buscando la piel bajo el lino blanco.<br />

Pero al sentirlo, la arrojó lejos de sí y regresó a los pies de la reina. Los besaba con<br />

desesperación, los bañaba con sus lágrimas.<br />

Ay, Cleopatra. Tu fantasma contiene la más cruel de las perfidias. ¡Por tu culpa hasta<br />

los cuerpos <strong>que</strong> destilan miel son para mí <strong>fue</strong>ntes de absenta'<br />

-Mírame bien, Dichas. Tienes ante ti a la majestad de Egipto, <strong>que</strong> busca al oráculo de<br />

la diosa del amor. Pero si puedes sentir piedad ante <strong>un</strong>a mujer abandonada, olvida todo<br />

protocolo y acaricia esta piel cuya dulzura han cantado los poetas. Despójame de mis<br />

vestiduras, mujer, y goza de mí. Y si existe algún placer posible en este m<strong>un</strong>do donde la<br />

muerte del amor asesinó a todos los goces, entonces dígase <strong>que</strong> Cleopatra resucitó<br />

donde nadie esperaba <strong>que</strong> lo hiciese. Ni siquiera ella misma.<br />

Arrodillada aún, Dictias veía el cuerpo de la reina erguido ante ella como <strong>un</strong>a soberbia<br />

escultura de las <strong>que</strong> el nuevo estilo hacía florecer en los talleres más selectos de<br />

Alejandría. Era como <strong>un</strong> blo<strong>que</strong> de mármol veteado en leves estrías, <strong>un</strong> mármol <strong>que</strong> se<br />

levantase, apenas profanado, impoluto todavía, en el primer suspiro de la invención del<br />

arte. Y esto la hacía más parecida a <strong>un</strong> <strong>sueño</strong> <strong>que</strong> cualquier fantasma nacido del delirio.<br />

Pero de repente, la estatua se arrodilló a la altura de la sacerdotisa y sus manos<br />

tomaron las suyas y las llevaron a la altura de los senos para <strong>que</strong> los encerrasen. Y los<br />

sostuvo Dictias, como si <strong>fue</strong>sen dos frutos dorados de los <strong>que</strong> crecen en los jardines<br />

elíseos, tan hechos a la medida del amor y tan poco propicios al tacto <strong>que</strong> se convierten<br />

en polvo si los dioses los tocan demasiado tiempo.<br />

-¿Sigue siendo hermoso mi cuerpo, Dictias?<br />

-Tu cuerpo es como <strong>un</strong> sagrario <strong>que</strong> sólo la diosa podría abrir. Déjame adorarlo,<br />

Cleopatra. Déjame adorarlo.<br />

Llevó la mejilla hasta el vientre de la reina y en él permaneció <strong>un</strong>os instantes <strong>que</strong><br />

<strong>fue</strong>ron a diluirse entre las altas columnas, donde está inscrito el relato de los amores de<br />

la diosa.<br />

-Sé <strong>que</strong> pagaré con más dolor este supremo instante de belleza -susurró Dictias.

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