No digas que fue un sueño - Terenci Moix

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No digas que fue un sueño 31 Terenci Moix pedrería, como la más vulgar de mis danzarinas. Y tú, Iris, no ahorres perfumes. Envuélveme con las aromas más penetrantes. Que mi sola presencia enerve los sentidos. Sosígenes se inclinó indicando que abandonaba el camarote. No ocultaba una expresión de disgusto. -Si te pones en manos de la superstición, significa que no necesitas mi consejo. Cleopatra le dirigió la sonrisa lisonjera, que él conocía demasiado bien. Era una sonrisa conquistadora de universos. -También me acompañarán el noble Epistemo y el joven sacerdote de Isis. Es mi voluntad que se compenetren. Y volvió al espejo, para obligar a su belleza a resurgir de entre los muertos. Reinaba la luna llena sobre el mundo cuando la reducida comitiva dejó atrás la ciudad de Tintiris 1 sin entrar en ella. Escucharon desde lejos el bullicio de sus calles, la conformación de una actividad creciente, poco habitual en aquella zona. Pero la vecindad del gran templo de Hator, centro de peregrinaje desde antiguo, había enriquecido a sus habitantes, y lo que fuese un villorrio sin importancia era hoy una muestra esplendorosa de sofisticación y poderío. Desde el interior de la litera que compartía con Epistemo, el joven Totmés contemplaba las lejanas luces de la ciudad con expresión de desdén absoluto. Y al volverse a su compañero, no encontró su habitual sonrisa irónica. Por el contrario, diríase que empezaba a comprender sus largos silencios y a respetar la intimidad de sus meditaciones. En aquella ocasión era simple: para un joven servidor de los dioses, el comprobar que la religión podía convertirse en una forma de comercio representaba un golpe no menos duro por sabido. Para Totmés, aquél era un lugar santo, y la utilización de la divinidad con motivos de lucro le revolvía las entrañas, le llenaba de una furia que hubiese podido convertirle fácilmente en un flagelo de la justicia divina. Al fin y al cabo, no carecía de precedentes. Pues cuentan las historias más antiguas que, airados los dioses por la maldad en que había incurrido el género humano, enviaron a la tierra a la vaca celeste, a la dulce Hator, para que los castigase. Y tanto placer encontró Hator en el castigo que se aficionó a beber sangre, y tanta bebió que cayó en una embriaguez continua y funesta, pues casi dejó la tierra despoblada. Medida esta que no desaprobaba completamente Totmés al pensar que precisamente allí, en los vergeles que ahora atravesaban, tenía Hator un culto que servía para que unos hombres se enriqueciesen a costa de la piedad de otros. Pero los portadores los acercaban ya al gran templo, instalado en los confines de la tierra cultivable, adentrándose en las dunas del desierto. Aunque estaba por concluir –y en conseguirlo tenía particular empeño la reina Cleopatra-, el santuario aparecía ya como una mole soberbia, de una elegancia sobrenatural, como un pedazo de eternidad surgido en un paisaje casi desnudo; un paisaje que, de repente, perteneciese a otro planeta. La luna proyectaba sobre el cielo una claridad espectral, propicia a la más inesperada revelación mística. Y era tanta la intensidad de aquella luz que llegaba a esconder el fulgor de las estrellas. El templo estaba rodeado por una muralla de ladrillos que lo aislaba del mundo concediéndole el inapreciable don de la privacidad. Y sólo los andamios de los artistas que, de día, cincelaban miles de inscripciones en las paredes laterales invitaban a sospechar que hubiese vida humana en aquel recinto reservado a los dueños del cielo. 1 Actual Dendera

No digas que fue un sueño 32 Terenci Moix Mientras Totmés paseaba, maravillado, por los edificios secundarios, la litera de Cleopatra se detenía delante del pórtico y la reina descendía envuelta en un manto rojo que le restituía su majestad perdida. Y llegó, apresurada, una sacerdotisa de grado superior a quien rodeaban otras cinco que portaban sendas antorchas. Vestían túnicas de lino blanco, y Cleopatra reconoció en ellas a esas jóvenes de nobles familias, princesas incluso, que desde tiempos inmemoriales, consagran su vida al servicio de la diosa. Y a pesar de lo avanzado de la hora no vio en sus caras rastros de sueño, y sí una cierta agitación que no se debía a lo inesperado de su visita ni a las obligaciones del culto. Sonrió la reina, pues no ignoraba que algunas noches pueden resultar muy agitadas en la clausura de los templos. Y que las sacerdotisas se ponen en trance de gata ardorosa cuando les da el plenilunio. -¿Cómo no ha salido a recibirme la noble Dictias? No esperó que le abriesen el paso. Se encontraba ya en el vestíbulo v continuaba avanzando. La sacerdotisa se apresuró a colocarse a su lado. Y, todavía nerviosa, titubeó: -Debiste anunciar tu visita con antelación, señora. -Nunca necesitó hacerlo la reina de Egipto. ¿Desde cuándo tanta insolencia? ¿O acaso los templos que mando construir me excluyen de su culto cuando llego como humilde suplicante de Hator? La sacerdotisa se ruborizó. No se atrevía a mirarla directamente. -Te suplico que no prestes una interpretación equivocada a mis palabras. Jamás me hubiera atrevido a sugerir tal cosa a no ser... -calló unos segundos. Cleopatra la miraba con atención. Después de un silencio forzado, la joven se atrevió a decir-: Es porque encontrarás a la gran sacerdotisa en un estado lamentable. -¿Está enferma? Si es así, ¿por qué no me ha sido comunicado? -Es mucho más que esto, señora. En los últimos tiempos la noble Dichas parece enloquecida. Cada noche se encierra en el santo de los santos y ordena a las novicias que le sirvan continuamente cerveza o vino, según su antojo. A veces permanece aferrada a la estatua de la diosa y llora mucho. Y cuando ríe lo hace de manera incontrolada. Sus aullidos aterrorizan a las más jóvenes. Ha envejecido prematuramente. Es como si los años le hubiesen caldo de improviso, hasta el punto de que en, nada recuerda a la que fue. Y ve cosas muy extrañas y pronuncia continuamente un nombre que... No sé si puedo atreverme a pronunciarlo... -El nombre. Te lo exijo. -Cleopatra. Habían llegado al pasillo procesional y por un instante revivió las suntuosas ceremonias a que asistía de niña, embebida su imaginación en el misterio que solía rodearlas. Recordaba cómo la barca de la diosa desfilaba entre las enormes columnas, a hombros de los sacerdotes jóvenes. Y aquel pasillo se prolongaba en el exterior, hasta alcanzar el Nilo, donde el pueblo acogía la barca sagrada con júbilo renovado, como en los tiempos más antiguos. Pero el recuerdo fue sustituido por la soledad que, aquella noche, parecía amenazarla desde todos los rincones del recinto. Ofrecía un aspecto impresionante. De entre las tinieblas emergía la pétrea foresta formada por las columnas cuyos capiteles representaban el rostro de Hator, con sus orejas de vaca y la sonrisa que, de niña, se le antojaba una mueca de burla. Eran volúmenes gigantescos, colmados de inscripciones que recordaban las gestas heroicas o la piedad de .su ilustre familia, colocadas ante las plantas de la diosa del amor. Y a través de las ventanas superiores se filtraba sobre el suelo o contra algunos rincones el reflejo argentado de la luna.

<strong>No</strong> <strong>digas</strong> <strong>que</strong> <strong>fue</strong> <strong>un</strong> <strong>sueño</strong><br />

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<strong>Terenci</strong> <strong>Moix</strong><br />

Mientras Totmés paseaba, maravillado, por los edificios sec<strong>un</strong>darios, la litera de<br />

Cleopatra se detenía delante del pórtico y la reina descendía envuelta en <strong>un</strong> manto rojo<br />

<strong>que</strong> le restituía su majestad perdida. Y llegó, apresurada, <strong>un</strong>a sacerdotisa de grado<br />

superior a quien rodeaban otras cinco <strong>que</strong> portaban sendas antorchas.<br />

Vestían túnicas de lino blanco, y Cleopatra reconoció en ellas a esas jóvenes de nobles<br />

familias, princesas incluso, <strong>que</strong> desde tiempos inmemoriales, consagran su vida al<br />

servicio de la diosa. Y a pesar de lo avanzado de la hora no vio en sus caras rastros de<br />

<strong>sueño</strong>, y sí <strong>un</strong>a cierta agitación <strong>que</strong> no se debía a lo inesperado de su visita ni a las<br />

obligaciones del culto. Sonrió la reina, pues no ignoraba <strong>que</strong> alg<strong>un</strong>as noches pueden<br />

resultar muy agitadas en la clausura de los templos. Y <strong>que</strong> las sacerdotisas se ponen en<br />

trance de gata ardorosa cuando les da el plenil<strong>un</strong>io.<br />

-¿Cómo no ha salido a recibirme la noble Dictias?<br />

<strong>No</strong> esperó <strong>que</strong> le abriesen el paso. Se encontraba ya en el vestíbulo v continuaba<br />

avanzando. La sacerdotisa se apresuró a colocarse a su lado. Y, todavía nerviosa,<br />

titubeó:<br />

-Debiste an<strong>un</strong>ciar tu visita con antelación, señora.<br />

-N<strong>un</strong>ca necesitó hacerlo la reina de Egipto. ¿Desde cuándo tanta insolencia? ¿O acaso<br />

los templos <strong>que</strong> mando construir me excluyen de su culto cuando llego como humilde<br />

suplicante de Hator?<br />

La sacerdotisa se ruborizó. <strong>No</strong> se atrevía a mirarla directamente.<br />

-Te suplico <strong>que</strong> no prestes <strong>un</strong>a interpretación equivocada a mis palabras. Jamás me<br />

hubiera atrevido a sugerir tal cosa a no ser... -calló <strong>un</strong>os seg<strong>un</strong>dos. Cleopatra la miraba<br />

con atención. Después de <strong>un</strong> silencio forzado, la joven se atrevió a decir-: Es por<strong>que</strong><br />

encontrarás a la gran sacerdotisa en <strong>un</strong> estado lamentable.<br />

-¿Está enferma? Si es así, ¿por qué no me ha sido com<strong>un</strong>icado?<br />

-Es mucho más <strong>que</strong> esto, señora. En los últimos tiempos la noble Dichas parece<br />

enlo<strong>que</strong>cida. Cada noche se encierra en el santo de los santos y ordena a las novicias<br />

<strong>que</strong> le sirvan continuamente cerveza o vino, según su antojo. A veces permanece<br />

aferrada a la estatua de la diosa y llora mucho. Y cuando ríe lo hace de manera<br />

incontrolada. Sus aullidos aterrorizan a las más jóvenes. Ha envejecido<br />

prematuramente. Es como si los años le hubiesen caldo de improviso, hasta el p<strong>un</strong>to de<br />

<strong>que</strong> en, nada recuerda a la <strong>que</strong> <strong>fue</strong>. Y ve cosas muy extrañas y pron<strong>un</strong>cia continuamente<br />

<strong>un</strong> nombre <strong>que</strong>... <strong>No</strong> sé si puedo atreverme a pron<strong>un</strong>ciarlo...<br />

-El nombre. Te lo exijo.<br />

-Cleopatra.<br />

Habían llegado al pasillo procesional y por <strong>un</strong> instante revivió las s<strong>un</strong>tuosas<br />

ceremonias a <strong>que</strong> asistía de niña, embebida su imaginación en el misterio <strong>que</strong> solía<br />

rodearlas. Recordaba cómo la barca de la diosa desfilaba entre las enormes columnas, a<br />

hombros de los sacerdotes jóvenes. Y a<strong>que</strong>l pasillo se prolongaba en el exterior, hasta<br />

alcanzar el Nilo, donde el pueblo acogía la barca sagrada con júbilo renovado, como en<br />

los tiempos más antiguos.<br />

Pero el recuerdo <strong>fue</strong> sustituido por la soledad <strong>que</strong>, a<strong>que</strong>lla noche, parecía amenazarla<br />

desde todos los rincones del recinto. Ofrecía <strong>un</strong> aspecto impresionante. De entre las<br />

tinieblas emergía la pétrea foresta formada por las columnas cuyos capiteles<br />

representaban el rostro de Hator, con sus orejas de vaca y la sonrisa <strong>que</strong>, de niña, se le<br />

antojaba <strong>un</strong>a mueca de burla. Eran volúmenes gigantescos, colmados de inscripciones<br />

<strong>que</strong> recordaban las gestas heroicas o la piedad de .su ilustre familia, colocadas ante las<br />

plantas de la diosa del amor. Y a través de las ventanas superiores se filtraba sobre el<br />

suelo o contra alg<strong>un</strong>os rincones el reflejo argentado de la l<strong>un</strong>a.

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