No digas que fue un sueño - Terenci Moix

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No digas que fue un sueño 27 Terenci Moix -No es cierto. Oigo cómo ruge el mar de Alejandría. El mar y la ciudad se burlan. ¡Sí! Merezco ser el bufón del mundo entero... ¿Quién engañó mi voluntad? ¿Qué quiere esta flota de cuervos que graznan sobre mis ojos? -Nos estamos acercando a Tintira, como fue tu deseo. -Entonces es el Nilo. ¡Ah, este río baña mis orígenes como el mar bañaba mis amores! Porque era amor, lo sé, amor más grande que la vida, amor que no puede tener comedimiento. ¿De qué otro modo podría amar la reina de Egipto? Que lo sepa Antonio en su lecho nupcial. Nadie ha de amarle así. Nadie fundirá el universo en un abrazo, nadie ha de darle en su mirada todos los órdenes del cielo, nadie en un beso todas las fuerzas de la naturaleza. Es amor, lo sé. Amor que sólo se calma en lo infinito. Regresaba el llanto. Y ella lo acogía sin la menor resistencia, mientras Iris acercaba a sus labios una tisana muy caliente. -¿Tan dañino es Amor que exige drogas para calmar los dolores que inflige? ¿O he conseguido despertar tanto afecto que mis súbditos me conceden el consuelo de la muerte sin que tenga que pedirlo? -Bebe, dulce señora. Es un licor de mandrágora destinado a serenarte. La mandrágora no le dio el dulce fluir de un erotismo secreto, propiedad que la hace tan apreciada por los amantes no correspondidos, ansiosos de ganar la voluntad de una dama desdeñosa. Por el contrario, la mandrágora tuvo el efecto fulminante de un yunque destinado a aplastar la conciencia. Y antes de sucumbir por completo a aquel efecto, comprendió Cleopatra que la fiel Iris, tan diestra en la preparación de ciertas formas del opio, vertió en aquel mejunje el jugo de la planta que los nigromantes llaman adormidera. Pero los agobios que Amor envía a los mortales desvalidos no desaparecen con el sueño, antes bien atacan con mayor porfía, pues ya no hallan defensas a su paso. Así aparecen los felices días del ayer mortificados por la tortura del presente, que continúa acechando allá en el fondo del alma. Así también, el sueño de Cleopatra estuvo lleno de instantes de Antonio. Y no alimentaba su despecho, sino que se instauraba como un dios de tan altísimas prendas que, incluso para ella, resultaba inalcanzable. La voz más recóndita de la droga se lo repetía incansablemente: «No le mereces. Él es la perfección y tú un gusano. Él es hijo de Hércules. Él es Baco redivivo. ¿Eres tú digna de la fuerza prodigiosa de Antonio, capaz de destrozar con sus potentes manos al mismísimo león de Nemea? ¿Eres tú digna de su alegre talante, su infinita capacidad de gozar todos los dones, de despertar la felicidad en los instintos como Baco siembra los dones de la embriaguez, rodeado de sus traviesos faunos?». -Te amo -repetía ella en su delirio-. Los dioses se ríen de mí, pero te asno. Cuando recobró el sentido, Carmiana e Iris continuaban a su lado. Diríanse dos geniecillos diligentes cuya sola misión consistiese en proteger los malos sueños de los mártires del amor. Pero eran a la vez dos devotas de la mujer a quien servían. Eran dos amigas de la mejor amiga del mundo. Eran dos reinas, porque gozaban del favor y la predilección de la más grande soberana del universo. Y formaban también un solo cuerpo al cual se otorgó el don de poseer dos cabezas. El cuerpo era el de Egipto, airoso y delicado como sus amaneceres. Las cabezas correspondían a dos facetas distintas de su tiempo inmenso: pues era Iris de tez morena como los beduinos del desierto, y sus cabellos, tan negros como las noches que se ven desde las dunas, estaban peinados según la moda antigua con diminutos tirabuzones rematados por cuentas de lapislázuli. Por el contrario, los cabellos de Carmiana formaban un tupido, casquete de oro puro, desde cuya cima caían en delicadas hebras, según hacen las damas frívolas de Alejandría imitando a su vez la moda que llega a Atenas.

No digas que fue un sueño 28 Terenci Moix Iris y Carmiana colocaban en la frente de Cleopatra paños empapados en perfumes exóticos, tratando en vano de evitar sus ardores. Otras dos damas la abanicaban, y el movimiento de las plumas de avestruz levantaba el único soplo de aire inspirador de vida en el sofoco que impregnaba el camarote. Y a los pies del lecho el diligente Sosígenes vigilaba el despertar de Cleopatra. La miraba con cierto desasosiego. Por lo cual comprendió ella que el sueño de la mandrágora no la había librado de la imprudencia. -Ya no caben disimulos. EL pueblo de Egipto ha de creer que el orgullo de su reina es más fuerte que los agravios de un amor funesto. Pero mi amigo de siempre, mi maestro, mi consejero, será partícipe de la agonía que empieza para mí a partir de ahora... -intentó incorporarse. Todo su cuerpo vacilaba. La mano de Sosígenes la sostuvo de nuevo. Las miradas se encontraron. Y añadió ella-: Quiero sinceridad, Sosígenes. -Tu dolencia será larga -dijo el consejero, gravemente-. Y sólo el tiempo puede curarla. -¡El tiempo! ¿Ha de socorrerme el más temido de los monstruos? Mírame bien, Sosígenes. Ya no soy aquella joven que hechizó a César. Los años han pasado sobre mi rostro. Míralo bien, pues ahora está limpio de afeites. ¿No descubres en su desnudez el azote del tiempo? -No veo a la muchacha que aspiraba a dominar el mundo, cierto es. Pero veo a la mujer que está dotada para conseguirlo. El tiempo te ha mejorado, mi reina. No han sido los cosméticos. -¡Tiempo para Cleopatra! En mala hora viene a socorrerme. Cuando estaba junto a Antonio quería aferrar el tiempo para que no transcurriese. Me despertaba por las noches y sentía que su cuerpo era tan bello, tan poderoso, que nunca envejecería. En su sueño, tenía la sonrisa de un niño. Y yo quería detener el curso de las horas, asirme a aquel instante de vida encerrado en el amor de mi hombre único. Y él seguía durmiendo, casi siempre borracho. ¡Cuántas veces tuve que arrancarle la copa de las manos! Aun vacía, separaba nuestros cuerpos. Y al acariciarle la frente, o jugando a veces con sus negros rizos, pensé que el tiempo nos disculparía. Pero ahora sé que el tiempo ha transcurrido para mí... ¿Cuántos años tengo ya, Sosígenes? ¡Calla! Te consideraré cruel si me lo dices. Que mi furia sólo vaya dirigida contra mí misma. Pues sé bien los años que tengo. Por treinta veces ha crecido el Nilo desde que mi padre anunció mi nacimiento en los altares de Alejandría. -¿Y esto te preocupa? -preguntó con fingida frivolidad la gentil Iris-. Por cuarenta y tres veces ha crecido el Tíber desde que los dioses de Roma saludaron el nacimiento de Antonio. El rostro de Cleopatra adquirió una violencia inusitada. -¡Calla, estúpida! ¿Eres mujer y no sabes que los dioses fueron injustos al repartir el castigo de los arios: Cuantas más arrugas tenga el rostro de Antonio, más elogiada será su prudencia. En cambio, las arrugas de Cleopatra son su condena al abandono y a la soledad. Así ha sido desde que nacieron los dioses divididos en dos sexos contrincantes. Así ha de ser para Cleopatra. El fugaz instante de lucidez se disipó... La reina regresaba al abandono, cubriéndose el rostro con las manos, tal vez en un intento de disimular que el llanto no la había abandonado. -Ni siquiera la muerte es un consuelo --exclamó-. Empecé a construir mi tumba pensando que sería para dos amantes. ¡Qué soledad la de un sepulcro que ya sólo será mío! -No estarás sola, mi reina. Todos tus antepasados te acompañarán en la larga noche de contar los años.

<strong>No</strong> <strong>digas</strong> <strong>que</strong> <strong>fue</strong> <strong>un</strong> <strong>sueño</strong><br />

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<strong>Terenci</strong> <strong>Moix</strong><br />

-<strong>No</strong> es cierto. Oigo cómo ruge el mar de Alejandría. El mar y la ciudad se burlan. ¡Sí!<br />

Merezco ser el bufón del m<strong>un</strong>do entero... ¿Quién engañó mi vol<strong>un</strong>tad? ¿Qué quiere esta<br />

flota de cuervos <strong>que</strong> graznan sobre mis ojos?<br />

-<strong>No</strong>s estamos acercando a Tintira, como <strong>fue</strong> tu deseo.<br />

-Entonces es el Nilo. ¡Ah, este río baña mis orígenes como el mar bañaba mis amores!<br />

Por<strong>que</strong> era amor, lo sé, amor más grande <strong>que</strong> la vida, amor <strong>que</strong> no puede tener<br />

comedimiento. ¿De qué otro modo podría amar la reina de Egipto? Que lo sepa Antonio<br />

en su lecho nupcial. Nadie ha de amarle así. Nadie f<strong>un</strong>dirá el <strong>un</strong>iverso en <strong>un</strong> abrazo,<br />

nadie ha de darle en su mirada todos los órdenes del cielo, nadie en <strong>un</strong> beso todas las<br />

<strong>fue</strong>rzas de la naturaleza. Es amor, lo sé. Amor <strong>que</strong> sólo se calma en lo infinito.<br />

Regresaba el llanto. Y ella lo acogía sin la menor resistencia, mientras Iris acercaba a<br />

sus labios <strong>un</strong>a tisana muy caliente.<br />

-¿Tan dañino es Amor <strong>que</strong> exige drogas para calmar los dolores <strong>que</strong> inflige? ¿O he<br />

conseguido despertar tanto afecto <strong>que</strong> mis súbditos me conceden el consuelo de la<br />

muerte sin <strong>que</strong> tenga <strong>que</strong> pedirlo?<br />

-Bebe, dulce señora. Es <strong>un</strong> licor de mandrágora destinado a serenarte.<br />

La mandrágora no le dio el dulce fluir de <strong>un</strong> erotismo secreto, propiedad <strong>que</strong> la hace<br />

tan apreciada por los amantes no correspondidos, ansiosos de ganar la vol<strong>un</strong>tad de <strong>un</strong>a<br />

dama desdeñosa. Por el contrario, la mandrágora tuvo el efecto fulminante de <strong>un</strong><br />

y<strong>un</strong><strong>que</strong> destinado a aplastar la conciencia. Y antes de sucumbir por completo a a<strong>que</strong>l<br />

efecto, comprendió Cleopatra <strong>que</strong> la fiel Iris, tan diestra en la preparación de ciertas<br />

formas del opio, vertió en a<strong>que</strong>l mej<strong>un</strong>je el jugo de la planta <strong>que</strong> los nigromantes llaman<br />

adormidera.<br />

Pero los agobios <strong>que</strong> Amor envía a los mortales desvalidos no desaparecen con el<br />

<strong>sueño</strong>, antes bien atacan con mayor porfía, pues ya no hallan defensas a su paso. Así<br />

aparecen los felices días del ayer mortificados por la tortura del presente, <strong>que</strong> continúa<br />

acechando allá en el fondo del alma.<br />

Así también, el <strong>sueño</strong> de Cleopatra estuvo lleno de instantes de Antonio. Y no<br />

alimentaba su despecho, sino <strong>que</strong> se instauraba como <strong>un</strong> dios de tan altísimas prendas<br />

<strong>que</strong>, incluso para ella, resultaba inalcanzable. La voz más recóndita de la droga se lo<br />

repetía incansablemente: «<strong>No</strong> le mereces. Él es la perfección y tú <strong>un</strong> gusano. Él es hijo<br />

de Hércules. Él es Baco redivivo. ¿Eres tú digna de la <strong>fue</strong>rza prodigiosa de Antonio,<br />

capaz de destrozar con sus potentes manos al mismísimo león de Nemea? ¿Eres tú digna<br />

de su alegre talante, su infinita capacidad de gozar todos los dones, de despertar la<br />

felicidad en los instintos como Baco siembra los dones de la embriaguez, rodeado de sus<br />

traviesos fa<strong>un</strong>os?».<br />

-Te amo -repetía ella en su delirio-. Los dioses se ríen de mí, pero te asno.<br />

Cuando recobró el sentido, Carmiana e Iris continuaban a su lado. Diríanse dos<br />

geniecillos diligentes cuya sola misión consistiese en proteger los malos <strong>sueño</strong>s de los<br />

mártires del amor. Pero eran a la vez dos devotas de la mujer a quien servían. Eran dos<br />

amigas de la mejor amiga del m<strong>un</strong>do. Eran dos reinas, por<strong>que</strong> gozaban del favor y la<br />

predilección de la más grande soberana del <strong>un</strong>iverso. Y formaban también <strong>un</strong> solo<br />

cuerpo al cual se otorgó el don de poseer dos cabezas. El cuerpo era el de Egipto, airoso<br />

y delicado como sus amaneceres. Las cabezas correspondían a dos facetas distintas de<br />

su tiempo inmenso: pues era Iris de tez morena como los beduinos del desierto, y sus<br />

cabellos, tan negros como las noches <strong>que</strong> se ven desde las d<strong>un</strong>as, estaban peinados<br />

según la moda antigua con diminutos tirabuzones rematados por cuentas de lapislázuli.<br />

Por el contrario, los cabellos de Carmiana formaban <strong>un</strong> tupido, cas<strong>que</strong>te de oro puro,<br />

desde cuya cima caían en delicadas hebras, según hacen las damas frívolas de<br />

Alejandría imitando a su vez la moda <strong>que</strong> llega a Atenas.

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