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No digas que fue un sueño - Terenci Moix

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<strong>No</strong> <strong>digas</strong> <strong>que</strong> <strong>fue</strong> <strong>un</strong> <strong>sueño</strong><br />

217<br />

<strong>Terenci</strong> <strong>Moix</strong><br />

Quiso correr hacia a<strong>que</strong>lla última y diáfana manifestación de la vida. Hacía es<strong>fue</strong>rzos<br />

titánicos para mover las manos, para arrancarlas de la cruz e iniciar así su nuevo<br />

camino. Pero era en vano. Continuaba clavado al instrumento de su suplicio, y todo<br />

cuanto podía hacer era arrojar el cuerpo hacia delante, en <strong>un</strong> desesperado intento para<br />

<strong>que</strong> su pecho alcanzase la luz, para <strong>que</strong> lo acariciasen sus rayos absolutos.<br />

El rayo <strong>que</strong> solía atravesar su memoria con instantáneas dispersas de su vida le<br />

devolvió ahora el rostro de Cesarión, la sonrisa de la reina Cleopatra, los ojos vacíos del<br />

arpista Ramose, el delicado r<strong>un</strong>r<strong>un</strong>eo de las sedas en los plácidos crepúsculos de<br />

Alejandría...<br />

Y a medida <strong>que</strong> el m<strong>un</strong>do se desdibujaba ante sus ojos morib<strong>un</strong>dos, las líneas del<br />

horizonte acabaron de perfilarse y la escalera dirigida hacia el cielo se completó con <strong>un</strong>as<br />

formas totales, rot<strong>un</strong>das, <strong>que</strong> vinieron a exponerle en <strong>un</strong> instante toda la vejez de<br />

Egipto. Por<strong>que</strong> eran tres pirámides <strong>que</strong> permanecían en medio de la soledad desde<br />

mucho antes de cuanto la memoria del hombre era capaz de recordar.<br />

El tiempo volvía sobre sí mismo. El tiempo le hizo cabalgar sobre el rayo de la<br />

memoria y se encontró de nuevo en la terraza de <strong>un</strong> santuario egipcio, escuchando las<br />

palabras de <strong>un</strong> noble caballero <strong>que</strong> había inventado para él <strong>un</strong>a vida entera y <strong>un</strong>a misión<br />

en el m<strong>un</strong>do. La vida era a<strong>que</strong>lla muerte. La misión, acarrear sobre sus hombros el<br />

tiempo eterno de Egipto.<br />

-¡<strong>No</strong> todo es olvido! -exclamó, negando sus propias palabras del pasado-. ¡<strong>No</strong> todo es<br />

olvido en manos del tiempo!<br />

Recitó por última vez las palabras sagradas, <strong>un</strong>ió su voz al catálogo de los milenios, a<br />

las canciones del arpa de Ramose, al murmullo de las flores rojas cuando la brisa del<br />

Nilo besa sus pétalos...<br />

Cerró por fin los ojos, crucificado a solas con sus recuerdos, pero guardando en su<br />

alma errante a<strong>que</strong>lla última visión de las tres pirámides, supervivientes de la eternidad,<br />

garantes del recuerdo. Y murió con <strong>un</strong>a sonrisa tan hermosa <strong>que</strong> hasta la Gran Esfinge<br />

quiso contemplarla para aprender a sonreír.<br />

Dejó tras de sí algo <strong>que</strong> había llegado mucho antes <strong>que</strong> él: algo <strong>que</strong> sobreviviría más<br />

allá de la destrucción, más allá de la tiranía: <strong>un</strong>a presencia de Egipto destinada a<br />

permanecer de pie cuando el poder de Roma no <strong>fue</strong>se más <strong>que</strong> polvo en el polvo de los<br />

siglos. Una presencia <strong>que</strong> era la memoria eterna de los pueblos y la victoria del hombre<br />

contra los crímenes del tiempo.<br />

Pues desde los siglos más remotos está escrito:<br />

el hombre teme al tiempo<br />

y el tiempo sólo teme a las pirámides.<br />

Alto Nilo- Ventalló-Barcelona, 1986.

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