No digas que fue un sueño - Terenci Moix

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No digas que fue un sueño 205 Terenci Moix de los dioses. A ella me dirijo, Antonio. Es el amor que vibra más allá de las constelaciones, en el lugar donde se encuentran para siempre los amantes... Se levantó con la mirada perdida en la distancia. Abrió las manos, la palma afuera, indicando a sus doncellas que no se atreviesen a interrumpir ninguna de sus acciones. Así llegó hasta la mesa de ofrendas y tomó la daga depositada junto a unos jarrones pródigos en frutos que podrían servirle en el más allá. -¡Toca, Ramose! Toca la canción de Marco Antonio. ¡No te detengas! Se abrió la túnica y sus senos vibraron como si fuesen a darse al amor. -¡Dioses perversos! ¡Éste es el grito de Cleopatra! Con una mano apretó fuertemente el seno que brotaba de la parte izquierda de su cuerpo y, con la otra, le aplicó la daga. Echó toda la cabeza hacia atrás, hundió la hoja con mayor fuerza y, finalmente, la hizo girar sobre sí misma hasta que una parte del seno cayó a sus pies, destrozado. Se arrojó al suelo, retorciéndose en su propia sangre, aullando con toda la desesperación que hasta aquel instante había conservado callada, protegida por el pudor y la valentía. -¡Junto a Antonio! -gritó-. ¡Llevadme junto a Antonio, hermanas! La arrastraron hasta el cadáver. Y ella, forcejeando contra el dolor, se arrojó sobre aquella herida y vertió en su interior la sangre que continuaba manando de su cuerpo. Y al verse completamente integrada a la sangre de Antonio se desmayó. Con el correr de los días, la vida se convirtió en una cruel prolongación de aquel desmayo. Ya sólo quedaba aguardar las órdenes del nuevo dueño de Alejandría. Octavio lloró al conocer la muerte del que había sido su amigo y compañero. No tuvo el menor reparo en mostrar a sus hombres aquel último rastro de un amor que ni siquiera él mismo supo definir. -Sólo ayer le hubiera llorado por disoluto -susurró-. Hoy le lloro por romano. Pero no tenia demasiado tiempo para consagrarse al dolor, de manera que entró en su tienda y encargó a uno de sus hombres que le concertase una reunión con la reina Cleopatra. Estaba dispuesto a recibirla al día siguiente. -Tenemos grandes noticias para ti, César--dijo Cayo Ligurio, subteniente de segundo grado. Y al percibir que Octavio las esperaba sin necesidad de pedirlas añadió-: Tenemos noticias del bastardo Cesarión. Una de nuestras legiones le localizó cerca del puerto de Berenice, disfrazado de mercader. Pretendía salir de Egipto, el alocado. -Se echó a reír con una grosería que se enorgullecía de ser grosera-. Cuando le dijimos que tú le ofrecías el trono de su madre no vaciló en seguirnos. Esto a pesar de los ruegos de su acompañante, un joven barbudo que a pesar de ir también disfrazado de árabe es un sacerdote egipcio, según creo. -¿Dónde se encuentra ahora? -Está a buen resguardo. Quedó en la guarnición de Menfis, cerca de las pirámides o como se llamen aquellos castillos misteriosos. Entró un soldado anunciando a Cleopatra. -Se ha anticipado a mis deseos -exclamó Octavio, admirado. Y acto seguido añadió en voz baja-: No quiero que sepa que tenemos a su hijo en nuestro poder. -También tenemos al hijo mayor de Antonio... Octavio afectó una gran tristeza.

No digas que fue un sueño 206 Terenci Moix -Siendo mayor de edad podría constituir un estorbo. Que le corten la cabeza sin dilación. Acto seguido intentó componer su aspecto. No le fue difícil. Era un joven pulcro, elegante e incluso refinado. Un digno oponente de la famosa Cleopatra. Pero cuando ésta entró en la tienda, vestía el humilde manto negro de las campesinas del Nilo. Y sus cabellos aparecían sucios y desordenados. Y su rostro presentaba la palidez de los muertos. -Soy una superviviente de gestas muy patéticas... Así habló la mujer enlutada. Y a pesar de su miseria, a pesar de la absoluta falta de protocolo, Octavio supo que se encontraba en presencia de la majestad. -Reina de Egipto, no temas. Recibirás el trato que mereces. -Para cualquier romano merezco cosas tan atroces que prefiero que me trates como merecería una ladrona. Pero soy, en efecto, Cleopatra, reina de las dos tierras. Octavio la miró fijamente a los ojos. Era ella. La monstruosa criatura. No sólo la serpiente. También la ogresa, la giganta, la gorgona. Todas las amenazas reunidas en una mujerzuela disfrazada de penitente. Y también ella le miró sin disimulos, examinando todas las facetas de su rostro. El enemigo. El que permaneció agazapado entre las sombras durante tantos años, dispuesto a cebarse sobre todas sus posibilidades de futuro. El enemigo de Antonio, de Cesarión, de Egipto, de Oriente, del placer y del amor, de cuantas cosas habían tenido importancia en su vida. No respondía a las descripciones recibidas de tantos espías o de muchos recuerdos de Antonio. No era en absoluto el muchacho enfermizo, retraído, austero y sin embargo civilizado. Por el contrario era un hombre insolente, de aspecto enérgico, dispuesto a hacer sentir su autoridad en cualquier momento. Y Cleopatra se echó a reír al comprobarlo. -¿De qué te ríes? -preguntó él, suspicaz. -De comprobar en tu persona cómo cambia el poder a los humanos. -También se debió de notar en ti cuando te hiciste poderosa. -Yo siempre fui princesa. Y lo dijo con tanta altivez que equivalía a colocar su solera por encima de aquella situación y cualquier otra que pudiese plantearle un romano. -Antes de empezar nuestro trato quiero hacerte una advertencia-dijo Octavio, secamente. -¡Advertencias de Roma para Egipto! -rió ella-. En verdad que los tiempos han cambiado. Pues hubo uno en que los sabios griegos venían a aprender de nosotros. Y hoy Roma quiere hacernos advertencias. La austeridad del entorno no predisponía a la brillantez, ni justificaba el juego retórico. Lo más aproximado a la belleza que podía ver en la tienda del romano era una espada con una delicada empuñadura de marfil. Todo lo demás era hierro vulgar, cobre barato y cuero raído. Él vio que Cleopatra se le acercaba y, por un instante, su cerebro fue asaltado por todos los recuerdos de su leyenda. La fascinante. La peligrosa. La tentación convertida en demonio. -No intentes seducirme -exclamó Octavio, retrocediendo-. Eres famosa por tus ardides.

<strong>No</strong> <strong>digas</strong> <strong>que</strong> <strong>fue</strong> <strong>un</strong> <strong>sueño</strong><br />

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<strong>Terenci</strong> <strong>Moix</strong><br />

-Siendo mayor de edad podría constituir <strong>un</strong> estorbo. Que le corten la cabeza sin<br />

dilación.<br />

Acto seguido intentó componer su aspecto. <strong>No</strong> le <strong>fue</strong> difícil. Era <strong>un</strong> joven pulcro,<br />

elegante e incluso refinado. Un digno oponente de la famosa Cleopatra.<br />

Pero cuando ésta entró en la tienda, vestía el humilde manto negro de las campesinas<br />

del Nilo. Y sus cabellos aparecían sucios y desordenados. Y su rostro presentaba la<br />

palidez de los muertos.<br />

-Soy <strong>un</strong>a superviviente de gestas muy patéticas...<br />

Así habló la mujer enlutada. Y a pesar de su miseria, a pesar de la absoluta falta de<br />

protocolo, Octavio supo <strong>que</strong> se encontraba en presencia de la majestad.<br />

-Reina de Egipto, no temas. Recibirás el trato <strong>que</strong> mereces.<br />

-Para cualquier romano merezco cosas tan atroces <strong>que</strong> prefiero <strong>que</strong> me trates como<br />

merecería <strong>un</strong>a ladrona. Pero soy, en efecto, Cleopatra, reina de las dos tierras.<br />

Octavio la miró fijamente a los ojos. Era ella. La monstruosa criatura. <strong>No</strong> sólo la<br />

serpiente. También la ogresa, la giganta, la gorgona. Todas las amenazas re<strong>un</strong>idas en<br />

<strong>un</strong>a mujerzuela disfrazada de penitente.<br />

Y también ella le miró sin disimulos, examinando todas las facetas de su rostro. El<br />

enemigo. El <strong>que</strong> permaneció agazapado entre las sombras durante tantos años,<br />

dispuesto a cebarse sobre todas sus posibilidades de futuro. El enemigo de Antonio, de<br />

Cesarión, de Egipto, de Oriente, del placer y del amor, de cuantas cosas habían tenido<br />

importancia en su vida.<br />

<strong>No</strong> respondía a las descripciones recibidas de tantos espías o de muchos recuerdos de<br />

Antonio. <strong>No</strong> era en absoluto el muchacho enfermizo, retraído, austero y sin embargo<br />

civilizado. Por el contrario era <strong>un</strong> hombre insolente, de aspecto enérgico, dispuesto a<br />

hacer sentir su autoridad en cualquier momento. Y Cleopatra se echó a reír al<br />

comprobarlo.<br />

-¿De qué te ríes? -preg<strong>un</strong>tó él, suspicaz.<br />

-De comprobar en tu persona cómo cambia el poder a los humanos.<br />

-También se debió de notar en ti cuando te hiciste poderosa.<br />

-Yo siempre fui princesa.<br />

Y lo dijo con tanta altivez <strong>que</strong> equivalía a colocar su solera por encima de a<strong>que</strong>lla<br />

situación y cualquier otra <strong>que</strong> pudiese plantearle <strong>un</strong> romano.<br />

-Antes de empezar nuestro trato quiero hacerte <strong>un</strong>a advertencia-dijo Octavio,<br />

secamente.<br />

-¡Advertencias de Roma para Egipto! -rió ella-. En verdad <strong>que</strong> los tiempos han<br />

cambiado. Pues hubo <strong>un</strong>o en <strong>que</strong> los sabios griegos venían a aprender de nosotros. Y<br />

hoy Roma quiere hacernos advertencias.<br />

La austeridad del entorno no predisponía a la brillantez, ni justificaba el juego<br />

retórico. Lo más aproximado a la belleza <strong>que</strong> podía ver en la tienda del romano era <strong>un</strong>a<br />

espada con <strong>un</strong>a delicada empuñadura de marfil. Todo lo demás era hierro vulgar, cobre<br />

barato y cuero raído.<br />

Él vio <strong>que</strong> Cleopatra se le acercaba y, por <strong>un</strong> instante, su cerebro <strong>fue</strong> asaltado por<br />

todos los recuerdos de su leyenda. La fascinante. La peligrosa. La tentación convertida<br />

en demonio.<br />

-<strong>No</strong> intentes seducirme -exclamó Octavio, retrocediendo-. Eres famosa por tus<br />

ardides.

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