No digas que fue un sueño - Terenci Moix
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No digas que fue un sueño Terenci Moix coraza de oro, regalo de Cleopatra, le hacía pensar que realmente era así y no de otro modo. ¡Marco Antonio triunfador! Mil gritos volvían a pronunciar estas palabras, mil gritos surgidos de las entrañas de Alejandría y proyectados hacia el resto del mundo. Las mujeres más hermosas de Oriente saludaban su paso desde detrás de cautas celosías, los más gallardos efebos del desierto inclinaban sus cimitarras de plata al verle desfilar, los materiales más ricos, las flores más delicadas formaban una suntuosa alfombra destinada a impedir que el polvo profanara sus pies. ¡Gloria de Oriente, ese Antonio! ¡Gran guerrero, además de autocrátor! De pronto detuvo su paso al ritmo exacto de la muerte de su sueño. Los ruidos que llegaban de Alejandría no eran trompetas triunfales, los gritos no eran vítores, los rugidos no correspondían a un leopardo amaestrado que guardase el lecho de alguna emperatriz caprichosa. Era el fragor de la batalla. Era el horrísono clamor de la guerra que había llegado a las calles de Alejandría. Era el silbido feroz de las catapultas arrojando su carga mortal, el estampido repiqueteante de los arietes arrojados una y otra vez contra las enormes puertas de los templos y de las bibliotecas, el chirrido escalofriante de las gigantescas torres de madera que se iban acercando a las murallas con su cargamento de romanos dispuestos a asestar un último y definitivo golpe a lo que quedaba de Alejandría. Y por doquier se levantaban en el cielo gigantescas hogueras, y se desplomaban los edificios, como avergonzados de la grandeza que tuvieron hasta ayer. Corrió al patio de armas... pero estaba completamente desierto. Sólo lo iluminaba el resplandor de las hogueras y una antorcha que sostenía el capitán Apolodoro. En su frenética carrera Marco Antonio miraba a su alrededor en busca de algún rastro, uno cualquiera, que le indicase dónde estaban sus tropas. Pero sólo quedaba Apolodoro. Y su hermoso uniforme azul, con faldón y hombreras doradas, ponía en la tristeza de la soledad una ligera nota de alegría que tal vez pretendió recordar lo que fue la belleza en aquella ciudad hoy devastada por las llamas. -Se han ido... -murmuró al ver a Antonio-. Todos tus hombres. Sin excepción. Te han dejado solo. -No es cierto. Me están esperando en otro punto. Han decidido atacar a Octavio por otro flanco y están agazapados en algún lugar, esperando a que su jefe los lleve a la victoria... -Se han ido... -repitió Apolodoro, y en su rostro había toda la tristeza de un final absoluto-. Son romanos y quieren estar con los romanos. Marco Antonio seguía buscando a su alrededor, dando manotazos en el aire, palpándolo, como si sus hombres se hubiesen convertido en fantasmas que sólo pudieran reaparecer mediante el contacto de su mano amiga. -Enobarbo... Rufo... Marcelo... -Todos tus oficiales, sí. Y también tus soldados. No querían luchar contra Roma. No querían morir por la causa de una reina egipcia. ¿Qué les importa a ellos si esta noche termina nuestro mundo? En medio del fragor, entre los incontables ruidos de la destrucción, Marco Antonio sintió renacer su ímpetu, transportándolo hasta la locura. Dejó atrás al capitán y echó a correr hacia las almenas. Se encaramó entre dos de ellas y, desde tan elevada altura, contempló la batalla como un Marte que se hubiese decidido a presidirla. Espada en mano invocó varias veces el nombre de Octavio. Y varias veces más le trató de cobarde, instándole a aceptar su desafío. De repente los soldados le reconocieron. Eran hombres que habían combatido bajo sus órdenes, hombres que antes cantaron sus virtudes, hombres que le habían adorado. 201
No digas que fue un sueño 202 Terenci Moix Y al instante detuvieron todas sus maniobras y bajaron las armas porque creyeron reconocer a uno de los suyos. Montado en un reluciente corcel negro, procedente de su campaña siria, el joven Octavio también se quedó mirando a su amigo de antaño, presa de estupor. Era tal la majestad de aquella figura erguida en lo alto de la muralla, era tal la grandeza de su desesperación, que Octavio vio retroceder el tiempo y, por un instante, Antonio volvió a ser el héroe a quien tanto llegó a admirar. Pero sus gritos fueron los de un pobre loco: -¡Héctor, asediado, desafía al innoble Aquiles! -aulló-. ¿Por qué no contestas? ¿Temes que descubra tu talón? Octavio se echó a reír. -¡Pobre viejo! Tiene más años que Aquiles y Héctor juntos y todavía se atreve a presumir... La magia, el poderío del instante se rompió en una sarta de risotadas frenéticas que se apoderaron de los soldados más próximos a Octavio. Y éstos lo transmitieron a otros más alejados y aquellos a los de más allá hasta que todos rieron y, los más jóvenes, profirieron improperios contra Antonio. Ninguna flecha arrojada contra su pecho, ninguna maza acerada proyectada contra su cabeza hubieran abierto tantas heridas en el general como los insultos de quienes fueron sus soldados. Desde viejo ridículo hasta fantoche de Cleopatra, desde cerdo renegado hasta perro vencido, los insultos recorrieron toda la gama de la violencia y Antonio todos los caminos de la humillación. Y todavía tuvo tiempo de exclamar: -¡Octavio! De jugador a jugador. Apostemos Alejandría a una sola carta. Un combate personal. ¡Octavio contra Antonio por la posesión de Alejandría! -No hace falta -gritó Octavio, sin perder su sonrisa-. Alejandría ya está ganada. Los soldados acogieron las palabras de Octavio con vítores clamorosos, al tiempo que continuaban imprecando a Antonio, riéndose de él y arrojándole piedras. Apolodoro le apartó de la muralla. Y el general se dejó caer en sus brazos, extenuado y sin mostrar signos de vergüenza. -Cleopatra -murmuró-. ¿Dónde está mi reina? El rostro de Apolodoro se oscureció tras una expresión misteriosa y con voluntad de no dejar de serlo. -Ya no está entre nosotros -susurró-. La reina de Egipto ya no es de este mundo. Está en su mausoleo, enfrentada a la eternidad. Antonio volvió a sentirse solo y esta vez sin remisión. Sus hombres le habían abandonado. Su reina acababa de anticipársele en la muerte. Sólo le quedaba errar en busca de rincones que aún desconocía. En un arrebato, se arrancó la coraza de oro y la arrojó por encima de la muralla, como si fuese la última arma que le quedaba por disparar. Agotadas ya todas sus reservas, echó a correr hacia el interior del palacio, invocando con aullidos feroces el nombre de Cleopatra. Llegó hasta la gran sala de las audiencias. Sumida en la penumbra, parecía formar parte de un universo onírico cuya paz no pudiese turbar la violencia. Pero allí, sentada en el trono, bajo la gigantesca figura del halcón dorado, se movía una sombra que lanzaba al aire patéticos gemidos de muerte. No era Cleopatra, sino Sosígenes. -¿Está viva tu reina? -preguntó Antonio, aferrándole de un brazo.
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<strong>No</strong> <strong>digas</strong> <strong>que</strong> <strong>fue</strong> <strong>un</strong> <strong>sueño</strong><br />
<strong>Terenci</strong> <strong>Moix</strong><br />
coraza de oro, regalo de Cleopatra, le hacía pensar <strong>que</strong> realmente era así y no de otro<br />
modo.<br />
¡Marco Antonio tri<strong>un</strong>fador! Mil gritos volvían a pron<strong>un</strong>ciar estas palabras, mil gritos<br />
surgidos de las entrañas de Alejandría y proyectados hacia el resto del m<strong>un</strong>do. Las<br />
mujeres más hermosas de Oriente saludaban su paso desde detrás de cautas celosías,<br />
los más gallardos efebos del desierto inclinaban sus cimitarras de plata al verle desfilar,<br />
los materiales más ricos, las flores más delicadas formaban <strong>un</strong>a s<strong>un</strong>tuosa alfombra<br />
destinada a impedir <strong>que</strong> el polvo profanara sus pies. ¡Gloria de Oriente, ese Antonio!<br />
¡Gran guerrero, además de autocrátor!<br />
De pronto detuvo su paso al ritmo exacto de la muerte de su <strong>sueño</strong>. Los ruidos <strong>que</strong><br />
llegaban de Alejandría no eran trompetas tri<strong>un</strong>fales, los gritos no eran vítores, los<br />
rugidos no correspondían a <strong>un</strong> leopardo amaestrado <strong>que</strong> guardase el lecho de alg<strong>un</strong>a<br />
emperatriz caprichosa.<br />
Era el fragor de la batalla. Era el horrísono clamor de la guerra <strong>que</strong> había llegado a las<br />
calles de Alejandría. Era el silbido feroz de las catapultas arrojando su carga mortal, el<br />
estampido repi<strong>que</strong>teante de los arietes arrojados <strong>un</strong>a y otra vez contra las enormes<br />
puertas de los templos y de las bibliotecas, el chirrido escalofriante de las gigantescas<br />
torres de madera <strong>que</strong> se iban acercando a las murallas con su cargamento de romanos<br />
dispuestos a asestar <strong>un</strong> último y definitivo golpe a lo <strong>que</strong> <strong>que</strong>daba de Alejandría. Y por<br />
doquier se levantaban en el cielo gigantescas hogueras, y se desplomaban los edificios,<br />
como avergonzados de la grandeza <strong>que</strong> tuvieron hasta ayer.<br />
Corrió al patio de armas... pero estaba completamente desierto. Sólo lo iluminaba el<br />
resplandor de las hogueras y <strong>un</strong>a antorcha <strong>que</strong> sostenía el capitán Apolodoro.<br />
En su frenética carrera Marco Antonio miraba a su alrededor en busca de algún rastro,<br />
<strong>un</strong>o cualquiera, <strong>que</strong> le indicase dónde estaban sus tropas. Pero sólo <strong>que</strong>daba Apolodoro.<br />
Y su hermoso <strong>un</strong>iforme azul, con faldón y hombreras doradas, ponía en la tristeza de la<br />
soledad <strong>un</strong>a ligera nota de alegría <strong>que</strong> tal vez pretendió recordar lo <strong>que</strong> <strong>fue</strong> la belleza en<br />
a<strong>que</strong>lla ciudad hoy devastada por las llamas.<br />
-Se han ido... -murmuró al ver a Antonio-. Todos tus hombres. Sin excepción. Te han<br />
dejado solo.<br />
-<strong>No</strong> es cierto. Me están esperando en otro p<strong>un</strong>to. Han decidido atacar a Octavio por<br />
otro flanco y están agazapados en algún lugar, esperando a <strong>que</strong> su jefe los lleve a la<br />
victoria...<br />
-Se han ido... -repitió Apolodoro, y en su rostro había toda la tristeza de <strong>un</strong> final<br />
absoluto-. Son romanos y quieren estar con los romanos.<br />
Marco Antonio seguía buscando a su alrededor, dando manotazos en el aire,<br />
palpándolo, como si sus hombres se hubiesen convertido en fantasmas <strong>que</strong> sólo<br />
pudieran reaparecer mediante el contacto de su mano amiga.<br />
-Enobarbo... Rufo... Marcelo...<br />
-Todos tus oficiales, sí. Y también tus soldados. <strong>No</strong> <strong>que</strong>rían luchar contra Roma. <strong>No</strong><br />
<strong>que</strong>rían morir por la causa de <strong>un</strong>a reina egipcia. ¿Qué les importa a ellos si esta noche<br />
termina nuestro m<strong>un</strong>do?<br />
En medio del fragor, entre los incontables ruidos de la destrucción, Marco Antonio<br />
sintió renacer su ímpetu, transportándolo hasta la locura. Dejó atrás al capitán y echó a<br />
correr hacia las almenas. Se encaramó entre dos de ellas y, desde tan elevada altura,<br />
contempló la batalla como <strong>un</strong> Marte <strong>que</strong> se hubiese decidido a presidirla. Espada en<br />
mano invocó varias veces el nombre de Octavio. Y varias veces más le trató de cobarde,<br />
instándole a aceptar su desafío.<br />
De repente los soldados le reconocieron. Eran hombres <strong>que</strong> habían combatido bajo<br />
sus órdenes, hombres <strong>que</strong> antes cantaron sus virtudes, hombres <strong>que</strong> le habían adorado.<br />
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