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No digas que fue un sueño - Terenci Moix

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<strong>No</strong> <strong>digas</strong> <strong>que</strong> <strong>fue</strong> <strong>un</strong> <strong>sueño</strong><br />

197<br />

<strong>Terenci</strong> <strong>Moix</strong><br />

elementales <strong>que</strong> Cleopatra no podía aprender a través de sus filósofos o en los libros de<br />

la Gran Biblioteca.<br />

Era el hombre <strong>que</strong> puso su destino en manos de <strong>un</strong>a reina y apostó su vida por <strong>un</strong><br />

<strong>sueño</strong>. El hombre <strong>que</strong> perdía jugando a los dados con Octavio y jugando a la vida con su<br />

pueblo. El hombre <strong>que</strong> ya no tenía nada en el m<strong>un</strong>do, el desposeído de la fort<strong>un</strong>a, el<br />

bufón de los dioses. Marco Antonio.<br />

Cleopatra se rebeló contra sí misma, maldijo a a<strong>que</strong>l Egipto <strong>que</strong> le exigía tantos<br />

sacrificios, clamó de ira ante el rostro impasible de los dioses. Lloró amargamente<br />

por<strong>que</strong> había estado a p<strong>un</strong>to de levantar la mano contra el hombre <strong>que</strong> ya no era nada<br />

por <strong>que</strong>rer ser suyo del todo. Y mientras corría por la playa, con los brazos abiertos,<br />

deseosa de estrechar contra su pecho todo el fracaso de Antonio, arrojaba juramentos<br />

contra a<strong>que</strong>l nuevo César de relumbrón, a<strong>que</strong>l ser inhumano <strong>que</strong>, después de<br />

arrebatarle todas las cosas por las cuales había vivido, pretendía robarle la última<br />

oport<strong>un</strong>idad de todo ser acorralado: esperar con serenidad la llegada de la muerte. Y<br />

esperarla con ternura, en compañía del elegido para compartir después la larga noche de<br />

contarlos años.<br />

Cuando el estío alcanzaba su p<strong>un</strong>to culminante y los vientos del desierto azotaban el<br />

m<strong>un</strong>do con latigazos de <strong>fue</strong>go, las tropas de Octavio acamparon delante de Alejandría. Y<br />

ante las gigantescas murallas, respaldadas por <strong>un</strong>a historia rica en prestigio y distinción,<br />

el joven paladín de la prudencia estuvo a p<strong>un</strong>to de sentirse <strong>un</strong> dios y meditó sobre cierta<br />

famosa estratagema de Alejandro el Magno, <strong>que</strong> le permitió tomar Egipto sin encontrar<br />

defensas. En a<strong>que</strong>lla ocasión el dios soldado compareció ante el oráculo de Amón, en el<br />

oasis de Siwa, e hizo <strong>que</strong> el más poderoso de los dioses egipcios de a<strong>que</strong>l tiempo se le<br />

apareciera nombrándole ante el pueblo su hijo y heredero.<br />

Si la fábula resultó provechosa para el nacimiento de Alejandría, otra semejante<br />

podría resultar igualmente beneficiosa para a<strong>que</strong>llos días en <strong>que</strong> Alejandría y Egipto<br />

entero se disponían a ingresar en los dominios de Roma. Pero el particular sentido de la<br />

prudencia <strong>que</strong> siempre valió a Octavio sus mejores éxitos le aconsejaba esperar. La<br />

divinización llegaría a su debido tiempo, cuando él y todos sus sucesores se inscribiesen<br />

en los grandes templos del Nilo en calidad de reyes absolutos y, teniendo en cuenta la<br />

mentalidad del pueblo egipcio, dioses indiscutibles.<br />

Desde el p<strong>un</strong>to más alto de su palacio, en el lugar donde años atrás tuvo <strong>un</strong><br />

observatorio <strong>que</strong> le servía para estudiar los secretos de los planetas, Cleopatra<br />

contemplaba ahora el campamento enemigo. Atisbaba a lo lejos las amenazadoras moles<br />

de las torres de ata<strong>que</strong>, la soberbia monstruosidad de las catapultas, la asfixiante<br />

humareda de los <strong>fue</strong>gos donde se hervía el aceite para <strong>un</strong> próximo ata<strong>que</strong>. Y supo <strong>que</strong> la<br />

muerte se encontraba ya muy cerca, por<strong>que</strong> todas las muertes estaban implícitas en la<br />

caída de Alejandría.<br />

Y la ciudad había enmudecido. Su blancura espectral recordaba más <strong>que</strong> n<strong>un</strong>ca a <strong>un</strong><br />

campo plagado de sepulturas. Las calles vacías an<strong>un</strong>ciaban la inminencia de la<br />

catástrofe. Los grandes edificios consagrados a la cultura parecían a p<strong>un</strong>to de<br />

derrumbarse ante la inminente irrupción de los bárbaros.<br />

Pero el heroísmo todavía conoció <strong>un</strong> último arrebato, embravecido e inútil como la<br />

locura del vino, cuando Marco Antonio mandó abrir por sorpresa la Puerta de la L<strong>un</strong>a y<br />

cayó sobre <strong>un</strong>a avanzadilla de la infantería romana, obteniendo así su primera victoria<br />

desde los trágicos días de Accio. Pero Cleopatra no quiso engañarse y sólo vio en a<strong>que</strong>lla<br />

victoria el fulgor momentáneo del rayo. Y entendió <strong>que</strong> los ímpetus de Antonio le<br />

convertían en <strong>un</strong> centauro ideal para deslumbrar a sus soldados en plena batalla, pero<br />

en <strong>un</strong> dudoso defensor de la ciudad caso de <strong>que</strong> ésta se viese obligada a sufrir <strong>un</strong> asedio<br />

demasiado prolongado.

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