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<strong>No</strong> <strong>digas</strong> <strong>que</strong> <strong>fue</strong> <strong>un</strong> <strong>sueño</strong><br />
190<br />
<strong>Terenci</strong> <strong>Moix</strong><br />
Cuando supo <strong>que</strong> ya nada podría detener a a<strong>que</strong>llas ideas impuestas por la <strong>fue</strong>rza de<br />
las armas, Cleopatra recordó los votos de eternidad <strong>que</strong> Antonio formulase<br />
continuamente y sintió <strong>que</strong> necesitaba conciliarlos con los suyos propios. Entonces envió<br />
a buscarle y Antonio sintió de nuevo en su interior la llama sagrada y el deseo de<br />
experimentar la fiebre de Alejandría j<strong>un</strong>to a su cuerpo y sucumbir los dos bajo sus<br />
ardores. Y si alguien le decía.:<br />
-¿Es <strong>que</strong> el misántropo Antonio ya no odia a los hombres como antes?<br />
... Él contestaba:<br />
-A los hombres sí, pero no odio a las serpientes del Nilo.<br />
Así volvieron a re<strong>un</strong>irse los amantes bajo el signo adverso <strong>que</strong> las malas estrellas<br />
habían decretado desde la derrota de Accio. Pero en a<strong>que</strong>lla ocasión no hubo alegría en<br />
el encuentro, sólo la agradable complicidad de quienes han decidido emprender j<strong>un</strong>tos<br />
<strong>un</strong> gran proyecto.<br />
Ya no era el proyecto de Oriente. Era el de la Muerte.<br />
Rodeados por la adversidad del m<strong>un</strong>do, decidieron encontrar su guía espiritual en la<br />
más fatídica de las adversidades. Los milenios de Egipto les enseñaban <strong>que</strong> el amor de la<br />
muerte era el más seguro, por<strong>que</strong> ella es <strong>un</strong>a dama cuya presencia no abandona n<strong>un</strong>ca<br />
a los mortales. Y al regresar a los placeres orgiásticos <strong>que</strong> caracterizaron su juventud,<br />
Antonio supo mezclar el vino con la voluptuosidad de imaginar <strong>que</strong> acaso <strong>fue</strong>se el último.<br />
Sabían <strong>que</strong> era necesario estar preparados para el suicidio. El alto lugar <strong>que</strong> ocupaban<br />
no permitía <strong>un</strong>a muerte vulgar, no toleraba <strong>un</strong>a muerte decretada. Guiados por esta<br />
idea, f<strong>un</strong>daron la más peculiar de las asociaciones <strong>que</strong> hasta entonces había conocido el<br />
m<strong>un</strong>do: la Sociedad de la Muerte en Compañía. Y todos sus miembros, amantes<br />
fervorosos de la buena vida, comulgaban en a<strong>que</strong>lla íntima seguridad del final inevitable,<br />
el final trabajado por <strong>un</strong>o mismo y de tal modo conquistado. Y esta conquista personal<br />
otorgaba a las bacanales de las terrazas de Cleopatra <strong>un</strong>a deliciosa voluptuosidad <strong>que</strong> no<br />
se limitaba a manar de los vinos o las drogas <strong>que</strong> se consumían para alcanzar el éxtasis.<br />
Era, por el contrario, <strong>un</strong>a forma completamente nueva de la delicuescencia, <strong>un</strong> juego<br />
subyugador por<strong>que</strong> en cualquier manjar, en cualquier droga o bebida podía encontrarse<br />
el veneno desconocido, la ponzoña original capaz de cortar el ritmo de <strong>un</strong>a vida en pocos<br />
seg<strong>un</strong>dos.<br />
En el curso de interminables festines <strong>que</strong> tenían a la muerte como invitada de honor,<br />
los apetitos de Antonio volvieron a la vida. Eran apetitos de <strong>un</strong>a especie gigantesca,<br />
como re<strong>que</strong>ría su linaje divino. El descendiente de Hércules, el protegido de Dionisos se<br />
arrojó al placer con <strong>un</strong>a voracidad desmesurada y, al mismo tiempo, angustiosa.<br />
Dijérase <strong>que</strong> no sólo devoraba los instantes, sino <strong>que</strong> se aferraba a ellos <strong>un</strong>a vez<br />
colmados y los apuraba con <strong>un</strong>a ansiedad rayana en la locura. Deseaba, ansiaba<br />
encadenar sus vivencias con la febril obstinación de quien sabe <strong>que</strong> no volverán a<br />
repetirse.<br />
Volvió a exigir <strong>que</strong> los instantes no detuviesen su paso, <strong>que</strong> cada placer no<br />
constituyese <strong>un</strong>a meta en sí mismo, sino el origen de placeres continuamente<br />
renovados. Así supo <strong>que</strong> n<strong>un</strong>ca conocería la cima del placer, <strong>que</strong> n<strong>un</strong>ca alcanzaría a vivir<br />
la summa de la dicha por<strong>que</strong> la culminación, la totalidad, el absoluto constituyen <strong>un</strong>a<br />
limitación, no por elevada menos desesperante.<br />
El absoluto del placer era algo <strong>que</strong> estaba más allá del alcance de los mortales, era el<br />
pináculo <strong>que</strong> sólo pudieron conocer los dioses (si acaso existió alg<strong>un</strong>o tan afort<strong>un</strong>ado).<br />
A<strong>un</strong> así, Antonio ratificaba su ascendencia divina colocándose más allá de a<strong>que</strong>lla<br />
cumbre, en los límites mismos de la muerte y dominando, desde ella, <strong>un</strong> m<strong>un</strong>do lúgubre,<br />
fragmentado en instantes de inigualable intensidad.