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No digas que fue un sueño - Terenci Moix

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<strong>No</strong> <strong>digas</strong> <strong>que</strong> <strong>fue</strong> <strong>un</strong> <strong>sueño</strong><br />

189<br />

<strong>Terenci</strong> <strong>Moix</strong><br />

<strong>que</strong> se cebaba sobre su presa con ferocidad implacable y sin detenerse ante ning<strong>un</strong>a<br />

súplica, sin detenerse siquiera ante el recuerdo del cariño de ayer.<br />

Y Marco Antonio buscó la soledad y huyó de la compañía de los hombres por<strong>que</strong><br />

acababa de descubrir hasta qué p<strong>un</strong>to le hastiaban. Se refugió en <strong>un</strong> apartado rincón de<br />

las costas de Libia, el lugar más solitario <strong>que</strong> pudo encontrar. Y allí pasó meses enteros,<br />

viviendo por sus propios medios en <strong>un</strong>a humilde cabaña y contemplando el mar durante<br />

largas horas, añorando la época en <strong>que</strong> había sido capaz de conquistarlo.<br />

En su exilio a orillas de a<strong>que</strong>lla playa desierta, azotado por los ardientes vientos del<br />

verano, recordaba a menudo la historia de cierto patricio de Atenas llamado Timón, <strong>que</strong><br />

también rechazó el contacto de los hombres como él, e igual <strong>que</strong> él sentía menos deseos<br />

de volver a vivir entre ellos cuanto más tiempo duraba su soledad. Pero a<strong>un</strong><strong>que</strong><br />

merecieron las burlas de Aristófanes y Platón, los motivos de a<strong>que</strong>l antiguo ateniense<br />

habían sido más filosóficos <strong>que</strong> los suyos: Timón pasó su vida haciendo favores a los<br />

demás y, al necesitar él su afecto, se encontró abandonado por todos. <strong>No</strong> dudó en<br />

condenarse al ostracismo más absoluto. Permaneció aislado en <strong>un</strong>a colina cercana a<br />

Atenas y se dedicó a odiar a la raza humana el resto de sus días.<br />

Antonio no odiaba a los hombres sino a su propia debilidad. Dejándose llevar por la<br />

inteligencia de Cleopatra se había arrojado a <strong>un</strong>a empresa para la cual no estaba<br />

preparado. N<strong>un</strong>ca le había ocurrido de este modo cuando se limitó a ser <strong>un</strong> guerrero,<br />

<strong>un</strong>o más entre sus hombres. La ambición había colocado ante sus ojos <strong>un</strong> espejo <strong>que</strong>, al<br />

presentarle como <strong>un</strong> ser superdotado, le deformaba. Y en su caída había arrastrado lo<br />

mejor de sí mismo: el ansia de vivir, la necesidad de apurar hasta el fondo las cosas más<br />

elementales, los placeres más rudimentarios. Sus únicas posibilidades de ser <strong>un</strong> hombre<br />

como los demás, de no verse obligado a encarnar a todas horas al incómodo héroe <strong>que</strong><br />

necesitaban Egipto, Roma y Cleopatra.<br />

Fue Cleopatra quien se vio obligada a encarnarlo durante los meses <strong>que</strong> duró su<br />

ausencia. Pero ella, en su soberbia madurez, no perdió el tiempo considerándose <strong>un</strong>a<br />

heroína. Todo lo más <strong>un</strong>a gran profesional de las intrigas internacionales. Y a<strong>un</strong><strong>que</strong> en<br />

ellas no se había mostrado inepto el propio Marco Antonio durante sus años más<br />

recientes en Alejandría, su reina demostró sobradamente <strong>que</strong> podía actuar sin ayuda de<br />

nadie. O acaso con <strong>un</strong>a ayuda ya lejana, <strong>que</strong> le prestó en su juventud <strong>un</strong> maestro<br />

excepcional. Se llamaba Julio César y le enseñó tantos ardides <strong>que</strong> el lecho real se<br />

convirtió en <strong>un</strong> aula de alta política.<br />

Al recordar a su primer amante, Cieopatra regresó a la juventud e intentó aspirar sus<br />

aromas, sin darse cuenta de <strong>que</strong> también a<strong>que</strong>lla primavera se había convertido en <strong>un</strong><br />

<strong>sueño</strong> embalsamado. Acababa de cumplir treinta y nueve años, y curiosamente a<strong>que</strong>lla<br />

evidencia <strong>que</strong> en cualquier otra ocasión le hubiera angustiado, en a<strong>que</strong>llos días no le<br />

robó <strong>un</strong> solo pensamiento. A<strong>un</strong><strong>que</strong> ya no era joven, sí era lo bastante madura como para<br />

<strong>que</strong> sus intrigas resultasen más eficaces. A<strong>un</strong><strong>que</strong> ya no tenía la audacia insolente del<br />

guerrero, en cambio poseía el arte del político. Y haciendo buen uso de él, intentó alterar<br />

la historia de cuantos reinos vecinos a Egipto podían servirle para impedir el paso a<br />

Octavio. Nada más inútil, ningún es<strong>fue</strong>rzo más en vano. Todos sus aliados vivían presos<br />

del mismo terror. Roma avanzaba.<br />

A<strong>que</strong>l mismo terror cabalgaba ya sobre Alejandría al mismo tiempo <strong>que</strong> los caballos<br />

de Octavio asolaban los pe<strong>que</strong>ños reinos de Asia. La ciudad, antes bulliciosa, se <strong>fue</strong><br />

replegando en sí misma y todas las razas <strong>que</strong> confluían en sus mercados, todos los<br />

filósofos <strong>que</strong> polemizaban en sus academias, todos los actores <strong>que</strong> hacían llorar al<br />

pueblo en los grandes teatros empezaron a hablar en voz <strong>que</strong>da. La ciudad era<br />

consciente de <strong>que</strong> el poder de Roma llegaría tarde o temprano. Y Cleopatra sabía <strong>que</strong> el<br />

hibridismo de su ciudad era la <strong>fue</strong>rza menos adecuada para resistir a alguien <strong>que</strong> llegaba<br />

como dueño absoluto de sus recursos. Alguien cuyas ideas estaban perfectamente<br />

claras.

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