No digas que fue un sueño - Terenci Moix

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09.05.2013 Views

No digas que fue un sueño 187 Terenci Moix cielos, pudiesen aparecer de un momento a otro imágenes de las batallas que llenaban su alma de desasosiego. Y era inútil que los consejeros de su madre le tranquilizasen. Y era inútil que efectuasen todo tipo de sortilegios positivos los brujos de palacio. Una fuerza más poderosa que todos los augurios, mucho más avisada que todos los consejos de los mayores, hablaba en su interior de sangrientos sucesos, de terribles venganzas efectuadas por las divinidades del desastre y los genios de la desolación. Los marineros que recalaban en el puerto de Eunosto eran portadores de noticias que, si no desesperanzadoras, sí eran cuanto menos pesimistas. En numerosos puntos de Grecia, las multitudes enardecidas habían derribado a golpes de maza las estatuas de Antonio y Cleopatra. En otros puntos, más cercanos al campo de batalla, se decía que los oficiales de Antonio empezaban a desertar de sus filas, pasándose a las de Octavio, porque les molestaba la constante irrupción de la reina egipcia en los planes de batalla y en las relaciones con los soldados. De todas partes llegaban noticias del desconcierto reinante entre las tropas... desconcierto que se oponía al perfecto orden que reinaba entre las filas de Octavio. Y cuando no llegaban noticias, Cesarión continuaba apoyado en la mágica balaustrada que se abría sobre el incesante tráfico del puerto y los esplendores de Alejandría. Respiraba entonces el aire ácido, corrosivo, que llegaba de la corrupción de los lagos, con su putrefacción aumentada por el lóbrego calor de agosto. Sentía entonces el joven príncipe que la ciudad, el país entero, era como una maldición que el destino había puesto en sus manos sin que él lo solicitase. Sus ojos se llenaban de aquella Alejandría de formas irreprochables, aquella Alejandría de la cual dijo un viajero que obligaba a mantener los ojos continuamente cerrados, tan intensa, tan cegadora era la blancura que el sol arrancaba a sus infinitos mármoles. ¡Y el destino final de tanta belleza se estaba decidiendo en unas costas lejanas, de las que Cesarión ni siquiera había oído hablar! -Mi destino va unido al de Alejandría -susurró tristemente, una tarde en que no llegó ningún navío cargado de noticias-. Mi destino es como tu vida, buen Totmés: lo decidieron otros por mí, y son otros quien se lo juegan ahora, en una partida a muerte, en las costas de Accio. Hablaba con tanta amargura que Totmés se vio obligado a acariciarle. Y sentía que, en efecto, ambos eran el resultado de dos destinos postizos. -Tu destino es el de Egipto, mi príncipe. De la misma manera que el mío fue ayudarte a comprenderlo. Y lo que suceda en Accio nos arrastrará a los dos. -El día que nos conocimos en aquella tumba de la Sede de la Belleza, yo leí en voz alta la historia de un principito que no llegó a hacerse hombre... -Y yo te adoré porque, en medio de la caída de Egipto, tú hablabas con las palabras de la tradición. -El recuerdo de aquel niño muerto prematuramente no me ha abandonado en toda mi vida. Igual que el príncipe Aristóbulo de Judea. Por esto te digo que Egipto es un peso demasiado arduo y Alejandría una maldición. Ambas son el peso que me impedirá avanzar y que al mismo tiempo me mantiene inmóvil, esperando que en Accio dos ejércitos decidan mi destino. -Y al mismo tiempo te digo que no puedes escapar a la suerte de Egipto, porque entre todos hemos querido hacerte digno de ella. Que aunque sea adversa, será grandiosa. -Tú estás a tiempo de huir, Totmés. La vida que me consagras es algo artificial, un voto que puedes deshacer en cualquier momento porque no lo formulaste tú. Lo hicieron en tu nombre. Puedes renunciar a él, volver a tu pasado, buscar a tus padres... -Mi pasado ya sólo es el que tuve junto a ti. ¿Quién puede deshacer el camino recorrido? He comprendido que el destino se complace en anular sus propios decretos. Si

No digas que fue un sueño 188 Terenci Moix de niño tuve uno, éste fue deshecho por Epistemo y tu madre. Y mi destino es ahora vivir a tu lado, impulsando el sueño que me llevó hacia ti. El tiempo eterno de Egipto, ¿comprendes? Él durará más que nosotros. Él sobrevivirá a la caída de Alejandría porque existe desde mucho antes de que empezasen a irradiar los resplandores de sus mármoles y la sabiduría de sus academias. Durante tres meses el futuro rey de Egipto acudió todas las tardes a su terraza, como un vigía imperturbable que usurpaba las funciones del faro y cuyo corazón se enardecía pronunciando la célebre bienvenida del puerto viejo: «Eunosto, soldados de Alejandría. Buen regreso, óptima llegada, saludable acogida a los vencedores de Accio...». Pero las noticias de los mares eran cada día más contradictorias, aunque ninguna desmentía el pesimismo de la anterior. Octavio estaba venciendo. Octavio estaba a punto de vencer completamente. Octavio casi se proclamaba vencedor. Y un día apareció en el horizonte la galera de Cleopatra. Alejandría entera se regocijó ante la noticia de que la reina regresaba a su palacio de mármol. Alejandría entera sintióse más protegida, y sólo la fetidez del viento aportó notas siniestras a las cabalgatas de flores y a los coros triunfales. Pero fue aquella fetidez la que acabó triunfando, porque la suntuosa galera llegaba impulsada por los malos vientos de la derrota. Cesarión reunió a los consejeros, mandó que las doncellas vistiesen de gala a sus tres hermanos, animó a las gentes de la corte a ponerse sus mejores galas y él mismo se vistió de gran ceremonial para que los ojos de su madre, al entrar en Alejandría, quedasen deslumbrados por los destellos del oro y el coqueteo que el sol arrancaba a las piedras preciosas. ¡Y que sus oídos se viesen arrullados por los suaves rumores de la seda y no por los rugidos del desierto! La comitiva se dirigió al muelle y allí esperó la aparición de la reina, en lo alto de su orgullosa galera, alegría de los mares. Pero había manchas de sangre en el nombre que hasta entonces ostentase con no menos orgullo -¡Antoníada, Antoníada- y el ambiente de la tarde era fatigoso y una humedad agobiante pegaba la seda a la piel enmohecida de los cortesanos. Incluso el gran faro, con sus luces apagadas, parecía más deslucido. Y en la aparición de Cleopatra vieron los primeros anuncios de un destino hostil. Pites llegaba completamente enlutada y sola entre sus damas. El gallardo acompañante de otras horas, el amante que había prometido conquistar el mundo para depositarlo en los altares de Alejandría quedó en algún lugar del inmenso mar de la derrota. Y durante algunos meses, Alejandría no tuvo noticias del hombre que lo había dado todo por su suerte. Si el destino de la guerra cambia el mundo, éste cambia el amor de los amantes. Toda la serenidad de antiguas horas pasadas al socaire de un idilio se convierte en tortura, el esplendor de un sueño de conquista se consume ahora en el fracaso. Y los amantes regresan a un redil modesto, un último rincón que ya sólo permite esperar el supremo instante de la tumba. Y pasa el tiempo con más fuerza que el soplo de los huracanes. Transcurre lentamente la miseria, el dolor se convierte en una costumbre, la derrota en un estado de ánimo. El tiempo ha hecho una labor irreversible. Los héroes están mutilados. Marco Antonio no quiso regresara Alejandría derrotado por segunda vez en su vida. Pues en esta ocasión sabía que su destino estaba ya trazado y que, al cumplirse, arrastraría consigo a la ciudad y a su reina amada. Que algún día, por mar o por tierra, las fuerzas de Octavio culminarían en aquel lugar, sobre el propio terreno sagrado, la sistemática labor de destrucción que habían ido acometiendo desde Roma. Era el águila

<strong>No</strong> <strong>digas</strong> <strong>que</strong> <strong>fue</strong> <strong>un</strong> <strong>sueño</strong><br />

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<strong>Terenci</strong> <strong>Moix</strong><br />

cielos, pudiesen aparecer de <strong>un</strong> momento a otro imágenes de las batallas <strong>que</strong> llenaban<br />

su alma de desasosiego. Y era inútil <strong>que</strong> los consejeros de su madre le tranquilizasen. Y<br />

era inútil <strong>que</strong> efectuasen todo tipo de sortilegios positivos los brujos de palacio. Una<br />

<strong>fue</strong>rza más poderosa <strong>que</strong> todos los augurios, mucho más avisada <strong>que</strong> todos los consejos<br />

de los mayores, hablaba en su interior de sangrientos sucesos, de terribles venganzas<br />

efectuadas por las divinidades del desastre y los genios de la desolación.<br />

Los marineros <strong>que</strong> recalaban en el puerto de E<strong>un</strong>osto eran portadores de noticias <strong>que</strong>,<br />

si no desesperanzadoras, sí eran cuanto menos pesimistas. En numerosos p<strong>un</strong>tos de<br />

Grecia, las multitudes enardecidas habían derribado a golpes de maza las estatuas de<br />

Antonio y Cleopatra. En otros p<strong>un</strong>tos, más cercanos al campo de batalla, se decía <strong>que</strong><br />

los oficiales de Antonio empezaban a desertar de sus filas, pasándose a las de Octavio,<br />

por<strong>que</strong> les molestaba la constante irrupción de la reina egipcia en los planes de batalla y<br />

en las relaciones con los soldados. De todas partes llegaban noticias del desconcierto<br />

reinante entre las tropas... desconcierto <strong>que</strong> se oponía al perfecto orden <strong>que</strong> reinaba<br />

entre las filas de Octavio.<br />

Y cuando no llegaban noticias, Cesarión continuaba apoyado en la mágica balaustrada<br />

<strong>que</strong> se abría sobre el incesante tráfico del puerto y los esplendores de Alejandría.<br />

Respiraba entonces el aire ácido, corrosivo, <strong>que</strong> llegaba de la corrupción de los lagos,<br />

con su putrefacción aumentada por el lóbrego calor de agosto. Sentía entonces el joven<br />

príncipe <strong>que</strong> la ciudad, el país entero, era como <strong>un</strong>a maldición <strong>que</strong> el destino había<br />

puesto en sus manos sin <strong>que</strong> él lo solicitase. Sus ojos se llenaban de a<strong>que</strong>lla Alejandría<br />

de formas irreprochables, a<strong>que</strong>lla Alejandría de la cual dijo <strong>un</strong> viajero <strong>que</strong> obligaba a<br />

mantener los ojos continuamente cerrados, tan intensa, tan cegadora era la blancura<br />

<strong>que</strong> el sol arrancaba a sus infinitos mármoles.<br />

¡Y el destino final de tanta belleza se estaba decidiendo en <strong>un</strong>as costas lejanas, de las<br />

<strong>que</strong> Cesarión ni siquiera había oído hablar!<br />

-Mi destino va <strong>un</strong>ido al de Alejandría -susurró tristemente, <strong>un</strong>a tarde en <strong>que</strong> no llegó<br />

ningún navío cargado de noticias-. Mi destino es como tu vida, buen Totmés: lo<br />

decidieron otros por mí, y son otros quien se lo juegan ahora, en <strong>un</strong>a partida a muerte,<br />

en las costas de Accio.<br />

Hablaba con tanta amargura <strong>que</strong> Totmés se vio obligado a acariciarle. Y sentía <strong>que</strong>, en<br />

efecto, ambos eran el resultado de dos destinos postizos.<br />

-Tu destino es el de Egipto, mi príncipe. De la misma manera <strong>que</strong> el mío <strong>fue</strong> ayudarte<br />

a comprenderlo. Y lo <strong>que</strong> suceda en Accio nos arrastrará a los dos.<br />

-El día <strong>que</strong> nos conocimos en a<strong>que</strong>lla tumba de la Sede de la Belleza, yo leí en voz<br />

alta la historia de <strong>un</strong> principito <strong>que</strong> no llegó a hacerse hombre...<br />

-Y yo te adoré por<strong>que</strong>, en medio de la caída de Egipto, tú hablabas con las palabras<br />

de la tradición.<br />

-El recuerdo de a<strong>que</strong>l niño muerto prematuramente no me ha abandonado en toda mi<br />

vida. Igual <strong>que</strong> el príncipe Aristóbulo de Judea. Por esto te digo <strong>que</strong> Egipto es <strong>un</strong> peso<br />

demasiado arduo y Alejandría <strong>un</strong>a maldición. Ambas son el peso <strong>que</strong> me impedirá<br />

avanzar y <strong>que</strong> al mismo tiempo me mantiene inmóvil, esperando <strong>que</strong> en Accio dos<br />

ejércitos decidan mi destino.<br />

-Y al mismo tiempo te digo <strong>que</strong> no puedes escapar a la suerte de Egipto, por<strong>que</strong> entre<br />

todos hemos <strong>que</strong>rido hacerte digno de ella. Que a<strong>un</strong><strong>que</strong> sea adversa, será grandiosa.<br />

-Tú estás a tiempo de huir, Totmés. La vida <strong>que</strong> me consagras es algo artificial, <strong>un</strong><br />

voto <strong>que</strong> puedes deshacer en cualquier momento por<strong>que</strong> no lo formulaste tú. Lo hicieron<br />

en tu nombre. Puedes ren<strong>un</strong>ciar a él, volver a tu pasado, buscar a tus padres...<br />

-Mi pasado ya sólo es el <strong>que</strong> tuve j<strong>un</strong>to a ti. ¿Quién puede deshacer el camino<br />

recorrido? He comprendido <strong>que</strong> el destino se complace en anular sus propios decretos. Si

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