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<strong>No</strong> <strong>digas</strong> <strong>que</strong> <strong>fue</strong> <strong>un</strong> <strong>sueño</strong><br />
186<br />
<strong>Terenci</strong> <strong>Moix</strong><br />
adversidad. Y disparadas desde Roma, como certeros impactos de dominio, traspasaron<br />
las corazas más resistentes y <strong>fue</strong>ron a clavarse en el fondo del alma.<br />
¡Cuántos dioses horribles se j<strong>un</strong>taron para invocar a la f<strong>un</strong>esta estrella <strong>que</strong> cambió la<br />
vida de los hermosos amantes! ¿Quién les dijera ayer, en la culminación del goce, <strong>que</strong> el<br />
destino se desentendía de ellos y los dejaba en manos de sus más adversos enemigos?<br />
Entonces los amantes de Alejandría despertaron de su <strong>sueño</strong> y al mirar a su alrededor<br />
vieron <strong>que</strong> el m<strong>un</strong>do había cambiado. Los mares ya no bebían los azules celestes <strong>que</strong> el<br />
cielo reflejaba en sus abismos. La sonrisa perenne de Alejandría se contrajo en <strong>un</strong>a<br />
expresión de horror. Y cayeron las guirnaldas de las estatuas y los <strong>fue</strong>gos se apagaron<br />
en los templos por<strong>que</strong> las felices divinidades de antaño eran sustituidas por las temibles<br />
diosas de la venganza <strong>que</strong> sólo siembran destrucción a su, paso por el m<strong>un</strong>do.<br />
La suerte del m<strong>un</strong>do <strong>fue</strong> a decidirse en <strong>un</strong> lugar lejano, <strong>un</strong>a inhóspita costa situada en<br />
las costas de Grecia. Y el m<strong>un</strong>do, al temblar, supo <strong>que</strong> su enfermedad estaba en Accio.<br />
De allí saldrían los rayos destinados a destruir, <strong>un</strong>a a <strong>un</strong>a, todas las defensas de<br />
Alejandría y a derrumbar todos los baluartes del amor.<br />
Dos divinidades de la guerra, de patrias diferentes, cayeron sobre Accio dispuestas a<br />
la lucha. De Roma vino Marte, atleta poderoso, cubierto con yelmo invulnerable y<br />
armado con el poderoso soplo <strong>que</strong> inspira en los mortales la locura de la lucha. De<br />
Egipto llegó Bakset, temible deidad con cabeza de leona, infame instigadora de todas las<br />
catástrofes, horrenda criatura <strong>que</strong> insufla en los pechos de los mortales el ansia de<br />
matar y la necesidad de poseer mediante la matanza.<br />
Animando a sus respectivos bandos, las terribles divinidades <strong>que</strong> reinan en los cielos<br />
bajaron a organizar <strong>un</strong> infierno pavoroso en las costas escarpadas de Accio. Y el ameno<br />
pulmón de Alejandría contuvo la respiración mientras los dioses convertían la suya en<br />
feroces llamaradas de odio.<br />
Mientras Octavio consagraba sus noches a la vigilia, preparando hasta el último<br />
detalle <strong>un</strong>a operación cuyos alcances eran mucho más vastos de lo <strong>que</strong> la excusa de la<br />
guerra permitía adivinar, los dos amantes convertían sus noches en <strong>un</strong>a prolongación<br />
esplendorosa de los fastos <strong>que</strong> habían conocido en Alejandría. La flota egipcia, <strong>un</strong>ida a la<br />
de Antonio, navegó hacia el lugar de la batalla, pero los amantes decidieron bendecir al<br />
tiempo deteniéndose en lugares más placenteros. Y gracias a la madurez de sus amores,<br />
la isla de Samos conoció sus mejores días y sus noches más prósperas. Pues no se vio<br />
en todos los mares <strong>un</strong> mayor despliegue de s<strong>un</strong>tuosidad, <strong>un</strong> mayor exceso en la alegría,<br />
<strong>un</strong> racimo más pletórico de placeres y locuras. Era como si Antonio consagrase el futuro<br />
de la guerra a su dios Dionisos.<br />
-En verdad <strong>que</strong> están seguros de su <strong>fue</strong>rza -decían los isleños-. Pues si gastan toda<br />
esta alegría antes de entrar en combate, ¿qué no han de hacer cuando obtengan la<br />
victoria?<br />
Pero la alegría se tornó dolor en las costas de la guerra. Y pudieron decir los egipcios:<br />
«Accio, nombre maldito para siempre en los altares de Alejandría. Accio, costas<br />
tenebrosas, acantilados maléficos, aguas negras enrojecidas por la sangre de los<br />
cadáveres, cielo encapotado por la maldición f<strong>un</strong>esta <strong>que</strong> arroja la sagrada lanza de<br />
Roma.<br />
Accio, gigantesca hecatombe donde los amantes juegan la carta inesperada <strong>que</strong> ya no<br />
ha de decidir el curso de sus amores sino la muerte del m<strong>un</strong>do <strong>que</strong> los protegía, del<br />
m<strong>un</strong>do <strong>que</strong> llegó a amar gracias a ellos».<br />
Y la alegre y confiada Alejandría empezó a temblar durante los tres meses <strong>que</strong> los<br />
ejércitos enfrentados en Accio dedicaron a preparar el momento de la gran batalla.<br />
Desde las terrazas del palacio real, Cesarión contemplaba el horizonte, como si<br />
encima de a<strong>que</strong>lla línea ambarina, donde el azul del mar coincidía con el azul de los