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<strong>No</strong> <strong>digas</strong> <strong>que</strong> <strong>fue</strong> <strong>un</strong> <strong>sueño</strong><br />
184<br />
<strong>Terenci</strong> <strong>Moix</strong><br />
Egipto es famosa por sus hechiceros y tal vez nuestro amigo se encuentra bajo la<br />
influencia de <strong>un</strong> filtro de amor. ¡Que Roma no incurra. en el error de quienes desertan<br />
de su glorioso destino! Que tri<strong>un</strong>fe la razón. Pues si declaráis la guerra ahora no<br />
lucharéis contra Antonio, ni siquiera contra Cleopatra. Lucharéis contra sus doncellas,<br />
sus magos y sus e<strong>un</strong>ucos, ya <strong>que</strong> ellos son quienes gobiernan Egipto últimamente.<br />
Pero en la intimidad de su despacho, Octavio contaba los días <strong>que</strong> faltaban para <strong>que</strong><br />
los recaudadores de impuestos diesen por terminado su trabajo. Calculaba las semanas<br />
<strong>que</strong> deberían transcurrir hasta <strong>que</strong> el pueblo olvidase la dolorosa sangría de <strong>que</strong> hablan<br />
sido víctimas sus bolsas y regresara a su talante habitual.<br />
Los grandes eventos de la tierra no se producen sin <strong>que</strong> antes los an<strong>un</strong>cien<br />
espantosos prodigios en el cielo. Augurios terribles, mensajes aterradores an<strong>un</strong>cian a los<br />
mortales <strong>que</strong> los dioses han decidido jugar con sus destinos. Y ningún dios se hace<br />
an<strong>un</strong>ciar con tanta antelación como el belicoso Marte de los griegos y la temible Bakset<br />
de los egipcios. Pues ambos necesitan el estallido de la guerra para sentirse<br />
completamente satisfechos.<br />
Alrededor del nombre de Antonio empezó a tejerse <strong>un</strong>a aureola de fatalidad.<br />
¡Síntomas siniestros <strong>fue</strong>ron el preludio de cosas todavía más terribles! A orillas del<br />
Adriático, <strong>un</strong>a ciudad colonizada por Antonio <strong>fue</strong> engullida por gigantescos cráteres <strong>que</strong><br />
se abrieron de repente en la tierra. De <strong>un</strong>as estatuas <strong>que</strong> los ciudadanos de Alba habían<br />
erigido en honor de Antonio brotó durante varios días <strong>un</strong> sudor muy extraño <strong>que</strong> no<br />
llegaba a secarse por más <strong>que</strong> lo limpiasen. En Atenas, <strong>un</strong>a borrasca estremecedora<br />
derrumbó los colosos de Eumene y Atalo, <strong>que</strong> llevaban inscripciones de Antonio. E<br />
incluso sus dioses protectores recibieron el castigo de algún hado adverso: pues el<br />
templo de Hércules, en Patrás, <strong>fue</strong> incendiado por dos rayos <strong>que</strong> rasgaron el cielo a<br />
pleno sol, y en Atenas <strong>un</strong> huracán mortífero arrancó de cuajo la estatua de Dionisos.<br />
Pero todo era obra de los dioses <strong>que</strong> habitan más allá de las nubes, por<strong>que</strong> el furor de<br />
Roma no necesitaba de artificios para manifestarse. ¿Cómo iba a necesitarlo si Octavio<br />
velaba día y noche? Ningún preparativo le parecía inútil, ning<strong>un</strong>a precaución excesiva,<br />
ningún consejo vano. Y mientras Antonio cumplía los primeros pasos de su <strong>sueño</strong><br />
oriental llenando las noches de Alejandría con fiestas y desfiles, él calculaba los<br />
beneficios materiales <strong>que</strong> Oriente podía reporrar a Roma. Lejos de imaginar <strong>un</strong>a dinastía<br />
de titanes, personificada en cuatro niños divinos sentados en tronos de oro, Octavio<br />
usurpaba el oficio de los mercaderes imaginando barcos cargados de trigo, caravanas<br />
repletas de especias, esclavos trabajando día y noche en las minas de estaño, leñadores<br />
cortando árboles de maderas preciosas y cuantos beneficios podía reportar <strong>un</strong> imperio<br />
cuyo poder no residiese en los devaneos de la imaginación, sino en la eficacia de las<br />
espadas.<br />
Mientras, Antonio y Cleopatra continuaban viviendo el esplendor de sus amores j<strong>un</strong>to<br />
al mar de Alejandría.<br />
Cuando Octavio empuñó por fin la lanza sagrada pasó de ser portavoz de <strong>un</strong>a fracción<br />
del Senado a exacta personificación del sentir de Roma. Se convirtió en el corazón<br />
popular <strong>que</strong> respondía ante <strong>un</strong>a única consigna: vengar a Roma de cuantos ultrajes<br />
había infligido en su orgullo <strong>un</strong>a hembra desnaturalizada, cruel y despótica.<br />
A medida <strong>que</strong> la procesión presidida por Octavio avanzaba hacia el Campo de Marte,<br />
la zona bélica por excelencia de la ciudad, a medida <strong>que</strong> a<strong>que</strong>lla procesión aumentaba<br />
con los transeúntes <strong>que</strong> se iban añadiendo a su paso, los romanos empezaron a asimilar<br />
el verdadero sentido de la guerra. Y a<strong>que</strong>lla asimilación también era el resultado del<br />
largo trabajo de Octavio, de sus noches en vela, de sus sonrisas fingidas y sus<br />
acusaciones veladas. Era el tri<strong>un</strong>fo de la humilde mangosta sobre la orgullosa cobra de<br />
Egipto.