No digas que fue un sueño - Terenci Moix
No digas que fue un sueño - Terenci Moix No digas que fue un sueño - Terenci Moix
No digas que fue un sueño 179 Terenci Moix -¿Y si me negase a abandonar esta casa? -preguntó, secamente. -Me vería obligado a echarte, noble Octavia -dijo el magistrado, con las manos sudorosas y un trémolo de ansiedad en la voz-. No me obligues a hacerlo, te lo ruego. Jamás podría perdonármelo. Tratándose de Octavia nadie se vio obligado a recurrir a extremos. No se plantearon situaciones enojosas en un asunto que ya lo era de por sí. Los trámites del divorcio se realizaron con la sencillez y celeridad de una transacción entre campesinos: como la cesión de un cerdo o un caballo. Y cuando le correspondió abandonar la casa del marido, Octavia no mostró ni el más mínimo signo de dolor, ni el más ligero asomo de nostalgia. Se fue como había llegado: discretamente y sin hacer ruido. Con su dote, sus pertenencias, su fortuna y todo cuanto el derecho romano permitía conservar a las divorciadas. Se fue con sus hijos y el de Antonio, con sus vestidos, sus muebles y sus esclavos preferidos. Nadie, ni siquiera el lindo Adonis, supo decir si también se iba con un poco de dolor. Pero los romanos, que tanto la admiraban, siguieron su peripecia con el interés que ya sólo dedicaban a los juegos del circo y, los más sofisticados, a las representaciones teatrales. Los romanos la siguieron de cerca y sintieron mucha lástima. Pero no de ella, sino de Antonio. O así lo cuentan los cronistas que recogieron aquellos tristes días. Octavio recogió el insulto infligido a su familia con un aplomo, una dignidad que le colocaban a la altura de su hermana. Toda Roma conocía el fervor que sentía por ella, aunque no eran hijos de la misma madre. Y alguna lengua de filo innoble había llegado a sugerir que, si no la amase tanto como hermana, hubiera podido amarla igual como enamorado. Ninguna de estas consideraciones importaron a la hora de asumir una situación que llevaba a su punto culminante al desprecio de Octavio hacia el pobre loco que prefería los falsos oropeles de una ramera a los discretos encantos de su noble hermana. Calló, pues. Supo aguantar como un filósofo desengañado de la inconsistencia de los sentimientos. Eran falsas apariencias. En su interior, Octavio pedía la guerra a gritos: exigía sangre y fuego. Pero era un gran conocedor del poder de la apariencia y no ignoraba que, en política, ésta es más importante que las ideas. No convenía a las suyas que, en un futuro muy próximo, los romanos asociasen su comportamiento con un arrebato de furia revelado el día en que su hermana fue echada de casa de Antonio. Su mirada se limitó a mirar sin ser observada, a observar sin ser vista. Supo que mientras su familia estaba viviendo aquellos tristes sucesos, Antonio y Cleopatra viajaban por distintos puntos de Grecia en una galera de oro que la reina había bautizado con un nombre revelador: Antoníada. Pero también supo que ninguna galera sería tan veloz como para hacer que los dos amantes escapasen a su furia. La proyectó sobre todos los vientos, la envió sobre todos los mares justo el día en que la reina de Egipto cumplía treinta y ocho años. Y Antonio sollozó porque el reloj de su vida corría más de lo que su voluntad deseaba. Cuando Octavio decidió que era llegada la hora de hablar directamente contra Antonio, todavía lo hizo acogiéndose a las más estrictas medidas de prudencia que pudiesen rodear a cualquier acción pública. No dejó nada al imperio del azar. Por el contrario, acabó de enroscar su ovillo con tal esmero que le salió una labor de filigrana. Más que un político, parecía un tejedor. En principio había decidido que no era conveniente despertar las ansias belicosas del pueblo en una época del año en que los recaudadores de impuestos se encontraban en pleno ejercicio de su ingrata labor, provocando reacciones poco agradables ya en las
No digas que fue un sueño 180 Terenci Moix masas, ya en los artesanos, ya en los patricios. Y es bien cierto que las grandes empresas heroicas, las grandes inspiraciones patrióticas han de encontrar debidamente dispuesto el generoso pecho de los pueblos, el cual es a su vez tan contradictorio que no se enardecerá fácilmente si el cerebro se encuentra enfrascado en cuestiones de índole económica. Sin embargo, Octavio tuvo conocimiento de cierta noticia providencial que le impulsaba a actuar con mayor rapidez de lo previsto. No vio en ello un signo de imprudencia, ni siquiera de celeridad gratuita. La noticia lo justificaba con creces. Pues informaba de la llegada a Roma del testamento de Marco Antonio. Por una indiscreción del encargado de depositarlo en el sagrado hogar de las Vírgenes Vestales, supo Octavio que en aquel escrito se encontraban las pruebas irrefutables de la deserción de su antiguo amigo. Pruebas que el Senado y el pueblo de Roma podrían considerar, por fin, una traición absoluta. Decidido a actuar, llamó urgentemente a Dolabella, uno de los militares más fieles a su causa. -Irás con tus soldados al templo de las vestales y en mi nombre solicitarás que te entreguen el testamento de Antonio. Pero Dolabella no reaccionó con la vehemencia que Octavio esperaba. -Es posible que no haya entendido bien tus órdenes -dijo, vacilante-. Si Antonio ha decidido acogerse al secreto que aquel santo lugar garantiza a los romanos, no tenemos derecho a negárselo. -Te recuerdo que fue el propio Antonio quien, en cierta memorable ocasión, me llevó a asaltar los prestigiosos secretos de las vestales. Estoy seguro de que la gran sacerdotisa no va a negarme un pequeño obsequio en recuerdo de aquella noche singular... acaso por miedo a vivir otras más singulares todavía. Y puesto que ha de obsequiarme, dile de mi parte que solicito como regalo el testamento de Antonio. Dolabella se apresuró a cumplir lo que prefirió entender como un indiscreto antojo de su amigo y aliado. Lo hizo con diligencia, como era su costumbre y su prestigio, pero no sin algunos escrúpulos, por demás lógicos. Ciertas tradiciones estaban muy arraigadas en su ánimo, como en las de cualquier ciudadano romano que se preciase de prudente (virtud ésta que empezaba a ser inseparable de la idea de ciudadanía). En realidad, Dolabella se dejaba llevar por prejuicios ancestrales: podía faltar a ciertos dioses un determinado número de veces a lo largo de su vida, sin que el hacerlo le convirtiese en un miserable, pero cualquier desatención a la gran Vesta podía acarrearle la reprobación del pueblo y, además, atraer sobre su propio hogar todo tipo de maldiciones y acaso desgracias. Una afrenta a las vestales era una alienta a los orígenes de la vida, a las fuerzas básicas que sustentaban el poder de Roma desde sus orígenes. El mantenimiento del fuego sagrado no era asunto que tolerase frivolidades. En todos los hogares se guardaba, permanentemente encendida, una llama que las dignas matronas renovaban de forma periódica con aportaciones de la llama original, conservada en el templo. Dolabella temía, con razón, que una ofensa a la gran sacerdotisa pudiese generar desgracias sin número contra toda su familia. Incluidos los difuntos. Cuando regresó de su ingrata comisión, se encontró con que Octavio acababa de regalarse con un almuerzo a base de frutas secas, almendras y aceitunas. Con lo cual el regalo no sólo era frugal sino también mediocre. Y una vez más Dolabella se maravilló de que alguien tan joven pudiera enfrentarse a un cúmulo tan desproporcionado de responsabilidades contando con un estómago tan poco estimulado.
- Page 127 and 128: No digas que fue un sueño 128 Tere
- Page 129 and 130: No digas que fue un sueño 130 Tere
- Page 131 and 132: No digas que fue un sueño 132 Tere
- Page 133 and 134: No digas que fue un sueño Terenci
- Page 135 and 136: No digas que fue un sueño 136 Tere
- Page 137 and 138: No digas que fue un sueño 138 Tere
- Page 139 and 140: No digas que fue un sueño 140 Tere
- Page 141 and 142: No digas que fue un sueño 142 Tere
- Page 143 and 144: No digas que fue un sueño 144 Tere
- Page 145 and 146: No digas que fue un sueño El dios
- Page 147 and 148: No digas que fue un sueño 148 Tere
- Page 149 and 150: No digas que fue un sueño Terenci
- Page 151 and 152: No digas que fue un sueño 152 Tere
- Page 153 and 154: No digas que fue un sueño 154 Tere
- Page 155 and 156: No digas que fue un sueño 156 Tere
- Page 157 and 158: No digas que fue un sueño 158 Tere
- Page 159 and 160: No digas que fue un sueño 160 Tere
- Page 161 and 162: No digas que fue un sueño 162 Tere
- Page 163 and 164: No digas que fue un sueño Terenci
- Page 165 and 166: No digas que fue un sueño 166 Tere
- Page 167 and 168: No digas que fue un sueño 168 Tere
- Page 169 and 170: No digas que fue un sueño 170 Tere
- Page 171 and 172: No digas que fue un sueño 172 Tere
- Page 173 and 174: No digas que fue un sueño 174 Tere
- Page 175 and 176: No digas que fue un sueño 176 Tere
- Page 177: No digas que fue un sueño Terenci
- Page 181 and 182: No digas que fue un sueño 182 Tere
- Page 183 and 184: No digas que fue un sueño 184 Tere
- Page 185 and 186: No digas que fue un sueño 186 Tere
- Page 187 and 188: No digas que fue un sueño 188 Tere
- Page 189 and 190: No digas que fue un sueño 190 Tere
- Page 191 and 192: No digas que fue un sueño 192 Tere
- Page 193 and 194: No digas que fue un sueño Terenci
- Page 195 and 196: No digas que fue un sueño 196 Tere
- Page 197 and 198: No digas que fue un sueño 198 Tere
- Page 199 and 200: No digas que fue un sueño 200 Tere
- Page 201 and 202: No digas que fue un sueño 202 Tere
- Page 203 and 204: No digas que fue un sueño 204 Tere
- Page 205 and 206: No digas que fue un sueño 206 Tere
- Page 207 and 208: No digas que fue un sueño 208 Tere
- Page 209 and 210: No digas que fue un sueño 210 Tere
- Page 211 and 212: No digas que fue un sueño 212 Tere
- Page 213 and 214: No digas que fue un sueño 214 Tere
- Page 215 and 216: No digas que fue un sueño 216 Tere
- Page 217: No digas que fue un sueño Índice
<strong>No</strong> <strong>digas</strong> <strong>que</strong> <strong>fue</strong> <strong>un</strong> <strong>sueño</strong><br />
179<br />
<strong>Terenci</strong> <strong>Moix</strong><br />
-¿Y si me negase a abandonar esta casa? -preg<strong>un</strong>tó, secamente.<br />
-Me vería obligado a echarte, noble Octavia -dijo el magistrado, con las manos<br />
sudorosas y <strong>un</strong> trémolo de ansiedad en la voz-. <strong>No</strong> me obligues a hacerlo, te lo ruego.<br />
Jamás podría perdonármelo.<br />
Tratándose de Octavia nadie se vio obligado a recurrir a extremos. <strong>No</strong> se plantearon<br />
situaciones enojosas en <strong>un</strong> as<strong>un</strong>to <strong>que</strong> ya lo era de por sí. Los trámites del divorcio se<br />
realizaron con la sencillez y celeridad de <strong>un</strong>a transacción entre campesinos: como la<br />
cesión de <strong>un</strong> cerdo o <strong>un</strong> caballo. Y cuando le correspondió abandonar la casa del marido,<br />
Octavia no mostró ni el más mínimo signo de dolor, ni el más ligero asomo de nostalgia.<br />
Se <strong>fue</strong> como había llegado: discretamente y sin hacer ruido. Con su dote, sus<br />
pertenencias, su fort<strong>un</strong>a y todo cuanto el derecho romano permitía conservar a las<br />
divorciadas. Se <strong>fue</strong> con sus hijos y el de Antonio, con sus vestidos, sus muebles y sus<br />
esclavos preferidos. Nadie, ni siquiera el lindo Adonis, supo decir si también se iba con<br />
<strong>un</strong> poco de dolor.<br />
Pero los romanos, <strong>que</strong> tanto la admiraban, siguieron su peripecia con el interés <strong>que</strong> ya<br />
sólo dedicaban a los juegos del circo y, los más sofisticados, a las representaciones<br />
teatrales. Los romanos la siguieron de cerca y sintieron mucha lástima. Pero no de ella,<br />
sino de Antonio. O así lo cuentan los cronistas <strong>que</strong> recogieron a<strong>que</strong>llos tristes días.<br />
Octavio recogió el insulto infligido a su familia con <strong>un</strong> aplomo, <strong>un</strong>a dignidad <strong>que</strong> le<br />
colocaban a la altura de su hermana. Toda Roma conocía el fervor <strong>que</strong> sentía por ella,<br />
a<strong>un</strong><strong>que</strong> no eran hijos de la misma madre. Y alg<strong>un</strong>a lengua de filo innoble había llegado a<br />
sugerir <strong>que</strong>, si no la amase tanto como hermana, hubiera podido amarla igual como<br />
enamorado.<br />
Ning<strong>un</strong>a de estas consideraciones importaron a la hora de asumir <strong>un</strong>a situación <strong>que</strong><br />
llevaba a su p<strong>un</strong>to culminante al desprecio de Octavio hacia el pobre loco <strong>que</strong> prefería<br />
los falsos oropeles de <strong>un</strong>a ramera a los discretos encantos de su noble hermana. Calló,<br />
pues. Supo aguantar como <strong>un</strong> filósofo desengañado de la inconsistencia de los<br />
sentimientos.<br />
Eran falsas apariencias. En su interior, Octavio pedía la guerra a gritos: exigía sangre<br />
y <strong>fue</strong>go. Pero era <strong>un</strong> gran conocedor del poder de la apariencia y no ignoraba <strong>que</strong>, en<br />
política, ésta es más importante <strong>que</strong> las ideas. <strong>No</strong> convenía a las suyas <strong>que</strong>, en <strong>un</strong> futuro<br />
muy próximo, los romanos asociasen su comportamiento con <strong>un</strong> arrebato de furia<br />
revelado el día en <strong>que</strong> su hermana <strong>fue</strong> echada de casa de Antonio.<br />
Su mirada se limitó a mirar sin ser observada, a observar sin ser vista. Supo <strong>que</strong><br />
mientras su familia estaba viviendo a<strong>que</strong>llos tristes sucesos, Antonio y Cleopatra<br />
viajaban por distintos p<strong>un</strong>tos de Grecia en <strong>un</strong>a galera de oro <strong>que</strong> la reina había<br />
bautizado con <strong>un</strong> nombre revelador: Antoníada. Pero también supo <strong>que</strong> ning<strong>un</strong>a galera<br />
sería tan veloz como para hacer <strong>que</strong> los dos amantes escapasen a su furia. La proyectó<br />
sobre todos los vientos, la envió sobre todos los mares justo el día en <strong>que</strong> la reina de<br />
Egipto cumplía treinta y ocho años. Y Antonio sollozó por<strong>que</strong> el reloj de su vida corría<br />
más de lo <strong>que</strong> su vol<strong>un</strong>tad deseaba.<br />
Cuando Octavio decidió <strong>que</strong> era llegada la hora de hablar directamente contra<br />
Antonio, todavía lo hizo acogiéndose a las más estrictas medidas de prudencia <strong>que</strong><br />
pudiesen rodear a cualquier acción pública. <strong>No</strong> dejó nada al imperio del azar. Por el<br />
contrario, acabó de enroscar su ovillo con tal esmero <strong>que</strong> le salió <strong>un</strong>a labor de filigrana.<br />
Más <strong>que</strong> <strong>un</strong> político, parecía <strong>un</strong> tejedor.<br />
En principio había decidido <strong>que</strong> no era conveniente despertar las ansias belicosas del<br />
pueblo en <strong>un</strong>a época del año en <strong>que</strong> los recaudadores de impuestos se encontraban en<br />
pleno ejercicio de su ingrata labor, provocando reacciones poco agradables ya en las