No digas que fue un sueño - Terenci Moix

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No digas que fue un sueño 173 Terenci Moix para disminuir aquella tendencia, sabía que su condición recién descubierta le obligaría a caminar siempre a solas por los caminos del mundo. Y al mirar a su alrededor, al buscar una mano amiga, sólo hallaba la de su joven príncipe, la cual, a pesar de todo, no estaba allí para ayudarle sino para pedir su ayuda. Y sintió entonces Totmés que aquella petición le ayudaba a él mucho más que todos los preceptos de los dioses y todos los consejos de los hombres. Su juventud conoció entonces un punto de ardor completamente inesperado. Durante unos meses, la llama que el deseo de Ballcis encendiese en su interior se convirtió en una hoguera que las noches de Alejandría supieron desarrollar hasta que llegó a consumirle. La corte entera se sorprendió al descubrir entre los miembros de la Sociedad de la Vida Inimitable a aquel joven generalmente adusto, prodigio de contención y maravilla de recato. Los más acérrimos buscadores de placeres encontraron en él su parangón, si no su culminación. Y de espaldas a sus dioses él se enfrentó a los placeres buscando una intensidad que le arrebató hasta la locura. Y si alguna dama conocida por sus ardores le preguntaba entre risas por su proverbial castidad de otro tiempo, Totmés contestaba entre copas: -Verdaderamente, la castidad debería ser un insulto a los dioses, pero éstos son tan falsos que fingen no ser insultados. La castidad es un crimen contra la naturaleza. Y es el único crimen que verdaderamente he cometido. Durante aquella época de su locura, Totmés quiso olvidarse de sí mismo hasta el punto de cambiar completamente su aspecto. A las pocas noches de frecuentar los festines de Cleopatra se hizo irreconocible. A sus inmaculadas vestimentas de antaño, blancas como el alma de la propia Isis, opuso las túnicas más suntuosas, confeccionadas con materiales carísimos que llegaban del extremo Oriente y sólo algunos cortesanos privilegiados podían poseer. Y se dejó crecer el cabello, de manera que a los pocos meses se le veía con abundantes guedejas ordenadas a la manera de los sátrapas persas y una barba cuidadosamente recortada y siempre ungida con aceites preciosos. De manera que si algunas damas lamentaron que hubiese perdido el excitante aspecto de los castos, otras celebraron que adquiriese el aspecto enloquecedor de los libertinos. Y cuando hubo probado todas las formas del placer que Alejandría podía depararle, Totmés volvió los ojos al pasado y descubrió que una criatura indefensa continuaba esperándole en algún lugar del palacio, aguardando que se borrasen de sus ojos los velos del delirio para volver a servirle de guía. Cuando lo comprendió, Totmés habla realizado el trayecto que muchos hombres no llegan a recorrer en toda una vida. Y de nuevo agradeció que la suya hubiese sido manipulada no ya a la medida de Cesarión, como supuso en un principio, sino a la de una velocidad que, sin él saberlo, era la del periodo histórico que le había correspondido vivir. Esta velocidad que él había imprimido a su ciclo vital corría pareja con los acontecimientos que se estaban desarrollando a su alrededor. Desde la coronación de Cesarión como heredero del trono de Egipto y de sus hermanos menores como grandes señores de las posesiones en Oriente, la vida de Alejandría se lanzó a una intensidad que convertía a cada día en una peripecia nueva, en una agitación distinta. Y en aquella vorágine constante, que ya nadie podría detener, llegó un día la presencia de la muerte, invitado habitual de las gentes del Nilo pero, al mismo tiempo, huésped sorpresa en la vida de cualquier hombre joven. La muerte llegaba desde lejos, pero la distancia no disimulaba los aspectos más siniestros de su irrupción. Y ni siquiera la intriga política, alcahueta de la muerte en tantas ocasiones, consiguió aliviar el efecto que su impacto produjo primero en Totmés y después en Cesación. La voz de Cleopatra lo anunció con un patetismo que excedía a la dureza con que intentaba disfrazar sus reacciones:

No digas que fue un sueño 174 Terenci Moix -Malas noticias llegan de Judea. Ha muerto ahogado el príncipe Aristóbulo. Las causas de su muerte son completamente sospechosas. Aseguran que murió ahogado en la piscina, mientras realizaba ejercicios a los que, por otro lado, estaba sobradamente acostumbrado. Por ello se sospecha de una intriga del rey Herodes. -Guardó silencio antes de completar sus noticias. Al cabo, añadió-: Conociendo su reputación, y su afán por servir los intereses de Roma en Judea, me creo autorizada a culparle de la muerte de otra persona tan querida como aquel hermoso príncipe. Me estoy refiriendo a nuestro embajador Epistemo. Su muerte se atribuye a causas naturales, pero el trono de Egipto no ignora que las causas más naturales de una muerte en la corte de Herodes suele ser el veneno, cuando no un golpe de espada. La noticia conmovió a Totmés devolviéndole el recuerdo de algo tan lejano como su propio nacimiento. Pues aunque no volvió a ver al caballero Epistemo desde aquellos lejanos días del luto de Cleopatra, había recordado a menudo sus palabras en la terraza del templo de Hator, y cuando meditaba sobre su propia vida -y lo hacía muy a menudoya sólo podía atribuirla a aquel que había sido su inventor. De manera que Epistemo, lejano e inaccesible en su embajada de Judea, aparecía siempre como el artífice de la monstruosidad que era él, y del extraño fenómeno en que toda su existencia posterior se había convertido. Sólo cuando se resignó a no averiguar jamás sus orígenes comprendió que el papel de Epistemo había perdido valor y que el creador de la monstruosidad ya era él mismo. Los cortesanos tejieron una complicada historia de espionaje en la cual el trono egipcio ayudaba por secretos caminos a la familia de los Macabeos, pretendientes al trono de Herodes, mientras éste entretejía su propia red destinada a contraatacar por caminos igualmente secretos y más siniestros si cabía. Algunos miembros de aquella ilustre familia había pagado su rebeldía con el destierro en Roma o siendo ejecutados de manera innoble, pero el último de sus miembros, el príncipe Aristóbulo, era lo suficientemente amado por el pueblo como para esperar que Herodes, el usurpador, el tirano, el vendido a los intereses de Roma, no se atreviese a levantar la mano contra él. Tuvo que ser un accidente, fingido o real, lo que le hizo desaparecer de la escena prematuramente y dejando tras de sí una aureola de hermoso patetismo. Pues los poetas que cantaron su belleza en vida, le lloraron más allá de la muerte y desearon que su hermoso rostro se convirtiese en una estrella que, desde la seguridad del firmamento, protegiese los difíciles caminos de Judea. A partir de aquella muerte, Totmés percibió en, el rostro de su príncipe una sombra de tristeza que ya nunca le abandonaría. Durante unas semanas, perdió el interés por los juegos de la palestra, dejó de frecuentar a sus hermanos y se le vio llorar en silencio cuando creía quedarse a solas en sus estancias. La muerte había penetrado en su ánimo, generalmente risueño, la muerte le había presentado un rostro muy distinto del que solía ofrecer cuando llegaba de labios de Totmés o por boca de los sacerdotes de los varios cultos que se encarnaban en su persona. Porque mientras toda la historia de Egipto le enseñaba a pensar en la muerte como una prolongación de la vida en la eternidad, las noticias llegadas de Judea se la transmitían como una interrupción brutal que podía presentarse en cualquier momento a lo largo del camino. No al final, como siempre esperó, sino en cualquier detención, incluso en pleno avance, como una fruta a la que se impide madurar. Y al percibir los negros presentimientos que le invadían, Totmés dejó de lado todos los placeres que había aprendido a devorar y abrazó a su príncipe como un hijo que, al mismo tiempo, fuese mucho más que un amante. Sintió que eran ciertos los pronósticos que le hiciese Epistemo en la lejana noche de Hator: al prolongar su espíritu en otro espíritu había alcanzado una grandeza que ni siquiera el amor a los dioses había conseguido insuflarle. Y cuando se sintió colmado de aquella sensación maravillosa, supo

<strong>No</strong> <strong>digas</strong> <strong>que</strong> <strong>fue</strong> <strong>un</strong> <strong>sueño</strong><br />

174<br />

<strong>Terenci</strong> <strong>Moix</strong><br />

-Malas noticias llegan de Judea. Ha muerto ahogado el príncipe Aristóbulo. Las causas<br />

de su muerte son completamente sospechosas. Aseguran <strong>que</strong> murió ahogado en la<br />

piscina, mientras realizaba ejercicios a los <strong>que</strong>, por otro lado, estaba sobradamente<br />

acostumbrado. Por ello se sospecha de <strong>un</strong>a intriga del rey Herodes. -Guardó silencio<br />

antes de completar sus noticias. Al cabo, añadió-: Conociendo su reputación, y su afán<br />

por servir los intereses de Roma en Judea, me creo autorizada a culparle de la muerte<br />

de otra persona tan <strong>que</strong>rida como a<strong>que</strong>l hermoso príncipe. Me estoy refiriendo a nuestro<br />

embajador Epistemo. Su muerte se atribuye a causas naturales, pero el trono de Egipto<br />

no ignora <strong>que</strong> las causas más naturales de <strong>un</strong>a muerte en la corte de Herodes suele ser<br />

el veneno, cuando no <strong>un</strong> golpe de espada.<br />

La noticia conmovió a Totmés devolviéndole el recuerdo de algo tan lejano como su<br />

propio nacimiento. Pues a<strong>un</strong><strong>que</strong> no volvió a ver al caballero Epistemo desde a<strong>que</strong>llos<br />

lejanos días del luto de Cleopatra, había recordado a menudo sus palabras en la terraza<br />

del templo de Hator, y cuando meditaba sobre su propia vida -y lo hacía muy a menudoya<br />

sólo podía atribuirla a a<strong>que</strong>l <strong>que</strong> había sido su inventor. De manera <strong>que</strong> Epistemo,<br />

lejano e inaccesible en su embajada de Judea, aparecía siempre como el artífice de la<br />

monstruosidad <strong>que</strong> era él, y del extraño fenómeno en <strong>que</strong> toda su existencia posterior se<br />

había convertido.<br />

Sólo cuando se resignó a no averiguar jamás sus orígenes comprendió <strong>que</strong> el papel de<br />

Epistemo había perdido valor y <strong>que</strong> el creador de la monstruosidad ya era él mismo.<br />

Los cortesanos tejieron <strong>un</strong>a complicada historia de espionaje en la cual el trono<br />

egipcio ayudaba por secretos caminos a la familia de los Macabeos, pretendientes al<br />

trono de Herodes, mientras éste entretejía su propia red destinada a contraatacar por<br />

caminos igualmente secretos y más siniestros si cabía. Alg<strong>un</strong>os miembros de a<strong>que</strong>lla<br />

ilustre familia había pagado su rebeldía con el destierro en Roma o siendo ejecutados de<br />

manera innoble, pero el último de sus miembros, el príncipe Aristóbulo, era lo<br />

suficientemente amado por el pueblo como para esperar <strong>que</strong> Herodes, el usurpador, el<br />

tirano, el vendido a los intereses de Roma, no se atreviese a levantar la mano contra él.<br />

Tuvo <strong>que</strong> ser <strong>un</strong> accidente, fingido o real, lo <strong>que</strong> le hizo desaparecer de la escena<br />

prematuramente y dejando tras de sí <strong>un</strong>a aureola de hermoso patetismo. Pues los<br />

poetas <strong>que</strong> cantaron su belleza en vida, le lloraron más allá de la muerte y desearon <strong>que</strong><br />

su hermoso rostro se convirtiese en <strong>un</strong>a estrella <strong>que</strong>, desde la seguridad del firmamento,<br />

protegiese los difíciles caminos de Judea.<br />

A partir de a<strong>que</strong>lla muerte, Totmés percibió en, el rostro de su príncipe <strong>un</strong>a sombra de<br />

tristeza <strong>que</strong> ya n<strong>un</strong>ca le abandonaría. Durante <strong>un</strong>as semanas, perdió el interés por los<br />

juegos de la palestra, dejó de frecuentar a sus hermanos y se le vio llorar en silencio<br />

cuando creía <strong>que</strong>darse a solas en sus estancias. La muerte había penetrado en su ánimo,<br />

generalmente ri<strong>sueño</strong>, la muerte le había presentado <strong>un</strong> rostro muy distinto del <strong>que</strong> solía<br />

ofrecer cuando llegaba de labios de Totmés o por boca de los sacerdotes de los varios<br />

cultos <strong>que</strong> se encarnaban en su persona. Por<strong>que</strong> mientras toda la historia de Egipto le<br />

enseñaba a pensar en la muerte como <strong>un</strong>a prolongación de la vida en la eternidad, las<br />

noticias llegadas de Judea se la transmitían como <strong>un</strong>a interrupción brutal <strong>que</strong> podía<br />

presentarse en cualquier momento a lo largo del camino. <strong>No</strong> al final, como siempre<br />

esperó, sino en cualquier detención, incluso en pleno avance, como <strong>un</strong>a fruta a la <strong>que</strong> se<br />

impide madurar.<br />

Y al percibir los negros presentimientos <strong>que</strong> le invadían, Totmés dejó de lado todos los<br />

placeres <strong>que</strong> había aprendido a devorar y abrazó a su príncipe como <strong>un</strong> hijo <strong>que</strong>, al<br />

mismo tiempo, <strong>fue</strong>se mucho más <strong>que</strong> <strong>un</strong> amante. Sintió <strong>que</strong> eran ciertos los pronósticos<br />

<strong>que</strong> le hiciese Epistemo en la lejana noche de Hator: al prolongar su espíritu en otro<br />

espíritu había alcanzado <strong>un</strong>a grandeza <strong>que</strong> ni siquiera el amor a los dioses había<br />

conseguido insuflarle. Y cuando se sintió colmado de a<strong>que</strong>lla sensación maravillosa, supo

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